Trece

– Supongo que cuando te llamas McCafferty no puedes librarte de la prensa -Maureen Oliverio puso el periódico sobre la mesa y se sentó en una silla de la cafetería donde Nicole estaba terminándose su almuerzo.

– No me digas que están volviendo a hablar de Randi.

– No sólo de Randi, sino de toda la familia -Maureen abrió un sobre de leche en polvo y se lo echó en el café-. Página tres.

Nicole apartó a un lado su tazón de sopa y abrió el periódico. El corazón casi se le detuvo. Sí, había un artículo sobre los McCafferty y el accidente de Randi, pero el texto además trataba a fondo la figura de John Randall McCafferty, que había sido un hombre muy influyente en Grand Hope y alrededores. Además había un artículo sobre sus hijos. Había fotos viejas de los hermanos McCafferty jugando al fútbol, una foto de Slade después de su accidente de esquí, una de Matt montando en un rodeo y otra, tomada el día anterior si la fecha era correcta, de Thorne en una fiesta benéfica en Denver. Enganchada a su brazo había una impresionante mujer que brillaba con su vestido de diseño y sus diamantes.

El mundo de Nicole dio un vuelco. La garganta se le cerró e intentó negar lo que era obvio. Después, mordiéndose los labios y tras encontrar un poquito de autoestima, le echó un vistazo al artículo antes de alzar la vista y ver la preocupación en la mirada de Maureen.

– No sé qué me ha pasado para comprar esto -dijo la jefa del equipo de urgencias-, pero pensé que te gustaría verlo.

– Sí, gracias -no hubo palabras, Maureen no la haría sentirse avergonzada al decirle lo obvio: que Thorne estaba saliendo con otras mujeres mientras se veía con ella y que Nicole no tenía que excusarlo ni defenderlo. La amistad que unía a las dos mujeres era demasiado profunda para esa clase de falso orgullo. Eran más que colegas, eran amigas. Pertenecían a una hermandad secreta de madres solteras.

– Puedes quedártelo.

– Gracias.

Su busca sonó y Nicole leyó el mensaje; era un código que le indicaba que la necesitaban en urgencias. El busca de Maureen sonó también.

– Tengo que irme -dijo Nicole.

– Yo también. Te veo en urgencias.

Ya de pie, se colocó el periódico bajo el brazo. ¿Qué esperaba? Por supuesto que Thorne había salido con otras mujeres, probablemente hasta tenía una en cada ciudad en la que trabajaba… Sólo pensarlo le provocó un nudo en el estómago. ¿Por qué? ¿Por qué se había enamorado de él?

Ya en los ascensores, se obligó a reaccionar. No podía preocuparse por lo de Thorne ni pensar en él. Tenía trabajo que hacer. Un trabajo importante. Tras pulsar el botón del primer piso, fue atravesando puertas hasta llegar a urgencias.

– ¿Qué tenemos? -preguntó al ponerse los guantes justo cuando Maureen apareció por una puerta lateral. La tensión flotaba en el aire.

– Un accidente de avión, fuera de la ciudad. Algún idiota intentando volar en su jet privado con este tiempo -dijo una enfermera al colgar el teléfono-. Lo trae una ambulancia.

– ¿Cuántos heridos hay? -quiso saber Nicole.

– Sólo el piloto, creo.

– ¿Y está vivo?

– Por lo que sé, sí.

– Pues ha tenido suerte. En ese momento oyeron el ruido de las sirenas.

– Vale, chicos, ¡a trabajar!

La ambulancia se detuvo en el aparcamiento haciendo chirriar los neumáticos. Dos auxiliares salieron de la parte trasera y un coche de policía frenó detrás de la ambulancia. Cuando el paciente fue llevado al interior del hospital, dos ayudantes del sheriff entraron tras él.

– ¿Qué tenemos? -preguntó Nicole.

– Hombre de treinta y nueve años, inconsciente, lesiones en cabeza, fémur roto, presión sanguínea estable…

El paramédico continuó dándole datos, pero Nicole sintió sus piernas debilitarse y el corazón acelerarse al ver la cara del paciente y darse cuenta, antes de que nadie dijera nada, de que se trataba de Thorne. Las luces del techo parecieron más brillantes y empezaron a bailar en sus ojos. Podía oír los latidos de su corazón y le era imposible respirar. Las piernas amenazaban con dejarla caer cuando se apoyó contra la pared.

– ¿Quién es?

– Thorne McCafferty -oyó y fijó los ojos en la seria mirada de una ayudante de la oficina del sheriff. El nombre de su placa decía detective Nelly Dillinger.

– Dios mío -susurró-. No. No. Oh, Dios mío, no…

– Yo me ocupo -dijo Maureen desde algún punto por detrás de ella. En ese momento la habitación pareció oscurecerse-. Nicole, he dicho que…

– No, estoy bien -le dijo a su amiga con los dedos aferrados a la barra de la camilla.

– Yo me ocupo, doctora -tras su comprensiva mirada le lanzaba una advertencia a Nicole. Había varias enfermeras mirando y Thorne necesitaba ayuda-. Estás demasiado involucrada emocionalmente y soy la jefa de equipo -señaló Maureen.

– Vale.

– Habla con el detective y yo me ocupo del paciente. ¡Vamos!

Nicole vio con impotencia cómo se llevaban a Thorne hacia la sala de reconocimiento.

– ¿Qué ha querido decir con eso de que está demasiado involucrada emocionalmente? -preguntó la detective que, con su pálida piel y sus ojos marrones, miraba a Nicole desde detrás del ala de su gorro. Unos mechones pelirrojos le rodeaban la cara.

– Yo… conozco a la familia.

– ¿Y a Thorne McCafferty en concreto?

– Sí. Hemos salido -admitió. Había dejado de temblar por dentro, pero sospechaba que su rostro estaba pálido como el de un cadáver-. Es amigo mío. ¿Qué ha sucedido? -se quitó los guantes y los tiró a una papelera.

– Su avión cayó en la tormenta y estamos investigando las causas del accidente. Probablemente habrá sido por el tiempo, pero tenemos que asegurarnos -la detective apretó los labios-. Tiene suerte de estar vivo.

Nicole asintió. Pensar que Thorne podría haber perdido la vida… ¡Dios! ¿Qué habría pasado entonces? El corazón le dolía con sólo pensarlo. Se aclaró la voz y vio una furgoneta de la prensa entrando en el aparcamiento.

– Oh, no.

Tras volver la vista atrás, la detective reconoció el vehículo y apretó los labios en un gesto de desaprobación. Asintió hacia su compañero y dijo:

– Ocúpate de los buitres. Y no les digas el nombre del piloto hasta que hablemos con la familia.

– Entendido -el otro oficial, un hombre larguirucho de poco más de veinte años, bloqueó la entrada. La periodista, una mujer pequeña con un abrigo azul brillante, hablaba mientras un cámara grababa a través del cristal.

– ¿Podemos hablar en un lugar más privado? -preguntó la detective y por primera vez Nicole fue consciente de las miradas curiosas lanzadas en su dirección.

– Sí… en mi despacho, pero permítame un minuto para decirle al equipo dónde encontrarme -otro médico accedió a ocuparse durante la próxima media hora mientras Nicole intentaba controlar sus emociones y acompañaba a la detective a su despacho.

– Siéntese -le dijo al apartar de la silla una pila de libros que puso en una esquina vacía de su escritorio. Después, se sentó.

– Sé que esto es duro para usted ahora mismo, y no quisiera molestarla, pero ya que es usted una persona cercana a los McCafferty, tal vez podría darme algo de información.

– En cuanto hable con sus hermanos -dijo Nicole, por fin con capacidad de pensar con claridad. Tenía que dejar de lado sus emociones y ponerse su máscara de profesional, no sólo por ella, sino también por Thorne. El pulso aún le temblaba un poco, pero levantó el teléfono-. Matt y Slade tienen que saber que su hermano ha sufrido un accidente y que está aquí -no esperó a una respuesta, se limitó a marcar el número del rancho y le dio el mensaje a Slade que, impactado, no dijo una palabra hasta que ella no terminó.

– ¡Maldita sea! ¿Cómo ha podido pasar? ¿Qué clase de idiota se mete en un avión en medio de una ventisca? -preguntó antes de suspirar profundamente-. Supongo que eso ya no importa. Dime, ¿se pondrá bien?

– Sí… eso creo -la idea de Thorne perdiendo la vida era demasiado dolorosa como para tenerla en cuenta. Se aclaró la voz y fue consciente de que la detective estaba observando en silencio su reacción-. Un equipo de nuestros mejores doctores está con él en urgencias y después lo verán los especialistas.

– Hijo de… -comenzó a decir antes de gritar en otra dirección-: Juanita, ¿puede quedarte con el bebé? Thorne ha tenido un accidente y está en el hospital.

– ¡Dios! -exclamó en español la mujer-. ¡Esta familia tiene una maldición!

– No hay ninguna maldición, Juanita -la voz de Slade era apagada pero firme-. ¿Cuidarás…?

– Sí, sí. Me quedaré aquí.

– Avisaré a Matt -dijo Slade-. Estaremos allí lo antes posible -la llamada terminó y Nicole, aún temblando, colgó el teléfono. Una vez mas se vio ante la mirada de escrutinio de la detective Nelly Dillinger.

– ¿Vienen hacia aquí?

– Matt y Slade.

– Bien.

– ¿Qué es eso que quería saber?

– Sólo un poco de la historia familiar -dijo la mujer mientras sacaba una libreta-. La razón es sencilla. Primero, la hermana está a punto de morir en un accidente, tiene un bebé que casi pierde la vida, se encuentra en coma y ha dejado muchas preguntas sin resolver. No podemos contactar con el padre del bebé porque nadie sabe quién es, y no podemos hablar con ella y descubrir por qué el coche perdió el control.

– Creía que había sido por el hielo -dijo Nicole con cierto temor perforándole el corazón.

– Y así fue, pero la familia insiste en que hubo otro vehículo involucrado. Han contratado a un detective privado que está dispuesto a demostrar que se ha cometido un crimen -se quitó el sombrero y su cabello rojo le rodeó la cara en suaves capas-. Eso lo hacen muchas familias, les hace sentirse mejor el pagar a alguien que profundice más que la policía. O eso se creen ellos.

– Pero… ¿lo hubo? ¿Un crimen?

– No lo sabemos -dijo la detective con un rostro carente de expresión y mirada seria-. Pero intento descubrirlo -anotó algo-. Yo no estaba muy convencida de que hubiera algo más, pero ahora ha habido otro accidente con otro miembro de la familia y supongo que quiero barajar todas las hipótesis.

– Pero lo del accidente de avión sí que ha sido un accidente -tenía que serlo. Nadie intentaría hacer daño a Thorne… ¡matarlo!

– Lo más probable es que haya sido un accidente. La tormenta era muy fuerte y esas luces de los aviones… bueno… -ladeó la cabeza-. Pero si es una coincidencia, entonces es que esta familia tiene una racha de mala suerte. Si no… Tal vez ese detective privado sabe algo que la oficina del sheriff desconoce y estoy aquí para averiguarlo.

A Nicole iba a explotarle la cabeza. ¿Era posible? ¿Alguien queriendo hacerle daño a los McCafferty? Se negó a ceder ante el miedo que la estaba invadiendo. Hasta el momento nadie había demostrado que no fueran accidentes. Mala suerte, eso era todo. Tenía que serlo.

Miró el reloj. Thorne llevaba en urgencias unos treinta minutos. Seguro que ya se sabía la magnitud de sus lesiones, aunque nadie la había llamado. ¿Y si algo había ido mal? Intentó responder a tantas preguntas como le fue posible y habló con la detective durante unos minutos más antes de explicarle que tenía que volver al trabajo.

– Bien. Tendré que hablar con el paciente cuando despierte -dijo Nelly Dillinger- y también con sus hermanos -retiró su silla, agarró su sombrero y juntas tomaron el ascensor para bajar a urgencias. La detective corrió hasta el coche de policía e inmediatamente Nicole se vio inmersa en su trabajo.

Vio a tres pacientes más: una niña de siete años que necesitaba cinco puntos en la frente después de que su hermano pequeño le hubiera lanzado un bastón acrobático al que le faltaba la punta de goma, una mujer octogenaria con bronquitis, y una adolescente pálida que creía que tenía gripe y que al rato quedó horrorizada cuando los análisis confirmaron que estaba embarazada de casi tres meses.

Para cuando Nicole terminó, la sala de urgencias ya estaba despejada. Habló con las enfermeras y se enteró de que Thorne estaba estable y que, aparte de unas cuantas contusiones y una pierna rota que necesitaría cirugía cuando hubiera bajado la hinchazón, estaba bien.

– Gracias a Dios -susurró de camino a su habitación. Matt y Slade estaban apostados junto a la cama. Los dos tenían gesto de preocupación.

– No puedo creerlo -murmuró Slade al salir al pasillo mientras se sacaba del bolsillo un paquete de cigarros. Cuando se dio cuenta de lo que estaba haciendo, volvió a guardarlo-. ¿Qué demonios está pasando? -miró a Nicole-. ¡Ahora volvemos a tener a dos en este hospital! ¡El bebé acaba de llegar a casa y ahora entra Thorne!

– Va a ponerse bien, ¿vale? -farfulló Matt-. Eso ya es algo.

– ¡Maldito imbécil! ¿Pero qué hacía volando con esa tormenta? -Slade cerró los ojos y se pellizcó el puente de la nariz como si intentara evitar un dolor de cabeza.

– Pensó que debería volver…

Abrió los ojos y alzó un dedo contra el pecho de Matt.

– Porque no confía en que podamos ocuparnos del rancho, o del bebé o de Randi nosotros solos. ¡No tiene fe en nadie excepto en sí mismo! Es un maniático del control. Eso es lo que es. Un maniático del control.

– ¡Ya basta! Esto no va a llevarnos a ninguna parte.

– Voy a contárselo a Striker -Matt se pasó una mano por el pelo y, como si de pronto se le hubiera venido algo a la cabeza, se volvió hacia Nicole-. ¿No dijiste que tenías un artículo que podría haber escrito Randi?

– He hecho una copia y te lo he mandado.

– Vaya, hoy ni siquiera he mirado el correo -se frotó la nuca con frustración.

– ¿Habéis hablado con alguien de la oficina del sheriff? -preguntó Nicole.

– ¿La oficina del sheriff? -Matt estrechó los ojos-. ¿Por qué?

– Están investigando el accidente. He hablado con una tal detective Dillinger y me ha dicho que quiere hablar con vosotros.

– ¿Por? -preguntó Matt, aunque su mirada convenció a Nicole de que ya conocía la respuesta.

– Porque por fin alguien está empezando a creer lo que Kurt Striker lleva diciendo todo el tiempo -respondió Slade-. Voy a llamarlo ahora mismo.

– Y yo hablaré con la policía -Matt tenía la mandíbula rígida como una piedra-. Si esto no es sólo un accidente, voy a descubrir quién está detrás -se puso el sombrero y miró a Nicole-. ¿Me llamarás si hay algún cambio en el estado de Thorne?

– Por supuesto.

Cuando los hermanos se alejaron por el pasillo, Nicole entró en la oscura habitación. Se recordó que veía a gente herida todos los días, víctimas que habían sufrido accidentes horribles y que estaban desfiguradas. Se dijo que podía soportarlo todo. Pero ver a Thorne yacer allí bajo las sábanas, con una vía en la muñeca, la pierna en alto con una escayola y la cara llena de cortes e hinchada hasta el punto de que casi lo hacía irreconocible… le partió el corazón.

– Oh, cielo -susurró con un nudo en la garganta. Lo amaba. Lo amaba tanto… y él la había traicionado, había estado con otra mujer. Luchó por contener las lágrimas. Allí estaba, con una pierna rota, con una conmoción, la cabeza vendada y sus rasgos apenas reconocibles-. Siento que no haya funcionado -dijo con la voz rota mientras le tocaba los dedos.

»Te quería. Oh, Thorne, ojalá supieras cuánto… -se aclaró la garganta-. Pero me he comportado como una tonta contigo y supongo que siempre lo haré. Mejórate, ¿entendido? Volveré a verte y si se te ocurre cometer alguna estupidez como empeorar, te juro que yo misma te mataré -se rió un poco por la estupidez de su chiste y notó que estaba llorando-. Oh, mira. Soy una tonta. Haces que me comporte como una tonta. Bueno… tengo que volver a casa con las niñas -se secó las lágrimas con un pañuelo de papel que encontró en la mesita-. Pero volveré, te lo prometo -se echó hacia delante y le dio un beso en la frente dejándole la marca del pintalabios y una lágrima que al instante limpió-. Ya sabes, Thorne, he sido tan tonta que he deseado pasar el resto de mi vida contigo.

Esperó, como si pensara que él fuera a responder y rezó por sentir un pellizco en sus dedos, por ver un rápido movimiento de ojos en sus párpados cerrados o incluso un cambio en su forma de respirar, pero quedó decepcionada. Al igual que su hermana, que seguía en la UCI, Thorne no oyó nada y no hizo ni el más mínimo gesto.

Salió de la habitación como si cargara sobre los hombros un peso más grande que todo Montana. Escribió sus notas rápidamente, se puso la cazadora, se cambió de calzado y se marchó a casa. Fuera continuaba la ráfaga de nieve, girando y bailando por el helado paisaje. Con los guantes y la cazadora de esquí puesta, encendió la radio y puso la calefacción al máximo, pero no pudo derretir el hielo que le cubría el alma al pensar en el accidente de Thorne y lo cerca que había estado de perder la vida.

«¿Y cómo te habrías sentido si eso hubiera sucedido? ¿Si hubiera muerto o corriera un grave peligro de perder la vida? ¿O quedara paralizado para el resto de su vida?».

Se estremeció e intentó concentrarse en una canción que salía por los altavoces, pero la letra que hablaba de falso amor le llegó demasiado dentro. Enfadada, apagó la radio. Ya no tenía una relación con Thorne, así lo había querido él. Había sido un error volver a estar con él, pero ya había acabado. Acabado. ¡Acabado! Él lo había elegido. Se detuvo en un semáforo y esperó con impaciencia, dando golpecitos en el volante con sus manos enguantadas a la vez que algunas almas valientes provistas de bufandas, botas y gruesos abrigos corrían por las calles cubiertas de nieve de Grand Hope. Los árboles alzaban sus brazos desnudos al cielo de la noche, donde millones de copos de nieve seguían cayendo sobre las luces de neón de la ciudad.

«¿Y qué esperabas de él? ¿Una proposición de matrimonio?», se burló su díscola mente cuando el semáforo cambió a verde y ella pisó el acelerador.

Ese pensamiento la hizo reír sin la más mínima pizca de humor. Minutos después, aún perdida en sus pensamientos, giró hacia la calle donde vivía y se prometió que de una vez por todas superaría lo de Thorne McCafferty. Tenía a sus hijas. Tenía su trabajo. Tenía una vida. Sin Thorne. No lo necesitaba.

Las ruedas del todoterreno se deslizaron un poco al doblar hacia el camino de entrada, pero logró aparcar frente al garaje. Con su maletín y el portátil encima, corrió hacia el porche trasero. Tras dar patadas contra el suelo para quitarse la nieve de las botas y sacarse los guantes con los dientes, abrió la puerta y oyó unos gritos llenos de alegría.

– jMami, mami! Ven -cuatro piececitos retumbaban por el suelo mientras las niñas corrían a la cocina.

Nicole estaba bajándose la cremallera de la cazadora, pero se agachó para abrazar a las gemelas. Sí, su vida estaba llena. No necesitaba un hombre, y mucho menos a Thorne McCafferty.

Parches saltó a la encimera.

– Las flores. Montones, montones, montones de flores -dijo Molly, separando los brazos todo lo que pudo.

– ¿Flores? -preguntó Nicole y percibió la fragancia a rosas que parecía impregnar el aire.

– Sí -Mindy le tiraba de la mano arrastrándola hacia el salón. Molly le agarró la otra.

– ¡Abajo! -le ordenó Nicole al gato cuando pasaron por delante de él, y el animal saltó al suelo justo cuando entraron en el salón y ella profirió un grito ahogado. Jenny estaba de pie junto a la chimenea con el fuego encendido. Varios troncos resplandecían al arder, y por toda la habitación, sobre cada mesa, en las esquinas y en el suelo, había docenas y docenas de rosas. Rojas, blancas, rosas, amarillas… un ramo tras otro-. ¿Pero qué es…? -susurró.

– Hay una tarjeta -Jenny señaló a un ramo de tres rosas blancas.

– ¡Que la lea! ¡Que la lea! -canturrearon las niñas.

Con dedos temblorosos, abrió el pequeño sobre blanco que decía simplemente: Cásate conmigo.

Las lágrimas le ardían tras los párpados.

– ¿Sabéis quién las ha enviado? -preguntó.

Jenny sonrió.

– ¿Tú no?

Se dejó caer en una silla.

– Dios mío…

– ¿Qué pasa, mami? ¿Qué? -preguntó Mindy enarcando sus pequeñas cejas con gesto de preocupación.

– Thorne está en el hospital.

– ¿Qué? -la sonrisa de Jenny se desvaneció y con voz entrecortada Nicole le contó lo del accidente-. Oh, Dios mío. Pues tienes que volver. Tienes que estar con él.

– Pero las niñas…

– No te preocupes por ellas. Yo me ocupo -las gemelas agacharon la cabeza y Jenny añadió-: Pediremos una pizza, haremos palomitas y… una sorpresa para mamá.

– Pero yo no quiero que mamá se vaya -dijo Mindy.

– ¡Bebé! -gritó Molly señalándola con un dedo.

– ¡No soy un bebé!

– Shh… shh… aquí nadie es un bebé -dijo Jenny, zanjando la discusión.

Conmovida por el impresionante despliegue de flores, Nicole contempló los suaves pétalos y los largos tallos y el corazón le latió con un amor que hacía un momento había intentado negar.

– Tengo que ir al hospital -dijo-, pero volveré pronto.

Mindy arrugó la cara.

– ¿Lo prometes?

Nicole la besó en la frente y se levantó, a pesar de que sus piernas amenazaban con fallarle. Sacó una rosa roja de su jarrón y le guiñó un ojo a sus hijas.

– Lo prometo.


A través de un velo de dolor, Thorne oyó la puerta abrirse y supuso que se trataría de la enfermera con la medicación que tanto necesitaba.

– ¿Thorne?

Era la voz de Nicole. El corazón le dio un salto, pero él no se movió. Ella tampoco encendió las luces al ir hacia su cama. Con cuidado, le puso una rosa en el pecho.

– No… No sé qué decir.

Él no respondió. No se movió. Mientras estaba semi inconsciente unas horas antes, le había oído decir que lo amaba, pero que su relación había acabado, y por eso se había imaginado que había recibido las flores y lo había rechazado. En ese momento, no había podido responder y tampoco sabía si podría hacerlo ahora. Apenas recordaba el accidente. Había habido un problema, le había fallado un motor y se había visto obligado a aterrizar en un campo, y casi lo había logrado cuando el avión chocó contra unos árboles… Tuvo suerte…

– He recibido las flores. Decenas y decenas. No deberías haberlo… Oh, Thorne -susurró llevándolo de nuevo al presente, junto a ella. Junto a la bella y sexy Nicole-. Ojalá pudieras oírme. Quiero explicarte…

«Va a repetir lo que había dicho antes». Sin moverse, se preparó para lo peor.

– Estoy… abrumada -se aclaró la garganta y él sintió cómo le tomaba la mano-. He leído la tarjeta.

Thorne se sentía como un idiota. ¿Por qué había desnudado su alma ante ella? Nicole no quería estar con él, eso ya lo había dejado claro.

– Y me gustaría que pudieras oírme, que entendieras cuánto te quiero. ¿Casarme contigo? ¡Oh! Si supieras cuánto lo he deseado, pero he visto tu fotografía con esa mujer en la gala benéfica en Denver y… creía que no estabas preparado para hacerlo, que nunca querrías una relación seria, así que no sé qué hacer. Si existiera la oportunidad de que pudiéramos estar juntos, tú, las niñas y yo, créeme que me…

A pesar del dolor, Thorne obligó a su mano a moverse. Sentía como si la cabeza le fuera a explotar, pero agarró la mano de Nicole, la agarró con fuerza. La rosa cayó al suelo.

– ¡Oh! ¡Dios mío!

– Cásate conmigo -dijo. Con dificultad, esas palabras salieron de sus labios agrietados e hinchados. El dolor gritaba por todo su cuerpo, pero no le importó.

– Pero… ¿qué? ¿Puedes…?

– Cásate conmigo -le apretó los dedos con tanta fuerza que ella volvió a estremecerse.

– ¿Puedes oírme?

Thorne abrió los ojos y parpadeó contra la tenue luz que parecía cegarlo.

– Nicole… ¿puedes responder? -como pudo, logró centrar la vista en su cara… Era una cara maravillosa-. ¿Te casaras conmigo?

– Pero ¿qué pasa con la otra mujer? ¿La del periódico?

– No hay otra mujer. Sólo tú -la miró con la esperanza de que lo creyera-. Y tú serás la única mujer en mi vida. Lo juro.

Ella lo miró, y se mordió el labio, luchando contra la indecisión.

– Te amaré para siempre -le juró él y entonces unas lágrimas comenzaron a brotar, cada vez con más rapidez, de los preciosos ojos ámbar de Nicole-. Cásate conmigo, Nicole. Sé mi esposa.

Con la mano que tenía libre, ella se secó las lágrimas.

– Sí -susurró, con la voz quebrada-. Claro que sí.

Thorne tiró y la echó sobre él, y cuando sus labios se encontraron, una parte del dolor desapareció y supo que desde ese día en adelante renunciaría con mucho gusto a todo lo que tuviera, supo que nada podría compararse al amor que sentía por ella y que querría a esa mujer hasta que diera su última bocanada de aliento.

– Te quiero, doctora -dijo cuando ella levantó la cabeza y se rió-. Y esta vez, créeme, nunca te dejaré y nunca te dejaré marchar.

– Oh, seguro que eso se lo dices a todas las doctoras -bromeó con los ojos brillantes por las lágrimas mientras recogía la rosa del suelo y la ponía junto a él.

– No. Sólo a una.

– Qué suerte tengo -dijo entre sollozos. Se agachó y lo besó.

– No. La suerte la tengo yo -y de eso estaba seguro.

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