Siete

– No quiero que nadie vuelva a fastidiarme los planes -dijo Larry Todd. Era alto, cerca de metro noventa, con un pelo liso y rubio que le caía sobre sus penetrantes ojos verdes. De entre cuarenta y cinco y cincuenta años, estaba en el porche, con una chaqueta gruesa abrochada hasta el cuello y rodeado por un fuerte viento que azotaba el valle.

– Redactaré un contrato con duración de un año -le aseguró Thorne-. Para entonces Randi ya debería estar de nuevo al mando de todo esto y podrás hablarlo con ella.

Con el ceño ligeramente fruncido, el hombre asintió.

– De acuerdo -miró a los tres hermanos, que habían pasado el día enseñándole el lugar que ya conocía como la palma de su mano. Larry había señalado los fallos que tenía el rancho, las zonas de valla que había que reparar, cómo la tierra estaba erosionándose por la zona norte, por qué sería buena idea vender parte de los árboles madereros situados en las pendientes más bajas de las colinas y había sugerido que era necesario invertir en un nuevo tractor. Sabía del toro de un vecino, uno que había ganado premios y al que podían intercambiar por otro del rancho para mezclar los genes de la manada. Thorne no comprendía cómo Randi podía haberlo despedido.

– Bueno, ¿cómo está vuestra hermana? -preguntó Larry con gesto de preocupación a pesar de su enfado con Randi.

– Sigue en coma -Slade le dio una patada a un pequeño montón de tierra.

– Pero lo superará.

– Eso piensan los médicos -dijo Thorne.

– ¿Y el bebé?

Los hombres intercambiaron miradas. Thorne dijo:

– Nos hemos llevado un buen susto. Aún no está fuera de peligro, pero está mejorando.

– Bien. Bien – Larry se ajustaba los guantes entre los dedos justo cuando el teléfono sonó desde dentro de la casa-. Redactad el contrato y ya volveremos a hablar.

Bajó las escaleras hacia su camioneta cuando Thorne oyó a Juanita gritar su nombre.

– Señor Thorne. ¡Teléfono! -gritó y los tres sonrieron. Era agradable tenerla con ellos de nuevo. Habían crecido con sus sinceras convicciones, sus ojos oscuros y su estricto sentido del bien y del mal.

Thorne entró en la casa.

– ¡Botas fuera! -se oyó decir a Juanita desde la cocina. Apareció con su rostro redondeado y su cabello negro, ahora corto y con mechones grises, y secándose las manos en el delantal-. Es su secretaria.

– Hablaré desde el estudio -Thorne levantó el auricular y escuchó mientras su secretaria lo ponía al día de los proyectos que se estaban llevando a cabo. El asunto que tenía entre manos con el padre de Annette presentaba problemas con la comisión de urbanismo, había amenaza de una huelga de carpinteros y un agente inmobiliario con el que trabajaba estaba desesperado por hablar con él.

Para cuando colgó el teléfono, sus hermanos ya se encontraban en el salón. Estaban de pie, calentándose las piernas con el fuego. Sus vaqueros se veían mugrientos y olían a caballo y a suciedad. Una hebilla plateada, la que su padre había ganado en un rodeo hacía mucho tiempo, sujetaba los Levi's de Matt, y el reloj que John Randall había llevado desde que Thorne podía recordar estaba abrochado alrededor de la muñeca de Slade. Todos ellos llevaban recuerdos de su padre, regalos personales que él les había concedido, como el anillo de Thorne. Tenía curiosidad por saber qué promesas les habría pedido cumplir a sus hermanos pequeños, pero no se molestó en preguntarles.

– ¿Qué es eso de que tienes una cita? -preguntó Slade, con una sonrisa que destacaba de la sombra negra que le bordeaba la barbilla.

Thorne miró a su hermano.

– Se me ha ocurrido llevar a Nicole a cenar. Eso es todo.

– Claro -Slade no estaba tan convencido.

Una sonrisa algo maliciosa se fijó en el rostro de Matt mientras se cambiaba de sitio el palillo que tenía en la boca.

– No es exactamente tu tipo, ¿no?

– ¿Qué quieres decir?

– Que es demasiado sencilla para ti -dijo Matt, sin duda divirtiéndose-. Una mujer con tanto cerebro como belleza.

– Esa clase de mujer con la que uno sienta la cabeza -añadió Slade.

Thorne se negó a molestarse por los comentarios fastidiosos de sus hermanos. Ninguno de ellos tenía mucho que opinar en lo que respectaba a asuntos del corazón.

– Es sólo una cita -dijo, aunque sentía que había algo más. Había tenido cientos de citas en su vida, había pasado horas y horas en compañía de muchas mujeres y aun así lo de esa noche parecía diferente… como un poco más serio. Tal vez era porque Nicole trabajaba en el hospital donde su hermana y su sobrino estaban ingresados, pero eso no podía explicar el modo en que se le aceleraba el pulso al verla, las noches en las que soñaba con hacerle el amor, ni el hecho de que estuviera rompiendo una de sus reglas más sagradas: no volver nunca atrás.

Jamás en su vida había salido con una persona con la que ya hubiera estado antes. Le parecía que no servia de nada; si una historia de amor no había funcionado en el pasado, ¿por qué iba a garantizar el éxito una segunda oportunidad? Ya lo decía el refrán: «Más vale prevenir que curar». Y aun así allí estaba, planeando una cita con una mujer que ya había sido su amante mucho tiempo atrás. Se quedó pensativo un segundo y recordó que la había seducido, que le había robado la virginidad y que, después de unas breves semanas de verano, la había abandonado.

No fue porque se hubiera cansado de ella, todo lo contrario. Cuanto más había estado con Nicole, más había querido seguir a su lado, y eso le había aterrorizado. En ese punto de su vida aún le quedaba mucho por hacer, tenía demasiadas ambiciones que satisfacer y no tuvo tiempo para una relación seria ni para una chica a la que bien podría haber elegido como esposa.

Lo cierto era que sus sentimientos por Nicole le habían asustado, pero por otro lado, en aquella época era poco más que un chiquillo. Ahora las cosas habían cambiado.

– Si es sólo una cita, entonces ¿a qué viene todo ese secretismo y por qué me has pedido que…?

– Ocúpate de eso, ¿vale? -le dijo Thorne con brusquedad.

– Vale, vale -respondió Matt con las manos en alto-. Ya lo tienes: dos caballos con sus monturas.

– ¿Qué? -exclamó Slade-. ¿Caballos? ¿Has perdido la chaveta? Vas a salir con una doctora. Una doctora que ejerció en San Francisco antes de venir aquí. Es una dama con clase, sofisticada.

– ¿Pero no una con las que suelo salir? -le preguntó Thorne.

– No la clase de mujer que se sube a un caballo con este tiempo -Slade sacudió la cabeza como si su hermano se hubiera vuelto completamente loco.

– A lo mejor no voy a salir con una doctora -dijo Thorne, aunque vio que era necesario que se explicara-. A lo mejor voy a salir con una vieja amiga, con Nikki Sanders.

– Que ahora es madre, divorciada y licenciada en Medicina.

– Bueno, chicos, vosotros os quedáis aquí guardando el fuerte que ya me ocupo yo de Nikki.

– O ella se ocupa de ti… -apuntó Matt-. Escucha, ten cuidado, ¿vale? No parece ser mujer de una sola noche.

– Y puede que tengamos que ponernos en contacto contigo si hay algún cambio en el estado de Randi o del bebé -aclaró Slade.

– Tendré el móvil encima.

Slade asintió.

– Vale. Por si acaso hubiera algún problema.

– ¡No lo habrá! -Matt era insistente.

– Esperemos que no -dijo Slade, pasándose de manera inconsciente un dedo sobre la cicatriz que le recorría la mejilla-. Ya hemos tenido bastante.

Y Thorne no podía llevarle la contraria en eso. En los últimos años, parecía como si la mala suerte hubiera sido parte del legado familiar. John Randall había vivido su vida al máximo, había hecho fortunas y las había perdido, había disfrutado de una buena salud y se había pensado que Dios le había concedido el derecho de ser guapo, rico y poderoso. Había pasado por encima de ésos que se habían cruzado en su camino, había dejado a una buena mujer por una modelo más joven y había engendrado a tres hijos y una hija. Pero cuando el destino se había vuelto en su contra, destruyendo su fortuna, despojándolo de una caprichosa mujer y robándole su salud, se había quedado impactado, estupefacto por el hecho de que la suerte lo hubiera ignorado y porque los dioses de la fortuna le hubieran dado la espalda y se hubieran reído y mofado de él por su penosa arrogancia, dejándolo finalmente convertido en la sombra del hombre que una vez había sido.

Pero su muerte no había terminado con esa espiral. Randi había perdido a su madre hacía menos de un año. Slade había sufrido su propia pérdida personal y el accidente de Randi, su coma y la enfermedad del recién nacido parecían ser parte de una cruel vuelta del destino.

Pero estaba a punto de detenerse. Tenía que parar. Randi y el pequeño J.R. se recuperarían. El misterio del padre del niño y del accidente quedarían resueltos. Y él mismo sentaría cabeza, se casaría y tendría hijos…

Se detuvo al llegar a lo alto de las escaleras. ¿Cómo había dejado que sus pensamientos fueran tan lejos? ¿Casado? ¿Hijos?

«No en esta vida», se dijo, pero sintió la presión del anillo de boda de su padre en el bolsillo de los pantalones y tuvo la ligera sospecha de que la doctora Nicole Stevenson podría hacerle cambiar de opinión. Y lo cierto era que ya estaba sucediendo porque no podía esperar más a verla otra vez.


¿Por qué había accedido a algo tan estúpido como una cita? Eso se preguntaba Nicole mientras se ponía su vestido negro favorito. Sin embargo, arrugó la nariz con desagrado al verse reflejada en el espejo; era demasiado sofisticado para Grand Hope, aunque por otro lado, Thorne estaba acostumbrado a mujeres de grandes ciudades que acudían a bailes de caridad y a galas de todo tipo.

Tenía más ropa desparramada por la cama, desde pantalones vaqueros negros y jerséis a ese maldito vestido.

– Será sólo para un par de horas -se dijo mientras se sentía como una colegiala preparándose para una cita con el chico más popular del colegio. Finalmente se decidió por unos pantalones de lana grises, un jersey ajustado azul marino de cuello vuelto, unos pendientes de aro de plata y botas negras-. El conjunto para ir a cualquier parte.

– Ey, mami. Estás guapísima -dijo Mindy al entrar en el dormitorio con su pijama.

Molly entró deslizándose y sorbiéndose la nariz por el catarro.

– Gracias -dijo Nicole-, pero estáis predispuestas.

– ¿Qué significa eso? -preguntó Molly con desconfianza.

– Que os gusto porque soy vuestra mamá.

– Sí -asintió Mindy, corriendo en círculos alrededor de Nicole. Molly corrió más deprisa a la vez que se deslizaba sobre el suelo de madera.

– Tened cuidado -dijo Nicole.

– ¿Están entreteniéndote? Chicas, vamos a la cocina -gritó Jenny-. Vamos a hacer palomitas.

– No pasa nada -gritó Nicole.

Molly comenzó a perseguir a su hermana y las dos se rieron mientras Nicole se recogía el pelo, se aplicaba máscara de pestañas, un poco de sombra de ojos y un toque de pintalabios. Después volvió a mirarse al espejo. Estaba impactada por su imagen y no porque estuviera para morirse de guapa, sino porque tenía una luz en la mirada que la dejó asustada. Parecía una mujer enamorada.

– No vayas -se dijo al ver las luces de los faros a través de los cristales de la ventana. «Thorne».

– ¿Ir adonde? -preguntó Molly.

– No querrías saberlo.

– ¿Adónde vas? -preguntó Mindy.

– Voy a salir -Nicole se agachó para abrazarlas, con cuidado de que la nariz goteante de Molly no le rozara el jersey-. Ven, vamos a arreglar esto -dijo alargando la mano para tomar un pañuelo de papel, pero Molly sacudió la cabeza bruscamente y salió corriendo.

– No pasa nada.

Nicole la alcanzó en la cocina donde Jenny estaba haciendo las palomitas y el olor a mantequilla y el sonido de los granos de maíz saltando le recordó a un polígono de tiro al blanco. Se oyó un golpe en la puerta y las gemelas salieron corriendo hacia el salón tan rápido como les permitieron sus pequeñas piernas.

– ¡Yo abro! -gritó Mindy.

– ¡No, yo! -Molly, con sus elásticos ricitos volando sin control, la echó a un lado. Nicole llegó justo cuando Mindy, sin ni siquiera mirar por la ventana, abrió la puerta. Un aire frío entró en la casa. Thorne estaba en la entrada y Nicole, con Molly en brazos, logró sonarle la nariz a la niña entre violentas protestas y gritos.

– Lo siento -dijo ella, mirando por encima de su hombro. Se le había soltado el pelo del recogido-. Entra.

– ¡No, no! ¡No, mami! -gritó Molly.

Thorne entró, Nicole tiró el pañuelo usado y se apartó de un soplido los mechones de la cara. Molly, con el orgullo herido, corrió a su habitación mientras Mindy, chupándose un dedo, miraba al alto extraño con unos ojos abiertos de par en par y desconfianza.

– Es mi hija Mindy -dijo Nicole- y el tornado que se ha ido chillando por el pasillo es Molly.

– ¡No soy un «nado»! -protestó Molly.

Thorne no pudo contener la sonrisa.

– Y yo que al oírlo he pensado que le estabas arrancando la piel a unos gatos vivos.

– ¡Te odio, mami! -gritó Molly y cerró la puerta.

Nicole ignoró el arrebato de su hija y se colocó el pelo.

– Me alegra que hayas podido ver mis habilidades maternas en acción.

La puerta al fondo del pasillo volvió a abrirse.

– Lo digo en serio, en serio. ¡Te odio!

¡Pum! La puerta se cerró de golpe.

– Discúlpame -la sonrisa de Nicole fue algo forzada-. Tengo que ir a ocuparme de mi hija.

– Yo también -Mindy siguió a su madre por el pasillo.

Nicole podía sentir los ojos de Thorne en su espalda y deseó que hubiera ido a otra hora del día. ¿Por qué las niñas tenían que armar jaleo justo ahora? Llamó suavemente a la puerta. Los sollozos de Molly eran exageradamente altos cuando Nicole entró y la encontró echada dramáticamente sobre una de las camas.

Nicole cruzó la habitación esquivando muñecas, ropa y cochecitos tirados por el suelo.

– Venga, cielo, no es para tanto.

– Es… es… -dijo Molly hipando entre lágrimas.

Nicole la estrechó entre sus brazos y comenzó a mecerla lentamente con la cabeza de la niña en la parte interior de su cuello, sin pensar en cómo las lágrimas podían estropearle el jersey.

– Shh, shh, cielo -le susurró mientras Mindy, sin querer quedar apartada, le rodeó una pierna con sus regordetes y pequeños brazos y se quedó mirando a la puerta. Allí mismo apareció Thorne, cuyos hombros casi llenaban la anchura de la misma. Una sonrisa se formó en sus labios y se cruzó de brazos.

– ¿Quién es? -preguntó Molly.

– Un… un amigo. El señor McCafferty.

– Thorne -la corrigió él, y Molly lo miró con el ceño fruncido.

– Vaya nombre tan raro -dijo Molly.

Mindy dejó escapar una risita.

– Es gracioso.

– ¿Ah sí? -los ojos de Thorne se iluminaron ligeramente y se agachó-. Pues me ha estado fastidiando desde que puedo recordar. Muchos niños se burlaban de mí. Bueno, ¿y vosotras cómo os llamáis?

Mindy se mordió el labio.

– Ella es Mindy -dijo Molly mirando a su hermana con desdén; se había olvidado de las lágrimas y del disgusto.

– ¿Y tú eres…?

– Molly -bajó al suelo y miró al extraño.

– El señor McCaffer… eh, Thorne y yo vamos a salir.

– ¿Necesitas ayuda? -la voz de Jenny llegó a la habitación. Thorne entró y la joven apareció por detrás con los brazos estirados hacia las gemelas.

– Jenny, te presento a Thorne McCafferty -dijo Nicole y, antes de poder terminar de hablar con la niñera, las gemelas corrieron a los brazos de la chica.

– ¿Palomitas? -preguntó Molly.

– ¿Queréis?

– ¡¡Sííííí!! -respondió Mindy con entusiasmo.

– Vale. Vamos a la cocina a llenar unos cuencos -Jenny le guiñó un ojo a Nicole, murmuró un rápido «encantada de conocerte» y sacó a las niñas de la habitación.

– Bienvenido a mi vida -dijo Nicole recorriendo la habitación con un movimiento de manos-. Es un poco ajetreada.

Él asintió lentamente.

– Entre esto y urgencias, no paras en todo el día -alzó un lado de la boca-. Aunque creo que no cambiarías esto por nada.

– Bueno, pues ahí está usted equivocado, señor McCafferty. En mi mundo ideal soy rica, vivo en una isla privada tropical y mis niñeras cuidan de mis hijas mientras yo me tumbo al sol en la piscina, bebo daiquiris helados y un tío bueno llamado Ramón me da un masaje en las piernas.

Él se rió a carcajadas y Nicole lo acompañó.

– Te morirías de aburrimiento en dos días.

– Probablemente -admitió-. Por muy loca que parezca, me gusta mi vida -intentó pasar por delante de él, pero Thorne la agarró por la muñeca.

– No es ninguna locura.

– ¿No? -el pulso se le aceleró y pudo sentir la calidez de sus dedos contra su piel.

– Está bien.

La mirada de Thorne quedó prendida a ella y por un segundo Nicole creyó que volvería a besarla, allí en la casa, con las niñas a escasos metros. Las rodillas le temblaban sólo de pensarlo.

– No hay mucha gente que valore sus vidas y se den cuenta de lo afortunados que son -ahora llevó la mirada hasta sus labios.

– ¿Y qué me dices tú? ¿Sabes que eres un hombre con suerte?

Él alzó una oscura ceja con aire insolente y el pulso de Nicole palpitó de forma peligrosa. Le rodeó la muñeca con más fuerza.

– En este momento me siento muy afortunado -agachó la cabeza y su aliento le acarició la cara-. Muy, muy afortunado -la besó en la mejilla y ella respiró entrecortadamente. Después, la soltó-. Creo que sera mejor que nos vayamos.

«Dios mío». Nicole estuvo a punto de caer contra la pared, pero recuperó la calma.

– Dame un par de minutos para cambiarme, a este jersey le hace falta -fue a su dormitorio con piernas temblorosas y cerró la puerta. ¿Pero qué le sucedía? Sólo le había tocado el brazo, ¡por el amor de Dios! Ni siquiera la había besado y aun así había estado a punto de derretirse, como una colegiala tonta e inocente. «Como la jovencita que eras cuando saliste con él».

De pronto, furiosa consigo misma, se quitó el jersey, miró hacia abajo y vio que sus pantalones tampoco habían se habían librado. Suspiró. En el fondo del armario encontró otro jersey, uno rojo con cuello en «V»; se lo puso y se cambió los pantalones por una falda negra que se abrochaba por delante. Sin dejar de farfullar, se soltó el pelo y se pasó un cepillo varias veces hasta que le pareció que estaba bien… bien para el gusto de Thorne McCafferty. Descolgó su chaqueta favorita, una de cuero negro, y fue hacia la cocina donde Thorne, aún con gesto de diversión, veía cómo Molly lanzaba palomitas a su hermana cuando Jenny se despistaba.

Mindy chilló, Jenny reaccionó y Nicole no pudo haber salido de la casa más deprisa. Se puso la chaqueta, le plantó un beso a cada niña en la frente y volvió a hacerlo cuando las gemelas armaron un pequeño escándalo. Según salía con Thorne hacia el porche, podía oírlas gritar y llorar:

– Mami… no te vayas… mami, mami, mami… por favooooooor.

– Es bonito ver que te quieren -apuntó Thorne mientras le sujetaba la puerta de la camioneta.

– Siempre lo es -respondió ella mirando hacia la casa, donde dos pequeñas caras tristes se pegaban al cristal de la ventana de la cocina. Las saludó con la mano, pero las niñas no le devolvieron más que un gesto de tristeza y desamparo-. Esto les durará menos de dos minutos. En cuanto la camioneta desaparezca al doblar la esquina, volverán a estar tan contentas.

– ¿Estás segura?

– Segura -se recostó sobre el asiento y lo miró-. Bueno, señor McCafferty, ¿Adónde vamos?

Su sonrisa fue un destello blanco en la oscuridad.

– Ya lo verás -respondió él antes de echar marcha atrás y ponerse en camino.

– Con que ahora te pones misterioso, ¿eh?

– Yo siempre soy misterioso.

– En sus sueños, señor McCafferty -dijo ella.

– No, Nikki -respondió mirándola-. En los tuyos.

Загрузка...