Cuatro

– No quiero bailar -insistió Molly mientras Nicole llevaba a las dos niñas hacia el todoterreno. La lluvia había cesado durante la noche y el sol asomaba por unas nubes altas y finas.

– ¿Por qué no?

– No me gusta -Molly subió al coche y empezó a abrocharse el cinturón mientras que Mindy esperó a que su madre abrochara el suyo.

– El año que viene podrás jugar al fútbol y tenemos clases de natación en primavera. Hasta entonces, creo que tendrás que bailar. Ya he pagado las clases y no te van a venir mal.

– Me gusta bailar -dijo Mindy mirando a su hermana-. Me gusta la señorita Palmer.

– Pues yo odio a la señorita Palmer -Molly cruzó sus regordetes brazos sobre el pecho y miró con gesto enfadado hacia los asientos delanteros mientras Nicole se sentaba frente al volante.

– Odiar no esta bien -Mindy alzó las cejas imperiosamente y miró a su madre. Era el ángel asegurándose de que Nicole sabía que Molly estaba siendo la personificación de un pequeño demonio.

– «Odiar» es una palabra muy fuerte -dijo Nicole y arrancó el todoterreno a la primera-. ¡Muy bien! -añadió, y Mindy creyó que su madre estaba elogiándola. Unos rizos oscuros rebotaron alrededor de su cabeza mientras le lanzaba a su hermana una mirada con la que quería decirle «soy más buena que tú».

– jMami, está mirándome!

– No pasa nada.

– Quiero helado -insistió Molly.

– En cuanto termine la clase de baile.

– Odio bailar.

– Lo sé, lo sé, ya hemos hablado de eso -dijo Nicole encendiendo la calefacción. Hiciera o no sol, el aire seguía siendo frío.

Condujo sobre un pequeño puente y pasó por delante de un centro comercial de camino a la zona más antigua de la ciudad, donde una vieja escuela había sido convertida en una academia de baile. Aparcó, metió a las niñas y en lugar de quedarse a verlas practicar, fue hasta la estación de servicio donde el mecánico, tras mirar bajo el capó del todoterreno, alzó su mugriento sombrero y se rascó la cabeza.

– Me tiene descolocado -admitió moviendo un palillo de un lado a otro de su boca-. Parece que funciona bien. ¿Por qué no lo trae la semana que viene y lo deja aquí? ¿Podría? Lo miraremos bien.

Nicole concertó una cita, cruzó los dedos mentalmente, recogió a las niñas y paró en el supermercado y en la heladería antes de llegar a la casa.

– ¿Por qué papá no vive con nosotras? -preguntó Mindy.

Nicole aparcó y se metió las llaves en el bolsillo.

– Porque mamá y papá están divorciados, eso ya lo sabéis. Vamos, salid del coche.

– Y papá vive lejos -dijo Molly con gotas de helado de fresa por la barbilla.

– No viene a vernos. El papá de Bobbi Martin la visita.

– ¿Os gustaría que vuestro padre viniera a visitaros? -Nicole había abierto la puerta trasera y estaba desabrochando a Mindy el cinturón de seguridad.

– Sí.

– No -Molly sacudió la cabeza-. No le gustamos.

– Oh, Molly -Nicole estuvo a punto de discutir ese comentario, pero no vio razón para defender a Paul. No había mostrado interés en las gemelas desde que se habían divorciado. Enviar los cheques de la pensión debía de parecerle suficiente para cumplir con sus obligaciones de padre-. No conocéis a vuestro padre.

– ¿Va a venir a vernos? -preguntó Mindy con los ojos brillantes y sin hacer caso a su helado. La bola de crema y galletas estaba derritiéndose entre sus dedos.

– No lo sé. No tiene planeado hacerlo, no todavía. Pero si queréis, puedo llamarlo.

– ¡Llámalo! -Mindy lamió la parte de arriba del helado.

– No va a venir -Molly no parecía disgustada por ello, simplemente decía una verdad-. Te lo doy -dijo, le entregó el helado a su madre y bajó del coche. Caminó sobre el césped mojado hasta el columpio.

– ¿No puedes hacerlo tú sola? -preguntó Nicole al levantar la barra de seguridad de la silla de Mindy.

– Tú -la pequeña sonrió con picardía y luego, sin soltar el helado, salió del coche.

«Estás malcriándola», pensó Nicole mientras llevaba las bolsas de la compra a la casa. «Estás malcriándolas a las dos al intentar ser madre y padre a la vez. Sientes lástima por ellas porque, al igual que te pasó a ti, están creciendo sin su padre».

¿Era culpa suya? Tuvo muchos motivos para marcharse de San Francisco, para querer empezar de nuevo, pero tal vez al hacerlo estaba robándoles a sus hijas una parte vital de sus vidas, la oportunidad de conocer a su padre.

Aunque tampoco podía decirse que él hubiera mostrado ningún interés por ellas cuando aún vivían juntos. Nunca había visto a las niñas más de un par de horas seguidas y su nueva mujer había dejado bien claro que veía a las gemelas como un «equipaje» que ni quería ni necesitaba.

Así que Nicole no iba a torturarse con ello. Las gemelas estaban bien. Bien.

Parches, que había estado lavándose la cara sobre la repisa de la ventana, saltó al suelo.

– Travieso -susurró Nicole. Añadió un poco más de comida a su plato, sacó la compra de las bolsas y miró a las niñas por la venta de atrás. Estaban jugando en el balancín, riéndose bajo el fresco aire y unas nubes que volvían a juntarse. Pulsó el botón del contestador automático.

La primera voz que oyó fue la de Thorne McCafferty:

«Hola, soy Thorne. Llámame».

Dejó su número de teléfono y, al oírlo, el estómago le dio un vuelco. Por qué le provocaba esas sensaciones después de tantos años era algo que no entendía. Sabía que había sido su primer amor, pero habían pasados años y años desde entonces. De modo que, ¿por qué seguía afectándola tanto? Miró hacia la repisa de la ventana donde había colocado el jarrón con la rosa blanca: una forma de hacer las paces, nada más.

Deseaba poder entender por qué no podía sacarse a Thorne de la cabeza. Ella no era una mujer solitaria, no era una mujer necesitada. No quería un hombre en su vida, al menos, no todavía. Así que, ¿por qué cada vez que oía su voz, esos viejos recuerdos que había escondido en un rincón escapaban y corrían por su mente causando estragos?

– Porque eres idiota -dijo y terminó de descargar el coche.

Recordó el momento en que lo vio por primera vez, el verano antes de su último año de instituto. Él estaba allí solo, estaba anocheciendo, el cielo brillaba con tonos rosados sobre las colinas del oeste y las primeras estrellas comenzaban a brillar en la noche. El calor del día pendía del aire con sólo una brisa que levantaba su cabello y rozaba sus mejillas. Estaba sentada en una manta, sola, su mejor amiga la había dejado tirada en el último momento para irse con su novio y de pronto había aparecido Thorne, alto, fornido, con una camiseta que le marcaba los hombros y unos vaqueros de cadera baja desteñidos.

– ¿Está reservado este sitio? -le había preguntado y ella no había respondido porque pensaba que estaba hablando con otra persona-. Perdona -había vuelto a decir y Nicole había alzado la cara para mirar a esos intensos ojos grises que la atraparon y no la dejaron marchar-. ¿Puedo sentarme aquí?

Nicole no podía creer lo que había oído. Había docenas de mantas tiradas por la hierba de la colina, cientos de personas reunidas y tomando un picnic mientras esperaban a que empezara el show, ¿y él quería sentarse precisamente allí? ¿A su lado?

– Bueno… claro -había logrado responder a pesar de sentirse como una completa estúpida y la cara ardiéndole de la vergüenza.

Él se había sentado a su lado sobre la manta, con los brazos sobre sus rodillas dobladas, la espalda curvada y el cuerpo tan cerca del de ella que Nicole podía oler el aroma a colonia o a jabón, ya que apenas los separaban escasos centímetros. De pronto le fue imposible respirar.

– Gracias -había dicho él en voz baja, con una blanca sonrisa que destacaba sobre una barbilla marcada y ensombrecida por el rastro de una barba-. Soy Thorne McCafferty.

Por supuesto, Nicole había reconocido el nombre. Había oído los rumores y los cotilleos que giraban en torno a su familia. Incluso había visto a sus hermanos pequeños en una ocasión o dos, pero nunca había tenido delante al hermano mayor. Nunca en la vida había sentido su corazón golpear de ese modo tan salvaje por el hecho de que un hombre, porque eso era él, la estuviera mirando de ese modo con unos ojos del color del acero.

Cinco o seis años mayor, parecía estar a años luz de ella en lo que respectaba a la sofisticación. Había estado en la universidad en alguna parte de la Costa Este, en una de las más prestigiosas, aunque no podía recordar cuál.

– Supongo que tendrás un nombre -él torció los labios en una sonrisa y ella se sintió más tonta todavía.

– Ah, claro… soy Nicole Sanders -comenzó a alargar la mano hacia él, pero la dejó caer.

– ¿Y así te llaman? ¿Nicole?

– Sí -tragó saliva y desvió la mirada. Tras aclararse la voz, añadió-: A veces me llaman Nikki -se sentía como una niña pequeña con su cola de caballo, sus vaqueros recortados y una camisa sin mangas atada por encima del ombligo.

– Nikki. Me gusta -arrancó una larga brizna de hierba seca, se la metió en la boca y Nicole lo observó mientras la movía de un lado a otro de su sexy boca. Sí, él era sexy. Más masculino que cualquier chico que hubiera conocido nunca-. ¿Vives por aquí?

– Sí, en la ciudad. En Aider Street.

– Lo recordaré -le prometió, y el tonto corazón de Nicole despegó-. Aider.

¡Dios! Nicole creyó que se moría. Allí mismo. Él le guiñó un ojo, se estiró y se echó hacia atrás apoyándose en los codos. Y así, la observó a ella y al cielo, que ya empezaba a oscurecerse.

A la vez que los fuegos artificiales habían estallado en el cielo formando brillantes destellos verdes, amarillos y azules, Nicole Francés Sanders había pasado la noche viviendo un delicioso tormento adolescente y, sin pensar en las consecuencias, había comenzado a enamorarse.

Parecía que hubieran pasado miles de años desde ese momento mágico. Pero, le gustara o no, incluso ahora, de pie en su pequeña y acogedora cocina, sintió la emoción que siempre había experimentado estando al lado de Thorne.

– No vayas por ahí -se advirtió, con las manos aferradas tan fuertemente al borde de la encimera que le dolieron los dedos-. Eso pasó hace mucho, mucho tiempo -un tiempo que, sin duda, Thorne ya no recordaba.

Esperó hasta dar de cenar a las niñas, bañarlas y contarles un cuento antes de marcar el número del rancho, a pesar de darle pánico hablar con él.

Thorne respondió al segundo tono.

– Rancho Flying M. Habla con Thorne McCafferty.

– Hola, soy Nicole. ¿Me has llamado? -preguntó mientras las niñas correteaban por la casa.

– Sí, pensé que deberíamos vernos.

Casi se le cayó el teléfono de las manos.

– ¿Vernos? ¿Para?

– Para cenar.

«¿Una cita?». ¿Estaba pidiéndole que saliera con él? El corazón comenzó a palpitarle con fuerza y por el rabillo del ojo vio la rosa con sus suaves pétalos blancos que empezando a abrirse.

– ¿Por algún motivo en especial?

– Por más de uno, a decir verdad. Quiero hablar contigo sobre Randi y el bebé. Sobre sus tratamientos, lo que ocurriría si no podemos encontrar al padre del niño, los cuidados y la rehabilitación para Randi cuando salga del hospital. Esa clase de cosas.

– Ah -se sintió extrañamente decepcionada-. Claro, aunque sus médicos hablarán de todo esto con vosotros.

– Pero ellos no son tú -el suave tono de voz de Thorne, casi un susurro, volvió a elevar el pulso de Nicole.

– Son profesionales.

– Pero no los conozco. No confío en ellos.

– ¿Y en mí sí confías? -preguntó sin poder evitarlo.

– Sí.

Las gemelas entraron en la habitación con gran estruendo.

– Mami, mami, ¡me ha pegado! -Molly gritó, furiosa, mientras Mindy sacudía la cabeza con aire de solemnidad.

– No he sido yo.

– Claro que sí.

– Tú me has pegado primero -Molly comenzó a llorar.

– Thorne, ¿puedes perdonarme? Mis hijas están en medio de su pequeña guerra.

– Ah, no sabía… -se detuvo durante un segundo y mientras ella se arrodilló, estirando el cable del teléfono, y le dio un abrazo a Molly-. No sabía que tuvieras hijos.

– Dos niñas, no paran. Estoy divorciada -añadió rápidamente-. Ya hace casi dos años.

¿Había oído un suspiro de alivio por parte de Thorne o se lo había imaginado entre los sollozos de Molly?

– Hablamos luego -le dijo él.

– Sí -respondió ella y colgó. Abrazó a las dos niñas, pero sus pensamientos ya estaban centrándose en Thorne y en ellos dos a solas. No podía hacerlo. Aunque él había intentado disculparse por haberla dejado y ella había pasado años fantaseando con que ese momento se produjera, no se arriesgaría a estar con él otra vez. Ya no era sólo su corazón por el que tenía que preocuparse, también tenía que pensar en las niñas.

Aun así… a una parte de ella le encantaría volver a verlo, sonreírle, besarlo… Se detuvo. ¿Pero en qué estaba pensando? El beso en el aparcamiento había sido apasionado, salvaje y le había evocado recuerdos de hacía tiempo, pero fue el beso en la mejilla el que le había llegado más hondo; esa suave caricia de los labios de Thorne sobre su piel le había hecho querer más.

– Para -se dijo.

– ¿Que pare qué? -Mindy miró a su madre con los ojos llenos de lágrimas-. ¿Yo no lo he hecho!

– Lo sé, cielo, lo sé -respondió Nicole, decidida a no permitir que Thorne McCafferty entrara en su vida… en su corazón.


Thorne entró en el granero y se sacó a Nicole de la mente. Tenía demasiados problemas de los que ocuparse. Además de Randi y del bebé, había unas respuestas que encontrar sobre el accidente y, por supuesto, estaban las siempre presentes responsabilidades que había dejado en Denver y que a pesar de encontrarse a cientos de kilómetros, seguían requiriendo su atención.

Los olores del heno fresco, de la piel de los animales cubierta de polvo y del cuero le evocaron recuerdos de su juventud, recuerdos que había alejado hacía mucho tiempo. Cuando las primeras gotas de lluvia comenzaron a golpear el tejado de cinc, Slade estaba bajando fardos de paja del piso de arriba. Matt los llevó a los comederos tirando de la cuerda y después, con destreza, cortó la cuerda con su navaja. Thorne agarró una horca y, como había hecho todos los días de invierno en su juventud, comenzó a echar heno en el comedero.

El ganado que había dentro se acercaba hacia las pilas de comida. Rojos, pardos, negros y grises, sus pelajes, que se volvían espesos según se acercaba el invierno, estaban cubiertos de polvo y salpicados de barro.

Después de un día al teléfono, a Thorne le apetecía el trabajo físico porque liberaba tensión de sus músculos, que habían estado apretujados en la silla del escritorio de su padre. Había llamado a Nicole, a su oficina en Denver, a varios clientes y posibles socios, y también a comerciantes de la zona, ya que necesitaba material para montar una oficina temporal en el rancho. Pero eso había sido sólo el comienzo; el resto del día lo había pasado en el hospital, hablando con médicos y buscando pistas que le dijeran qué le había pasado a su hermana.

La mayor parte del tiempo, no había logrado nada.

– ¿Así que nadie ha podido averiguar por qué Randi había vuelto a Montana? -dijo echando heno en la cuadra. Una vaquilla con la cara blanca hundió su ancha nariz en el heno.

– He estado haciendo unas llamadas esta tarde mientras estabas en el hospital -los tres hermanos habían visitado Randi de uno en uno y habían ido a ver cómo se encontraba su sobrino. Thorne había tenido la esperanza de encontrarse con Nicole, pero eso no había sucedido.

– ¿Qué has descubierto?

– Nada -otro fardo cayó desde arriba. Slade también bajó y aterrizó junto a Thorne, estremeciéndose al hacerse daño en su pierna mala. Su cojera seguía notándose tanto como la línea roja que corría desde su sien hasta la barbilla, todo ello consecuencia de un accidente de esquí que a punto había estado de costarle la vida. Sin embargo, las cicatrices de su cara eran mucho menos dolorosas que las que le atravesaban el alma, o eso pensaba Thorne-. He hablado con varías personas del Seattle Clarion, donde escribía su columna, aunque no sé de qué demonios trataba -Slade agarró una horqueta que estaba apoyada contra la pared.

– De consejos para los perdidamente enamorados -respondió Thorne. Gotas de una lluvia glacial caían por las pequeñas ventanas y un viento, que anunciaba a gritos el invierno, cruzaba el valle.

– Es mucho más que eso -dijo Matt a la defensiva-. Da consejos a gente soltera, los informa sobre temas legales, acuerdos de divorcio, cómo criar solo a los hijos, cómo afrontar el dolor y las nuevas relaciones, cómo compaginar el trabajo y los niños, cómo administrarse el sueldo… ¡va! ¡Yo qué sé!

– Pues parece que sí lo sabes -respondió Thorne, dándose cuenta de que Matt había mantenido con su hermanastra una relación mucho más estrecha que él… aunque eso tampoco era muy difícil.

– Compro un periódico que publica su columna. Lo hacen varios periódicos, hasta en Chicago.

– ¿En serio? -Thorne sintió una punzada de culpabilidad. ¿Qué sabía sobre su hermana? No mucho.-Sí, le pone su toque personal, ese humor tan estrafalario que tiene, y vende mucho.

– ¿Desde cuándo es una experta en eso? -quería saber Slade.

– No lo entiendo -Matt se rascó su escasa barba-. Podría haber usado un poco de esa sensatez con la que aconseja a los demás.

Thorne le dio una patada a un fardo de heno y lo deshizo. ¿Por qué Randi no había acudido a él y le había contado lo del bebé? ¿Por qué no había confiado en él si la vida no le iba bien? Se mordió los labios y se recordó que tal vez ese bebé era buscado y deseado.

– Vale, ¿y qué más has encontrado? -preguntó, negándose a sentirse culpable. Slade alzó un hombro.

– No mucho. Sus compañeros, por supuesto, sabían que estaba embarazada. No pudo ocultarlo, pero ninguno admitió conocer el nombre del padre.

– ¿Crees que están mintiendo? -preguntó Thorne.

– No creo.

– Genial.

– Nadie cree que estuviera saliendo en serio con alguien.

– Pues a mí me parece lo bastante serio -farfulló Matt.

Slade alargó la mano hacia la cuadra y apartó la cara de una vaca para que un animal más pequeño pudiera meter el hocico en el heno.

– Apártate -le ordenó, aunque el animal no hizo mucho más que sacudir las orejas. Después de limpiarse la mano en el pantalón desteñido, dijo-: El editor de Randi, Bill Withers, ha dicho que había planeado tomarse un permiso de maternidad de tres meses. Pero él había dado por sentado que ella se quedaría en la ciudad porque Randi le dijo que en cuanto se recuperara, iba a ponerse a trabajar desde casa. Ya tenía muchas columnas escritas y con ellas tendrían para publicar durante semanas. Después, volvería a escribir, aunque no tenía planeado regresar a la oficina hasta después de un año.

– ¿Así que no tenía problemas en el trabajo?

– Nadie ha dicho nada de eso, pero tengo la sensación de que hay algo más de lo que están dispuestos a contar.

– Típico. Los periodistas siempre están dispuestos a fisgonear en los asuntos de los demás, ya han estado llamando aquí, pero pregúntales qué saben y de pronto la Primera Enmienda se convierte en la Biblia -Matt resopló y recogió del suelo los cordeles que habían usado para atar los fardos de heno-.¿Alguien de su oficina sabe algo sobre el accidente?

– No -Slade se quitó el polvo de las manos-. Se han quedado impactados. Sobre todo los que tenían una relación más cercana con ella. Sarah Peeples, que escribe críticas de cine, casi se desmaya, no podía creer que Randi estuviera en el hospital, y Dave Delacroix, un tipo que escribe una columna de deportes, ha pensado que les estaba gastando una broma. Pero cuando ha visto que iba en serio, se ha puesto furioso y ha exigido respuestas. Así que, básicamente, no he encontrado nada.

– Es un comienzo -dijo Thorne cuando sus hermanos terminaron. Su mente había estado dándole vueltas desde el momento en que se había enterado del accidente de Randi, y ahora había que entrar en acción.

Slade metió las últimas briznas de heno en el pesebre.

– Ahora mismo estoy con vosotros -dijo cuando cambió la horqueta por una escoba-. Preparadme una copa.

– Vale -Thorne salió detrás de Matt y co-rrieron bajo la lluvia, lo suficientemente fría como para indicar que el invierno estaba en el aire.

De nuevo en la casa, Matt encendió fuego de las ascuas de la noche anterior y Thorne sirvió una copa para cada uno. Mientras esperaban a Slade, le dieron unos sorbos al whisky escocés de su padre, le pusieron voz a sus preocupaciones, que giraban en tomo a su testaruda hermana, y se preguntaron cómo iban a ocuparse de un recién nacido.

– El problema es que ninguno sabemos mucho de la vida de Randi -dijo Thorne al ponerle el tapón a la botella.

– Creo que eso es lo que ella quería. Podemos torturarnos por no haber formado parte de la vida de Randi, pero ha sido su elección, ¿recuerdas?

¿Cómo podía olvidarlo? En el funeral de su padre en mayo, había sido imposible consolar a Randi, que había rechazado las muestras de emoción de sus hermanos y había preferido quedarse apartada del resto de la familia, ataviada con un vestido de seda negro, mientras un joven reverendo, que apenas sabía nada del hombre del ataúd, rezaba con solemnidad. La gran parte de los habitantes de Grand Hope acudieron al funeral para mostrar sus respetos.

En aquel momento Randi debía de estar embarazada de cuatro meses. Thorne nunca se lo habría imaginado mientras le daban el último adiós a su padre en la colina, pero lo cierto era que había estado perdido en sus propios pensamientos y con el anillo que su padre le había dado el verano anterior metido en el fondo de su bolsillo.

John Randall no había sido practicante y, dadas las circunstancias, el joven reverendo, cuya elegía había redactado de notas que había tomado el día antes, había hecho un trabajo aceptable con el que pedía que el alma de ese corazón negro fuera aceptada en el cielo. Sin embargo, Thorne no estaba seguro de que Dios hubiera hecho esa enorme excepción.

– Randi ha sido muy reservada con su vida privada.

– ¿No hemos hecho todos lo mismo? -señaló Matt.

– A lo mejor ya es hora de que eso cambie -Thorne pasó una mano por la fina capa de polvo que se había acumulado sobre la repisa de la chimenea.

– Estoy de acuerdo -Matt alzó su vaso y asintió con la cabeza.

La puerta se abrió de golpe. Una ráfaga de aire frío recorrió el pasillo y Slade, secándose la lluvia de la cara, entró en el salón. Se quitó la chaqueta y la tiró sobre el sofá.

– ¿Algo nuevo sobre Randi? -tras pisar la alfombra trenzada, sacó un vaso del armario y él mismo se sirvió una copa de la botella de whisky que con tanta rapidez estaba disminuyendo.-Aún no, pero comprobaré el contestador -Matt cruzó la sala y desapareció por el pasillo de camino al estudio.

– Más le vale salir de ésta -dijo Slade, como si hablara para sí mismo. El más pequeño de los tres era también el más alocado. Si los rumores eran ciertos, había dejado tras de sí una estela de corazones rotos desde México a Canadá, y nunca había sentado cabeza. Mientras que Matt tenía su propio rancho, una pequeña Finca cerca de la frontera con Idaho, Slade no había echado raíces y probablemente nunca lo haría. Lo había hecho todo, desde carreras de coches a rodeos y trabajos como doble de actores en escenas de alto riesgo. La cicatriz que le recorría un lado de la cara era el testimonio de su duro y temerario estilo de vida y, en ocasiones, Thorne se había preguntado si su hermano pequeño albergaba alguna clase de deseo por morir.

Slade se colocó delante de la chimenea y se calentó la parte trasera de las piernas.

– ¿Qué vamos a hacer con el bebé?

– Nos ocuparemos de él hasta que Randi se recupere.

– Entonces será mejor que arreglemos este lugar -comentó Slade.

– El traumatólogo ha llamado antes -dijo Matt al entrar en el salón-. En cuanto se le baje un poco la hinchazón y Randi deje de estar en estado crítico, se ocupará de su pierna.

– Bien. He llamado a Nicole. Quiero verla para que me hable de los médicos de Randi y de su pronóstico, rehabilitación, esas cosas.

– ¿Nicole? -dijo Matt, estrechando los ojos como si lo hubiera asaltado un repentino recuerdo-. Mencionó que os conocíais, pero había olvidado que habíais tenido una historia.

– Fueron sólo unas semanas -aclaró Thorne.

Slade se frotó la nuca.

– Yo apenas me acuerdo.

– Porque tú estabas centrado en tus carreras de coche y en ir detrás de mujeres -dijo Matt-. No venías mucho por aquí cuando Thorne terminó la universidad. Fue ese verano, ¿no?

– Parte del verano.

Slade sacudió la cabeza.

– Deja que adivine, la dejaste por otro juguetito de piernas largas.

– No hubo otra mujer -dijo bruscamente Thorne, sorprendido de la furia que le recorría por dentro.

– No, tenías que irte de aquí y demostrarle a papá, a Dios y a cualquiera que quisiera escucharte, que podías triunfar sin la ayuda de J. Randall.

– Eso fue hace mucho tiempo -murmuró Thorne-. Ahora mismo tenemos que concentramos en Randi.

– ¿Y por eso has llamado a la doctora Stevenson? -sin duda, a Matt no lo convencía.

– Claro -Thorne se sentó en el brazo del sofá de piel y supo que estaba mintiendo, no sólo a sus hermanos, sino también a sí mismo. No buscaba simplemente hablar sobre el estado de Randi, quería volver a ver a Nicole, estar con ella, conocerla mejor- Escuchad -les dijo a sus hermanos-, algo que tenemos que averiguar, y pronto, es quién es el padre.

– Eso va a estar difícil dado el estado de Randi -Slade apoyó un hombro contra la repisa de la chimenea y se cruzó de brazos-. ¿Cuánto tiempo tienes pensado quedarte por aquí, chico de ciudad?

– Lo que haga falta.

– ¿No tienes cosas de las que ocuparte en Denver y en Laramie y donde sea que tienes negocios?

Thorne resistió el ataque y logró mostrar una sonrisa, una como la que Slade solía dirigirle a todo el mundo.

– Puedo ocuparme de todo desde aquí.

– ¿Cómo?

– Con el gran arte de las telecomunicaciones. Instalaré un fax, una conexión a ínternet, un teléfono y un ordenador en el estudio.

Matt se frotó la barbilla.

– Creía que odiabas estar aquí. Excepto por unas cuantas veces, como ese verano después de que te licenciaras, has evitado el rancho como si fuera la peste. Desde que papá y mamá se separaron, has pasado aquí el menor tiempo posible.

Thorne no podía discutirles eso.

– Randi me necesita… nos necesita.

Matt añadió leña al fuego y encendió una lámpara.

– Vale, creo que necesitamos un plan -dijo Thorne.

– Deja que adivine, tú serás el capitán, como en el instituto -dijo Slade.

Thorne sacó su carácter.

– Trabajemos juntos, ¿vale? No se trata de que mandemos unos sobre los otros, sino de lograr algo.

– Bien -asintió Matt-. Yo me ocuparé del rancho. Ya he hablado con un par de tipos que pueden ayudarnos.

Slade fue hacia el sofá y recogió su chaqueta.

– Bien. Matt debería llevar este lugar, está acostumbrado, y yo ayudaré si hace falta. Thorne, ¿por qué no llamas a Juanita? A lo mejor puede ayudarnos con el bebé. Despues de todo, ya ha tenido experiencia criando a los McCafferty, ayudó a papá con nosotros.

– Buena idea, vamos a necesitar ayuda día y noche -decidió Thorne.

– La tendremos. Creo que la mejor forma que tengo de ayudar es concentrarme en descubrir todo lo que pueda sobre la vida de nuestra hermana, sobre todo en el último año o así. Tengo un amigo que es investigador privado. Por un buen precio, puede ayudarnos -dijo Slade.

– ¿Es bueno? -preguntó Thorne.

La expresión de Slade se ensombreció.

– Si alguien puede descubrir qué está sucediendo, ése es Kurt Striker. Apostaría mi vida por ello.

– ¿Estás seguro?

La mirada de Slade podría haber cortado el acero.

– He dicho que apostaría mi vida por ello. Lo digo en serio. Literal.

– Llámalo -dijo Thorne, convencido por la firmeza de su, por lo general, cínico hermano.

– Ya lo he hecho.

Thorne se sorprendió de que Slade ya hubiera empezado a colaborar.

– Quiero hablar con él.

– Lo harás.

– Yo estaré en contacto con los médicos del hospital -dijo Thorne-. Puedo trabajar desde aquí, así que no tendré que volver a Denver en un tiempo.

Matt le sostuvo la mirada durante un largo segundo y, por primera vez en su vida, Thorne pudo ver que su hermano mediano no aprobaba su estilo de vida. Aunque tampoco era algo que en realidad importara.

– Vamos a superar esto -dijo finalmente Matt, como si de pronto volviera a confiar en Thorne, tal y como había hecho mucho tiempo atrás.

– Lo haremos.

– Siempre que Randi coopere -dijo Slade.

– Es una luchadora -la reacción de Thorne fue rápida y reconoció la ironía en sus palabras. Frases como «es muy fuerte», «lo logrará», «tiene demasiado carácter como para morir» o «es una luchadora» eran tópicos expresados por gente que por lo general dudaba de su significado. Se utilizaban para disipar los temores de uno mismo.

– Voy a hacer una lista de la comida que tenemos -dijo Matt.

– Yo iré a comprobar el surtidor de gas -Slade enganchó la chaqueta con un dedo y los dos hermanos más pequeños fueron hacia la puerta.Thorne los vio por la ventana. Slade se detuvo para encenderse un cigarrillo en el porche mientras Matt corría hasta desaparecer dentro del granero.

De niños habían pasado por muchas cosas juntos, habían dependido los unos de los otros, pero de mayores habían seguido sus propias vidas. Thorne se había convertido en el empresario, había ido a la Facultad de Derecho y luego había pasado una breve temporada en una empresa antes de trabajar por su cuenta. Su padre había tenido razón. Había querido probarse a sí mismo y el éxito de un hombre se medía por el tamaño de su cuenta bancaria.

Por primera vez en su vida, se preguntó si se había equivocado. Pensar en Randi debatiéndose entre la vida y la muerte y en su sobrino, que empezaba una nueva vida, lo hizo detenerse en mitad del pasillo donde había fotos de la familia colgadas por las paredes. Había fotografías de su padre y de su madre, de su madrastra y de los cuatro hijos McCafferty. Thorne, con su uniforme de rugby del instituto y la toga y el birrete de la graduación. Matt montando un potro salvaje en un rodeo, Slade esquiando por una empinada montaña y Randi con su vestido del baile del ultimo curso junto a un chico cuyo nombre desconocía. Tocó esa foto enmarcada y en silencio juró que haría lo que fuera, lo que fuera, para asegurarse de que se recuperaría. Se calentaría una taza de café y llamaría a Nicole. Tal vez podría tener noticias sobre su hermana. Esa era la única razón por la que iba a llamarla, se recordó de camino a la cocina, donde encendió las luces al entrar. Por el rabillo del ojo vio su reflejo en las ventanas. Durante un segundo imaginó a una mujer pequeña con unos grandes ojos dorados y una sonrisa, junto a él. Después se obligó a parar.

¿En qué estaba pensando? Nicole era la doctora que había atendido a Randi, nada mas, pero desde que la había visto en su despacho del hospital, con los pies sobre la mesa, el respaldo de la silla echado hacia atrás y el teléfono apoyado entre la oreja y el hombro, no había sido capaz de sacársela de la cabeza.

Y no había ayudado nada haber estado con ella en el aparcamiento, porque allí no la había visto como a la doctora de Randi, sino como a una mujer bella y brillante. No había podido evitar besarla y desde entonces no había dejado de pensar en ello. Nicole Sanders Stevenson se había convertido en una mujer madura, educada y segura de sí misma, y ahora resultaba más atrayente que cuando tenía diecisiete años. A pesar de su pequeña estatura, poseía un poder de atracción imposible de eludir… y eso suponía un problema demasiado grande para cualquier hombre.

Pero aun así…

El teléfono de la pared sonó. Salió de ese ridículo camino que estaban siguiendo sus pensamientos, agarró el auricular al segundo tono y dijo:

– Rancho Flying M. Habla con Thorne McCafferty.

– ¡Así que estás ahí! -gritó una aguda voz femenina y Thorne vio en su mente la bella cara de Annette. Llevaba saliendo con ella unos meses, pero nunca habían conectado en realidad-. ¿Qué demonios ha pasado? ¡Se suponía que anoche íbamos a vernos con el alcalde! -el tono de Annette lo espabiló. No la había llamado ni se había acordado de ella desde que había salido de su oficina el día antes.

– Ha habido una emergencia familiar.

– ¿Y por eso no has contestado el teléfono? Tienes un móvil y ahora estás hablando por un teléfono… mira, no quiero enfadarme contigo -tomó aire-. Tu secretaria me ha dicho que tu hermanastra ha tenido un accidente y lo siento por ella, de verdad. Espero que esté bien…

– Está en coma.

– ¡Oh, Dios mío! -una larga pausa-. Bueno, eh, entonces lo comprendo. De verdad que sí. Dios, es terrible. Sé que has tenido que volver inmediatamente, Thorne. Es comprensible y me he disculpado por ti ante mi padre y el alcalde, pero creo que podrías haberme llamado.

– Debería haberlo hecho.

– Sí… bueno… -suspiró-. Papá se ha quedado decepcionado.

– ¿Sí? -preguntó Thorne, imaginándose la reacción de Kent Williams. El astuto viejo se habría puesto muy nervioso ya que quería hacer una inversión con Thorne y esperaba poder relacionarse con gente del ayuntamiento-. Gracias por disculparte por mí, no tenías por qué hacerlo. Yo lo habría llamado.

– ¿Y a mí? ¿Me habrías llamado a mí?

– Sí.

– Con el tiempo.

– Eso es -no había necesidad de mentir-. Con el tiempo.

– Oh, Thorne -dejó escapar un gran suspiro y parte del tono malicioso de su voz desapareció-. Te echo de menos.

¿Era verdad? Lo dudaba y, además, la relación que había tenido con ella siempre le había hecho sentirse solo.

– Creo que voy a estar en Montana por un tiempo.

– Oh -hubo vacilación en su voz-. ¿Cuánto tiempo?

– Unas semanas, tal vez meses. Depende de Randi.

– Pero ¿y tu trabajo?

– ¿Qué pasa con mi trabajo?

– Es… es tu vida.

«Era mi vida», quiso decir, pero en lugar de eso, añadió:

– Las cosas han cambiado.

– ¿Sí? -acusaciones mudas recorrieron la línea telefónica.

– Eso me temo.

– ¿Y qué quiere decir eso? -pero lo sabía. Estaba claro-. Ya sabes que hay otros hombres interesados en mí. Los he tenido esperando por ti.

– Lo siento.

Ella esperó y por unos instantes se hizo el silencio.

– Bueno, entonces, ¿se puede saber qué estás diciéndome, Thorne? ¿Que hemos acabado? ¿Así? ¿Porque tu hermana está en el hospital?

– No, Annette -admitió-, no es por Randi. Los dos sabemos que esto no va a llegar a ninguna parte. Eso lo he sabido desde el principio.

– Creía que habías cambiado de opinión.

– Pues no.

– Así que debería empezar a salir con otros hombres.

– No sería mala idea.

– Vale -de nuevo, una pausa gélida-. Me lo pensaré.

– Hazlo.

– Y tú, Thorne -dijo con un renovado carácter-, piensa en lo que estás perdiendo -colgó y él volvió a poner el auricular en su sitio, lentamente, mientras se preguntaba por qué no se sentía mal. Pero lo cierto era que nunca había sentido la pérdida al dejarlo con una mujer, ni siquiera con Nikki, y eso que dejarla a ella había sido la ocasión que más difícil le había resultado. No había confiado en ella con todo su corazón y cuando había llegado el momento de marcharse a la Facultad de Derecho, había abandonado Grand Hope, a su familia y a Nicole Sanders sin mirar atrás en ningún momento. Hasta ahora. Durante el tiempo que estuvo estudiando, cada vez que se acordaba de ella, algo que al principio fue muy a menudo, rápidamente se ponía a pensar en otras cosas. Con el tiempo había dejado de pensar en ella del todo y había vivido bajo el lema de que las mujeres no eran una prioridad en su vida.

Pero ahora, mientras contemplaba por la ventana la oscura y húmeda noche, sintió un cambio dentro de él, una nueva necesidad.

Levantó el teléfono, que volvió a sonar con fuerza.

«Annette», pensó. Debería haber sabido que no iba a rendirse sin pelear primero.

– Hola -dijo.

– ¿Thorne? Soy Nicole -su voz sonó fría y muy profesional.

Al instante supo que el estado de Randi había empeorado. El miedo le encogió el corazón y, por primera vez en su vida, se sintió absolutamente indefenso. ¡Dios!

– Es mi hermana -dijo.

– No. Randi sigue estable, pero acabo de recibir una llamada del hospital porque no podían contactar contigo… la línea estaba ocupada -vaciló y antes de lograr pronunciar las palabras, Thorne experimentó una angustia como nunca antes había sentido. Se dejó caer contra la pared mientras ella añadía-: Es el bebé.

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