Doce

Thorne nunca se había sentido tan incómodo en su vida. Acababa de dar de comer al bebé, lo había puesto a eructar y oía sus suaves suspiros contra su hombro mientras iba del salón al estudio y se preguntaba cómo demonios iba a meterlo en la cuna sin despertarlo. El bebé, sano y con ojos brillantes, parecía mucho más contento cuando estaba en brazos, y eso suponía un problema.

Thorne, deportista nato, había hecho muchas cosas que requerían de fuerza, pero cuando se trataba de tener a un bebé en brazos, de alimentarlo, y de cambiarle los pañales, era muy torpe.

Y tampoco podía decirse que sus hermanos fueran mejores. Matt se había pasado la vida en el rancho y se había ocupado tanto de pollitos recién nacidos a corderitos y potros rechazados por las yeguas que acababan de parirlos. Había ayudado a traer al mundo a carnadas de cachorros y gatitos, pero cuando se trataba de ocuparse de bebés humanos, él también parecía estar fuera de lugar. Slade era el peor. Aunque estaba fascinado con el bebé, parecía darle pánico tomar en brazos a J.R. Según Thorne, eso era ridículo, aunque a Matt le hacía gracia que a su temerario hermano le diera miedo el niño. J.R. abrió los ojos. Oh-oh…

En cuestión de segundos armó un escándalo y Thorne intentó que no le entrara el pánico.

– No pasa nada -le dijo, maravillándose del modo en que las madres parecían tener una especie de ritmo natural para acunar a los bebés. Y había podido ver esa misma reacción natural a través del cristal del hospital cuando Nicole había mecido al niño mientras le daba de comer.

Intentó balancearse un poco, pero se sentía como un estúpido y además el niño empezó a llorar con más fuerza y a ponerse colorado.

– No pasa nada -le dijo sin tener la más mínima idea de qué le pasaba al pequeño.

Los pasos de Juanita se oyeron por las escaleras.

– Ya voy, ya voy… -dijo para alivio de Thorne.

Un segundo después, apareció ante ellos.

– Está cansado.

– Estaba dormido.

– ¿Entonces por qué no lo has puesto en su cuna? -preguntó diciendo la última palabra en español.

– Porque no me ha dado tiempo a llegar a su cuna -respondió Thorne repitiendo y poniéndole énfasis a la palabra- sin despertarlo.

– ¡Pero si lo has despertado de todas formas! -enarcó una ceja mientras el bebé gritaba más de lo que Thorne pensaba que pudiera ser posible.

– Créeme, eso intentaba.

– Trae, dámelo. Vamos, pequeño -dijo ella con voz suave al separarlo de los tensos dedos de Thorne. Comenzó a susurrarle palabras en español mientras se lo llevaba de la habitación y, para vergüenza de Thorne, el bebé empezó a tranquilizarse. En unos minutos, el silencio prevaleció y Juanita volvió caminando sin hacer ruido.

– ¿Cómo lo haces?

– Práctica -le dijo y sonrió.

– A lo mejor necesito clases.

– Dios, los tres las necesitan y puede que la señorita Randi también. ¿Cómo va a ocuparse del bebé, escribir columnas, terminar su libro y recuperarse? -sacudió la cabeza de camino a la cocina.

– No hay ningún libro -le dijo al seguirla por el pasillo-. Eso era un sueño que ella tenía, nada más.

– Pero dijo que algún día escribiría uno. Lo creí. Algún día será rica y famosa -rebuscó en la nevera, susurró algo y sacó un paquete, lo abrió y miró a Harold, que estaba tumbado en una alfombra cerca de la puerta-. He guardado este hueso de la sopa para ti -le dijo. El perro se levantó como pudo y movió el rabo-, pero tienes que tomártelo fuera -se lo tiró y se giró para decirle a Thorne-: Hay un libro.

– Eso espero -respondió él, aunque no creía que sucediera. Randi había hablado sobre escribir la «gran novela norteamericana» desde que tenía quince años aunque, que él supiera, no había escrito ni una línea y mucho menos un capítulo. No tenía importancia, pero no obstante se anotó mentalmente que tenía que comentarle a Striker lo de ese sueño de Randi. ¿Por qué no? Decírselo no haría ningún daño.


Nicole salió de la bañera y se puso el albornoz. Las gemelas estaban dormidas y la casa tranquila. Se anudó el cinturón, fue a la cocina y se calentó una taza de chocolate. Parches, enroscado en un cojín de una de las sillas, abrió un ojo y bostezó, mostrando sus dientes afilados antes de volver a descansar la barbilla sobre sus patas. El microondas pitó y Nicole sacó la taza para tomársela en el salón, donde la chimenea seguía encendida. Pedazos escarlata de carbón resplandecían y el fuego crepitaba.

Dio un sorbo de chocolate, se sentó en una esquina de su sillón y hojeó una revista de padres. Acababa de empezar a leer un artículo sobre los estados de la vida de un niño cuando vio la columna: Consejos para el padre soltero, por R.J. McKay. No sabía por qué le había llamado la atención, pero comenzó a leer el texto y una extraña sensación le recorrió la espalda. Estaba escrita con el mismo estilo irónico que las columnas de Randi McCafferty, pero nadie había mencionado que Randi ahora escribiera también para revistas.

Dio otro trago de chocolate y cuando retomó el artículo, oyó un coche detenerse delante de su casa. Al girarse para mirar por la ventana, vio a Thorne yendo hacia su porche.

El pulso se le aceleró y entonces recordó que sólo llevaba puesto el albornoz. Se puso de pie y corrió hacia la habitación justo cuando sonó el timbre.

– Maldita sea -vaciló y finalmente volvió para abrir la puerta. El viento removió su pelo y le levantó el albornoz al entrar en la casa-. Vaya, señor McCafferty, menuda sorpresa.

Él mostró una petulante sonrisa al recorrerla con la mirada.

– Espero que una buena.

– Eso depende -dijo sin poder evitarlo.

– ¿De qué?

– De ti, por supuesto.

Él no esperó. En un segundo había cruzado la puerta, la había tomado entre sus brazos y sus fríos labios ya la estaban besando. Un viento helado los rodeó y justo antes de que ella cerrara los ojos y Thorne cerrara la puerta con el pie, pudo ver los primeros copos de nieve caer del oscuro cielo.

Pero la nieve quedó olvidada al instante; Thorne la besaba con insistencia y, mientras, ella sentía su corazón perder el control.

Una calidez invadió sus extremidades y el deseo fue lentamente tomando forma dentro de ella. Él la llevó contra la pared de la entrada y Nicole, rodeándolo por el cuello y separando los labios, no opuso resistencia ante el frío roce de su cuerpo contra el suyo. Thorne olía al pino de los árboles y a almizcle. Su duro cuerpo se tensó cuando los dos se abrazaron con fuerza.

Era un error. Nicole lo sabía, pero no podía resistirse a la dulce seducción de sus caricias, al cosquilleo que le provocaban sus labios.

Las manos de Thorne encontraron su cinturón, que desabrochó sin dejar de besarla y tomándose todo el tiempo del mundo. Le acariciaba la lengua con la suya, la saboreaba. Nicole sintió que le costaba respirar cuando su albornoz se abrió y él, con las manos frías y algo ásperas, le tomó un pecho. Su pezón se endureció expectante y ella se derritió por dentro.

– Oh, Nicole -murmuró Thorne contra su oído.

El deseo la invadió y unas emociones que no se detuvo a comprender le recorrieron la mente.

– ¿Estamos solos? -preguntó él con voz ronca.

– No -respondió con dificultad y sacudiendo la cabeza-. Las gemelas están aquí.

– ¿Dormidas?

Ella asintió mientras él la recorría con sus dedos tan suavemente como para hacerla gritar.

– No… No pasa nada -dijo Nicole, aunque no pensaba con claridad, no podía concentrarse en nada que no fuera el deseo que sentía por él.

– Bien -volvió a besarla, le puso un brazo bajo las rodillas y la levantó del suelo. Como si fuera una pluma, la llevó hasta su dormitorio… un santuario en el que, hasta el momento, no se había permitido entrar a ningún hombre.

Thorne cerró la puerta como pudo y echó el cerrojo antes de tenderla en la cama. El colchón se hundió ante el peso de los dos.

– ¿Qué… qué te pasa? -preguntó Nicole cuando él le quitó el albornoz.

Thorne se detuvo un instante y la miró fijamente.

– Lo que me pasa eres tú, doctora -la besó lentamente-. Ya estás demasiado dentro de mí y no puedo hacer nada para evitarlo.

– ¿Querrías hacerlo?

– No -le tomó los pechos en las manos y los besó mientras le llevó la mano hasta su camisa. A partir de ahí, ella no necesitó más instrucciones y comenzó a quitarle la chaqueta, el jersey y los pantalones a la vez que él no dejaba de besarla y de acariciarla, de hacer que su sangre ardiera y que las zonas más íntimas de su cuerpo se resintieran de deseo.

«¡No hagas esto!», gritó esa vocecilla dentro de su cabeza, pero Nicole la ignoró.

Él enredó sus dedos en su pelo y luego los fue deslizando por su espalda. Thorne sabía a sal y a deseo. Lo deseaba como nunca había deseado a nadie.

Sólo él podía satisfacerla.

Sólo él podía elevarla hasta alturas inimaginables. Lo besó y hundió sus dedos en sus hombros.

Unos fuertes músculos se movían contra su suave piel. La lengua de Thorne invadió su boca antes de encontrar rincones más profundos que le hicieron a Nicole morderse el labio para evitar gritar. Unos espasmos brotaron dentro de ella antes de que él le separara las piernas sin dejar de besarla y abrazarla. Nicole se arqueó hacia arriba; deseaba más, necesitaba que la liberara.

– Thorne -susurró cuando pensó que había perdido la cabeza de tanto deseo-. Thorne, por el amor de… oh, oooh.

Entrando en ella con intensidad, comenzó a hacerle el amor, a besarla mientras ella respiraba entrecortadamente y su cuerpo se iba cubriendo de un ligero sudor.

Una y otra vez la amó hasta que la luz del día atravesó la ventana y ella, exhausta y aún aferrada a él, cayó dormida.

Las niñas se despertaron unas horas después y la cama quedó fría y vacía; sólo el ligero aroma a sexo permanecía, entremezclado con los dulces y sensuales recuerdos de ese momento que habían compartido. Nicole miró a la cómoda donde la flor que le había regalado Thorne había muerto, los pétalos cubrían la vieja madera. Pero no había tirado la rosa. No podía.

Estaba cansada, sí, pero se sentía mejor que en años. Cantó en la ducha, se rió cuando las niñas discutieron, y se vistió con una sonrisa en la cara. Fue mientras se cepillaba el pelo cuando se vio reflejada en el espejo y se dio cuenta de la curva de sus labios y del brillo en sus ojos.

– Oh, no -dijo con incredulidad.

Pero no podía negar la pura verdad: a pesar de las advertencias que se había hecho, estaba completamente enamorada de Thorne McCafferty.


Denver ya no le atraía. Su ático parecía frío y vacío como una cueva de hielo y, aunque estaba limpio y reluciente, había toallas recién lavadas en los toalleros de bronce y la chimenea estaba encendida, no se sentía en casa. Tenía el armario lleno, con trajes, abrigos, pantalones y además tres esmóquines. Las vistas desde el salón y el dormitorio principal ofrecían una visión espectacular de las luces de la ciudad. Y aun así se sentía como en un país extranjero, como un marciano en el ático al que había considerado su casa durante demasiados años.

Había llegado a la ciudad por la mañana y había ido directo a la oficina. No sabía cómo, pero había sobrevivido a cuatro reuniones antes de ir a casa para cambiarse y acudir al evento de etiqueta organizado por Kent Williams. La cena se celebraba por una causa benéfica, pero en el fondo lo que se buscaba era sacarle un beneficio. Aunque a él eso no le importaba. Era el primero en admitir que le interesaba ganar dinero. Y aun así…

Se sirvió una copa de whisky y contempló las vistas desde la ventana. La nieve caía y las luces de la ciudad parpadeaban tras el velo formado por los copos de nieve. Vio su reflejo en el cristal, un hombre alto con un traje ligeramente arrugado, una copa en la mano que en realidad no le apetecía y sintiéndose más solo que nunca.

Nunca le había disgustado su propia compañía; en realidad, había sido de los que se reían de los hombres que necesitaban una mujer en sus brazos. Eso le había parecido de cobardes, de débiles, pero ahora, mientras observaba esa imagen fantasmagórica y distorsionada reflejada en la ventana, se imaginó a Nicole con él. Ya fuera vestida con un camisón, unos vaqueros y deportivas o una bata blanca sobre unos pantalones y una blusa, su imagen le resultaba perfecta.

– Idiota -se dijo y se terminó la copa. Iría a esa maldita fiesta, haría su trabajo y se dirigiría al aeropuerto esa misma noche. Se esperaba mucha nieve en Denver en los próximos días, pero Thorne pretendía volver a Grand Hope tan pronto como pudiera escaparse de sus obligaciones.

Había demasiados problemas en Montana como para que estuviera en ese desangelado piso al que había llamado hogar.

«Hogar». ¡Ja!

¿Qué decían los viejos refranes? «¿Hogar dulce hogar?». «¿Como en casa no se está en ningún sitio?».

«¿El verdadero hogar está donde uno tiene a los suyos?».

Miró al salón de camino a su dormitorio, donde elegiría un esmoquin. Una cosa era segura: su corazón no estaba allí. No. En ese momento residía en los pasillos del hospital St. James con la testaruda, brillante y preciosa doctora de urgencias a la que una vez había abandonado. Una mujer divorciada con dos niñas y sin deseo aparente de volver a tener otra relación seria.

Bien, pues eso estaba a punto de cambiar. Thorne estaba acostumbrado a tomar las riendas, a conseguir lo que quería, y ahora mismo, mientras sacaba del armario su esmoquin con fajín verde, lo que quería era a la doctora Nicole Stevenson. Fuera como fuera, la tendría.


Nicole no podía tenerse en pie. Había trabajado horas extras debido a un horrible accidente en el que se habían visto involucrados dos coches y una camioneta. El siniestro había sucedido a sólo tres kilómetros de los límites de Grand Hope. Un hombre de ochenta años y un adolescente no habían sobrevivido; la mujer del hombre y otros tres adolescentes luchaban por sus vidas. Todos se encontraban en estado crítico con lesiones en la cabeza, pulmones perforados, costillas rotas, bazos reventados y toda clase de contusiones. Una ama de casa de mediana edad y sus dos hijos, que iban en la camioneta, habían sobrevivido y tenían lesiones leves, pero la sala de urgencias había sido una locura y se había llamado a todos los médicos, enfermeras, auxiliares y anestesiólogos que estuvieran disponibles.

Diez horas después de que la primera ambulancia hubiera llegado y se hubieran ocupado de las víctimas más graves, las cosas por fin empezaban a calmarse. El resto de los pacientes, una mujer que se había quemado, un niño de ocho años que se había pillado un dedo con la puerta del coche, tres casos de gripe y un hombre que se quejaba de mareos, habían tenido que esperar.

Pero lo peor ya había pasado, los pacientes estaban estabilizados y habían llegado médicos de relevo. Por fin, Nicole podía irse a casa. Se sirvió una taza de café recién hecho, redactó unos informes en el ordenador rápidamente antes de agarrar su chaqueta, su portátil y su maletín y salir del St. James.

El aparcamiento parecía una manta blanca ya que había estado nevando durante todo el día. Había quince centímetros de nieve y en el parabrisas del todoterreno se habían acumulado hielo y nieve. Esperó a que el desempañador y los limpiaparabrisas despejaran el cristal y luego condujo hasta casa con cuidado.

No sabía nada de Thorne desde la mañana anterior y estaba empezando a echarlo de menos, aunque no quería admitir lo unida que se sentía emocionalmente tanto a él como a su familia.

– Venga, no seas tonta -se dijo. Decidió que llamaría a Thorne cuando llegara a casa para hablarle de una amiga de Jenny que estaba interesada en el trabajo de niñera y también, por qué no, para volver a hablar con él. Después de todo, en esos días de la liberación de la mujer, ¿por qué no podía llamarlo en lugar de quedarse esperando sentada junto al teléfono o preguntándose qué estaría haciendo?

Al llegar a casa encontró a las niñas ya con los pijamas puestos y listas para irse a dormir.

– Siento llegar tarde -dijo disculpándose ante Jenny después de darle un abrazo a las niñas y de escucharlas mientras le contaban lo que habían hecho durante el día. Hablaron de un muñeco de nieve en el patio trasero y Mindy se quejó de que Molly le había lanzado una bola de nieve.

– ¡No lo he hecho! -gritó Molly, pero la culpabilidad se reflejó en su pequeña cara y, después de confesar finalmente sin el más mínimo arrepentimiento, acusó a su hermana de chivata.

– Han sido muy buenas -admitió Jenny antes de abrazar a las niñas y marcharse. Junto a las gemelas, subidas en el sillón y con la nariz pegada contra el cristal de la ventana, Nicole vio a Jenny alejarse en su destartalada ranchera bajo la tormenta mientras las luces traseras despedían un rojo brillante contra una ducha de copos de nieve.

Casi dos horas más tarde, una vez que las niñas ya estaban dormidas, marcó el número del Flying M. La llamada fue atendida por una mujer con acento hispano.

– Rancho McCafferty.

– Soy Nicole Stevenson. Estoy buscando a…

– La doctora. ¡Dios mío! ¿Le ha ocurrido algo a la señorita Randi?

– No, sólo quería hablar con Thorne.

– Pero Randi… ¿sigue igual?

– Sí, por lo que sé.

Se oyó un fuerte suspiro al otro lado de la línea.

– Thorne no está aquí, pero puede hablar con Slade si quiere.

La decepción le perforó el alma.

– No, no pasa nada. ¿Puede decirle que me llame cuando regrese?

– No volverá en un tiempo -dijo la mujer que, tras poner la mano sobre el altavoz, habló con otra persona. En unos segundos, oyó la voz de Slade.

– ¿Nicole?

– Sí.

Se produjo un momento de duda.

– Vaya, pensaba que lo sabías. Thorne está en Denver y creemos que no volverá hasta dentro de unos días. No estamos seguros, pero allí la tormenta ha golpeado fuerte y parece que no podrá volver cuando tenía previsto -de fondo oyó al bebé-. ¿Quieres que le dé algún mensaje?

– No -respondió abatida-. Creía que estaba buscando una niñera y tengo el número de una mujer que podría ser una buena opción.

El bebé estaba llorando con todas sus fuerzas.

– Genial. Aún no hemos encontrado a nadie. ¿Por qué no me das la información?

– Claro. El nombre de la mujer es Christina Foster -le dio el número de teléfono y estaba a punto de colgar cuando recordó algo que quería haberle dicho a Thorne, pero para lo que no había tenido la oportunidad-. Por cierto, Slade, la otra noche estaba leyendo un artículo en una revista que trataba sobre padres solteros y estaba firmado por una tal R.J. McKay. Sé que puede parecer una locura, pero el estilo era idéntico al que utiliza vuestra hermana.

– ¿Sí? -Slade era todo oídos-. ¿Aún lo tienes?

– Sí.

– Me gustaría verlo.

– Claro, pero como te he dicho, no estoy segura de que lo haya escrito Randi.

– De todos modos.

– Te haré una copia y te la enviaré.

– Gracias.

Colgó y sintió una tristeza amenazando con apoderarse de ella. Con que Thorne estaba en Denver… Bueno, ¿y qué?

«¿Por qué no mencionó que se marchaba? ¿Por qué no ha llamado?».

– ¿Para! -se dijo. Ella no sería una de esas mujeres que se quedan sentadas sufriendo por un hombre. No, de ningún modo. Sin embargo, al correr las cortinas y ver la noche nevada, no pudo evitar desear que Thorne estuviera allí con ella, rodeándola con sus brazos y haciéndole el amor como si no fuera a detenerse jamás.


Con una taza de café en la mano, Thorne se asomó a contemplar la gris mañana. La nieve seguía cayendo y no tenía pinta de parar y además el aeropuerto era un caos. En otro momento de su vida, se habría mantenido ocupado, habría ido a la oficina, se habría volcado en el trabajo, habría seguido con su vida a pesar del desastre natural que parecía empeñado en causarle problemas. Quería volver a Grand Hope, a Montana, al rancho, junto a Randi, al pequeño J.R. y especialmente Nicole. Grand Hope era su hogar. Allí era donde tenía que estar, con sus hermanos. Con su sobrino. Con la mujer que amaba.

Dio un sorbo de café y se rió de sí mismo. Thorne McCafferty, el que una vez había sido un soltero empedernido, ahora contemplaba no sólo vivir con una mujer durante el resto de su vida, sino casarse con ella.

Matt y Slade se burlarían de él sin piedad cuando se enteraran. Pero no le importaba.

Le dolía la cabeza por el jaleo de la fiesta de la noche anterior. Kent Williams había estado muy atento y le había presentado unas ideas: un bloque de pisos en Aspen, casas unifamiliares en el campo en un complejo a las afueras de Denver, y un complejo de apartamentos en Boulder. Estaba seguro de que llegarían a un acuerdo. Y mientras hablaba con otros empresarios y con periodistas que estaban cubriendo el evento, Annette había estado rondando a su alrededor, tocándolo, sonriéndole y luciendo su esbelto cuerpo en un vestido de seda corto. Incluso le había tomado del brazo mientras un periodista de una revista de sociedad hablaba con él y les habían sacado una foto.

Thorne no se había mostrado interesado en sus acercamientos, pero había intentado mostrarse sonriente ante su comportamiento. Sólo cuando se estaba marchando y ella le sugirió que la invitara a su casa a tomar una copa, la llevó hasta una alcoba privada y le dijo que lo suyo había acabado. Ante su gesto de disgusto, había tenido que decirle que tenía una relación con otra mujer. Ella no lo había creído y lo había rodeado por el cuello e intentado besarlo. Y sólo entonces, cuando él no respondió, fue cuando se dio cuenta de que lo decía en serio.

– Espero que sepa lo que tiene en ti -le había dicho fríamente-. Ninguna mujer con corazón quiere un hombre casado con su trabajo.

Él no había respondido, pero en silencio había pensado que Nicole ni siquiera sabía que la amaba y que probablemente lo rechazaría cuando le pidiera matrimonio. Sonrió por primera vez en veinticuatro horas. El recuerdo de cómo habían hecho el amor había permanecido en su mente, aunque eso no era todo. Había sido una experiencia salvaje y apasionada, pero el sexo no era lo más importante. No, él amaba a Nicole, la doctora preocupada; Nicole, la madre bondadosa; Nicole, la mujer que lo ponía en su sitio y que bromeaba con él; Nicole, la mujer sexy que quería tener en su cama para siempre.

Y allí estaba, atrapado en Denver. Genial. Bueno, pues ya que estaba podía aprovechar el tiempo. Decidió ir a la oficina, hacer todo el trabajo que pudiera mientras estaba allí y después, en cuanto el tiempo mejorara, volvería a las laderas pobladas de pinos de Montana adonde pertenecía.

Se duchó, se puso un traje en el que se sentía extrañamente incómodo y después caminó unas cuantas calles cubiertas de nieve hasta la oficina. Pasó la hora siguiente con Eloise, su secretaria, que lo puso al día con sus proyectos.

– Bueno -le dijo sentada enfrente de él mientras marcaba otro punto de su lista-, esto está funcionando mejor de lo que esperaba.

– ¿El qué?

– El que estés en el rancho en Montana. Tengo que admitir que cuando me lo planteaste, me pareció una locura.

– El arte de las telecomunicaciones.

– Supongo.

– O a lo mejor es que te gusta estar al mando cuando yo estoy ausente.

– Oh, sí, claro, es eso -los ojos le brillaron-. Bueno, ¿algo más?

– Sí, ¿eres tan amable de llamar a una floristería?

– ¿Quieres que mande flores en tu nombre?

Thorne se recostó en su silla.

– No, en esta ocasión las entregaré personalmente.

– Vaya, ¿alguien especial?

– Muchísimo -notó la expresión de sorpresa de su secretaría-. Es muy especial para mí.

– Lo haré -salió de su despacho, lo llamó unos minutos después y le dijo que tenía al florista por la línea dos. Thorne le dijo al hombre lo que quería y cuando terminó, esbozó una amplia sonrisa. Eso dejaría impresionada a Nicole.

El interfono sonó insistentemente y cuando lo atendió, Eloise le dijo que un hombre llamado Kurt Striker estaba a la espera.

– Pásamelo -se oyó un pitido-. ¿Striker?

– Sí. Escucha, me dijiste que te avisara si descubría algo sobre el accidente de tu hermana.

Todos los músculos de su espalda se contrajeron.

– Lo recuerdo.

– Bueno, pues he estado husmeando por ahí.

– ¿Y?

– Me temo que en el accidente hubo otro vehículo implicado, un Ford rojo. O la echó de la carretera a propósito o le dio en el guardabarros, le hizo perder el control y el conductor se asustó tanto que no se preocupó en parar. Lo mínimo que podría ser sería un accidente con fuga y lo peor, un intento de homicidio.

A Thorne le dio un vuelco el corazón y un ojo comenzó a temblarle.

– ¿Estás seguro?

– Sí -dijo Striker con una voz tan fuerte como el acero-. Apostaría mi vida por ello sin ningún problema.

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