Uno

Grand Hope, Montana Octubre

La doctora Nicole Stevenson sintió una subida de adrenalina como siempre le ocurría cada vez que víctimas de accidentes entraban en la sala de urgencias del Hospital St. James.

Vio la intensidad de la mirada de la doctora Maureen Oliverio cuando la otra mujer colgó el teléfono.

– ¡El helicóptero ha llegado! ¡Vamos! -el equipo de médicos y enfermeras, que tan apresuradamente había sido reunido, respondió-. Los paramédicos están trayendo al paciente. Doctora Stevenson, tu turno.

– ¿Qué tenemos? -preguntó Nicole.

La doctora Oliverio, seria y eficiente, fue marcando el camino a través de las puertas dobles.

– Accidente de un único coche en Glacier Park. La paciente es una mujer de veintitantos años y está embarazada. Fracturas, daño interno, conmoción, un auténtico desastre. Ha roto aguas y es probable que tengamos que hacer una cesárea debido al resto de daños que ha sufrido. Una vez dentro, repararemos otras lesiones. ¿Estáis todos? La doctora Stevenson está al mando hasta que enviemos a la paciente al quirófano.

Nicole miró a los otros médicos mientras se ponían las mascarillas y los guantes. Su trabajo consistía en estabilizar al paciente antes de que entrara a quirófano.

Las puertas de la sala de emergencias del Hospital St. James se abrieron de par en par dando paso a una camilla empujada por dos paramédicos.

– ¿Qué tenemos? -le preguntó Nicole al paramédico que tenía más cerca, un hombre bajo con la cara colorada y el pelo y el bigote canosos-. ¿Cómo están las constantes vitales? ¿Y el bebé?

– Presión sanguínea normal, ritmo cardíaco sesenta y dos, pero está cayendo ligeramente… -mientras el paramédico le iba dando la información que había reunido, Nicole escuchaba mirando a la paciente, una mujer en estado inconsciente cuyo rostro probablemente había sido bello aunque ahora estuviera cubierto de sangre y magullado. Tenía el abdomen hinchado, un líquido le entraba en el brazo por medio de una intravenosa y tenía el cuello y la cabeza sujetos-, desgarros, quemaduras, cráneo, mandíbula y fémur fracturados, posible hemorragia interna…

– ¡Hay que monitorizar al feto! -ordenó Nicole.

– Enseguida.

– Bien -asintió Nicole-. Bien, bien, ahora ramos a estabilizar a la madre.

– ¿Se ha informado ya al marido? ¿Tenemos consentimiento? -preguntó la doctora Oliverio.

– No lo sabemos -respondió un paramédico con gesto sombrío-. La policía está intentando localizar a los familiares. Según su carné de identidad, se llama Randi McCafferty y en su permiso de conducir no aparece nada sobre alergias a ningún medicamento, ni lleva ningún medicamento en el bolso.

– ¡Oh, Dios mío! -el corazón de Nicole casi se detuvo. Se quedó paralizada. Durante un segundo se desconcentró-. ¿Estás seguro? -preguntó.

– Completamente.

– Randi McCafferty -repitió la doctora Oliverio con la respiración entrecortada-. Mi hija fue al colegio con ella. Su padre ha muerto. J. Randall, un hombre que en su tiempo fue muy importante por aquí. Era el dueño del rancho Flying M, está a unos treinta kilómetros de aquí. Randi tiene tres hermanastros.

«Y Thorne es uno de ellos», pensó Nicole.

– ¿Qué hay del novio o del marido? El bebé tiene que tener un padre por alguna parte -insistió la doctora Oliverio.

– No lo sé.

– Bueno, ya lo averiguaremos luego -dijo Nicole, tomando las riendas una vez más-. Ahora mismo vamos a concentrarnos únicamente en estabilizarlos a ella y al bebé.

La doctora Oliverio asintió.

– ¡Vamos! ¡Hay que monitorizar al bebé!

– Enseguida -respondió una enfermera.

– La presión sanguínea está cayendo, doctora -dijo otra enfermera.

– Maldita sea -el corazón de Nicole comenzó a latir con fuerza. No iba a perder a su paciente. «Vamos, Randi», dijo animándola en silencio. «¿Dónde está esa fuerza de los McCafferty? ¡Vamos, vamos!»-. ¿Dónde está el anestesista?

– Viene de camino.

– ¿Quién es?

– Brummel -la doctora Oliverio miró a Nicole-. Es un buen hombre. Vendrá.

– El monitor está preparado -dijo una enfermera justo cuando el doctor Brummel, un hombre delgado con gafas, empujó las puertas.

– ¿Qué tenemos? -preguntó al mirar a la paciente.

– Mujer. Inconsciente. A punto de dar a luz. Accidente de un único coche. No se conocen alergias, no tenemos historial médico, pero estamos comprobándolo -dijo Nicole-. Tiene fractura de cráneo y otras muchas, neumotorax, así que ya está entubada. Ha roto las membranas, el bebé está en camino y puede que tenga más daños abdominales.

– La presión sanguínea de la madre se está estabilizando -gritó una enfermera, pero Nicole no se relajó. No podía. La vida de Randi McCafferty aún no era algo seguro.

– No dejes de vigilarla. ¿Cómo está el bebé? -preguntó Nicole.

– Tenemos problemas. Hay sufrimiento fetal -dijo la doctora Oliverio al leer el resultado del monitor.

– Entonces hay que sacarlo.

– Estaré listo en un minuto -dijo el doctor Brummel desde detrás de su mascarilla mientras ajustaba el tubo respiratorio. Satisfecho, alzó la vista hacia Nicole-. Vamos.

– Tenemos un neonatólogo de guardia.

– Bien -Nicole comprobó las constantes de Randi una última vez-. La paciente se encuentra estable -miró al equipo y después a la doctora Oliverio. Ahora Randi McCafferty tendría que luchar una batalla por su vida. Al igual que el bebé-. Muy bien, doctores, los pacientes son todos suyos.


Thorne conducía como un loco. Slade lo había llamado unas tres horas antes para comunicarle que Randi había tenido un accidente de coche en Glacier Park, allí en Montana.

Cuando recibió la llamada, se encontraba en Denver, en una reunión de negocios en las oficinas de McCafferty Internacional y se había marchado repentinamente. Le dijo a su secretaria que se ocupara de todo y que reorganizara su agenda, después había agarrado una bolsa con ropa que siempre tenía guardada en un armario y había conducido hasta el aeródromo. En una hora ya estaba en el aire, volando en el jet de la compañía directamente hasta una pista de aterrizaje privada que tenían en el rancho. No se había molestado en ir a ver si estaban sus hermanos, sino que directamente había tomado las llaves de una camioneta que tenía preparada, había metido dentro la bolsa y se había puesto en marcha hacia el hospital St. James, donde Randi estaba luchando por su vida.

Pisó el acelerador, dobló una esquina demasiado deprisa y oyó los neumáticos chirriar a modo de protesta. No sabía lo que estaba pasando; la llamada de su hermano Slade se había cortado y más tarde el teléfono había aparecido como desconectado, ya que allí la cobertura no era de las mejores. Pero sí que entendió que la vida de Randi corría peligro y que el nombre de la doctora que la había atendido era Stevenson. Aparte de eso, no sabía nada más.

A ambos lados del coche iba dejando campos oscurecidos por la noche. Los limpiaparabrisas apartaban el aguanieve a medida que la mandíbula de Thorne se iba tensando más y más. ¿Qué demonios había sucedido? ¿Por qué estaba Randi en Montana si trabajaba en Seattle? ¿Qué había estado haciendo en Glacier Park? ¿Cómo de grave era su estado? ¿De verdad su vida corría peligro? Algo de lo que le había dicho Slade se le clavó en el cerebro. ¿No le había dicho su hermano algo sobre que Randi estaba embarazada? Imposible. No hacía ni seis meses que la había visto. Estaba soltera, ni siquiera tenía novio formal. ¿O sí? ¿Qué sabía en realidad sobre su hermanastra?

No mucho.

La culpabilidad lo invadió. «Deberías haber mantenido el contacto. Eres el mayor. Era tu responsabilidad. No fue culpa suya que su madre sedujera a tu padre hace veinticinco años y que rompiera el primer matrimonio de Randall. No fue culpa suya que tú estuvieras demasiado ocupado con tu propia vida».

Decenas de preguntas le ardían en la conciencia mientras veía las luces de la ciudad brillando en la distancia.

Muy pronto tendría las respuestas.

Si es que Randi sobrevivía.

Apretó con fuerza el volante y de pronto se vio rezando a un Dios del que, desde hacía mucho tiempo, pensaba que lo había ignorado.


Thorne McCafferty.

La última persona en la tierra con la que Nicole quería tratar. Pero, sin duda estaría allí. Mientras se quitaba los guantes, se obligó a animarse. Él no era más que otro familiar preocupado de una paciente. Nada más.

Sin embargo, a Nicole no le gustaba la idea de verlo otra vez. Había demasiadas heridas abiertas, demasiado dolor del que nunca había llegado a recuperarse, demasiadas emociones que había encerrado años atrás. Cuando se había mudado allí tras su divorcio, se había dado cuenta de que no podría evitar a Thorne para siempre. Grand Hope, a pesar de su reciente crecimiento, seguía siendo una ciudad pequeña y John Randall McCafferty había sido uno de sus ciudadanos más destacados. Sus hijos habían crecido allí.

Así que tendría que volver a ver a Thorne. Era cuestión de tiempo. Por desgracia, la situación, con su hermana debatiéndose entre la vida y la muerte, no era la mejor de las circunstancias.

Nicole se metió el estetoscopio en el bolsillo y se rodeó con los brazos. No sólo tendría que volver a ver a Thorne, sino también a los otros hermanos afligidos de Randi McCafferty, que había conocido mucho tiempo atrás, cuando había salido con su hermano mayor. Sin embargo, el tiempo que había pasado con Thorne había sido corto. Intenso e inolvidable, pero por fortuna, breve. Sus hermanos pequeños, que en aquel momento habían estado ensimismados en sus propias vidas, no se acordarían de ella.

«No te creas. Al tratarse de mujeres, los hombres McCafferty eran casi legendarios en sus conquistas. Conocían a todas las chicas de la ciudad».

Otra dolorosa herida abierta porque Nicole había tenido que enfrentarse al hecho de no haber sido más que otra de las conquistas de Thorne McCafferty, sólo otro agujero más en su cinturón. Una pobre chica tímida y estudiosa que, durante un breve tiempo en un verano, le había llamado la atención.

Una forma de pensar muy antigua, pero terriblemente cierta.

Por una ventana alta vio el movimiento de las grises nubes de tormenta que reflejaban sus propios pensamientos sombríos. Aunque sólo era octubre, la predicción del tiempo había estado anunciando nieve.

Llevaba todo el día en urgencias y casi había terminado su guardia cuando habían trasladado hasta allí a Randi McCafferty.

Le dolían los pies, sentía que la cabeza iba a estallarle y pensar en una ducha le parecía el paraíso: una ducha, una copa de Chardonnay frío, el crepitar del fuego en la chimenea y las gemelas acurrucadas con ella bajo el edredón en su mecedora favorita mientras les leía un cuento. No pudo evitar sonreír. «Luego», se recordó. Primero tenía un asunto importante que atender.

Randi, aún en recuperación, no estaba todavía fuera de peligro, y pasaría un tiempo hasta que lo estuviera. En estado comatoso y luchando por su vida, pasaría gran parte de la siguiente semana monitorizada en la UCI, donde vigilarían sus constantes vitales las veinticuatro horas del día.

La buena noticia era que el bebé, un robusto niño, había sobrevivido al accidente y a un rápido parto por cesárea.

Sudorosa y forzando una sonrisa que no sentía, Nicole se puso su bata blanca y empujó las puertas que daban a la sala de espera donde dos de los hermanos de Randi se encontraban sentados, hojeando unas revistas y con sus tazas de café ignoradas en una mesa rinconera. Los dos eran altos y desgarbados, hombres guapos con rasgos fuertes, ojos expresivos y la preocupación escrita en sus caras.

Tras alzar la vista cuando se abrieron las puertas, soltaron las revistas y se levantaron apresuradamente.

– ¿Señor McCafferty? -preguntó, aunque los había visto al instante.

– Soy Matt -dijo el más alto como si no la reconociera. Y tal vez era mejor así, que la situación fuera lo más profesional posible. Con algo más de metro ochenta, ojos marrones oscuros y el pelo casi negro, Matt llevaba unos pantalones vaqueros y una camisa de cuadros muy al estilo del oeste, con las mangas remangadas. Unas botas de vaquero le cubrían los pies y de una de las comisuras del labio le salía una cucharita de café de plástico mordisqueada.

– Este es mi hermano, Slade.

Una vez más, ninguna muestra de reconocimiento por parte de Slade, el más pequeño de los hermanos McCafferty, el más alborotador. Era un poco más bajo que Matt, una fina cicatriz le bajaba por un lado de la cara, de rasgos duros, y sus ojos eran profundos y asombrosamente azules. Llevaba una camisa de franela, unos vaqueros descoloridos y unas zapatillas de deporte viejas. Se movió nerviosamente, cambiando de un pie a otro.

– Soy la doctora Stevenson. Estaba de guardia cuando han traído a su hermana a urgencias.

– ¿Cómo se encuentra? -preguntó Slade nervioso. Sus ojos se estrecharon un poco al mirarla y ella se dio cuenta de que el proceso de reconocimiento había comenzado, aunque le llevaría un poco de tiempo. Habían pasado años desde que lo había visto por última vez, su nombre ya no era el de antes, y había docenas de mujeres entre las que tendría que recordarla.

Pero ahora no tenía tiempo para eso. Su trabajo consistía en disipar sus miedos a la vez que les explicaba el estado en que se encontraba Randi.

– La operación ha ido bien, pero su hermana se encontraba en muy mal estado cuando la trajeron, en coma, pero de parto. La doctora Oliverio atendió el parto de su sobrino y parece estar sano, aunque un pediatra le hará un examen completo. El pronóstico de Randi parece bueno, a menos que se produzcan complicaciones imprevistas, pero ha sobrevivido a un traumatismo increíble.

Mientras los hermanos escuchaban atentamente, Nicole les describía las lesiones de Randi: conmoción cerebral, pulmón perforado, costillas rotas, mandíbula fracturada, fémur prácticamente destrozado… la lista era larga y de gravedad. La preocupación se reflejaba en los rostros de ambos hermanos, y unas nubes de tormenta se concentraron en sus ojos. Nicole les explicó los procedimientos que se habían empleado para reparar los daños, utilizando para ello los términos más sencillos posibles. La oscura piel de Matt palideció ligeramente y hubo un momento en que su rostro se estremeció, mientras miraba por la ventana y mordía la cucharita de plástico hasta dejarla tan fina como un pergamino. Por otro lado, el hermano pequeño, Slade, la miraba directamente a la cara, con la mandíbula tensa y parpadeando muy de vez en cuando.

Cuando terminó, Slade dejó escapar un suave soplido.

– Maldita sea.

Matt se frotó la escasa barba que le cubría la barbilla y la miró.

– Pero lo superará, ¿verdad?

– A menos que dé un giro inesperado y empeore, creo que sí. Siempre queda una duda cuando se trata de lesiones en la cabeza, pero está estable.

Slade frunció el ceño.

– Sigue en coma.

– Sí. Tienen que entender que yo soy la doctora de urgencias y que otros médicos se han hecho cargo del cuidado de su hermana. Cada uno de ellos se pondrá en contacto con ustedes.

– ¿Cuándo? -preguntó Slade.

– En cuanto puedan.

Logró mostrar una sonrisa tranquilizadora.

– Mi turno acaba pronto. Los otros médicos de Randi también querrán hablar con ustedes. He salido antes porque sabía que estarían nerviosos e impacientes por saber algo -«y, maldita sea, porque tengo una conexión personal con vuestra familia».

– Nerviosismo es poco -dijo Matt y miró al reloj-. ¿No debería estar Thorne a punto de llegar ya? -le preguntó a su hermano.

– Ha dicho que estaba de camino -la mirada de Slade volvió a Nicole-. Es nuestro hermano mayor. Querrá un informe completo.

– No lo dudo -dijo ella y los ojos de Matt se estrecharon-. Lo conocí. Hace años.

Casi podía ver las ruedas girar dentro de las mentes de los hermanos McCafferty, pero la situación en la que se encontraba su hermana era demasiado inminente, demasiado nefasta como para ignorarla.

– Pero Randi se pondrá bien -dijo Matt lentamente, con la duda ensombreciéndole los ojos.

– Tenemos esperanzas. Como he dicho, está estable, pero siempre queda una duda cuando se trata de lesiones en la cabeza -deseó poder infundirles más confianza, disipar sus preocupaciones, pero no podía-. Lo cierto es que durante un tiempo la situación será crítica, pero estará vigilada constantemente.

– ¡Dios! -exclamó Slade con un susurro y las palabras parecieron más una plegaria que una maldición.

– Yo… apreciamos todo lo que usted y el resto de médicos han hecho -Matt le lanzó a su hermano una mirada para hacerlo callar-. Quiero que sepa que queremos que tenga todo lo que necesite, especialistas, equipo, lo que sea.

– Lo tiene -dijo Nicole firmemente. En su opinión, los empleados, las instalaciones y los equipos del St. James eran excelentes, lo mejor que había visto en una ciudad del tamaño de Grand Hope.

– ¿Y el bebé? Ha dicho que está bien, ¿verdad? -preguntó Matt.

– Parece estar bien, pero está en observación por si tuviera alguna clase de traumatismo. Está en la UCI de pediatría, como medida de precaución durante las próximas horas, para asegurarnos de que está fuerte. A primera vista, está sano y saludable, pero estamos siendo el doble de cautos, sobre todo porque su hermana se puso de parto y rompió aguas antes de llegar al hospital. La doctora Oliverio tendrá más detalles y, por supuesto, el pediatra también se pondrá en contacto con ustedes.

– Maldita sea -susurró Slade mientras Matt permanecía en silencio y con gesto adusto.

– ¿Cuándo podemos ver a Randi? -preguntó Matt.

– Pronto. Sigue en recuperación. Una vez que se la traslade y que sus médicos queden satisfechos con su estado, podrá recibir visitas, solamente la familia más inmediata y sólo durante unos minutos al día. Una persona por visita. Esto también se lo hará saber su médico.

Matt asintió y Slade cerró el puño, pero ninguno de los dos objetó nada. Ambos tenían las mandíbulas cuadradas, el parecido McCafferty resultaba imposible de ignorar.

– Tienen que entender que Randi se encuentra en coma. No recibirán ningún tipo de respuesta suya hasta que no despierte, y no sé cuándo será eso… Oh, aquí está. Uno de los médicos de Randi -tras observar a la doctora Oliverio avanzar por el pasillo, Nicole se la presentó a los hermanos McCafferty y a continuación se excusó para dirigirse a su despacho.

Era una habitación pequeña sin ventanas, apenas tenía espacio suficiente para su escritorio y un archivador. Solía redactar sus propios informes y por eso, después de quitarse la bata blanca, encendió el ordenador y pasó casi media hora frente al teclado escribiendo un informe sobre Randi McCafferty. Al terminar, levantó el teléfono. Marcó el número de casa y mientras se masajeaba la nuca, oyó la música ambiental por primera vez desde que había entrado en el hospital horas antes.

– ¿Diga? -Jenny Riley respondió al segundo tono. Jenny, una estudiante de una universidad de la zona, cuidaba a las gemelas mientras Nicole trabajaba.

– Hola, soy Nicole. Sólo quería saber qué tal iba todo. Saldré de trabajar dentro de poco… -miró el reloj y suspiró-, puede que en una hora. ¿Quieres que te lleve algo de camino a casa?

– ¿Qué tal uno o dos rayos de sol para Molly? -bromeó Jenny-. Ha estado de mal humor desde que se ha levantado de la siesta.

– ¿Sí? -Nicole sonrió al recostarse sobre su silla, que chirrió a modo de protesta. Molly, más precoz que su hermana gemela, siempre se levantaba de mal humor mientras que Mindy, la más tímida de las dos niñas, siempre sonreía, incluso cuando se la despertaba de la siesta.

– Es terrible.

– ¡No! -dijo una diminuta e impertinente voz.

– Claro que sí, pero te quiero de todos modos -dijo Jenny con una voz más suave al apartarse del teléfono.

– ¡Yo no soy terrible!

Sin dejar de sonreír, Nicole apoyó los pies sobre la mesa y suspiró. Las dificultades del día se desvanecían cuando pensaba en sus hijas, dos diablillos de cuatro años que le daban energía para seguir, que eran la razón por la que no se había vuelto loca después del divorcio.

– Diles que llevaré pizza si son buenas -oyó a Jenny darles el mensaje y la correspondiente muestra de alegría.

– Ahora se han puesto como locas -le aseguró la joven y Nicole rió justo cuando se oyó un fuerte golpe en la puerta y ésta se abrió bruscamente. Un hombre alto, que probablemente superaba el metro noventa, casi ocupaba todo el marco de la puerta. El corazón le dio un vuelco al reconocer a Thorne.

– ¿Doctora Stevenson? -preguntó, con gesto adusto antes de que sus ojos reflejaran que la había reconocido. Por unos segundos, Nicole pudo ver un cierto arrepentimiento surcándole la cara.

– Jenny, tengo que dejarte -dijo antes de colgar lentamente, ponerse derecha y bajar los pies al suelo.

– ¿Nikki? -dijo él con incredulidad.

Nicole se levantó, pero se quedó en su lado de la mesa; su escaso metro sesenta no podía equipararse a su altura.

– Ahora soy la doctora Stevenson.

– ¿Eres la doctora de Randi?

– Soy la doctora de urgencias que la ha atendido -¿por qué después de todo el tiempo que había pasado y del dolor, seguía sintiendo una ridícula sensación de decepción por el hecho de que él no la hubiera buscado en todos esos años desde la última vez que se habían visto? Era una estupidez. Una tontería. Más que una ingenuidad. Y no tenía ningún sentido, dadas las circunstancias; no cuando su hermana estaba luchando por su vida-. No soy su doctora. He ayudado a estabilizarla para que pudieran operarla, después el equipo al completo se ha puesto a trabajar, pero yo he parado para hablar con tus hermanos porque sabía que llevaban mucho tiempo esperando y los cirujanos aún no habían terminado.

– Entiendo -el hermoso rostro de Thorne había envejecido con los años. Ya no quedaba rastro de su juventud. Sus rasgos eran severos, muy acordes con su traje negro, su impoluta camisa blanca y su corbata: las señas de identidad del dueño de un pequeño imperio-. No lo sabía… no me esperaba encontrarte aquí.

– Imagino que no.

Sus ojos, de un profundo y turbulento gris, le dirigieron una mirada que, como ella bien sabía, solía ser sobrecogedora, pero que en aquel momento parecía de preocupación y cansancio.

– ¿Has visto a tus hermanos en la UCI? -le preguntó Nicole.

– He venido directamente aquí. Slade me ha llamado, me ha dicho que una tal doctora Stevenson estaba al mando, así que cuando he llegado al hospital, he preguntado por ti en Información -y como si hubiera leído la pregunta en sus ojos, añadió-: Quería saber a qué me enfrentaba antes de ver a Randi.

– Bien -le indicó que entrara en el despacho y que se sentara en la pequeña silla de plástico al otro lado del escritorio-. Siéntate. Te diré lo que sé y después puedes hablar con los otros médicos de Randi sobre su pronóstico -cuando alargó la mano hacia su bata, le dirigió una mirada famosa por lograr reducir hasta al más gallito de los internos. Quería que lo entendiera. Ya no era la niñita necesitada con la que había salido, a la que había seducido y dejado de lado-. Pero creo que deberíamos dejar algo claro. Como puedes ver, éste es mi despacho privado. Por lo general, la gente llama a la puerta y espera a que yo responda antes de entrar.

La mandíbula de Thorne se tensó.

– Tenía prisa. Pero… está bien. Lo recordaré la próxima vez.

«No, Thorne, no habrá una próxima vez».

– Vale.

– ¿Así que está en la UCI? -le preguntó.

– De momento está en reanimación -Nicole le contó por encima los detalles de la llegada de Randi al hospital, su estado y los procedimientos empleados. Thorne escuchaba con una expresión solemne y unos ojos grises que no se apartaron de su cara en ningún momento.

Cuando terminó, él le hizo unas preguntas rápidas, se soltó la corbata y dijo:

– Vamos.

– ¿A la UCI? ¿Los dos?

– Sí -él ya se había levantado.

Nicole se enfureció por un momento, estaba dispuesta a luchar hasta que vio una muestra de dolor en su mirada y una pizca de alguna otra emoción que se acercaba a la culpabilidad.

– Supongo que sí, que puedo acompañarte -accedió mirando al reloj. Iba retrasada, pero eso era algo habitual. Como lo era tratar con los familiares preocupados de un paciente-. Primero deja que me asegure de que ya ha salido de reanimación.

Hizo una breve llamada de teléfono, la informaron de que a Randi la habían trasladado y explicó que el hermano de la paciente y ella iban hacia allí. Durante el tiempo que duró la breve conversación, sintió el peso de la mirada de Thorne McCafferty sobre ella y se preguntó si él recordaría algo sobre la relación que había cambiado el curso de su vida… Probablemente no. Una vez que su impacto inicial por reconocerla se había pasado, volvía a ser el de siempre.

– Vale -dijo Nicole al colgar-. Matt y Slade ya han visto a Randi y a la enfermera de guardia no le ha hecho mucha gracia que haya una tercera visita, pero la he convencido.

– ¿Mis hermanos siguen aquí?

– No lo sé. Le han dicho a la enfermera que volverían, pero no le han dicho cuándo -se colocó la bata blanca y rodeó el escritorio. Él tuvo la caballerosidad de sujetarle la puerta y mientras recorrían los pasillos, se mantuvo a su paso, sus largas zancadas equivalían a dos de las de Nicole. Eso era un detalle que ella había olvidado, aunque lo cierto era que había intentado borrar todos los recuerdos que una vez había tenido de él.

Con treinta centímetros más que ella y una presencia intimidante y rotunda, Thorne caminaba con la misma actitud con la que se enfrentaba a la vida: con un propósito. Nicole se preguntó si alguna vez habría tenido un momento frívolo en su vida. Años antes, se había dado cuenta de que incluso esas horas robadas que había pasado con ella habían sido parte del plan que Thorne había tramado.

En el ascensor, Nicole esperó mientras una camilla que llevaba a una mujer mayor conectada a un goteo de suero salía al pasillo. Después, entró y las puertas se cerraron. Thorne y ella estaban solos. Por primera vez en años. Él, a su lado, estaba más tieso que el palo de una escoba y si se dio cuenta de la intimidad que aportaba el ascensor, no lo mostró. Rostro serio, hombros derechos y la mirada centrada en el panel que mostraba los números de los pisos.

Nicole no podía recordar haberse sentido nunca tan incómoda.

El ascensor se detuvo en seco y mientras caminaban por los pasillos enmoquetados, Thorne finalmente rompió el silencio.

– Por teléfono, Slade me dijo algo sobre que Randi podría no superarlo.

– Siempre existe esa posibilidad cuando hay lesiones tan graves como las que tiene tu hermana -habían llegado a las puertas de la Unidad de Cuidados Intensivos y ella, recordándose que tenía que comportarse como una profesional en todo momento, alzó la cabeza para mirarlo a esos ojos color acero-. Pero es joven y fuerte y está recibiendo el mejor cuidado que podemos darle, así que no hay necesidad de mostrar vuestras preocupaciones delante de vuestra hermana. Es cierto que está en coma, pero no sabemos lo que oye o siente.

»Por favor, por su bien, guárdate tus preocupaciones y dudas -él pareció estar a punto de protestar y, movida por el instinto, Nicole se acercó y le tocó la mano. Sus dedos se toparon con una piel que era dura y sorprendentemente encallecida-. Estamos haciendo todo lo que podemos, Thorne -dijo, pensando que él se apartaría-. Tu hermana está luchando por su vida. Sé que quieres lo que sea mejor para ella, así que cuando estés a su lado, quiero que seas positivo, que le des fuerzas y apoyo, ¿vale?

Él asintió, pero con los labios ligeramente apretados. No estaba acostumbrado a recibir órdenes ni consejos… de nadie.

– ¿Tienes alguna pregunta?

– Sólo una.

– ¿Qué?

– Mi hermana es importante para mí, muy importante. Eso lo sabes. Así que quiero que me aseguren que está recibiendo el mejor cuidado médico que se pueda pagar. Eso significa el mejor hospital, el mejor personal y, sobre todo, el mejor médico.

Al darse cuenta de que seguía dándole la mano, la soltó y sintió cómo la invadía una sensación de decepción. No era la primera vez que su aptitud había sido cuestionada y seguro que no sería la última, pero por alguna razón se había esperado que Thorne McCafferty confiara en ella y en su dedicación.

– ¿Qué intentas decir? -le preguntó.

– Tengo que saber que la gente que hay aquí, los médicos que le han sido asignados a Randi, son los mejores del país… o si hace falta, del mundo entero.

«Bastardo rico y engreído».

– Eso es lo que todo el mundo quiere para sus seres queridos, Thorne.

– La diferencia es -dijo- que yo puedo permitírmelo.

Se le cayó el alma a los pies. ¿Por qué le había parecido ver algo de ternura en sus ojos? Estúpida. Estúpida mujer idealista.

– Soy un buen médico, Thorne, y también lo son el resto de los que están aquí. Este hospital ha ganado premios, es pequeño, pero atrae a los mejores. Eso puedo asegurártelo personalmente. Médicos que han ejercido en ciudades importantes desde Atlanta a Seattle, Nueva York o Los Angeles, han acabado aquí porque estaban cansados de esa carrera de ratas… -dejó que las palabras quedaran claras y después deseó haberse mordido la lengua. Thorne podía pensar lo que le diera la gana.

»Vamos dentro. Ahora recuerda mostrarte positivo y, cuando te diga que se ha acabado el tiempo, no discutas. Márchate y punto. Puedes volver a verla mañana -esperó, pero él ni respondió ni protestó, simplemente se quedó apretando los dientes con una excesiva fuerza.

»¿Entendido? -preguntó ella.

– Entendido.

– Entonces nos llevaremos bien -dijo, aunque no lo creyó ni por un minuto. Había cosas que nunca cambiaban y Thorne McCafferty y ella eran como el aceite y el agua, nunca se mezclarían, nunca estarían de acuerdo.

Pulsó un botón y puso la cara contra la ventana para que una enfermera que estaba dentro pudiera verla. Después, esperó hasta que los dejaron pasar. Mientras las puertas eléctricas se abrían, sintió la mirada de Thorne posada en su nuca. Sin decir nada, la siguió y ella se preguntó hasta cuándo obedecería las normas del hospital y del médico.

La respuesta, sabía, era sencillísima.

No lo haría durante mucho tiempo.

Thorne McCafferty no había cambiado. Era la clase de hombre que jugaba según sus propias reglas.

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