¡No, ésa no podía ser Randi! Thorne bajó la vista hacia la pequeña figura inmóvil tendida sobre la cama y se sintió mareado, débil. Tubos y cables salían de su cuerpo y lo conectaban a unos monitores y a máquinas con indicadores y lecturas digitales que no entendía. Tenía la cabeza envuelta en una venda, el cuerpo cubierto con sábanas esterilizadas, una pierna alzada y rodeada parcialmente por un yeso. Las partes de cara que podía verle estaban magulladas e hinchadas.
Se le hizo un nudo en la garganta al verse allí, de pie, en ese diminuto cubículo delimitado por cortinas que se abrían a los pies de la cama y que daba al mostrador de las enfermeras. Cerró los puños con impotencia y una silenciosa furia ardió en su alma. ¿Cómo podía haber pasado algo así? ¿Qué estaba haciendo en Glacier Park? ¿Por qué su coche se había salido de la carretera?
El monitor del corazón pitaba suavemente y de forma constante, aunque eso no le reconfortaba al ver a esa extraña tendida en la cama que se suponía que era su hermanastra. Decenas de recuerdos le recorrieron la mente y aunque en un tiempo, cuando ella nació, había sentido envidia y rencor hacia la única hija de su padre, en el fondo siempre la había querido.
Randi había sido tan extrovertida y vital… Sus ojos brillaban cuando hacía alguna travesura, su risa era contagiosa, una niña que mostraba sus sentimientos. Sin ninguna malicia y creyendo que tenía todo el derecho a ser el ojito derecho de su padre, Randi Penelope McCafferty había arrasado en la vida. Del mismo modo, se había colado en el corazón de cualquiera con quien se había topado, incluyendo a sus renuentes y malvados hermanastros que habían jurado despreciar al bebé que, según veían sus jóvenes ojos, era la razón por la que sus padres se habían separado de una forma tan amarga.
Ahora, veintiséis años después, Thorne sentía vergüenza por esa hostilidad que había mostrado. Tenía trece años cuando su hermanastra había cometido la desfachatez de llegar a este mundo, con la cara colorada y llorando. Thorne se había mostrado terriblemente indignado al pensar en su padre y en la joven con la que se había casado y engendrado a esa niña. Y peor todavía era el escándalo que había rodeado la fecha del nacimiento, apenas seis meses después de la segunda boda de J. Randall. Había resultado demasiado humillante pensar en ello y le había supuesto muchas burlas por parte de sus compañeros de clase que, después de haber tenido siempre envidia al nombre, a la riqueza y a la reputación de los McCafferty, le habían encontrado mucha gracia a la situación.
¡Vaya! Había pasado mucho tiempo y ahora allí, en esa sala del hospital con pacientes cuya vida pendía de un hilo y con su hermana conectada a máquinas que la ayudaran a sobrevivir, Thorne se sentía un estúpido. Toda la vergüenza que había sentido ante el nacimiento de Randi había desaparecido en el mismo momento en que había contemplado ese pequeño e inocente rostro.
Al mirar dentro de esa cuna cubierta de encaje en el dormitorio principal del rancho, Thorne se había preparado para odiar al bebé. Después de todo, durante cinco o seis meses ella había sido la fuente de toda su furia y humillación. Pero al instante había quedado atrapado por la pequeña de cabello oscuro y ojos brillantes que no dejaba de agitar los puños. Parecía no querer estar allí, tanto como él había sentido que ella había perturbado su vida. La niña había llorado y montado un jaleo impresionante y el sonido que había salido de su diminuta laringe, como el de un puma herido, le había atravesado el corazón.
Él había ocultado sus sentimientos, se había reservado la fascinación que sentía por el bebé y se había asegurado de que nadie, y mucho menos sus hermanos y su padre, se enteraran de lo que sentía en realidad por la niña, de que lo había engatusado desde los primeros momentos de su vida.
Ahora, mientras observaba su dificultosa respiración y se fijaba en los vendajes manchados de sangre que le cubrían su hinchada cara, se sentía como un canalla. Había dejado que se alejara de él, no había mantenido el contacto y ahora allí estaba, indefensa y víctima de un accidente que aún no tenía explicación.
– Puedes hablar con ella -le dijo una suave y femenina voz y él alzó la vista para ver a Nicole mirándolo con compasión. Esos ojos del color del whisky envejecido y rodeados por unas espesas pestañas parecían mirarlo directamente dentro del alma, al igual que habían hecho cuando él tenía veintidós años y ella apenas diecisiete. ¡Dios! Tenía la sensación de que hubiera pasado toda una vida-. Nadie sabe si puede oírte o no, pero de lo que no hay duda es de que no puede hacerle ningún daño -sus labios se curvaron en una tierna sonrisa de ánimo y aunque él se sentía como un imbécil, asintió, sorprendido no sólo de que ella hubiera madurado hasta convertirse en una mujer hecha y derecha, sino de que fuera médico, ni más ni menos, y un médico que podía tanto gritar órdenes como ofrecer susurros compasivos. ¿Era Nikki Sanders, la chica que casi le había robado el corazón? ¿La única chica que casi lo había convencido de que se quedara en Grand Hope y trabajara en el rancho? Dejarla había sido duro, pero lo había hecho. Había tenido que hacerlo.
Como si sintiera que tal vez él pudiera necesitar algo de privacidad, Nicole se centró en tomar notas del informe de Randi.
Thorne desvió la mirada de la curva del cuello de Nikki, aunque no pudo evitar fijarse en ese mechón de cabello dorado que se había soltado del recogido. Tal vez, después de todo, no era tan seria y convencional.
Tras agarrarse a la fría barra de metal a un lado de la cama de Randi, volvió a concentrarse en su hermana. Se aclaró la garganta.
– ¿Randi? -susurró a la vez que se sentía como un completo idiota-. Ey, pequeña, ¿puedes oírme? Soy yo. Thorne -tragó con dificultad al verla allí, inmóvil. Unos viejos recuerdos le abordaron la mente en forma de imágenes de un caleidoscopio. Había sido él el que la había encontrado llorando después de haberse caído de la bici cuando aprendía a montar con cinco años. Thorne había vuelto de la universidad para hacer una visita y la había descubierto en el borde del camino, con las rodillas arañadas, las mejillas llenas de polvo y marcadas por las lágrimas y con el orgullo también dañado por no poder desenvolverse con las dos ruedas. Después de llevarla hasta la casa, le había sacudido la arenilla de las rodillas, había arreglado el manillar doblado de la bici y la había ayudado a no caerse de esa maldita bici cada vez que intentaba montar.
Cuando Randi tenía unos nueve o diez años, Thorne se había pasado una tarde enseñándole a lanzar una pelota de béisbol como un chico. Ella había pasado horas practicando, lanzando esa vieja bola contra una zona del granero hasta que la pintura se había descascarillado.
Años después, Thorne había regresado a casa una semana y se había encontrado a la chicazo de su hermanastra con un vestido rosa largo y esperando a la cita que la llevaría al baile del último curso. Su pelo, de un vivo color caoba, estaba enrollado en lo alto de la cabeza. Se la veía alta sobre unos zapatos de tacón y desprendía una elegancia y una belleza que le habían impactado. Alrededor del cuello llevaba una cadena de oro con el mismo relicario que J. Randall le había dado a la madre de Randi en el día de su boda. Randi había estado sencillamente imponente. Exuberante. Llena de vida.
Y ahora estaba allí tendida, sin moverse, inconsciente, con el cuerpo magullado y esforzándose por respirar.
Nicole volvió a situarse a un lado de la cama. Con delicadeza, dirigió una pequeña linterna a los ojos de Randi y, a continuación, le palpó la muñeca con unos dedos ágiles y profesionales. Unas pequeñas líneas de preocupación aparecieron entre sus cejas intensamente arqueadas y sus dientes superiores quedaron ocultos por el labio inferior como si estuviera muy pensativa. Fue un gesto inconscientemente sexy y él apartó la mirada al instante, indignado por el giro que habían tomado sus pensamientos.
Por el rabillo del ojo la vio anotando algo en el historial de Randi a la vez que avanzaba hacia la zona central, ocupada por el control desde donde las enfermeras tenían a la vista a todos los pacientes. Unas cortinas verde claro separaban una cama de otra y las enfermeras, con sus zapatos de suela blanda, se movían en silencio entre ellas.
– ¿Por qué no intentas volver a hablar con ella? -le sugirió en voz baja Nicole, sin apenas mirar hacia él.
Se sentía muy incómodo. Fuera de lugar. Tan fuerte. Tan sano.
– Vamos -lo animó, y después se volvió hacia él completamente.
Los dedos de Thorne se tensaron alrededor de la barra. ¿Qué podía decir? ¿Qué importaba? Se echó hacia delante para acercarse más a la cama donde yacía su hermana.
– Randi -susurró con una voz que casi se quebró por emociones que tan desesperadamente intentaba reprimir. Le tocó un dedo, pero ella no respondió, no se movió-. ¿Puedes oírme? Bueno, más te vale -¡vaya! Se le daban fatal esas cosas. Movió la mano de modo que sus dedos quedaran entrelazados-. ¿Cómo estás?
Por supuesto, ella no respondió y mientras el monitor del corazón marcaba un latido constante y reconfortante, deseó haber sido un hermano mejor, haber estado más involucrado en su vida. Notó la suave curvatura de su abdomen bajo la sábana que la cubría. Había estado embarazada. Ahora tenía un hijo. Era una madre de veintiséis años. Y todavía nadie de la familia sabía quién era su pareja.
– ¿Puedes…? ¿Puedes oírme? Ey, pequeña.
¡Era una locura! No iba a responder. No podía. Dudaba que oyera una palabra de lo que le decía, o que sintiera que estaba cerca. Se sentía como un tonto y aun así estaba pegado a ella, con los dedos unidos, como si de algún modo pudiera hacer que parte de su fuerza bruta entrara en el diminuto cuerpo de su hermana, como si por su indómita voluntad pudiera hacerla más fuerte, salvarla.
Vio que Nicole lo miraba, vio cómo le dijo sin palabras que había llegado el momento de irse.
Volvió a aclararse la voz, separó su mano de la de Randi y después, con delicadeza, le dio un golpecito en el dedo índice.
– Sigue adelante, ¿vale? Matt, Slade y yo estamos apoyándote, pequeña, así que da lo mejor de ti. Y ahora tienes un bebé, un niño que te necesita. Te necesita igual que te necesitamos nosotros, cariño -oh. Dios, era imposible. Ridículo. Pero aun así, añadió-: Yo… eh… todos estamos apoyándote y volveré pronto. Te lo prometo -la voz casi se le quebró con la última palabra.
Randi no se movió y Thorne sintió una quemazón en los ojos que no había sentido desde el día en que se enteró de que su padre había muerto. Se metió las manos en los bolsillos del abrigo, cruzó la habitación y fue atravesando las puertas que se abrían a medida que él se acercaba. Más que verla, sintió a Nicole cuando fue tras él.
– Dímelo claramente -le pidió Thorne a Nicole mientras caminaban por un pasillo intensamente iluminado y con ventanas que daban al aparcamiento. Fuera estaba tan oscuro que parecía de noche. Unas nubes negras descargaban agua que hacía charcos en el asfalto y goteaba de los pocos árboles plantados cerca del edificio-. ¿Qué posibilidades tiene?
Nicole, cuyos pasos eran la mitad de largos que los suyos, avanzaba deprisa para alcanzarlo. Logró ponerse a su paso con gesto serio y pensativo.
– Es joven y fuerte. Tiene tantas posibilidades como cualquiera.
Un celador pasó por delante de ellos en la otra dirección empujando una silla de ruedas, y un teléfono sonó en alguna parte. El hilo musical competía con el murmullo de las conversaciones y con el traqueteo de los equipos que eran transportados por los pasillos. Cuando llegaron al ascensor, Thorne tocó a Nicole ligeramente en el hombro.-Quiero saber si mi hermana va a superarlo.
Nicole se sonrojó.
– No tengo una bola de cristal, Thorne. Entiendo que tus hermanos y tú queráis respuestas precisas y definitivas, pero no las tengo. Es demasiado pronto.
– ¿Pero vivirá? -preguntó, desesperado por tener algún tipo de consuelo. Él, que siempre lo controlaba todo, estaba dependiendo de las palabras de una pequeña mujer a la que una vez casi había amado.
– Como ya te he dicho, si no hay complicaciones…
– Ya te he oído la primera vez que lo has dicho. Sólo quiero que me digas la verdad. Sinceramente. ¿Mi hermana va a superarlo?
Por un momento pareció que Nicole fuera a arremeter contra él, pero tomó aire y respondió:
– Creo que sí. Estamos haciendo todo lo posible por ella -como si leyera la preocupación en sus ojos, suspiró y se frotó la nuca. Su rostro se suavizó un poco y él no pudo evitar fijarse en las marcas de tensión que rodeaban su mirada y en la inteligencia que reflejaban esos preciosos ojos color ámbar, y sintió el mismo interés por ella que había experimentado años atrás, cuando Nicole estaba en el último curso del instituto-. Mira, lo siento. No quiero mostrarme evasiva. De verdad -se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja-. Ojalá pudiera decirte que Randi se pondrá bien, que en un par de semanas estará caminando, riendo, volviendo al trabajo, cuidando de su bebé y que todo saldrá bien. Pero no puedo hacerlo. Ha sufrido un gran traumatismo. Tiene órganos internos dañados y huesos rotos. Su conmoción es más que un simple chichón en la cabeza. No voy a mentirte. Si sobrevive, existe la posibilidad de que haya un daño cerebral. Aún no lo sabemos.
Thorne sintió como si el corazón se detuviera. Había temido por la vida de su hermana, pero en ningún momento había considerado que pudiera sobrevivir para luego vivir con una disminución de sus capacidades mentales. Siempre había sido tan inteligente… «Afilada como una aguja», solía alardear su padre.
– ¿No debería verla un especialista? -preguntó Thorne.
– Ya la están viendo varios. El doctor Nimmo es uno de los mejores neurociruja-nos del noroeste. Ya la ha examinado. Suele hacer operaciones fuera del Bitterroot Memorial y justo después de la operación de Randi lo avisaron de que tenía otra urgencia, pero te llamará. Créeme. Tu hermana está recibiendo el mejor cuidado médico que podemos proporcionarle y es tan bueno como el que podrías encontrar tú. Creo que ya hemos tenido esta conversación, así que vas a tener que confiar en mí. ¿Quieres preguntar algo más?
– Quiero estar al tanto de su estado. Si hay algún cambio, cualquier cambio en su estado o en el de su hijo, espero que contactes conmigo inmediatamente -sacó una tarjeta de visita de su cartera de suave piel-. Este es mi número del trabajo y éste… -se sacó un bolígrafo del bolsillo del pecho de la chaqueta y garabateó otro número por detrás de la tarjeta- es el número del rancho. Estaré allí -le dio la tarjeta y la vio alzar una de sus cejas finamente arqueadas.
– Esperas que contacte contigo. Yo, personalmente.
– Te… te lo agradecería -dijo y le tocó un hombro. Ella bajó la vista hacia su mano y unas pequeñas líneas se concentraron entre sus cejas-. Como favor personal.
Nicole apretó los labios y sus mejillas se tiñeron.
– ¿Porque en un momento estuvimos muy unidos? -preguntó, y apartó el hombro.
Él dejó caer la mano.
– Porque te importa. No conozco al resto de personal y estoy seguro de que son buenos, que todos son buenos médicos, pero sé que puedo confiar en ti.
– No me conoces en absoluto.
– Una vez lo hice.
Ella tragó saliva.
– Vamos a dejar eso de lado, pero está bien… te mantendré informado.
– Gracias -le ofreció una sonrisa y ella volteó los ojos.
– No intentes engatusarme con tanta zalamería, Thorne, ¿de acuerdo? Te lo contaré todo, pero ni por un minuto intentes aprovecharte de mi compasión. Y, para asegurarme de que te queda claro, te diré que no estoy haciendo esto por los viejos tiempos ni por nada tan nostálgico ni sensiblero, ¿vale? Si hay algún cambio, te informaré inmediatamente.
– Y yo me pondré en contacto contigo.
– No soy su doctora, Thorne.
– Pero estarás aquí.
– La mayor parte del tiempo. Ahora, si me disculpas, tengo que irme -comenzó a darse la vuelta, pero él la agarró por el codo, sus dedos rodeaban con fuerza la almidonada bata blanca.
– Gracias, Nikki -dijo, y para su sorpresa, ella se sonrojó, un profundo tono rosado tiñó sus mejillas.
– No pasa nada. Es parte de mi trabajo -respondió, después lo miró a los dedos y se apartó.
Desapareció por una puerta que tenía un letrero que decía Sólo Personal. Thorne vio la puerta cerrarse tras ella y luchó contra el impulso de ignorar la advertencia y seguirla. El porqué era algo que no podía imaginar. No había nada más que decir, la conversación había terminado, pero al guardarse la cartera en el bolsillo, sintió una estúpida necesidad de volver a tener contacto con ella, de volver a tener contacto con su pasado. Tenía decenas de preguntas que hacerle y probablemente jamás le formularía ninguna. «Tonto», farfulló para sí, y comenzó a sentir un palpitante dolor de cabeza. Nicole Stevenson era médico del hospital, nada más. Y tenía su número. Se lo había dejado bien claro.
Sí, era una mujer, una bella mujer, una mujer inteligente, una mujer con la que había hecho el amor una vez, pero su relación hacía mucho tiempo que había acabado.
«Y además podría estar casada, idiota. Ahora se llama Stevenson, ¿es que no te acuerdas?».
Pero se había fijado en su dedo anular y no tenía nada. Por qué se había molestado en mirar era algo que no entendía, que no quería comprender. Pero le gustaba saber que ya no era la esposa de otro hombre.Aunque de todos modos, era como si estuviese prohibida. Punto. Era una mujer complicada y seductora.
Entró en el ascensor, pulsó el botón de la planta de maternidad e intentó deshacerse de todos los pensamientos que giraban en torno a Nikki Sanders, o mejor dicho, la doctora Nicole Stevenson.
Pero no funcionó, al igual que no había funcionado años antes, cuando la había dejado sin darle ninguna explicación. ¿Cómo podría haber explicado que la había dejado porque quedarse en Grand Hope, estar cerca de ella, acariciarla y amarla hacía que su marcha fuera mucho más dura? Se había marchado porque sentía que si se quedaba más tiempo nunca tendría el valor de alejarse de ella, que nunca saldría al mundo para demostrarse a sí mismo y a su padre que podía ser alguien y dejar huella.
– ¡Maldita sea! -exclamó. Había sido un idiota y había dejado escapar a la única mujer que se había aproximado a tocar una parte de su ser que él no sabía que existiera: esa nebulosa esencia que era su alma. De eso se había dado cuenta unos años después, pero Thorne nunca había sido un hombre que mirara atrás y se pensara dos veces las cosas. Se había dicho que algún día llegaría otra mujer… cuando él estuviera preparado.
Pero por supuesto nunca la había encontrado.
Y ni siquiera se había preocupado por ello hasta que había vuelto a ver a Nikki Sanders y había recordado cómo era besarla. En ese momento la frase «¿Y si…?» se había colado en su mente. Si se hubiera quedado junto a ella, si se hubiera casado con ella, su padre no se habría ido a la tumba sin nietos.
– Déjalo ya -se ordenó con brusquedad.
Nicole resopló mientras recorría ese laberinto que era el hospital St. James. Aún estaba nerviosa e impactada. Acostumbrada a tratar con familiares nerviosos y a veces incluso llorando, no se había esperado tener una reacción tan intensa y perturbadora ante Thorne McCafferty.
– Es sólo un hombre -refunfuñó y comenzó a bajar las escaleras-. Eso es todo.
Sin embargo, se relacionaba con hombres todos los días de la semana. De todas las clases y de todos los ámbitos de la vida y ninguno de ellos había llegado a provocarle esa respuesta.
¿Era porque había sido su primer amor? ¿Porque casi le había roto el corazón? ¿Porque la abandonó, y no por otra mujer, no porque tuviera una buena razón, sino porque ella no significaba lo suficiente para él?
– Imbécil -murmuró al empujar la puerta de la planta donde se encontraba su despacho.
– ¿Cómo dice? -le preguntó un celador que pasaba por el pasillo.
– Nada. Estaba hablando sola -le dirigió al hombre una sonrisa avergonzada y continuó hasta su despacho, donde se dejó caer en la silla y se quedó mirando a la pantalla del ordenador.
Las anotaciones que le habían llenado la cabeza una hora antes parecían haberse esfumado y no podía sacarse de la cabeza a Thorne. En su tonta y femenina mente lo vio con la claridad de unos ojos jóvenes y llenos de amor. ¡Oh! Lo había adorado. Era mayor, sofisticado, rico. Uno de los McCafferty, chicos malos todos ellos, famosos por mujeriegos, por fumar, por beber y en general por haber armado buenos líos cuando eran jóvenes.
Guapo, arrogante y algo chulo, Thorne había encontrado fácil acceso a su ingenuo corazón. Nicole, la única hija de una pobre mujer trabajadora que buscaba la perfección y que era muy exigente, a los diecisiete se había vuelto una chica algo rebelde. Y entonces se había topado con Thorne.
Se había enamorado de él como una tonta y prácticamente había puesto todos sus sueños y esperanzas en el libertino universitario.
Se apartó de un soplido el flequillo de los ojos y sacudió la cabeza para deshacerse de esos viejos, dolorosos y humillantes recuerdos. Era tan joven, tan petulante e inmadura… y había quedado atrapada en una fantasía romántica con el candidato menos indicado para una relación a largo plazo.
– Ni siquiera lo pienses -se recordó.
Movió el ratón y observó la pantalla mientras recordaba haber hecho el amor con él bajo el cielo de Montana repleto de estrellas. El cuerpo de Thorne había sido joven, musculoso, duro y resplandeciente de sudor. Sus ojos plateados por el brillo de la luna, su pelo alborotado…
Y ahora era un empresario célebre.
Como Paul. Se miró las manos y quedó aliviada al ver que el surco que durante un tiempo había formado su anillo de boda había desaparecido en los dos últimos años. Paul Stevenson había ascendido en el mundo empresarial tan deprisa que se había desentendido de su esposa y de sus hijas.
Sospechaba que Thorne no era muy diferente.
Cuando había vuelto a Grand Hope un año antes, se había enterado de que la familia de Thorne seguía por allí, pero se había imaginado que él se habría marchado hacía tiempo y no había esperado encontrárselo cara a cara. Según los rumores que circulaban por Grand Hope como incesantes torbellinos y remolinos, Thorne había terminado la carrera de Derecho, después se había unido a una compañía de Missoula, luego se había mudado a California y finalmente se había instalado en Denver como presidente de una multinacional. Nunca se había casado, no tenía hijos, que se supiera, y a lo largo de los años se había relacionado con varias mujeres bellas, ricas y obsesionadas con el trabajo, ninguna de las cuales había durado colgada de su brazo lo suficiente antes de ser reemplazada por la siguiente.
Sí. Thorne se parecía mucho a Paul.
«Con la diferencia de que todavía te sientes atraída por él, ¿verdad? Una sola mirada, y tu crédulo corazón ha comenzado a golpetear otra vez».
– ¡Ya vale! -intentó concentrarse.
Esa no era ella. Se la conocía por ser una persona muy centrada cuando se trataba del trabajo o de sus hijas y la distracción que suponía Thorne McCafferty era más que desconcertante. No podía, no volvería a ser la víctima de sus insidiosos encantos. Con una convicción renovada, ignoró cualquier pensamiento sobre Thorne que pudiera perdurar y se soltó el recogido del pelo. Sin duda tendría que volver a verlo y eso hizo que el corazón le diera un vuelco.
– Genial -se dijo mientras se peinaba con los dedos-. Genial.
En ese momento, tener que ver a Thorne le parecía un desafío insalvable.
Veinte minutos después Thorne seguía recuperándose de la bronca que le había echado una enfermera de constitución rotunda y fuerte carácter; le había permitido ver rápidamente al bebé de Randi para luego sacarlo corriendo de la Unidad de Cuidados Intensivos de pediatría. Thorne se había asomado a través de un grueso cristal para ver la espaciosa habitación en la que dos recién nacidos dormían en cunas de plástico. El niño de su hermana estaba tendido bajo unas lámparas, con una mata de pelo rubio rojizo de punta y moviendo ligeramente sus diminutos labios a la vez que respiraba. Para su gran sorpresa, Thorne había sentido una inesperada reacción en el corazón e instantáneamente se había dado cuenta de que la idiotez era algo característico de la familia McCafferty. Pero era inevitable porque al bebé se lo veía pequeño, inocente e ignoraba todo el revuelo que había causado.
Al salir de pediatría, se preguntó por el padre del niño. ¿Quién era? ¿No debería ponerse en contacto con él? ¿Estaba Randi enamorada de él? ¿O… les había ocultado a sus hermanos el embarazo y el hecho de que estuviera saliendo con alguien por alguna razón?
Eso le daba igual, descubriría quién era el padre del niño aunque ello le costara la vida. Y no podía quedarse sentado a la espera de que Randi se recuperara. No, había muchas cosas por hacer. Con las manos metidas en los bolsillos, bajó un tramo de escaleras hasta el primer piso.
– Piensa -se ordenó y un plan comenzó a tomar forma en su cabeza.
Primero tenía que asegurarse de que tanto Randi como su hijo iban a recuperarse y después contrataría a un detective privado para investigar la vida de su hermana. A pesar de no sentirse cómodo con la idea de espiar en la vida de Randi, sabía que no le quedaba otra opción. En el estado en que se encontraba, no podía ni ayudarse a sí misma, ni cuidar a su hijo.
Thorne tendría que localizar al padre, hablar con él y crear un fideicomiso para el niño.
Planeando cómo ocuparse de la situación de su hermana, empujó con el hombro la puerta que daba al aparcamiento. Fuera, el viento soplaba con furia. Unas gotas de agua frías como el hielo caían de un sombrío cielo. Se subió el cuello del abrigo y encogió la cabeza. Esquivando los charcos, caminó hasta su coche, una camioneta Ford que solía estar aparcada en la pista de aterrizaje del rancho.
Y entonces la vio.
Con el maletín cubriéndole la cabeza, la doctora Stevenson, Nikki Sanders una vez, corría hacia un todoterreno blanco aparcado en una plaza cercana.
La lluvia le recorría el cuello y le goteaba de la nariz mientras la observaba. Ya no tenía el pelo recogido, sino que se movía al viento. Había sustituido su bata blanca por una chaqueta de cuero larga ceñida a la cintura.
Sin pensarlo, cruzó el aparcamiento encharcado.
– ¡Nikki!
Ella miró hacia arriba y él se quedó atónito.
– Oh, Thorne -con gotas de lluvia en las pestañas y su cabello rubio cayéndole en suaves mechones sobre la cara, se la veía más preciosa de lo que recordaba. Unas gotas se deslizaron sobre sus esculpidos pómulos en dirección a su pequeña boca con gesto de sorpresa.
Se le ocurrió besarla, pero al instante desechó ese ridículo pensamiento.
Ella metió la llave en la puerta del todoterreno.
– ¿Qué haces merodeando por aquí?
– A lo mejor estaba esperándote -respondió él de manera automática, más bien flirteando con ella. Por el amor de Dios, pero ¿qué le había pasado?
Un lado de la boca de Nicole se alzó en un gesto de sarcasmo.
– Vuelve a intentarlo.
– Vale, a ver qué te parece esto. Acabo de estar viendo a esa enfermera enorme de pediatría y me ha sacado de allí por la oreja.
– ¿Así que alguien te ha intimidado? -Nicole enarcó una ceja con incredulidad-. No me lo creo -si había estado bromeando con él, sin duda se lo pensó mejor y borró su sonrisa. Abrió la puerta y el interior del vehículo se iluminó-. Bueno… ¿querías algo?
«A ti», pensó Thorne, aunque al momento se reprendió. ¿Pero en qué estaba pensando? Lo que habían compartido una vez ya se había acabado.
– No he apuntado tu número de casa.
– No te lo he dado.
– ¿Por tu marido?
– ¿Qué? No -sacudió la cabeza-. No hay ningún marido, ya no -estaba de pie, entre el coche y la puerta abierta, esperando y con el pelo oscureciéndosele por la lluvia. A Thorne se le aceleró el corazón. ¡Estaba soltera!-. Puedes encontrarme aquí. Si es una emergencia, el hospital se pondrá en contacto conmigo.
– Me sentiría mejor si pudiera…
– Mira, Thorne, entiendo que eres un hombre acostumbrado a salirse con la suya, a estar al mando de todo, pero en esta ocasión no puedes hacerlo, ¿vale? Al menos no conmigo, ya no, ni tampoco con el hospital. Así que, si eso es todo, tendrás que disculparme -sus ojos no tenían un ápice de calidez y sin embargo, sus labios, humedecidos por el agua de la lluvia, suplicaban un beso.
Y, ¡maldita sea!, él reaccionó ante ellos. A pesar de saber que probablemente lo abofetearía, la agarró, acercó su cuerpo al suyo y agachó la cabeza de modo que sus labios quedaron suspendidos sobre los de ella.
– Vale, Nikki, te disculpo -y entonces la besó y sintió una breve resistencia antes de que ella separara los labios y sus alientos se fundieran mientras la lluvia los empapaba. El aroma de su perfume lo provocó y su mente quedó invadida por recuerdos de los dos haciendo el amor. En aquel momento ella había respondido ante él tal y como lo estaba haciendo ahora. Thorne se perdió en ella y unas viejas emociones se escaparon del lugar donde hacía tiempo las había encerrado. Con un gemido, la besó con más fuerza, con más intensidad, rodeándola fuertemente con los brazos.
El cuerpo de Nicole al completo se tensó y apartó la cabeza como si algo la hubiera quemado.
– No -le advirtió, con voz ronca y labios temblorosos. Tragó saliva, no sin dificultad, y se echó hacia atrás para mirarlo-. Nunca vuelvas a hacer esto. Esto… -alzó una mano que dejó caer otra vez- está fuera de lugar… y es completamente… completamente inapropiado.
– Completamente -asintió él, aunque sin soltarla.
– Lo digo en serio, Thorne.
– ¿Por qué? ¿Porque te doy miedo?
– Porque lo que fuera que tú y yo compartimos ya está acabado.
Él alzó una ceja con gesto de duda mientras el agua se deslizaba por su cara.
– ¿Entonces por qué…?
– ¡Acabado! -Nicole entrecerró los ojos y se liberó de su abrazo.
A pesar de que lo único que él quería era volver a tenerla cerca, la dejó ir y sofocó el fuego que irrumpió con fuerza en su sangre, la palpitante lujuria que había estallado en su cerebro y le había provocado un ardiente calor en la entrepierna.
– No sé qué te ha pasado en los últimos diecisiete años, pero créeme, deberías dar unas cuantas clases de sutileza -le dijo ella.
– ¿Sí? A lo mejor tú podrías dármelas.
– ¿Yo? -Nicole dejó escapar una suave carcajada-. Vale. Pues espera sentado.
Se metió en el interior del coche y alargó la mano hacia el tirador de la puerta, pero antes de que pudiera cerrarla, Thorne le dijo:
– Vale, a lo mejor me he pasado.
– ¿Sí? ¿Tú crees?
– Lo sé.
– Vale, entonces no volverá a pasar -metió la llave en el contacto, farfulló algo sobre hombres engreídos, giró la muñeca y le lanzó una mirada que pretendía hacerle daño. El motor del todoterreno se encendió, pero al instante se apagó-. No me hagas esto -dijo, y Thorne se preguntó si estaba hablando con él o con su coche-. No me hagas esto -volvió a girar la llave, pero el motor no respondió-. ¡Maldita sea!
– Si necesitas que te lleve…
– Arrancará. Últimamente tiene mucho carácter.
– Como su dueña.
– Si tú lo dices -respiró hondo, se abrochó el cinturón de seguridad y agarró el tirador de la puerta-. Buenas noches, Thorne -cerró la puerta, volvió a girar la llave y finalmente el coche rugió lleno de vida. Sin dejar de pisar el pedal del acelerador, bajó la ventanilla-. Te llamaré si el estado de tu hermana cambia -y con eso salió del aparcamiento dejándolo allí, viendo cómo se alejaban las luces traseras y mentalmente abatido.
Había sido tonto al tomarla entre sus brazos.
Pero aun así, sabía que volvería a hacerlo. Cuando se presentara la más mínima oportunidad.
Sí, lo haría sin pensarlo.