Eve despertó con el gato espatarrado sobre sus pechos y el telenexo de la mesilla de noche sonando. Estaba amaneciendo y la luz que entraba por la claraboya era débil y gris a causa de la tormenta que se aproximaba con el día. Con los ojos medio entornados alargó una mano para responder.
– Desconectar vídeo -ordenó con voz soñolienta-. Dallas.
– Mensaje para la teniente Dallas, Eve. Muerte sospechosa. Avenida Madison, 5002, apartamento 3800. Ver al inquilino Foxx, Arthur. Código cuatro.
– Mensaje recibido. Contactar con oficial Peabody, Delia. Bajo mi autorización.
– Confirmado. Fin de transmisión.
– ¿Código cuatro? -Roarke se había incorporado en la cama y acariciaba a Galahad, que se hallaba en éxtasis.
– Significa que tengo tiempo para una ducha y un café. -Eve no vio el albornoz, así que fue al baño desnuda-. Ya hay un agente uniformado en el lugar de los hechos -explicó. Se metió en la ducha y se frotó los ojos soñolientos-. Todos los chorros a la máxima potencia, setenta grados.
– Te vas a escaldar.
– Me encanta escaldarme.
Eve soltó un profundo suspiro de placer cuando los chorros de agua ardiente la golpearon desde todos los ángulos. Apretó una pieza de cristal y se llenó la palma de la mano de un jabón líquido verde oscuro. Cuando salió de la ducha ya estaba despierta.
Arqueó las cejas al ver a Roarke de pie en el umbral, sosteniendo una taza de café.
– ¿Para mí?
– Parte del servicio.
– Gracias. -Se llevó la taza a la cámara de secado y la bebió mientras el aire caliente la envolvía-. ¿Qué hacías observándome en la ducha?
– Me gusta observarte.
Roarke se metió en la ducha y ordenó treinta grados, lo que hizo temblar a Eve. No alcanzaba a comprender cómo un hombre con todos los lujos del mundo al alcance de la mano podía ducharse con agua fría. Encendió la cámara de secado y se peinó con los dedos el cabello de corte poco sofisticado. Luego se puso un poco del viscoso maquillaje que Mavis siempre le instaba a llevar y se cepilló los dientes.
– No tienes que levantarte pronto porque yo lo hago.
– Ya estoy levantado -se limitó a responder Roarke y optó por una toalla caliente en lugar de la cámara de secado-. ¿Tienes tiempo para desayunar?
Eve lo miró reflejado en el espejo, con el cabello y la piel brillante.
– Tomaré algo más tarde.
Él se anudó la toalla alrededor de la cintura, se sacudió la melena y ladeó la cabeza.
– ¿Y bien?
– Supongo que también me gusta mirarte -murmuró ella, y entró en el dormitorio para vestirse.
Había poca circulación en la calle. Los aerobuses pasaban con estruendo por encima de su cabeza a través de la cortina de lluvia, llevando a los empleados del turno de la noche a sus casas y a los del turno del día al trabajo. Las vallas publicitarias se hallaban silenciosas y ya habían montado para el día los omnipresentes carros y parrillas aerodeslizantes con sus ofertas de comida y bebidas. El humo salía por los conductos de ventilación de las calzadas y aceras procedente del mundo subterráneo del transporte y la venta al por menor. El aire era húmedo y caliente.
Eve cruzó la ciudad en el tiempo previsto.
La parte de la avenida Madison en la que le esperaba un cadáver estaba llena de boutiques elegantes y altos edificios plateados concebidos para albergar a quienes se podían permitir hacer compras en ellas. Los pasillos aéreos tenían las paredes de cristal para proteger a la clientela de los elementos y del ruido que en una o dos horas empezaría a oírse.
Eve pasó junto a un taxi con una sola pasajera, una elegante rubia que llevaba una americana despampanante, un deslumbrante arco iris en aquella lúgubre luz. Una prostituta legalizada que volvía a casa tras una noche en vela, pensó Eve. Los ricos podían permitirse comprar sexo elegante junto con sus prendas elegantes.
Al llegar al lugar de los hechos Eve se introdujo en un garaje subterráneo y mostró su placa ante el poste de seguridad. Éste la escaneó y la escaneó a ella, luego la luz cambió de roja a verde y mostró el número de la plaza vacía que le había sido asignada. Se hallaba al otro extremo del ascensor, para variar. A los polis jamás les daban las mejores plazas, pensó con resignación mientras echaba a andar.
Eve recitó en el altavoz el número del piso y se elevó al momento.
En otro tiempo no muy lejano habría quedado impresionada ante el suntuoso vestíbulo de la planta 38, con su estanque de hibiscos escarlata y las estatuas de bronce. Eso era antes de entrar en el mundo de Roarke. Examinó las pequeñas fuentes que flanqueaban la entrada y cayó en la cuenta de que había muchas posibilidades de que su marido fuera el dueño del edificio.
Vio a la agente uniformada ante la puerta 3800 y le mostró su placa.
– Teniente. -La agente se puso en posición de firmes y metió el estómago-. Mi compañero está dentro con el compañero de piso del fallecido. El señor Foxx, al descubrir el cadáver, llamó una ambulancia. Nosotros también acudimos, como es la norma. La ambulancia está esperando su autorización, teniente.
– ¿Este lugar está protegido?
– Lo está ahora. -La agente miró la puerta-. No hemos logrado sonsacar gran cosa a Foxx. Está un poco histérico. No estoy segura de qué puede haberlo trastornado de ese modo, aparte del cadáver.
– ¿Lo movió?
– No, teniente. Mejor dicho, el cuerpo sigue en la bañera, pero él trató de… reanimar al difunto. Debía de estar en estado de shock cuando lo hizo, porque hay suficiente sangre para nadar en ella. Se abrió las venas -explicó la agente-. Calculo que murió al menos una hora antes de que su compañero lo encontrara.
– ¿Han avisado al forense?
– Está en camino, teniente.
– Bien. Deje entrar a Peabody en cuanto llegue, y siga en su puesto. Abra -añadió, y esperó a que la agente introdujera la llave maestra en la ranura de la cerradura. La puerta se abrió y Eve oyó entrecortados sollozos de terrible dolor.
– Lleva así desde que llegamos -murmuró la agente-. Espero que pueda tranquilizarlo.
Sin decir palabra, Eve entró y dejó que la puerta se cerrara a sus espaldas. El vestíbulo era una intrincada obra de mármol blanco y negro, con columnas salomónicas cubiertas de una especie de parra en flor y, por encima de sus cabezas, una araña de cristal negra de cinco brazos ornamentados.
Al otro lado del pórtico había un zona habitada con los mismos motivos decorativos. Sofás de cuero negro, suelos blancos, mesas de madera de ébano, lámparas blancas. Las cortinas a rayas blancas y negras estaban corridas, pero las luces del techo estaban encendidas y se reflejaban en el suelo.
Había una gran pantalla de recreo apagada. Unas escaleras de un blanco resplandeciente ascendían hasta un segundo piso, el cual estaba rodeado por una balaustrada blanca a la manera de un atrio. Y del alto techo colgaban exuberantes helechos en macetas de loza.
Pero ya podías nadar en la abundancia, la muerte no respetaba a nadie. Era un club que no hacía distinciones de clase.
Los sollozos la condujeron a un pequeño estudio con las paredes forradas de libros antiguos y lleno de butacas del color de un buen burdeos.
Arrellanado en una de ellas se hallaba un hombre atractivo, con el rostro bronceado y desencajado por las lágrimas. Tenía el cabello dorado, brillante como una moneda nueva, y se lo mesaba. Llevaba una bata de seda blanca manchada de sangre seca. Iba descalzo y tenía las manos llenas de anillos que lanzaban destellos al temblar. En la rodilla izquierda exhibía un tatuaje de un cisne negro.
Eve le enseñó su placa al agente uniformado que se hallaba sentado junto a él. A continuación le señaló el techo y ladeó la cabeza interrogante.
El agente asintió.
Eve volvió a salir. Quería ver el cadáver y registrar el lugar de los hechos antes de vérselas con el testigo.
Había varias habitaciones en el segundo piso. Sin embargo, le resultó muy fácil abrirse camino. Se limitó a seguir el reguero de sangre. Entró en el dormitorio, donde los verdes y azules pálidos predominaban de tal modo que era como flotar en el agua. La cama era un rectángulo de sábanas de raso azul con montones de almohadas. También había allí las típicas estatuas clásicas de desnudos. En las paredes había cajones empotrados, lo que daba a la habitación un aspecto despejado y, en opinión de Eve, poco habitado. La alfombra azul océano era tan blanda que se te hundían los pies en ella, y estaba manchada de sangre.
Siguió el reguero hasta el cuarto de baño principal. La muerte ya no le impactaba, pero seguía consternándola, y sabía que siempre sería así. Pero había vivido demasiado cerca de ella para dejarse impresionar, ni siquiera por ésta.
La sangre había brotado a borbotones, salpicando y corriendo por los brillantes azulejos de color marfil y verdemar. Había caído contra el cristal y encharcado el suelo de espejo al manar de la herida abierta en la muñeca de la lánguida mano que colgaba del borde de la enorme bañera con un lado de cristal.
El agua de la bañera tenía un color rojo oscuro y desagradable, y el acre olor de la sangre flotaba en el aire. Se oía música de fondo, algún instrumento de cuerda, tal vez un arpa. A ambos lados de la larga bañera ovalada ardían unas gruesas velas blancas.
El cuerpo que yacía en la turbia agua rojiza tenía la cabeza recostada contra un almohadón de ribete dorado, y los ojos clavados en la cola de un cisne que colgaba del techo también de espejo. Sonreía, como si le hubiera parecido divertido observarse morir.
La joven no se dejó impresionar, pero suspiró mientras se cubría los pies y las manos con plástico, ponía en marcha la grabadora y se llevaba el equipo al cuarto de baño para examinar el cadáver.
Lo había reconocido. Desnudo, casi desangrado y sonriendo a su propio reflejo estaba el renombrado abogado defensor S. T. Fitzhugh.
– Salvatori se llevará un gran chasco contigo, abogado -murmuró mientras ponía manos a la obra.
Ya había recogido una muestra del agua mezclada con sangre, hecho un primer cálculo de la hora de la muerte, cubierto las manos del difunto y filmado la escena cuando Peabody apareció sin aliento en el umbral.
– Lo siento, teniente. He tenido problemas para llegar.
– No te preocupes. -Le entregó el cuchillo de empuñadura de marfil que había envuelto en plástico transparente-. Al parecer lo hizo con esto. Creo que es antiguo, una pieza de coleccionista. Lo analizaremos en busca de huellas.
Peabody lo guardó en la bolsa de pruebas y entornó los ojos.
– ¿No es…?
– Fitzhugh, sí.
– ¿Por qué se mataría?
– Aún no hemos establecido que lo hiciera. Nunca asumas nada, oficial -la aleccionó Eve-. Es la primera norma. Llama al equipo de recogida de pruebas. Podemos dejar el cadáver en manos del forense, de momento he terminado con él. -Retrocedió con las manos enguantadas goteando sangre-. Quiero que tomes declaración a los dos agentes que respondieron a la llamada mientras yo hablo con Foxx.
Echó un vistazo al cadáver y meneó la cabeza.
– Así es como te miraba en el tribunal cuando creía tenerte atrapado. Hijo de perra. -Sin apartar los ojos del cadáver, sacó una toallita para limpiarse la sangre, luego la guardó también en una bolsa-. Dile al forense que quiero el examen toxicológico ya.
Dejó a Peabody y siguió el reguero de sangre hasta el piso de abajo. Foxx había pasado a gimotear, casi atragantándose. El agente uniformado pareció ridículamente aliviado cuando Eve reapareció.
– Espera al forense y a mi ayudante fuera. Y da tu informe a la oficial Peabody. Hablaré ahora con el señor Foxx.
– Sí, teniente. -Y con un alivio casi impropio, el agente abandonó la habitación.
– Señor Foxx, soy la teniente Dallas. Mi más sentido pésame. -Eve pulsó el botón que corría las cortinas dejando entrar en la habitación una luz tenue-. Convendría que me explicara qué ha ocurrido aquí.
– Está muerto. -La voz de Foxx era ligeramente melodiosa y con acento. Encantadora-. Fitz está muerto. No sé cómo ha podido ocurrir. No sé cómo podré seguir viviendo.
Todos seguimos adelante, pensó Eve. No tenemos más remedio. Se sentó y puso la grabadora en la mesa.
– Señor Foxx, nos ayudaría a ambos que hablara conmigo ahora. Voy a informarle de sus derechos. Es sólo una formalidad.
Recitó el Miranda revisado mientras él dejaba de sollozar y clavaba en ella sus ojos hinchados e inyectados en sangre.
– ¿Cree que lo maté yo?
– Señor Foxx…
– Lo quería. Llevábamos doce años juntos. Era toda mi vida.
Pero conservas tu vida, pensó ella. Sólo que no lo has pensado.
– Entonces querrá ayudarme a hacer mi trabajo. Dígame qué ha ocurrido.
– Últimamente tenía problemas de insomnio. No le gusta tomar tranquilizantes. Suele leer, escuchar música, relajarse con un programa de realidad virtual o uno de sus juegos, lo que sea. El caso en que estaba trabajando lo tenía preocupado.
– El de Salvatori.
– Sí, creo que sí. -Foxx se secó los ojos con una húmeda y ensangrentada manga-. No hablamos de sus casos en profundidad. Está lo que se llama el secreto profesional, y yo no soy abogado, sino nutriólogo. Así es cómo nos conocimos. Fitz acudió a mí hace doce años para que le ayudara con su dieta. Nos hicimos amigos, luego amantes, y después simplemente seguimos juntos.
Ella precisaba toda esa información, pero de momento sólo le interesaban los hechos que conducían a ese último baño.
– ¿Dice que tenía problemas de insomnio?
– Así es. A menudo sufre de insomnio. Se entrega demasiado a sus clientes. Y éstos se aprovechan de su inteligencia. Estoy acostumbrado a que despierte en mitad de la noche y vaya a otra habitación a programar un juego o a dormitar delante de la pantalla de la televisión. A veces toma un baño caliente. -Foxx palideció-. Oh, Dios.
Se echó de nuevo a llorar, y las lágrimas le corrieron por las mejillas. Eve echó un vistazo alrededor y vio un pequeño androide en una esquina de la habitación.
– Un vaso de agua para el señor Foxx -ordenó, y el pequeño robot obedeció a toda prisa-. ¿Eso ocurrió? -continuó-. ¿Se levantó en mitad de la noche?
– Ni siquiera lo recuerdo. -Foxx levantó las manos y las dejó caer-. Yo duermo profundamente, nunca tengo insomnio. Nos habíamos acostado justo antes de medianoche, vimos las últimas noticias, tomamos un coñac. Yo suelo despertarme temprano.
– ¿A qué llama temprano?
– A las cinco, cinco y cuarto. A los dos nos gusta amanecer temprano, y tengo la costumbre de programar personalmente el desayuno. Vi que Fitz no estaba en la cama y supuse que había pasado mala noche y que lo encontraría en el piso de abajo o en una de las habitaciones libres. Entonces fui al baño y lo vi. Oh, Dios. Toda esa sangre. Fue como una pesadilla.
Se apretó la boca con sus temblorosas manos llenas de anillos.
– Corrí hacia él y le golpeé el pecho para reanimarlo. Supongo que perdí un poco la cabeza. Estaba muerto. Comprendí que estaba muerto, y sin embargo traté de sacarlo del agua, pero es un hombre muy corpulento y yo estaba temblando. Y mareado. -Se apretó el estómago-. Luego llamé una ambulancia…
– Sé que es difícil para usted, señor Foxx. Lamento hacerle pasar por esto ahora, pero es lo más sencillo.
– Estoy bien. -Foxx alargó la mano hacia el vaso de agua que le ofrecía el androide-. Prefiero quitármelo de encima cuanto antes.
– ¿Puede decirme en qué estado de ánimo estaba anoche? Ha dicho que andaba preocupado por un caso.
– Preocupado sí, pero no deprimido. Había un policía al que no lograba hacer temblar en el estrado y eso le indignaba. -Foxx tomó un sorbo de agua.
Eve decidió que era mejor no mencionar que ella era el policía que lo había indignado.
– Y tenía un par de casos pendientes cuya defensa estaba preparando. Como ve, tenía la mente demasiado llena de cosas para dormir.
– ¿Recibió o hizo alguna llamada?
– Ambas cosas. A menudo se traía trabajo a casa. Anoche pasó un par de horas en su despacho de arriba. Llegó a casa a eso de las cinco y media, y trabajó hasta cerca de las ocho. Entonces cenamos.
– ¿Mencionó algo que lo preocupara aparte del caso Salvatori?
– Su peso. -Foxx sonrió ligeramente-. Fitz odiaba engordar un kilo de más. Hablamos de intensificar el programa de gimnasia, y tal vez hacerle algún retoque quirúrgico cuando tuviera tiempo. Vimos una comedia en la pantalla del salón y nos fuimos a la cama, como ya le he dicho.
– ¿Discutieron?
– ¿Discutir?
– Tiene cardenales en el brazo, señor Foxx. ¿Se peleó con el señor Fitzhugh anoche?
– No. -Palideció aún más y le brillaron los ojos al borde de un nuevo estallido de llanto-. Nunca nos peleábamos físicamente. Por supuesto que discutíamos de vez en cuando, todo el mundo lo hace. Supongo que me hice los cardenales en la bañera, cuando traté de…
– ¿Tenía el señor Fitzhugh relaciones con alguien más aparte de usted?
Los ojos hinchados de Foxx se enfriaron.
– Si se refiere a si tenía otros amantes, no. Estábamos comprometidos.
– ¿De quién es este piso?
Foxx se puso rígido.
– Lo puso a nombre de ambos hace diez años. Era de Fitz.
Y ahora es tuyo, pensó Eve.
– Supongo que el señor Fitzhugh era un hombre adinerado. ¿Sabe quién va a heredarle?
– Aparte de alguna obra benéfica, yo. ¿Cree que lo maté por dinero? -preguntó con una nota de desprecio, antes que de horror-. ¿Con qué derecho viene a mi casa y me hace estas horribles preguntas?
– Necesito saber las respuestas, señor Foxx. Si no se las pregunto aquí, tendré que hacerlo en comisaría. Y creo que aquí es más fácil para usted. ¿El señor Fitzhugh coleccionaba cuchillos?
– No. -Foxx parpadeó, luego palideció-. Yo sí. Tengo una amplia colección de cuchillos antiguos. Registrados -se apresuró a añadir-. Todos debidamente registrados.
– ¿Posee un cuchillo de empuñadura de marfil, de hoja recta y unos quince centímetros de largo?
– Sí, es del siglo XIX, de Inglaterra. -A Foxx se le aceleró el pulso-. ¿Es lo que utilizó? ¿Utilizó uno de mis cuchillos…? No lo vi. Sólo le vi a él. ¿Utilizó uno de mis cuchillos?
– Me he llevado un cuchillo como prueba, señor Foxx. Lo analizaremos y le daré un recibo por él.
– No lo quiero. No quiero verlo. -Foxx ocultó el rostro entre las manos-. ¿Cómo pudo utilizar uno de mis cuchillos?
Rompió a llorar de nuevo. Eve oyó voces en la otra habitación; el equipo de recogida de pruebas había llegado.
– Me ocuparé de que un agente le traiga algo de ropa, señor Foxx -dijo poniéndose de pie-. Le ruego se quede aquí un poco más. ¿Hay alguien a quien desee que llame?
– No quiero a nadie. Ni nada.
– No me gusta, Peabody -murmuró Eve mientras bajaban a buscar el coche-. Fitzhugh se levanta en mitad de una noche corriente, coge un cuchillo de coleccionista y se prepara él mismo la bañera. Enciende unas velas, pone música y se abre las venas. Y sin ninguna razón en particular. Un hombre en la cumbre de su carrera, con un montón de dinero, residencias lujosas y clientes a destajo, y sencillamente se dice: Qué demonios, creo que voy a morir.
– No comprendo el suicidio. Supongo que porque no soy una persona de grandes altibajos.
Eve sí lo comprendía. Ella incluso había barajado brevemente la posibilidad durante los años que pasó en los orfanatos estatales, y antes, en los oscuros tiempos anteriores, cuando la muerte le había parecido una liberación del infierno en que vivía.
Por esa misma razón no podía creerlo de Fitzhugh.
– En este caso no hay una motivación, o al menos nada lo demuestra por el momento. Pero tenemos un amante que colecciona cuchillos y que va a heredar una considerable fortuna.
– ¿Estás pensando que tal vez Foxx lo mató? -Peabody reflexionó sobre ello al llegar al nivel del garaje-. Fitzhugh era mucho más corpulento que él. No habría podido hacerlo sin luchar, y no había señales de lucha.
– Las señales pueden borrarse. Tenía cardenales. Y si Fitzhugh estaba drogado, no podría haberse defendido demasiado. Veremos qué dice el informe toxicológico.
– ¿Por qué quieres que sea un homicidio?
– Sólo quiero que tenga sentido, y el suicidio no encaja. Es posible que Fitzhugh no pudiera dormir y se levantara. Alguien estuvo utilizando la sala de relajamiento. O así lo han hecho parecer.
– Nunca he visto nada semejante -musitó Peabody tratando de hacer memoria-. Todos esos aparatos en una sola sala. Y esa gran silla con todos esos mandos, la pantalla de pared, el servicio de bar, la estación de realidad virtual, la bañera alteradora del ánimo. ¿Has probado alguna vez esa bañera?
– Roarke tiene una, pero a mí no me gusta. Prefiero que mis estados de ánimo cambien de forma natural antes que programarlos. -Eve vio la figura sentada en el capó de su coche y silbó-. Como ahora, por ejemplo. Siento que mi humor está cambiando. Creo que estoy a punto de cabrearme.
– Bien, Dallas y Peabody, juntas otra vez. -Nadine Furst, la mejor reportera del canal 75, se bajó ágilmente del coche-. ¿Qué tal la luna de miel?
– Privada -replicó Eve.
– Eh, creía que éramos colegas. -Nadine le guiñó un ojo a Peabody.
– Te faltó tiempo para divulgar nuestra pequeña reunión, colega.
Nadine extendió sus bonitas manos.
– Que atrapes a un asesino y cierres un caso candente en tu propia despedida de soltera, a la que soy invitada, es noticia. La gente no sólo tiene derecho a saber, también disfruta con ello. El índice de audiencia se disparó vertiginosamente. Y fíjate ahora, acabas de volver y ya estás envuelta en otro asunto importante. ¿Qué me dices de Fitzhugh?
– Está muerto. Tengo trabajo, Nadine.
– Vamos, Eve. -Nadine le tiró de la manga-. Después de todo lo que hemos pasado juntas, dame algo con que entretenerme.
– Los clientes de Fitzhugh harán bien en empezar a buscar otro abogado. Es todo lo que voy a decirte.
– Vamos. ¿Accidente, homicidio o qué?
– Estamos investigando -replicó Eve cortante, descodificando la cerradura.
– ¿Peabody? -La oficial se limitó a sonreír y encogerse de hombros-. Vamos, Dallas, todo el mundo sabe que el fallecido y tú no os profesabais mucha devoción. El estribillo que se oía ayer tras la vista eran las palabras de él describiéndote como una policía con inclinación a la violencia.
– Es una lástima que no pueda seguir dándote a ti y a tus colegas frases pegadizas.
Eve cerraba la portezuela de un golpe, cuando Nadie introdujo la cabeza por la ventana.
– Dámela tú entonces.
– S. T. Fitzhugh está muerto. La policía está investigando. Apártate.
Eve puso en marcha el motor y salió bruscamente de la plaza, de modo que Nadie tuvo que echarse atrás.
Al oír a Peabody soltar una risita, le lanzó una mirada glacial.
– ¿Qué es tan divertido?
– Me gusta. -Peabody miró atrás y vio que Nadine le sonreía-. Y a ti también.
Eve contuvo la risa.
– Sobre gustos no hay nada escrito -respondió mientras salía a la lluvia de la mañana.
Todo había marchado sobre ruedas. Absolutamente sobre ruedas. Saber que eras tú quien movía las palancas te daba una excitante sensación de poder. Todos los informes de las distintas agencias eran debidamente cargados y archivados. Tales cuestiones requerían una minuciosa organización y aumentaban la pequeña pero cada vez más alta pila de discos de datos.
Era tan divertido que se sorprendió. La diversión no había sido el principal incentivo de la operación. Pero era una deliciosa consecuencia indirecta.
¿Quién sucumbiría a continuación?
Con sólo pulsar un botón, el rostro de Eve parpadeó en un monitor, y todos los datos relativos a ella aparecieron en la otra mitad de la pantalla. Una mujer fascinante. De lugar de nacimiento y padres desconocidos. La niña maltratada que había sido descubierta agazapada en un callejón de Dallas, Texas, con el cuerpo magullado y la mente en blanco. Una mujer que no recordaba los primeros años de su vida. Los años que le habían formado el alma. Los años en que había sido golpeada, violada y atormentada.
¿Cómo afectaba esta clase de vida a la mente? ¿Al corazón? ¿A la persona en sí?
Había hecho de ella primero una asistenta social, hasta convertirla en Eve Dallas, la mujer policía. La policía con fama de investigar a fondo, que el invierno anterior se había ganado cierta mala reputación en la investigación de un caso delicado y espinoso.
Entonces fue cuando conoció a Roarke.
El ordenador zumbó, y el rostro de Roarke apareció en otra parte de la pantalla. Una pareja intrigante. Los orígenes de él no eran mejores que los de ella. Pero él había escogido, al menos al principio, el otro lado de la ley para dejar su impronta y hacer su fortuna.
Ahora formaban un equipo. Un equipo que podía destruir a su antojo.
Pero todavía no. Aún no había llegado el momento. Después de todo, el juego acababa de empezar.