– ¿Maldita sea! -Thorne colgó el teléfono y miró por la ventana el frío día donde la evidencia de la tormenta de la noche anterior aún brillaba sobre la hierba y colgaba de los aleros en relucientes carámbanos. Sintió un palpitante dolor de cabeza. Se había pasado toda la mañana al teléfono y engullendo tazas de café tan amargo como el corazón de una solterona.
Había dormido en su vieja habitación, la que lindaba con el dormitorio de sus padres, y del mismo modo sus hermanos habían elegido las habitaciones en las que habían crecido. Pero cuando había despertado esa mañana, se había encontrado solo en la casa.
Durante las horas que habían transcurrido había llamado al hospital, esperando que Randi y el bebé hubieran mejorado. Pero nada había cambiado. Su hermana seguía en coma y el bebé, aunque se encontraba estable, aún corría peligro. Había conectado su portátil a la anticuada línea telefónica y buscó todo lo que pudo sobre la enfermedad del niño. Por lo que pudo encontrar, todo lo que podía hacerse para atacar la meningitis ya se estaba haciendo en St. James. También había llamado a la oficina, había hablado con Eloise y le había dicho que esperaba que al final del día ya tuviera instalada una oficina en el estudio de su padre. Se preguntó qué habría hecho John Randall en una situación así y, al pensar en su padre, sacó del bolsillo el regalo que le había hecho. El anillo resplandeció con la luz del sol y Thorne cerró la mano alrededor de la alianza de plata y oro.
«Quiero que te cases. Dame nietos». La petición de John Randall pareció rebotar en las paredes de esa habitación panelada en madera de pino que aún olía ligeramente a los puros del viejo McCafferty, y la imagen de Nicole se presentó en su mente, la única mujer a la que había visto como madre de sus hijos. Ese pensamiento le había asustado hacía casi veinte años y aún seguía haciéndolo porque nada había cambiado. Sí, había habido muchas mujeres desde que había salido con ella, de ningún modo había sido célibe, pero ninguna de ellas había estado cerca de tocarle el corazón.
Hasta que había vuelto a ver a Nicole.
No era que quisiera una esposa o una madre para sus hijos o…
¿En qué estaba pensando? ¿Mujer? ¿Hijos? Ese no era él. Ya no. Y tal vez la razón por la que estaba pensando así era probablemente por lo que su padre le pidió antes de morir, por el anillo de boda que le había regalado y por el hecho de que él tampoco viviría para siempre. La situación de Randi era prueba de ello.
¡Oh, por Dios! Ya bastaba de esos pensamientos morbosos. Miró a su alrededor y se preguntó cuántos contratos se habrían cerrado allí mismo en el pasado. Cuántas decisiones familiares o de negocios tomadas mientras John Randall le había dado caladas a un puro, apoyando sus botas sobre el escritorio de arce arañado y recostado en un sillón de piel que se había suavizado por tantos años de uso.
Esa maldita alianza había sido el anillo de boda de su padre, un regalo de Larissa, la madre de Thorne, en el día de su boda. John Randall lo había llevado orgulloso hasta que Larissa había descubierto su relación con Penélope, la joven con la que su mujeriego marido se había estado viendo. La mujer que había roto un matrimonio que ya había empezado a irse a pique. La mujer que al cabo del tiempo le había dado a John Randall su única hija.Y ahora la madre de Thorne también estaba muerta, un infarto se la había llevado hacía dos años.
Se metió el anillo en el bolsillo y descolgó el teléfono otra vez. Marcó el número de Nicole y colgó cuando saltó su contestador automático. Tamborileando con los dedos sobre el escritorio, se preguntó si habría logrado que le remolcaran el coche, si habría encontrado otro medio de transporte y cómo estaría saliendo adelante siendo la madre soltera de dos gemelas de cuatro años. «No es asunto tuyo», se recordó, aunque sí que le importaba. Se preguntó también por el hombre que había sido su marido y después se obligó a concentrarse en los problemas que tenía entre manos porque, sin duda, ya tenía suficientes. Nicole era una profesional, una madre y una mujer sensata. Estaría bien. Tenía que estarlo.
Oyó el ruido de la puerta principal al abrirse y las fuertes pisadas de unas botas.
– ¿Hay alguien aquí? -oyó gritar a Slade.
– En el estudio.
Su hermano apareció en la puerta. Llevaba unas botas raídas, una camisa de franela y un bigote que no se había molestado en afeitarse. Una cazadora vaquera con los puños deshilachados era su única protección contra el tiempo. Llevaba una taza de café de papel en una mano.
– Buenos días.
– Aún no lo son.
El semblante de Slade se volvió adusto.
– No me digas que hay más malas noticias. He llamado al hospital hace un par de horas y me han dicho que no había ningún cambio.
– Y no lo hay. Randi sigue en estado crítico y el bebé también está grave -Thorne rodeó el escritorio y cerró su portátil, acabando así con su conexión con el mundo exterior: noticias, tiempo e informes de bolsa-. Me refería a todo lo demás.
– ¿Como por ejemplo…?
– Para empezar, tu amigo Striker no me ha devuelto las llamadas, el editor de Randi en el Clarion siempre está fuera o en una reunión. Creo que está evitándome. He hablado con la oficina del sheriff, pero hasta el momento no hay nada nuevo. Se supone que un detective tiene que llamarme. La buena noticia es que el equipo que he encargado para montar la oficina aquí llega hoy, y la compañía de teléfono va a venir a instalar unas líneas. He hablado también con una agencia especializada en niñeras porque vamos a necesitar una cuando J.R. vuelva a casa…
– ¿J.R.? -repitió Slade.
– Así es como llamo al bebé.
– ¿Por papá? -preguntó Slade, obviamente perplejo.
– Y por Randi.
Slade dejó escapar un largo silbido.
– Has estado ocupado, ¿verdad?
Thorne enarcó una ceja y recordó que hablaba con su hermano pequeño, el mujeriego, un hombre que nunca había sentado cabeza y que no se había responsabilizado de nada.
– Lo único para lo que he tenido tiempo esta mañana ha sido para llamar a Striker y para tomarme un par de cafés en el Pub'n'Grub. Allí me he encontrado con Larry Todd.
– ¿Por qué me suena ese nombre?
– Porque es el hombre que llevó este sitio cuando papá enfermó.
Thorne se acomodó en el sillón de su padre y se recostó hasta que éste protestó con un crujido.
– Escucha. Randi mantuvo a Larry como empleado cuando heredó parte del rancho.
Thorne lo recordaba, aunque no había prestado mucha atención al asunto porque en aquel momento había estado en negociaciones para la subdivisión de las Granjas Canterbury tratando asuntos legales, con un grupo medioambiental, con el ayuntamiento y con un problema de contabilidad porque uno de sus contables había hecho un desfalco en el proyecto anterior. Lo importante era que John Randall había muerto y Thorne, a pesar de saber que su padre se estaba muriendo, había quedado impactado y muy apenado por la noticia. No le había importado lo de la sexta parte del rancho que había heredado y le había permitido a Randi, propietaria de la mitad de los acres y de la vieja casa del rancho, que llevara el terreno como mejor creyera.
– Pero la semana pasada Randi llamó a Larry, le dijo que ya no lo necesitaba y que le pagaría dos meses de indemnización.
– ¿Por qué?
– No lo sé. Larry estaba muy enfadado.
– ¿Cuándo pasó eso?
– Un día antes del accidente.
– ¿Y contrató a alguien más?
– No lo sé, acabo de enterarme.
– Alguien tendría que venir a ocuparse del ganado.
– Se supone.
Thorne miró por la ventana y vio a Matt cerrándose el cuello de la chaqueta de camino a la puerta trasera. Slade frunció el ceño.
– Creo que debería ir a ayudar con el ganado. Le he dicho a Larry que lo contrataríamos otra vez, pero está muy enfadado. He pensado que Matt podría hablar con él.
– Vamos a ver qué pasa.
Se reunieron en la cocina, donde Matt había dejado su sombrero sobre la mesa y había colgado la cazadora en el respaldo de una silla. Estaba sirviéndose una taza de café.
– Por aquí no hay nada para comer -gruñó mientras buscaba en la nevera y después en el armario. Sacó un viejo tarro de leche en polvo y se echó una buena dosis a la vez que Slade y Thorne lo ponían al corriente de lo que ya habían hablado los dos.
– Necesitamos que Larry Todd vuelva a trabajar para nosotros -le dijo Thorne a Matt-. Slade se lo ha encontrado hoy y ha pensado que podrías hablar con él.
Matt observó el contenido de su taza y asintió lentamente.
– Puedo intentarlo, pero me llamó después de que Randi le dijera que ya no lo necesitaba, y decir que estaba un poco cabreado es quedarse corto.
– Mira a ver qué quiere -sugirió Thorne.
– Lo intentaré.
– Convéncelo.
– Lo intentaré -Matt removió el café lentamente-, pero Larry es muy testarudo.
– Ya nos ocuparemos de eso. Tengo que llamar a Juanita para saber si volverá con nosotros -dijo Thorne.
– Tal vez esté trabajando para alguien más ahora. Randi le dijo que podía irse cuando papá murió -Matt se sentó sobre la encimera y sus pies quedaron colgando.
– Entonces tendremos que plantearle una oferta atractiva para que vuelva.
– Tal vez no sea así de sencillo -dijo Slade tras darle un sorbo a su café-. Hay gente que se siente en la obligación de seguir con la persona que lo tiene contratado.
– Se puede comprar a todo el mundo.
Slade y Matt intercambiaron miradas.
Thorne ni se inmutó.
– Todo el mundo tiene un precio.
– ¿Incluso tú? -preguntó Matt.
– Sí.
Slade resopló.
– Eres un cínico.
– ¿No lo somos todos? -comentó Thorne sin dejarse intimidar-. Y todos necesitamos una cuidadora. Cuando Randi y el bebé vengan, necesitaremos ayuda profesional -estaba repasando una lista que tenía anotada en la cabeza-. Llamaré a un bufete de abogados con el que solía trabajar.
– ¿Un bufete de abogados? -Slade sacudió la cabeza-. ¿Por qué íbamos a necesitar abogados teniéndote a ti?
– Ya sabéis que soy abogado de empresa, y necesitamos a abogados especializados en Derecho de Familia. Para cuando encontrémos al padre del niño, podría querer la custodia.
– Y pueda que la obtenga, al menos parcialmente -comentó Matt.
– A lo mejor sí y a lo mejor no. No sabemos nada sobre ese tío.
Slade volteó los ojos y tiró al fregadero lo que le quedaba de café.
– Por amor de Dios, Thorne, ¿es que no confías en nadie?
– No.
– Si Randi eligió a ese tipo, puede que esté bien -opinó Matt.
– ¿Y entonces dónde está? Suponiendo que sepa que estaba embarazada, ¿por qué no ha aparecido? -ésas eran las preguntas que habían estado persiguiendo a Thorne desde que se había enterado del accidente de su hermana-. Si es un tío tan majo, ¿por qué no está con ella?
– A lo mejor ella no quiere que esté a su lado -Slade se encogió de hombros-. Eso pasa.
– Bueno, por si acaso, tendremos que ver cuáles son nuestros derechos, los derechos del bebé, los de Randi y…
– Y los del padre -señaló Matt antes de dar un largo trago de café-. Vale, tengo que ir a la ciudad y al supermercado. Cuando vuelva, llamaré a Larry.
Slade se metió la mano en el bolsillo y sacó un paquete de cigarrillos.
– Voy contigo -le dijo a Matt-. Quiero hablar con la oficina del sheriff para ver si me pueden dar alguna información del accidente de Randi.
– Buena idea -asintió Thorne-. He llamado, pero no he recibido respuesta.
– Le he dejado un mensaje a Striker, pero volveré a llamarlo -prometió Slade metiéndose el cigarrillo en la boca-. ¿Tú qué tienes pensado hacer?
– Voy a instalar mi oficina en el estudio cuando me traigan el equipo que he encargado y después iré a la ciudad a visitar a Randi y al bebé -no añadió que también tenía la intención de volver a ver a Nicole.
– Sí. Yo también había pensado en pasar por el hospital -dijo Matt-. Si llama Mike Kavanaugh, dile que le devolveré la llamada.
– ¿Quién es Kavanaugh? -preguntó Thorne.
– Mi vecino. Está cuidando mi finca mientras estoy aquí.
Slade arrugó su taza de papel vacía y la tiró a la basura.
– ¿Cuánto tiempo estará ocupándose de ella?
Matt se puso la chaqueta y el sombrero.
– Todo el tiempo que haga falta -miró a sus hermanos-. Randi y el bebé son lo primero.
Nicole entró con el coche de alquiler en el aparcamiento del hospital y quiso confiar en que los mecánicos encontraran el problema que tenía el todoterreno, lo solucionaran y se lo devolvieran pronto, sin que le costara un ojo de la cara.
Tenía algo más de media hora antes de empezar su turno y había planeado emplear ese tiempo en ir a ver a Randi McCafferty y al bebé.
Echó el freno de mano, apagó el motor, agarró su maletín y se dijo que su interés por Randi y el bebé no era más que una cuestión de cortesía y de preocupación profesional, que a menudo seguía la evolución de los pacientes cuando salían de urgencias. No se trataba de Thorne. En absoluto. El hecho de que él estuviera emparentado con Randi era algo secundario.
Estuvo discutiendo consigo misma en el ascensor y hasta llegar a su despacho.
– ¿Algo va mal? -le preguntó al pasar por el control de enfermeras del ala oeste una enfermera que conocía desde que había llegado al St. James.
– ¿Qué?
– Se te ve preocupada. ¿Están bien las gemelas?
– Sí, bueno Molly está resfriada, pero nada que un poco de mimos y cariño y una peli de Disney no puedan curar. Supongo que simplemente estaba pensando.
– Bueno, pues sonríe un poco cuando pienses -le dijo la enfermera guiñándole un ojo.
– Lo intentaré.
Llegó a la UCI y miró el historial de Randi.
– ¿Algún cambio?
– No mucho -dijo Betty, la enfermera de la UCI, sacudiendo unos rizos rojos perfectamente arreglados-. Sigue en coma. No responde, pero resiste. ¿Cómo está el bebé?
– No está bien -admitió Nicole mirando a una preocupada Betty-. Voy a verlo ahora.
La mujer apretó los labios. La cruz de oro que pendía de su cuello resplandecía sobre su piel.
– Es una pena -dijo.
– Mientras hay vida, hay esperanza.
Nicole se dirigió a la unidad de pediatría, donde el pequeño J.R., como Thorne lo llamaba, estaba luchando por su vida. Al ver al diminuto bebé lleno de tubos y conectado a unos monitores, se le encogió el corazón. Recordó el nacimiento de sus hijas, la euforia al verlas por primera vez y la tranquilidad de saber que eran perfectas y que estaban sanas. Había estado exultante de alegría e incluso Paul parecía feliz. La había mirado con lágrimas en los ojos y le había dicho: «Son preciosas, Nicole. Tan preciosas como su madre».
Sus dulces palabras aún la perseguían; ¿eran las últimas que le había dirigido? Seguro que no. Seguro que hubo unos cuantos cumplidos más y miradas tiernas ante de que unos empleos demasiado exigentes y unas hijas incansables les hubieran robado a su matrimonio lo que fuera que los había unido. Una inocente Nicole había pensado que tener hijos los uniría más… Por supuesto, se había equivocado. Mucho.
– ¿Ha venido hoy el doctor Arnold? -le preguntó a la enfermera.
– Dos veces.
– Bien – «vamos, J.R.», pensó mientras veía esos deditos cerrados en un puño. «Lucha. ¡Puedes hacerlo!».
Pero el bebé parecía tan frágil, tan pequeño, y sus constantes vitales no habían mejorado.
– ¿Ha estado aquí la familia?
– Los tres tíos.
Nicole se lo había imaginado. No había duda de que los hermanos McCafferty estaban decididos a que su hermana y su sobrino salieran adelante, aunque sólo fuera por esa fuerte voluntad que tenían en común. Ojalá con eso bastara.
– Volveré luego -dijo y salió al pasillo, donde casi se tropezó de lleno con Thorne. Lo miró a sus ojos grises y se sintió conmovida al ver que, sin duda, él amaba a ese pequeño.
– ¿Cómo está?
– Igual -respondió ella, girándose para mirar al bebé por el cristal-. Pensaba que ya habías estado aquí.
Thorne se aclaró la voz antes de decir:
– Tenía que hacer unas cosas en la ciudad y he pensado que podía volver a pasarme -miró al diminuto bebé y por un instante Nicole se preguntó cómo sería su vida si Thorne y él hubieran tenido hijos juntos. Si las cosas hubieran sido distintas, ¿se habrían convertido en padres? Eran unos pensamientos dulces y amargos a la vez porque si los dos se hubieran quedado en Grand Hope, ella no habría llegado a ser médico y tampoco tendría a sus preciosas hijas.
– J.R. es un luchador -dijo ella tocando la mano de Thorne-. Intenta no preocuparte.
– Me resulta imposible -respondió con una sonrisa cínica.
– Todo es posible, Thorne -Nicole se preguntó por qué se sentía obligada a consolarlo. Él volvió su mano y le rodeó los dedos.
– ¿De verdad lo crees?
– Con todo mi corazón -sus miradas quedaron enganchadas y Nicole se sintió como si fuera a desmayarse. El hospital pareció desvanecerse formando una suave bruma y tuvo la sensación de estar a solas con él en el universo. ¡No! Eso no era nada bueno…
Su busca sonó y se soltó la mano. Tras meterla en el bolsillo, y con mucho calor por el cuello, lo encontró y leyó el mensaje.
– Tengo que irme corriendo -volvió a mirarlo-. Ten fe, Thorne. J.R. saldrá adelante -por qué había dicho algo que no podía saber era algo que no entendía. Se dio la vuelta rápidamente y salió corriendo hacia la sala de urgencias donde tenía que comenzar su turno.
Al instante fue abordada por una enfermera.
– Todo lo malo viene de golpe. Llevamos horas muy tranquilos, y ahora estamos desbordados. Puedes empezar con la habitación tres. Tenemos una niña de siete años que se ha caído del caballo. Puede que tenga la muñeca rota.
– Voy.
– Después, hay un adolescente con sinusitis y un niño pequeño con un guisante atascado en la nariz. Una enfermera ha intentado atenderlo, pero la madre quiere que lo vea un médico -dijo la mujer volteando los ojos-. Madre primeriza. Es su primera urgencia.
– Asegúrate que la enfermera puede ocuparse de la extracción y dile que luego, cuando acabe con otros pacientes, yo misma iré a verlo.
– Vale… oh, no… -la enfermera frunció el ceño al mirar por encima de los hombros de Nicole.
– ¿Qué?
– Malas noticias. Son los de la prensa. Han estado husmeando por aquí desde el accidente de McCafferty, pero pensaba que ya se habrían calmado.
Por el rabillo del ojo, Nicole vio una furgoneta de una televisión local detenerse fuera de las ventanas de la sala de espera.
– Alguien debe de haber contado que el bebé está grave -añadió la mujer.
– Genial.
La enfermera mostró un gesto afligido.
– En Grand Hope no hace falta mucho para que se arme un revuelo, ¿verdad?
– Siempre ha sido así -dijo Nicole. Los McCafferty siempre habían sido objeto de interés para la gente de la ciudad, ya que John Randall había sido un hombre extravagante y rico que además había estado involucrado en la política de la zona. Su vida, tanto pública como privada, había estado en boca de muchos y además sus hijos habían sido unos adolescentes con un estilo de vida algo salvaje, siempre metiéndose en problemas. Pero a medida que la ciudad había ido creciendo y que los hijos de McCafferty se habían hecho adultos y se habían esparcido como semillas con el viento, habían despertado menos interés.
– Sera mejor que vaya a ver qué pasa -dijo la enfermera.
Nicole tenía cosas más importantes que hacer que preocuparse por la prensa. Miró el informe de la niña de la muñeca rota y al ver a la asustada niña rubia con la cara llena de lágrimas sentada en el borde de la camilla, forzó una sonrisa y se obligó a sacarse de la cabeza a la familia de Thorne. La pequeña tenía manchas de barro y de hierba por todo su peto y su madre, una diminuta mujer con ojos de preocupación escondidos tras unas gruesas gafas, se levantó cuando ella entró en la habitación.
– ¿Eres Sally? -le preguntó a la niña, que asintió lentamente con la cabeza.
– Sí, sí. Y yo soy su madre. Leslie Biggs. Estaba montando a caballo y se ha caído justo cuando volvían al establo. Yo estaba en el porche cuando la he oído llorar… -la voz de la madre se fue apagando.
– Yo me caí del caballo cuando tenía más o menos tu edad -le dijo Nicole a su paciente.
– ¿Sí? -preguntó la niña con cierta desconfianza en sus palabras, como si se hubiera esperado que la doctora intentara engatusarla para animarla.
– Sí, pero tuve suerte, no me hice daño en ninguna parte, sólo en mi orgullo. Estaba presumiendo delante de un niño, creí que podía hacer que mi poni saltara una pila de leña, pero frenó en seco y yo salí volando hasta aterrizar sobre una boñiga de vaca -miró a la madre-. Creo que una ley física básica tuvo algo que ver.
– Qué asco -dijo la niña riéndose, aunque al momento gritó cuando Nicole le tocó el brazo hinchado.
– Sí. Después de eso nunca conseguí una cita con Teddy Crenshaw. No. Es más, le contó la historia a todo el colegio.
– Qué tonto.
– Eso pensé yo. Pasé mucha vergüenza. Bueno, vamos a ver qué tenemos aquí. Parece que vamos a necesitar rayos X…
Tras acabar su turno, una agotadísima Nicole dobló la esquina que daba a su despacho y se encontró a Thorne apoyado en el marco de la puerta cerrada con llave. Resultaba menos imponente con unos pantalones informales, un jersey y un abrigo de cuero con la cremallera bajada.
Estuvo a punto de tropezar y su tonto corazón latió con fuerza ante la intensidad de su mirada plateada. ¿Pero qué tenía ese hombre que siempre lograba ponerla así de nerviosa? La pura verdad era que siempre la había perturbado. Siempre. Le recordaba a un tren fuera de control descendiendo por una colina, a una locomotora tomando velocidad para precipitarse hacia su destino.
– ¿Ahora trabajas aquí? -bromeó ella.
– Como si lo hiciera.
– En serio, ¿llevas aquí todo este rato?
– No -él le ofreció los restos de una sonrisa-. Lo creas o no, tengo una vida propia. He vuelto a buscarte.
– ¿A mí? -no sabía si sentirse halagada o si mostrar cautela-. ¿Y has esperado en mi despacho? ¿Cómo sabías que iba a subir? A veces me marcho a casa directamente desde urgencias.
– Supongo que he tenido suerte.
Ella enarcó una ceja al abrir la puerta.
– No sé por qué no creo que tú confíes en la suerte.
La puerta se abrió y dieron un paso al frente, él detrás de ella.
– Imagino que has vuelto a ver a tu hermana y al bebé.
– Sí.
– ¿Algún cambio?
– Nadie me ha dicho nada.
– He llamado al doctor Arnold.
– Yo también.
Tras rodear su escritorio, se dejó caer en la silla y dijo:
– Espera que compruebe mis mensajes.
Thorne esperó de pie junto a la puerta y ella le indicó que pasara mientras escuchaba varios de los mensajes grabados. Uno era del mecánico; decía que habían encontrado el repuesto y que empezarían a trabajar cuando lo recibieran. La segunda llamada era de Jenny diciéndole que se llevaba a las niñas al parque. Había otros dos más de especialistas a los que había consultado y finalmente un breve mensaje del doctor Arnold para informarla sobre el bebé. Le devolvió la llamada, volvió a saltar el contestador y le dejó otro mensaje.
Tras colgar, se encogió de hombros.
– Nada. El bebé sigue estable, su estado no ha empeorado y el doctor Arnold se muestra optimista, aunque con cautela -notó la mandíbula de Thorne tensarse de frustración.
– Tiene que haber algo que puedas hacer.
Ella se sintió algo molesta.
– Ya sabes que el doctor Arnold está en contacto con otros médicos y unidades de pediatría de todo el país.
– A lo mejor no es suficiente.
– ¿Y qué sugieres?
– Tú eres el médico.
– Pues entonces confía en mí, confía en el doctor Arnold.
– Supongo que no me quedan muchas otras opciones -admitió frotándose la barbilla.
– Siempre hay opciones, Thorne, pero algunas no son las buenas. Trasladar al bebé a otro hospital sería un gran error.
– Como ya te he dicho, no me quedan más opciones.
Sintiéndose como si él estuviera cuestionando la integridad del hospital, quiso discutir, pero no lo hizo. Él estaba disgustado y era normal. Era un hombre acostumbrado a tenerlo todo bajo control, cada aspecto de su vida, que había quedado reducido a un mero estatus de mortal.
– Ten un poco de fe -le dijo.
Ojalá pudiera. Mientras miraba los ojos ámbar de Nicole, Thorne sintió unos instantes de bienestar, pero se obligó a no dejarse seducir sólo porque esa mujer estuviera empezando a importarle. No podía permitirse ese lujo ni dormirse en los laureles, no mientras su hermana y el bebé estaban luchando por sus vidas. Tenía que haber algo más que pudiera hacer.
– Lo intentaré -dijo y captó la sombra de una sonrisa en los labios de Nicole.
Por un segundo pensó en el beso que habían compartido recientemente, en cómo sus manos se habían entrelazado esa misma tarde y en cómo había sido hacerle el amor dulce y sensualmente años atrás.
Era una locura estar pensando en eso allí, en ese despacho, rodeado de los sonidos del hospital, pero aun así no podía evitar pensar en otra cosa que no fuera aquella época inocente en la que los dos habían hecho el amor entre el alto heno listo para ser cortado mientras el sol de Montana brillaba sobre dos cuerpos desnudos reluciendo por el sudor y sonrojados por el calor de la pasión y de la juventud. Después la había besado y ella, riéndose, se había levantado y había corrido por la alta hierba hasta llegar al arroyo donde había chapoteado en el agua. Él, después de ir tras ella, la había alcanzado. La había besado otra vez, con el frío agua arremolinándose alrededor de sus rodillas, la había levantado en brazos y allí mismo, en el riachuelo, le había hecho el amor, iluminados por el sol que atravesaba las ramas de los pinos y los álamos y que destellaba sobre la limpia superficie del agua.
Tanagras habían revoloteado sobre las ramas y cantado sobre el murmullo del arroyo, y las mariposas se habían unido a unas cuantas abejas situadas cerca del agua, pero lo único que Thorne recordaba era la sedosa piel de Nicole contra la suya, el movimiento de sus músculos y el sabor de su boca mientras la besaba apasionadamente.
Ahora, al mirarla, experimentaba las mismas sensaciones que lo habían embargado siempre que había estado cerca de ella. Ya no era una jovencita bronceada corriendo desnuda por un campo, era una mujer, una doctora vestida con una bata blanca y sentada en un despacho, que daba muestras de la gran profesional en la que se había convertido.
Rodeada de libros de medicina, de un brillante ordenador, de títulos decorando las paredes, Nicole Stevenson era una mujer que había recorrido un largo camino desde que había sido Nikki Sanders, una inteligente y preciosa chica de instituto con grandes sueños y poco más.
Como si, en ese segundo, ella también hubiera recordado su exultante pasión, se aclaró la voz antes de decir:
– Bueno, pues eso es todo.
– ¿Cuándo terminas aquí?
– Estoy a punto -admitió y colocó los archivadores que tenía esparcidos por la mesa. Una taza de café a medio beber y manchada con pintalabios color melocotón era ignorada junto al ordenador. Sobre una pequeña librería y junto a unos libros de medicina, había varios marcos que mostraban fotos de sus hijas posando para la cámara, sonrientes y con los ojos iluminados.
– Así que éstas son tus hijas -supuso él.
Ella asintió, con los ojos brillantes de orgullo de madre.
– Molly y Mindy. Y, sí, puedo diferenciarlas.
Él se rió.
– Pero nadie más puede.
– Sólo su padre -admitió, y de pronto pareció sentirse incómoda-. O al menos podía hacerlo. Hace mucho que no las ve.
– ¿Por qué?
Ella vaciló, suspiró y levantó una de las fotos.
– Por muchas razones. Tiempo. Distancia. Espacio… Pero creo que lo principal es que no tiene interés en ellas. Pero tampoco me hagas mucho caso, no soy más que una ex mujer llena de rencor -dejó la fotografía en la estantería y le pasó un dedo por encima como para colocarla o comprobar si tenía polvo-. Bueno, estoy segura de que no has venido aquí para oír cómo me quejo de mi divorcio.
– La verdad es que he venido para ver si necesitabas que te llevara a casa. No he visto tu coche en el aparcamiento.
– Se lo ha llevado una grúa. Y gracias -se sintió conmovida por el hecho de que hubiera pensado en ella y a continuación se recordó que no debía confiar en él. Ya la había dejado una vez, destrozando así sus tontas fantasías de juventud-. Pero he alquilado uno.
– ¿Cuándo tendrás listo el todoterreno?
– Esa es la pregunta del millón. Aún no lo sé.
– Pues si necesitas otro coche, en el rancho nos sobran y yo puedo llevarte en cualquier momento.
Se la quedó mirando fijamente durante un segundo y sus ojos se llenaron de mensajes a los que no dio voz.
– Gracias. Te lo diré.
– Hazlo. Y… una cosa más.
– ¿Qué? -le preguntó.
– ¿Cenarías conmigo?
– ¿Qué?
Para su sorpresa, ella pareció quedarse impactada. Thorne curvó los labios en una sonrisa de satisfacción.
– Sólo te he pedido una cita. El sábado por la noche. No debería ser tanta sorpresa. Creo que ya lo hemos hablado hace unos días -se cruzó de brazos por encima de su ancho pecho y sonrió-. Bueno, doctora, entonces, ¿qué dices?