Tres

– Que Dios me ayude -susurró Nicole intentando comprender por qué demonios Thorne la había abrazado de ese modo, y lo peor de todo, por qué no lo había detenido.

«Porque querías que lo hiciera, tonta».

Al salir del aparcamiento, miró por el retrovisor y lo vio allí de pie. Ese hombre alto, ancho de hombros, con la cabeza descubierta y la lluvia goteándole por la nariz y por el dobladillo del abrigo, la estaba viendo marchar.

– Sinvergüenza engreído -murmuró al poner el intermitente e incorporarse al ligero tráfico. Deseaba que Thorne Todopoderoso McCafferty se calara hasta los huesos. Aumentó la velocidad de los limpiaparabrisas. ¿Quién era él para avasallarla de ese modo, para cuestionar su integridad y la del hospital y para después tener el descaro y la arrogancia de agarrarla como si fuera una boba débil e ilusa?

«¿Te refieres a la chica que eras antes, a la misma que él recuerda?».

Se sonrojó y sus dedos se aferraron con fuerza al volante. Había trabajado mucho durante años para superar su timidez, para convertirse en la doctora de urgencias segura de sí misma y erudita que era hoy y Thorne McCafferty parecía dispuesto a cambiar eso. Pues bien, no le dejaría. De ningún modo. Ya no era la jovencita a la que había abandonado hacía tantos años… su corazón roto se había recuperado.

Tras pisar el freno para detenerse en un semáforo, puso la radio y fue cambiando de emisora hasta que oyó una melodía que le resultó familiar, Whitney Houston cantando un tema que debería recordar, e intentó calmarse. No entendía por qué había dejado que Thorne se acercara tanto a ella.

Giró el volante y entró en una calle lateral para ver unas luces de neón y la fachada al estilo del oeste de la Pizzeria Montana Joe.

Entró en el aparcamiento, corrió adentro y esperó tras otros cinco o seis clientes cuyos chubasqueros, parkas y cazadoras de esquí chorreaban agua sobre el suelo de baldosas delante del mostrador. Se oía el sonido del fuego de la chimenea situada en una esquina de la sala dividida en distintas zonas. Picos y palas y otros objetos de mineros colgaban de las paredes de cedro y en una esquina, Montana Joe, un bisonte disecado, miraba a través de sus ojos de cristal a los clientes que estaban escuchando el último éxito de Garth Brooks a la vez que bebían cerveza y tomaban un pedazo de pizza caliente elaborada con la salsa de tomate «secreta» de Joe.

Mientras guardaba cola y miraba en su monedero para ver cuánto dinero llevaba suelto, no pudo evitar oír algunas de las conversaciones de los otros clientes. Dos hombres delante de ella estaban hablando sobre el partido de rugby del instituto del pasado viernes. Al parecer los Glotones de Grand Hope fueron vencidos por un rival en una ciudad cercana aunque hubo algunas discusiones por algunas de las decisiones tomadas durante el partido. Típico.

Otras conversaciones sonaron a su alrededor y oyó el nombre McCafferty más de lo que hubiera querido.

«Terrible accidente… hermanastra, y ¿sabes?… embarazada, pero no se sabe nada ni de un padre ni de un marido… Siempre hubo mucho resentimiento en esa familia… Lo que se siembra se cosecha, te lo aseguro…».

Nicole levantó una carta del mostrador y desvió la atención de los cotilleos que se arremolinaban a su alrededor. Aunque Grand Hope había crecido a pasos agigantados en los últimos años y se había convertido en una metrópolis importante tratándose de Montana, en su esencia seguía siendo una ciudad pequeña donde muchos de los ciudadanos se conocían. Hizo su pedido, se situó cerca de la máquina de discos y escuchó tres o cuatro canciones, entre ellas una de Patsy Cline y otra de Wynona Judd. Después, cuando dijeron su nombre, recogió su pizza y se negó a pensar en ningún miembro de la familia McCafferty, especialmente en Thorne. Estaba prohibido. Punto.

La razón por las que había respondido a su beso era simple: hacía cerca de dos años que no besaba a un hombre y al menos cinco desde que había sentido una mínima chispa de pasión. Ni siquiera quería pensar en todo el tiempo que había pasado desde la última vez que el deseo la había consumido; ese pensamiento en particular la arrastraba hasta un camino que no quería recorrer, un camino que la llevaba de vuelta a su juventud y a Thorne. Ahora mismo era vulnerable, eso era todo. Nada más. No tenía nada que ver con la química entre los dos. Nada.

Cuando estuvo de nuevo en su todoterreno, giró la llave y el motor se negó a arrancar.

– Vamos, vamos -farfulló. Volvió a intentarlo mientras por dentro se reprendía por no haber llevado el coche al taller para su revisión-. Puedes hacerlo -y finalmente, en el último intento, el motor arrancó-. Mañana -prometió mientras daba unas palmaditas sobre el salpicadero como si estuviera animando al coche, como si eso fuera de ayuda-. Te llevaré al taller. Lo prometo.

De nuevo en la carretera, condujo por las calles laterales hasta su casita en las afueras de la ciudad. El estómago le rugía a medida que los penetrantes aromas del queso fundido y de la salsa picante llenaban el interior del coche, y en ese momento su mente volvió a Thorne y a la sensación de tener sus labios sobre los suyos. Él era todo lo que detestaba en un hombre: arrogante, competitivo, que siempre quería controlarlo todo y resuelto; la clase de hombre que había intentado evitar como a la peste. Pero bajo su capa de orgullo y su complejo de superioridad, había captado rasgos de un hombre mas complejo, de un alma más delicada que se desmoronaba al hablar con su hermana en coma. Había intentado comunicarse con Randi, con la nuca colorada por la vergüenza y sus ojos color acero guardando un crudo dolor por el estado de su hermana… como si de algún modo se culpara por el accidente.

– No intentes ver más de lo que hay -se advirtió justo en el momento en el que giró hacia la entrada de su casa. Se detuvo frente al garaje y se anotó mentalmente que además de ayudar en la guardería, las clases de baile de las gemelas, la casa y la compra, debería llamar a un reparador de tejados.

Haciendo malabarismos con el maletín y la caja de la pizza, corrió hasta el porche trasero y logró abrir la puerta con la llave para luego empujarla con la cadera y entrar.

Parches, su gato negro y blanco, pasó por delante como un rayo y Nicole casi se tropezó con él. Unos diminutos pasos resonaron con fuerza por toda la casa.

– ¡Mami, mami, mami! -gritaron las gemelas, que irrumpieron en la cocina deslizándose sobre el linóleo amarillo mientras el gato corría hacia el pasillo de las habitaciones. Molly y Mindy llevaban unas pantuflas idénticas rosas y blancas. Tenían el pelo mojado y caía en rizos color castaño oscuro alrededor de sus rostros angelicales y de sus brillantes ojos marrones.

Nicole dejó la pizza sobre la encimera, se arrodilló y abrió los brazos. Los diablillos de cuatro años casi se cayeron encima de ella.

– ¿Me habéis echado de menos? -preguntó a las niñas.

– Sí -respondió Mindy tímidamente a la vez que asentía con la cabeza y sonreía.

– ¿Traes pizza? -preguntó Molly-. Me muero de hambre.

– Claro que sí. Mucha -plantó besos en sus cabezas mojadas, se puso de pie, se quitó la chaqueta y la colgó en un diminuto armario que había al lado del comedor.

Jenny Riley apareció en el arco que separaba la cocina de esa habitación. Alta y es-belta, con un pelo negro largo y liso y un pendiente en la nariz, la chica de veinte años había sido la niñera de las gemelas desde que Nicole se había mudado a Grand Hope.

– ¿Qué tal ha ido el día? -le preguntó Nicole.

– Tan espantoso como siempre -respondió Jenny, sus ojos verdes brillantes.

– ¡No! -dijo Molly plantando sus pequeños puños sobre las caderas-. Habernos sido buenas.

– «Hemos» -la corrigió Nicole-. «Hemos sido buenas».

– Sí -dijo Mindy dándole la razón a su espabilada hermana-. Muy buenas.

Jenny se rió y se agachó para abrocharse los cordones de sus zapatillas deportivas.

– Ah, vale, he mentido -admitió-. Habéis sido buenas. Las dos. Muy buenas.

– ¡Mentir no está bien! -dijo Molly sacudiendo sus rizos.

– Lo sé, lo sé, no volveré a hacerlo -prometió Jenny. Se levantó y se echó el bolso al hombro.

– ¿Quieres pizza? -le ofreció Nicole. Con los dedos y una espátula que había tomado de un gancho colocado sobre la cocina, colocó unas calientes porciones de pizza en unos platos. Las chicas se sentaron. Nicole lamió el queso fundido que le había caído entre los dedos y miró a Jenny.

– No, gracias. Mamá está esperándome para cenar y… -guiñó un ojo- después tengo una cita.

– Oooh -exclamó Nicole, que seguía relamiendo el queso que tenía entre los dedos-. ¿Alguien que yo conozca?

– No, a menos que conozcas a vaqueros de veintidós años.

– Sólo en urgencias. Los he atendido de vez en cuando.

– A éste no -dijo Jenny con una amplia sonrisa y un ligero rubor.

– Cuéntame un poco más.

– Se llama Adam. Trabaja en el rancho McCafferty y… bueno, ya te contaré algo más.

El buen humor de Nicole se esfumó ante la mención de los McCafferty. Al parecer ese día no podía evitarlos ni por un minuto.

– Tengo que irme corriendo -dijo Jenny mientras Molly quitaba lonchas de pepperoni de la porción de pizza de su hermana.

Mindy lanzó un grito que podría haber despertado a los muertos de todos los cementerios del condado.

– ¡No! -gritó-. jMaaaami!

Sonriendo, Molly sostuvo sobre su boca abierta todas las lonchas de pepperoni robado antes de dejarlas caer dentro. Regodeándose, las masticó delante de su hermana.

– Me voy -dijo Jenny y salió por la puerta mientras Nicole intentaba solucionar el problema y Parches, que salió del pasillo, saltaba sobre la encimera, al lado del microondas.

– ¡Abajo! -gritó Nicole, dando una palmada. El gato saltó al suelo y corrió al salón-. Parece que hoy todo el mundo está rebelde -centró la atención en las gemelas y señaló a Molly-. No toques la comida de tu hermana.

– No se la está comiendo -protestó Molly mientras masticaba.

– ¡Sí que como! -unas grandes lágrimas se deslizaron por la cara de Mindy.

– Pero es suya y…

– Hay que compartir. Tú lo dices.

– Pero no la comida… bueno, no ahora. Sabes muy bien a qué me refiero. Venga, aquí no ha pasado nada -quitó unas lonchas de pepperoni de otra porción de pizza y las colocó en el pedazo a medio comer que había sobre el plato de Mindy-. Como nueva.

Pero el daño ya estaba hecho y durante el rato que duró la cena, Mindy no dejó de sollozar y de señalar a su gemela con un dedo inquisidor.

– ¡Mala!

Molly sacudió la cabeza.

– No soy mala.

Nicole le lanzó una mirada a su parlanchina hija para hacerla callar, después levantó a Mindy en brazos y la consoló mientras iba hacia el pasillo susurrándole al oído:

– Vamos, chica grande, a lavarte los dientes y a la cama.

– No quiero… -se quejó Mindy y Molly se rió socarronamente antes de darse cuenta de que se había quedado sola. Rápidamente bajó de la silla y corrió tras Nicole y su hermana.

En el baño, la pelea quedó olvidada, las lágrimas se secaron y los dientes de las gemelas quedaron limpios. A la vez que la pizza se enfriaba y la mozzarella se quedaba sólida, Nicole y las niñas pasaron los siguientes veinte minutos acurrucadas bajo un edredón en la vieja mecedora de su abuela. Les leyó dos cuentos que ya habían oído una decena de veces antes. Los ojos de Mindy se cerraron inmediatamente mientras que Molly, la luchadora, se resistía a dormir, aunque lo hizo sólo unos minutos después.

Por primera vez en todo el día, Nicole sintió algo de paz. Observó el fuego que Jenny había encendido. Unas ascuas casi extinguidas y unos pedazos de carbón brillante eran todo lo que quedaba para iluminar el pequeño salón con tonos dorados y rojos. Tarareando, meció la silla hasta quedar también casi dormida.

Tras levantarse con dificultad, logró llevar a las niñas a su dormitorio y las metió en las camas. Mindy bostezó y se dio la vuelta a la vez que, de manera instintiva, se llevaba el pulgar a la boca. Molly parpadeó dos veces y dijo:

– Te quiero, mami -después se quedó dormida otra vez.

– Yo también, cariño, yo también -las besó a las dos, olió el aroma del champú y de los polvos de talco y fue hacia la puerta sin hacer ruido.

Molly suspiró fuertemente. Mindy se relamió sus diminutos labios y, con los brazos cruzados, Nicole se apoyó en el marco de la puerta.

Las palabras de su marido retumbaron por su mente: «Nunca podrás hacerlo sola».

«Bien, Paul», pensaba ella ahora, «pero no estoy sola. Tengo a las niñas. Y voy a hacerlo. Yo sola».

Cada minuto de aquel doloroso y maldito matrimonio había merecido la pena porque tenía a las niñas. Eran una familia, tal vez no una de esas típicas y tradicionales de las series de televisión de los años cincuenta, pero una familia al fin y al cabo.

Pensó en el bebé de Randi, que estaba en la maternidad, sin su padre y con su madre en coma, y se preguntó qué sería del pequeño.

«Pero el bebé tiene a Thorne, a Matt y a Slade». Entre los tres, no había duda de que el niño recibiría cuidados. Cada uno de los hermanos McCafferty parecía interesarse por el bebé, pero todos ellos eran solteros.

– Eso no importa -se recordó y miró a la calle donde la lluvia estaba cayendo por las canaletas y golpeando la ventana. Volvió a pensar en Thorne, en su beso, y se dio cuenta de que tenía que evitar estar a solas con él. Su relación no podía pasar de lo profesional porque sabía por experiencia que Thorne podía traerle problemas.

Grandes problemas.


Estaba cometiendo un error de increíbles proporciones y lo sabía, pero no podía evitarlo. Mientras conducía por las calles de la ciudad y se maravillaba de cómo había crecido, Thorne había decidido volver a ver a Nikki antes de regresar al rancho. Probablemente lo echaría de casa, y no la culparía, pero tenía que volver a verla.

Después de verla salir del aparcamiento tras su último enfrentamiento, había vuelto al hospital, se había tomado una taza de café amargo en la cafetería y había intentado localizar a cualquier doctor que pudiera estar relacionado de alguna forma con Randi y el bebé. No había tenido suerte con la mayoría, les había dejado mensajes en sus contestadores y después de hablar con una enfermera de pediatría y con otra de la UCI, había llamado al rancho. Le había dicho a Slade que volvería pronto y después se había detenido en la tienda de regalos situada en el vestíbulo del hospital, había comprado una rosa blanca y, tras encoger los hombros para protegerse de la lluvia, había salido corriendo hacia la camioneta.

– Esto es una locura -se dijo al cruzar un puente en dirección a la calle que había encontrado en la agenda cuando había telefoneado a los otros médicos. Preparándose para un recibimiento virulento, aparcó delante de la casita, agarró la flor y bajó del coche.

Corrió por el camino de cemento y, antes de poder cambiar de idea, presionó el botón del timbre. ¡Se había visto en situaciones más difíciles que ésa! Oyó ruido dentro, el sonido de unas pisadas. La luz del porche se encendió y vio los ojos de Nicole asomarse por una de las tres pequeñas ventanas que tenía la puerta. Un momento después, desaparecieron, seguramente porque ella ya no estaba de puntillas.

Se oyeron los cerrojos, la puerta se abrió y allí apareció, envuelta en una suave bata blanca.

– ¿Puedo hacer algo por ti? -preguntó con gesto serio. Sus ojos se movieron desde su cara hasta la flor que llevaba en la mano.

Él estuvo a punto de reírse.

– Ya sabes, en su momento me ha parecido una buena idea, pero ahora… ahora me siento como un completo imbécil.

– ¿Por qué…? -de nuevo esa altanera ceja.

– Porque pensaba que te debía una disculpa por el modo en que me he comportado antes.

– ¿En el aparcamiento?

– Y en el hospital.

– Estabas disgustado. No te preocupes.

– Pero, como te he dicho antes, me he pasado de la raya y me gustaría compensártelo.

Ella alzó la barbilla.

– ¿Compensármelo? ¿Con… eso? -preguntó señalando con un dedo a la rosa.

– Para empezar -le entregó la flor y creyó ver, bajo esa dura pose, el reflejo de una emoción profunda. Ella aceptó la flor, se la llevó a la nariz y suspiró.

– Gracias. Es suficiente… no era necesario.

– No, creo que mereces una explicación.

Nicole volvió a ponerse tensa.

– Ha sido sólo un beso. Sobreviviré.

– Me refiero al pasado.

– ¡No! -fue rotunda-. Mira, olvidémoslo, ¿vale? Ha sido un día largo, para los dos. Gracias por la flor y por la disculpa. Es… es muy amable por tu parte, pero creo que lo mejor sería… para todos, incluso para tu hermana y para su bebé… que fingiéramos que entre nosotros nunca pasó nada.

– ¿Puedes hacerlo?

– S… sí. Claro.

Thorne no pudo evitar que un lado de su boca se alzara.

– Mentirosa -dijo.

Nicole casi dio un paso atrás. ¿Quién era él para ir a su casa y…? «¿Y qué? ¿Disculparse? ¿Qué tiene eso de malo? ¿Por qué no le dices que pase y le ofreces una taza de café o una copa?».

– ¡No!

– ¿No eres una mentirosa?

– No por lo general -respondió, un poco recuperada. Sintió la solapa de su bata abrirse y le costó un gran esfuerzo no sujetarla y cerrarla como si fuera una virgen tonta y asustada-. Pero tú pareces sacar lo peor de mí.

– Lo mismo digo -se inclinó hacia delante y, aunque ella pensó que iba a volver a besarla, Thorne rozó su boca contra su mejilla con la más breve de las caricias-. Buenas noches, doctora -susurró, se dio la vuelta, bajó por las escaleras del porche y corrió bajo la lluvia.

Nicole se quedó rodeada por el brillo de la lámpara del porche, con los dedos alrededor del tallo de la rosa y viéndolo alejarse en su camioneta. Tras obligarse a entrar, cerró la puerta y echó los cerrojos. No sabía qué estaba ocurriendo, pero estaba segura de que no sería bueno.

No podía volver a tener nada con Thorne. De ningún modo. A decir verdad, tiraría la rosa a la basura en ese mismo instante. Fue a la cocina, abrió el armario que había debajo de la pila, sacó el cubo de la basura y dudó. ¡Qué infantil! Thorne sólo intentaba disculparse, nada más. Se tocó la mejilla y puso la rosa en un pequeño jarrón, segura de que la flor se burlaría de ella durante toda la semana.

– No dejes que llegue a tu corazón-se advirtió, pero tuvo la fatalista sensación de que ya era demasiado tarde. Eso ya lo había hecho mucho tiempo atrás.


Thorne aparcó fuera de lo que en una época había sido el almacén de la maquinaria y miró la casa donde había crecido, un lugar que una vez había jurado dejar y al que nunca volvería. Aunque estaba oscuro y llovía a cántaros, pudo ver la casa alzarse de manera imponente ante él, con unos cálidos parches de luz brillando desde las altas ventanas. En un momento había sido un refugio, más tarde una prisión.

Agarró su maletín y la bolsa de viaje y se preguntó qué le había pasado. ¿Por qué había ido a casa de Nikki? No se trataba sólo de una disculpa, y esa idea le perturbaba. Era como si volver a verla hubiera encendido una llama en lo más profundo de su interior, algo que pensaba que se había apagado años atrás, una brasa ardiente que no sabía que existiera.

Fuera lo que fuera, no tenía tiempo para pensar en ello y tampoco quería hacerlo.

Unas luces salían de los establos y reconoció el coche de Slade cerca del granero. Mientras corría bajo la lluvia, recordó la primera vez que había visto a Nicole: años atrás, en una celebración del Cuatro de Julio. Él había vuelto de la universidad y entraría en la Facultad de Derecho en el otoño, estaba ansioso por comenzar esa nueva vida. Ella sólo tenía diecisiete años por entonces; era una chica tímida con los ojos más increíbles que Thorne había visto nunca y estaba sobre una colina contemplando la ciudad y esperando a que llegara la oscuridad para ver los fuegos artificiales.

Era curioso, pero hacía mucho, mucho tiempo, que no pensaba en esa noche. Le parecía que hubiera pasado un millón de años y se encontraba rodeado por los otros recuerdos que habitaban en ese lugar en particular. Al ir hacia los escalones del porche delantero, recordó cómo había estado a punto de ahogarse en la alberca cuando tenía unos ocho años, recordó haber cazado faisanes con sus hermanos y fingir que el frío silencio que había entre sus padres en realidad no existía. Pero los recuerdos más claros, los más conmovedores, eran los de Nikki.

– No pienses en ella -se advirtió al abrir la puerta corredera. Entró y fue recibido por los olores de su juventud: hollín de la chimenea, cera de limón fresco de los suelos y el aroma a beicon que perduraba del almuerzo y que aún rondaba por los pasillos y habitaciones. Dejó el maletín y la bolsa junto a la puerta delantera y se secó el agua de la cara.

– ¿Thorne? -la voz de Matt se oyó con fuerza por la casa de un siglo de antigüedad. El sonido de las botas sobre las escaleras anunció su llegada al primer piso-. Me preguntaba cuándo ibas a aparecer -vestido como siempre, con vaqueros y una camisa de franela remangada, Matt le dio unas palmaditas en la espalda a su hermano-. ¿Cómo estás, granuja?

– Como siempre.

– ¿De mal genio y a punto de firmar tu próximo contrato millonario? -le preguntó Matt, como siempre hacía, aunque en aquella ocasión la pregunta le dio a Thorne que pensar.

– Eso espero -dijo mientras se desabrochaba el abrigo, aunque era mentira. Estaba harto de su vida. Aburrido. Quería más, pero no estaba seguro de qué.

– ¿Cómo está Randi? -preguntó Matt y su cara se cubrió con una máscara de preocupación.

– Igual que cuando la has visto. No hay nada nuevo desde que te he llamado desde el hospital.

– Supongo que llevará su tiempo -Matt señaló con la barbilla hacia el salón desde donde la luz de una lámpara se filtraba al pasillo-. Vamos, te invito a una copa. Tienes pinta de necesitar una.

– ¿Tan mal se me ve?

– Hoy a todos nos vendría bien una.

Thorne asintió.

– ¿Dónde está Slade?

– Dando de comer al ganado. No tardará mucho en venir. Iba a ayudarlo, pero como ya estás aquí, supongo que no pasará nada porque termine él solo -mostró una sonrisa malvada, ésa que había embaucado a más mujeres de las que Thorne podía contar.

Demasiadas chicas habían descrito a Matt como alto, moreno y guapo. El mediano de los tres chicos McCafferty tenía unos ojos tan marrones que parecían casi negros, su piel estaba bronceada por pasar tantas horas al aire libre y la sombra que cubría su mandíbula era tan oscura como había sido la de su padre.

Matt McCafferty podía doblar una herradura en una forja tan bien como podía marcar a un caballo o amarrar a un carnero. Era rudo, salvaje e increíblemente testarudo.

El sitio de Matt estaba allí.

No el de Thorne.

No desde que sus padres se habían divorciado.

– Mírate -Matt lanzó un agudo silbido y agachó una ceja casi negra mientras tocaba la lana del abrigo-. ¿Desde cuándo te has convertido en un seguidor de la moda?

Thorne resopló con desdén.

– No creas que lo soy, pero estaba en el trabajo cuando Slade me ha llamado -colgó el abrigo en un viejo perchero de bronce que había cerca de la puerta. El abrigo largo de lana parecía estar fuera de lugar entre el despliegue de chaquetas de tela vaquera y piel de borrego-. No he tenido tiempo de cambiarme -tiró del nudo de su corbata y deslizó la pieza de seda sobre sus hombros-. Dime qué está pasando.

– Buena pregunta -juntos entraron en el salón donde los sofás de cuero estaban desgastados, un piano estaba cubierto de polvo y las dos mecedoras que estaban colocadas formando ángulo cerca de las piedras ennegrecidas de la chimenea seguían quietas. El rifle de su bisabuelo estaba sobre la repisa, apoyado en las astas de un alce matado mucho tiempo atrás-. No hay mucho que contar.

Matt abrió el mueble bar que había bajo una librería llena de tomos encuadernados en piel que nadie había leído en años.

– ¿Qué quieres?

– Escocés.

– ¿Solo?

– Eso es… bueno, creo.

Matt miró en el mueble y con un sonido de aprobación sacó una botella cubierta de polvo.

– Parece que estás de suerte -metió la mano hasta el fondo del armario, sacó un par de vasos y después de quitarles el polvo con la camisa, sirvió dos copas-. Puedo ir a por hielo a la cocina.

– No pierdas el tiempo, a menos que tú quieras.

Matt mostró una lenta sonrisa.

– Creo que soy lo suficientemente hombre para resistir el alcohol caliente.

– No esperaba menos.

Thorne tomó el vaso que Matt le ofreció y brindaron.

– Por Randi.

– Sí.

Se tomó la copa y se relajó un poco cuando el licor añejo salpicó la parte trasera de su garganta para luego trazar un ardiente camino hasta su estómago. Giró el cuello intentando deshacerse de los nudos que tenía.

– Vale, dispara -dijo mientras Matt encendía unas astillas ya colocadas en la chimenea.

– Ojalá pudiera. Por lo que puede saber la policía, Randi tuvo un accidente en Glacier Park en el que sólo su coche se vio involucrado. Nadie sabe con seguridad que ocurrió y los polis aún están investigándolo, pero por lo que parece, estaba sola y había hielo en la carretera o dio un volantazo… ¿quién sabe? Tal vez un ciervo, no sé… El resultado es que perdió el control y se salió de la carretera. La camioneta rodó por un terraplén y… -observó el fondo de su vaso- el bebé y ella tienen suerte de estar vivos.

– ¿Quién la encontró?

– Alguien que pasaba por allí, unos buenos samaritanos que llamaron a la oficina del sheriff.

– ¿Tienes sus nombres?

Matt se metió la mano en el bolsillo y sacó un pedazo de papel que entregó a Thorne.

– Jen y Bill Swanson, unos hermanos que volvían a casa después de una jornada de caza. El nombre del ayudante del sheriff también está ahí.

Leyó la lista de nombres y los números y se detuvo un momento cuando llegó a la doctora Nicole Stevenson.

– Pensé que debíamos tener una lista de todas las personas que, de una forma u otra, están relacionadas con el accidente de Randi.

– Buena idea -se metió el papel en el bolsillo-. Bueno, ¿y tenéis alguna idea de qué estaba haciendo en Glacier? Lo último que había oído era que estaba en Seattle. ¿Y su trabajo? ¿Y el padre del niño?

Matt se terminó su copa.

– No sé absolutamente nada de ese tema -admitió.

– Bueno, pues eso tiene que cambiar. Los tres, Slade, tú y yo, tenemos que descubrir qué está pasando.

– Por mí, vale -la mirada de determinación de Matt se quedó fija en la de su hermano.

– Y empezaremos esta misma noche -los engranajes ya estaban funcionando dentro de la cabeza de Thorne-. En cuanto venga Slade, empezaremos a planearlo todo, pero lo primero es lo primero.

– Randi y la salud del bebé -dijo Matt.

– Eso es. Podemos empezar a fisgonear en su vida privada tanto como queramos, pero no significará nada si ella o el bebé no superan esto.

– Lo harán -dijo Matt con seguridad justo cuando la puerta de la casa se abrió de un golpe y apareció Slade.

– Gracias por toda la ayuda -gruñó el hermano pequeño al entrar en el salón oliendo a caballo y a humo. Buscó un vaso y se sirvió un trago.

– Has podido hacerlo solo -supuso Matt.

Thorne se subió las mangas.

– ¿Por qué estás tan seguro de que Randi y el bebé se pondrán bien?

Matt alzó un lado de la boca.

– Porque son McCafferty, Thorne. Igual que nosotros, tienen demasiado carácter como para no superarlo.

Sin embargo, Thorne no estaba tan seguro.

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