Nueve

– A menos que se produzcan complicaciones inesperadas, el bebé va a superarlo… -la voz del doctor Arnold fue como un bálsamo calmante, pero Thorne, aliviado, quiso saltar y atravesar el techo del estudio donde había recibido la llamada. Durante horas había estado intentando concentrarse en modificar un contrato que Eloise le había enviado por fax, en contactar con su agente inmobiliario y con su contable, pero en todo momento había estado preocupado por su hermana y el bebé.

Y además estaba Nicole. Siempre la tenía en mente. Habían pasado dos días desde su primera noche juntos al lado del arroyo y había tenido que contenerse para no ir tras ella, pero tenía demasiado en qué pensar como para dejarse llevar por una aventura amorosa.

– … de modo que mientras siga mejorando, diría que podrá marcharse a casa en unos tres días. Ya que a su hermana no se la puede trasladar, supongo que ya han hecho los preparativos para ocuparse del niño.

– Por supuesto -dijo Thorne, aunque la verdad del asunto era que no había hecho muchos progresos en la búsqueda de niñera y a la habitación de arriba aún le quedaba mucho para poder acoger a un recién nacido.

– Bueno, si tiene alguna pregunta, llámeme. Iré a ver al niño cada dos horas y la enfermera me notificará cualquier cambio que se produzca.

– Gracias -dijo Thorne y sintió como si se hubiera liberado del mayor peso que había cargado en su vida-. Gracias a Dios -susurró y descansó la cabeza sobre el escritorio. No podía imaginar lo que habría pasado si el pequeño J.R. no hubiera sobrevivido; en ningún momento había permitido que sus pensamientos vagaran por ese oscuro y doloroso camino.

Tal vez las cosas por fin estaban cambiando. Dejó de lado el papeleo con el que estaba trabajando y, con los pies cubiertos únicamente por unos calcetines, salió del estudio. En la última semana había cambiado sus hábitos, había dejado el estricto estilo de vida que seguía en Denver y se había relajado. El estado de Randi y del bebé había alejado su mente de adquisiciones de empresas, de fusiones y de contratos. Había sentido menos interés por la creación de compañías informáticas que por el rancho… la tierra que una vez había rechazado.

«¿Y Nicole? ¿No es una de las razones por las que la vida aquí ahora te parece tan idílica?».

Al frotarse la barbilla se dio cuenta de que esa mañana no se había afeitado, pero no le importó. De camino a la cocina se preguntó si se estaba ablandando o si es que había espabilado.


– ¡No quiero extraños en esta casa! -dijo la firme voz de Juanita.

– Thorne está entrevistando a unas niñeras…creo que las ha mandado una agencia -dijo Slade.

– Precisamente uno que sólo quiere ganar dinero. ¿Qué sabe él de cuidar bebés?

– Bien dicho.

– Me arden las orejas -dijo Thorne cuando entró en la cocina.

Juanita tenía las manos llenas de harina y estaba utilizando todo su peso para estirar masa con un rodillo. De vez en cuando se paraba para espolvorear la masa con avena o harina y el gesto de su cara era de absoluto enfado.

– Ese bebé necesita a su madre y la señorita Randi… ¡no querría que alguien a quien no conoce y en quien no confía se ocupara de su hijo! -Juanita se tomó unos segundos y se santiguó-. Ya les he dicho esto antes.

– Aún no he contratado a nadie.

– Bien -Juanita soltó una sarta de palabras en español que Thorne agradeció no poder entender.

Slade se rió y sacudió la cabeza. Se metió la mano en el bolsillo de su camisa y sacó un pedazo de papel doblado.

– Larry Todd ha firmado. Voy a reunirme con él en… -miró su reloj- media hora.

– Bien.

– Esta tarde a última hora Kurt Striker vendrá a hacernos una visita. ¿Estarás por aquí?

– Por supuesto. ¿Ha descubierto algo más?

– Nada que yo sepa, pero luego lo veremos -Slade fue a la puerta trasera, donde le esperaban sus botas. Cerca, Harold, el perro medio tullido de su padre, estaba tumbado sobre una alfombra. Harold movió el rabo y Slade lo recompensó acariciándolo detrás de las orejas mientras Juanita les dirigía una mirada de advertencia al perro y al hombre.

– Acabo de fregar los suelos.

– Lo sé, lo sé.

Harold apoyó la cabeza entre sus patas y la miró con ojos tristes.

– Quédate ahí -dijo ella señalando al perro con el rodillo.

– No se está moviendo -respondió Slade.

– Buenas noticias -dijo Thorne haciendo que Juanita y Slade le prestaran atención.

– ¿Sobre la señorita Randi?

– Sobre el bebé. Está recuperándose.

Slade dio un grito de alegría y Juanita rezó y se santiguó con los ojos llenos de lágrimas de alivio.

– Lo sabía -dijo.

– ¿Lo sabe Matt? -preguntó Slade, incapaz de dejar de sonreír y con los ojos rojos.

– Creo que no. Acabo de recibir la llamada. ¿Por qué no se lo cuentas?

– Ahora mismo.

– Bien -Thorne se pasó una mano por la barbilla-. Yo iré a la ciudad y hablaré con algunos abogados sobre el asunto de Randi y después me pasaré por el hospital. Os veré a ti y a Striker luego.

– Muy bien -con un escueto saludo a Juanita, «la guardiana» como a veces la llamaba, Slade desapareció por la puerta de atrás.

– Gracias a Dios que el bebé va a salir adelante -dijo Juanita al volver a ponerse a trabajar con la masa-. Y en lo que respecta a ése… -señaló con la cabeza hacia la puerta que estaba cerrándose tras Slade-, es demasiado… irrespetuoso… -añadió en español-. Demasiado -agitó una mano y al hacerlo levantó una nube de harina a su alrededor.

– Demasiado irreverente.

– Sí. Irrespetuoso.

– Y lo dices tú, que una vez te referiste a la madre de Randi como «bruja».

– Eso fue hace muchos años y es irreverente…

– Querrás decir «irrelevante».

– Era verdad.

– Si tú lo dices.

– Lo digo.

– Él ha tenido que luchar contra sus propios demonios.

– Sí -Juanita apretó los labios y metió las manos en el cuenco para volver a su tarea, aunque en el fondo tanto ella como Thorne comprendían a Slade y el tormento personal que había padecido.

Con esos pensamientos negativos en la cabeza, Thorne volvió al despacho y llamó a Eloise, que no pudo ocultar con su voz la tensión que se vivía en la oficina.

– Buzz Branson ha estado llamando dos veces al día. A tu contable le gustaría hablar de los beneficios y pérdidas de la construcción de Hillside View y Annette Williams ha dejado su número en dos ocasiones -su conciencia le dio una punzada ante el nombre de Annette, aunque pensaba que habían llegado a un entendimiento la última vez que habían hablado. Estaba claro que no.

– Si me llama alguien, dale el número de aquí. Si no estoy, pueden dejar un mensaje en el contestador.

– Lo haré. Y ahora puede que quieras saber que se sigue hablando de una huelga organizada por el sindicato de carpinteros y que podría afectar a una de las cuadrillas. Además uno de los socios de Tech-Link está siendo investigado por Hacienda.

Thorne emitió un largo silbido.

– Estás llena de buenas noticias, ¿eh?

– No me gustaría que te sintieras poco querido -le dijo Eloise irónicamente.

– No te preocupes. Y como ya te he dicho, dales mi número… lo tengo conectado a dos líneas y a un contestador automático, así que recibiré todos los mensajes.

– Lo haré -prometió.

Thorne colgó sintiéndose más decepcionado con su trabajo que en mucho tiempo. Miró por la ventana los relucientes acres de la tierra en la que habían crecido. Apoyó un hombro contra el marco de la ventana con los pulgares enganchados en el cinturón de sus vaqueros y observó a una manada de ganado moviéndose perezosamente por los acres marcados por el frío. Unos pelajes rojos, negros y moteados en gris se movían lentamente y de vez en cuando un ternero que se quedaba solo berreaba.

Thorne había amado aquel lugar de niño, le había dado la espalda al crecer y se había pasado los siguiente veinte años evitándolo. Ahora, le había llegado al corazón. Al igual que cierta doctora. «Lo estás perdiendo, McCafferty», pensó sin la más mínima pena. «Lo que sea que te alejó de tu padre y de tus hermanos se está apagando con la edad».

Y no podía permitir que eso sucediera.

En lugar de quedarse divagando sobre cómo había cambiado su actitud, fue hacia las escaleras y subió a su habitación. Ya habían llegado algunas de sus ropas y pensó que lo mejor sería sacudirse de encima esa sensiblera nostalgia que lo había invadido desde que había vuelto a ver a Nicole. Sacó su traje favorito, uno gris con camisa blanca almidonada y corbata burdeos, fue al baño, se dio una ducha y se afeitó.


– ¿Aún no ha respondido? -preguntó Nicole a la enfermera de la UCI.

Randi McCafferty yacía quieta, inmóvil, con los monitores conectados y los vendajes ya retirados de su cara. Estaba recuperándose lentamente, al menos por fuera, pero parecía estar peor que nunca. Su piel había perdido color, estaba llena de costras y sus mejillas seguían hinchadas.

– No. Hasta hemos hablado con ella y uno de los hermanos… el que tiene los ojos oscuros…

– Matt.

– Sí. Ha estado aquí antes y ha hablado con ella durante quince minutos, pero no se ha visto la más mínima respuesta -sostuvo la mirada de Nicole-. A veces esto lleva tiempo. El doctor Nimmo no está preocupado todavía y es el mejor neurocirujano de por aquí.

Eso era verdad, y los otros médicos que estaban atendiendo a Randi, la doctora Oliverio, un traumatólogo y una tocoginecóloga, también eran de los mejores.

– Lo sé, pero esperaba que ya se hubiera empezado a notar. Ya que el bebé está recuperándose, sería muy bonito…

Volvió a mirar a la hermana de Thorne. «¡Despierta, Randi! ¡Tienes mucho por lo que vivir!».

– Por desgracia la prensa sigue husmeando. Han llamado varías personas del periódico local y una mujer ha intentado meterse aquí. Se hizo pasar por la hermana de la paciente.

– Randi no tiene hermanas -dijo Nicole furiosa.

– Lo sabíamos -la enfermera sonrió-. Los de seguridad se ocuparon de ella.

Nicole deseó que los periodistas dejaran a Randi y al bebé tranquilos. Comprendió que el misterio que rodeaba el accidente y el embarazo de Randi era un acontecimiento en esa pequeña ciudad, pero le parecía que era algo desproporcionado. Los pacientes necesitaban recuperarse… sin el ojo de la prensa escudriñándolos.

– Bueno, si hay algún cambio, avísame -tocó los dedos de Randi-. Vamos -le dijo-, puedes hacerlo. Tienes un bebé que te necesita y tres hermanos que están preocupadísimos.

Fue hacia su despacho y suspiró. Había sido una noche muy larga en urgencias y la falta de sueño que llevaba días sufriendo la había hecho más complicado todavía.

Después de hacer el amor junto al arroyo y de tomarse esa comida fría, Thorne y ella habían cabalgado por las colinas a media noche y después habían regresado al rancho. No había regresado a casa hasta bien pasada la una y había dormido poco ya que había estado pensando en Thorne, moviéndose, dando vueltas y golpeando la almohada con frustración.

El día siguiente no había sido mucho mejor y la noche anterior Molly se había metido en su cama después de haber tenido pesadillas y dolor de garganta. Otra vez había vuelto a dormir mal y unas de las principales razones había sido Thorne. Había recordado besarlo, acariciarlo y hacerle el amor bajo el gélido aire. Y lo peor era que creía que podía estar enamorándose de él otra vez.

– Tonta, tonta -se dijo al doblar una esquina del pasillo. No tenía tiempo para enamorarse de ningún hombre, y mucho menos de uno que la había abandonado en el pasado. No. No podía enamorarse de Thorne. ¡No lo haría! Mordiéndose los dientes, se obligó a sacarse de la mente al sexy hermano mayor y a concentrarse en las labores que la esperaban: trabajo que poner al día, redactar informes de pacientes en el ordenador, algunas llamadas que hacer y, como siempre, preguntar cómo estaban las gemelas.

Al pensar en ellas sonrió, aunque estaba preocupada porque Molly estaba resfriada y esa mañana había tenido una tos demasiado fuerte. El problema de ser médico era que sabía qué complicaciones podría tener y que siempre estaba preocupada ante el mínimo indicio de enfermedad.

– Relájate -se dijo al entrar en el despacho, donde se quitó la bata y la colgó en el respaldo de la silla.

Para despejarse la mente, llamó a Jenny y a las gemelas. Después encendió el ordenador y comprobó su correo antes de redactar los informes de sus pacientes y devolver las llamadas de colegas que había oído en el contestador. El estómago le rugía porque hacía horas que no comía, pero lo ignoró y siguió trabajando.

Aproximadamente una hora después, se tomó un descanso y se pasó por pediatría, donde el pequeño J.R. parpadeó ante ella bajo las cálidas luces.

– ¿Qué tal estás, pequeñín? -le susurró cuando él centró la mirada en ella. Con cuidado lo levantó y lo sostuvo junto a su pecho. Los ojos se le llenaron de lágrimas al oler el aroma a bebé, lo sintió acurrucarse contra ella, ese diminuto y cálido cuerpo-. Sigue así, cariño. Tu mami se va a poner muy contenta de verte cuando despierte.

A Nicole se le caía el alma a los pies ante ese pobre bebé cuya madre estaba luchando por su vida y cuyo padre aún no habían encontrado y que era completamente desconocido. Pero J.R. tenía tíos, tres hombres fuertes que lo adoraban.

– ¿Tienes tiempo para darle de comer? -le preguntó una de las enfermeras y Nicole no pudo resistirse. Con manos habilidosas sostuvo al bebé y el biberón y sonrió mientras lo veía succionar hambriento. Era agradable tenerlo en brazos y se dio cuenta de lo mucho que deseaba tener otro hijo.

«¿El hijo de Thorne?», le preguntó su caprichosa mente. «¿Es eso lo que quieres? ¿No es el hombre del que crees que estás enamorándote? ¿El soltero que te abandonó?».

Cerró los ojos un instante y luchó contra un torrente de emociones mientras acunaba al pequeño J.R. ¿Tan malo era querer otro bebé?

«Olvídalo, tienes a las gemelas y eso ya es suficiente para una madre soltera. ¿De verdad te gustaría criar otro hijo sin un padre?».

Pero Molly y Mindy sí que tenían un padre, aunque a Paul no le importaban un comino. Apenas las llamaba, nunca iba a visitarlas, no le interesaba saber nada de ellas. Ahora se había vuelto a casar con una mujer como él, una que juraba que no quería verse atada por unos hijos. Pero era joven y Nicole suponía que cambiaría de idea.

– Ya está -dijo con voz suave cuando el bebé dejó de beber para mirarla-. Eres precioso -lo besó sobre su cabello ondulado y miró por el cristal.

Thorne estaba al otro lado, con la mirada centrada en ella y una expresión que no sabía interpretar. Vestido con un traje de chaqueta, una camisa blanca impoluta y una corbata perfectamente anudada, parecía más inaccesible de lo que había sido, más frío. El término «tiburón» se le pasó por la mente y tuvo que recordarse que él no era su tipo de hombre; esa lección la había aprendido bien.

Sin embargo, se ruborizó por haber sido sorprendida en un momento tan tierno. Tras lograr esbozar una débil sonrisa, volvió a tumbar al bebé en su cuna y vaciló cuando él comenzó a llorar.

– Shh. No pasa nada -dijo para calmarlo.

La enfermera fue hacia ellos.

– Ya me ocupo yo -dijo cuando Nicole salió por la puerta y se reunió con Thorne en el pasillo.

– No esperaba encontrarte aquí… -se metió las manos en los bolsillos de su bata blanca.

– Tenía que hacer unas cosas en la ciudad y he pensando en pasarme a ver a Randi y al bebé.

– Está mucho mejor.

Thorne esbozó una sonrisa.

– Ya lo veo. Ojalá mi hermana despertara.

– Lo hará. Con el tiempo.

– Eso espero -no parecía muy convencido-. ¿Puedo invitarte a almorzar?

Pensó en el trabajo que tenía en el despacho; ya lo había terminado casi todo y estaba hambrienta. ¿Por qué no? «Porque sería mejor si lo dejaras ahora mismo. No está enamorado de ti, tú no eres más que una distracción mientras está aquí. Pero va a marcharse, Nicole. Lo sabes. Su vida está en Denver».

– Tengo que estar en urgencias en unos minutos.

– ¿Y qué me dices de una taza de café? -su sonrisa resultaba irresistible.

– Vale, me has convencido -dijo riéndose. Juntos recorrieron los pasillos pasando por delante de carros de medicamentos, de celadores ayudando a pacientes a caminar y de toda una variedad de visitas buscando a sus seres queridos.

La cafetería parecía una casa de locos. Después de que Thorne insistiera en que debía comer algo más sustancioso, Nicole eligió un yogur de vainilla, una magdalena de arándanos y una taza de café solo mientras que él pedía un sándwich de pavo y un cuenco de sopa.

Cuando les sirvieron la comida, Thorne llevó la bandeja hasta una mesa de formica donde había unas páginas del periódico de la mañana. Varias enfermeras estaban hablando en la mesa de al lado, una de ellas acababa de comprometerse con su novio y las demás estaban mostrándole su alegría por ello; había grupos de visitas de enfermos y sus colegas estaban debatiendo la incorporación de otra unidad de traumatología.

Nicole se sentó cerca de un ficus y Thorne justo enfrente de ella. Unos cuantos compañeros le dirigieron algunas miradas de curiosidad, pero nadie los molestó.

– Esperaba que pudieras ayudarme -dijo Thorne, desenvolviendo su sándwich.

– ¿Cómo? -Nicole le dio un mordisco a su magdalena.

– Como ya te he dicho, cuando J.R. salga del hospital, necesitaremos una niñera.

Ella tragó y le sonrió.

– No me digas que los tres hermanos McCafferty juntos no pueden hacerse con un bebé.

– Estamos ocupados.

– Ya -metió la cucharilla en el yogur.

– No creo que el rancho vaya a convertirse en la película Tres hombres y un bebé.

– ¿No? -ella se rió-. Pues ahora que lo mencionas se me están ocurriendo situaciones muy interesantes. Thorne McCafferty, flamante directivo y… cambiador de pañales. Matt McCafferty, ganadero y… especialista en hacer eructar a bebés. Slade McCafferty, intrépido y…

– Vale, vale, me hago una idea -su boca se torció y sus ojos grises centellearon.

– Bien -le guiñó un ojo.

– Vaya, así que te has reído de mí, ¿eh? -dijo él a la vez que masticaba un pedazo de sándwich.

– Es agradable estar con un hombre que tiene tantísimas habilidades -dijo ella bromeando.

– Tú deberías saberlo bien.

La risa desapareció de los ojos de Thorne y a Nicole casi se le cayó la cuchara al comenzar a pensar en él haciéndole el amor. Un calor le subió hasta el cuello y tragó saliva al recordar el momento que habían vivido hacía poco junto al riachuelo.

– Si no recuerdo…

– Suficiente, ¿Vale? Ya lo pillo -susurró ella, al no querer que nadie oyera su conversación-. Tregua.

– Entonces me ayudarás a encontrar una niñera.

– Supongo que no tengo elección.

– Bien, acepto tu bandera blanca.

– No me he rendido, ¡sólo he pedido una tregua!

– Lo que digas -dijo él con un travieso brillo en los ojos.

Aún sonrojada, cambió de tema. ¿Por qué permitía que la provocara así? ¿Que flirteara de ese modo tan descarado? ¿Qué era eso que ella veía en él tan irritante e increíblemente sexual a la vez? ¡No! ¡Estaba convirtiéndose en una de esas tontas mujeres obsesionadas con los hombres y a las que tanto aborrecía! Miró su reloj y vio que tenía que irse.

– El deber me llama… -dijo y se puso de pie.

Él retiró su silla. Después de que Nicole tirara a la basura los restos de la bandeja, los dos caminaron juntos y ella se fijó en lo mucho que destacaba, tan alto, con su abrigo largo negro, entre los médicos y enfermeras con batas blancas o ropa verde, y entre los visitantes vestidos con camisetas de algodón, tela vaquera, cuero o franela. También se veían algunos hombres con aspecto de empresario, pero ninguno era tan alto y tan arrogante como Thorne McCafferty, con su impoluta camisa blanca, su corbata de seda y su caro traje de chaqueta. Su presencia llamaba la atención y eso era lo que conseguía.

En la mesa donde se sentaban las enfermeras, más de un par de ojos interesados lo miraron mientras Thorne abría una de las puertas que daban al pasillo a la vez que con la otra mano tocaba la espalda de Nicole, como si quisiera guiarla. No era más que un gesto, tal vez incluso uno educado, un movimiento automático por su parte, pero ella se apartó cuando salieron al pasilio y agradeció que él dejara caer la mano. Cuanto menor contacto personal tuvieran, mejor.

Pero aun así…

– ¿Alguien ha localizado ya al padre de J.R.? -preguntó-. Puede que tenga algo que decir en lo que respecta al cuidado del bebé.

– Aún no -los ojos de Thorne se volvieron tan fríos como el invierno-, pero lo encontraré -y Nicole no lo dudó ni por un momento.

Thorne McCafferty era un hombre que, si decidía darle caza a alguien, no dejaría piedra sin mover en su búsqueda.

Cuando ella presionó el botón del ascensor, él le tocó el hombro.

Nicole entró, pero Thorne la agarró por el brazo y la atrajo hacia sí. Para su sorpresa, la besó. Con intensidad. Tanta, que las piernas le fallaron.

– ¿A qué ha venido esto? -preguntó cuando por fin la soltó.

– Sólo quería que tuvieras algo con lo que recordarme.

«Como si ya no tuviera suficiente».

Thorne se metió las manos en los bolsillos del abrigo, se dio la vuelta y salió del edificio. Nicole, despojada de aliento y de su dignidad, entró en el ascensor. Las puertas se cerraron y se quedó sola. «¿Con que no tenía que olvidarlo?».

Bueno, no tenía de qué preocuparse. Suspirando, se apoyó contra la pared. Thorne McCafferty era un hombre imposible de olvidar.

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