Diez

Kurt Striker era como la versión televisiva de un ex policía que se había convertido en detective privado: rasgos duros y ojos hundidos, cuando no estaba atravesándote con su fría y verde mirada. Se movía sin cesar y posaba su mirada en todas partes.

Estrechó la mano de Thorne fuertemente. Con una cazadora vaquera, Levi's a juego, botas arañadas y camisa sin cuello, estaba en el porche trasero viendo las nubes avanzar hacia las colinas del oeste. Slade estaba fumando y a Kurt no parecía importarle. Con un fuerte gruñido, Harold rodeó el porche y moviendo el rabo subió lentamente los escalones para acomodarse a los pies de Slade.

– Me alegro de que por fin nos hayamos visto -dijo Thorne.

Kurt asintió y Thorne se fijó en que tenía algunas canas en su pelo castaño.

– Pensé que os gustaría saber lo que he descubierto.

Así que sí que había información. Bien. Thorne señaló con la cabeza hacia la cocina.

– Vamos y hablemos dentro.

Slade le dio una última calada a su cigarrillo, y lo apagó en una vieja lata de metal que había en un banco. Juntos entraron en la casa, donde el aroma a pino de algún limpiador se mezclaba con el aroma a cerdo asado.

– ¡Botas fuera! Botas embarradas en el porche -gritó Juanita desde algún lugar de la despensa.

– Tiene ojos en la nuca -gruñó Slade mirándose a las botas-. No hagáis caso.

– Las mías están limpias-dijo Kurt.

Juanita había cambiado de tema cuando salió de la despensa con dos bolsas de plástico de cebollas pequeñas y tomates rojos. Después de cerrar la puerta con una patada, dejó caer las bolsas sobre el bloque de madera maciza y sacudió la cabeza. Con un dedo acusador, señaló a Thorne y le dijo:

– Esa mujer, esa tal Annette, ha vuelto a llamar. Insiste en que la llame hoy -y volteando los ojos farfulló algo en español.

Thorne no pudo ocultar su enfado.

– La próxima vez deja que salte el contestador.

– Lo he hecho, pero lo he oído mientras se grababa. Estaba limpiando el polvo -tenía la barbilla alta y la espalda estirada como una tabla de planchar, como si estuviera preparándose por si Thorne la reprendía por haber escuchado a escondidas-. Y eso no es lo peor. También ha llamado otro periodista. Quiere hablar con usted. ¡Dios! -exclamó en español con las manos alzadas y sacudiendo la cabeza como si no entendiera nada.

– Hablaré con ellos luego -dijo Thorne y después se volvió hacia Kurt-. Vamos al salón.

Juanita abrió la bolsa de cebollas y comenzó a pelarlas.

– ¿Les gustaría comer algo? ¿Algo para beber?

– Unos aperitivos estarían bien. Y cerveza -dijo desde el pasillo Thorne que, mientras Slade y Kurt se dirigían al salón, se quitó la chaqueta y se subió las mangas de la camisa-. Bueno, ¿qué tienes? -preguntó cuando ya estaban los tres en el salón.

Striker estaba junto a las ventanas con gesto serio.

– No creo que en el accidente que tuvo vuestra hermana ella fuera la única involucrada. Sospecho que también hubo otro vehículo.

– Espera un minuto, ¿no contradice esto todo lo que nos ha dicho la policía? -Thorne estaba atónito. Miró a Slade para que lo apoyara.

– Yo lo he oído -Slade estaba arrodillado junto al fuego, prendiendo el papel y las astillas con una cerilla.

– Ahora mismo no es más que una teoría -señaló Striker-, pero parece que hay una discrepancia. Unos cuantos arañazos en la pintura de su guardabarros trasero. No hay marcas de derrape, ni ninguna otra prueba, pero creo que es una posibilidad que otro vehículo estuviera involucrado.

El fuego crepitó al recobrar la vida y Slade arrojó un grueso pedazo de roble a las hambrientas llamas. Juanita llevó en una bandeja tres botellas de cerveza y una cesta de patatas fritas. En cuanto desapareció, Striker cruzó la habitación y se sentó en una esquina del gastado sofá de piel, frente a la chimenea. Slade y él tomaron sus botellas. Thorne no. Lo único que le interesaba en ese momento era la historia del detective.

– ¿Y qué dice el sheriff? -preguntó, ignorando que le dolía la cabeza y que tenía el estómago encogido. La hipótesis de Striker no eran buenas noticias. En absoluto. Si alguien había sacado a Randi de la carretera o incluso la había golpeado de forma accidental, significaba que un conductor se había dado a la fuga… o peor. Podría haber sido intencionado.

– No dicen mucho, aunque aún siguen considerando todas las posibilidades. El problema es que no tienen testigos y dado el estado de Randi, que no puede decirles lo que ocurrió, no pueden aventurarse a sacar ninguna conclusión.

– Pero tú pareces estar seguro.

Striker miró a Thorne fijamente.

– He dicho que era simplemente una teoría. No estoy seguro de nada.

– ¿Y qué pasa con el padre del bebé?

– Tengo algunas posibilidades, pero aún no he hablado con ellos.

– ¿Quiénes son?

– Hombres con los que se la vio hace aproximadamente un año. Al parecer vuestra hermana no tenía un novio formal, al menos no últimamente. Salía con gente del trabajo y con amigos que conocía del colegio, pero nadie con quien pareciera tener un romance serio. Nunca le dijo nada a nadie de este tipo, sea quien sea -dio un largo trago de cerveza.

»Pero hay unos hombres con los que salió que intento localizar. Uno se llama Joe Paterno, un fotógrafo que hizo algunos trabajos por cuenta propia para el Clarion. Después hay un abogado llamado Brodie Clanton… se dice que maneja mucho dinero en Seattle. Su abuelo fue juez. El último es una especie de vaquero al que conoció al ayudar a alguien con una entrevista.

– ¿Se llama…?

– Sam Donahue.

– Conozco a Sam Donahue -dijo Slade al situarse junto a la librería, con las caderas apoyadas contra el mueble bar y las tobillos cruzados-. De cuando montaba en el circuito. Matt también lo conoce, si es el mismo tío en el que estoy pensando. Grande. Rubio. Un tipo duro.

– Ése es.

– ¿Y salía con Randi? -Thorne no podía creérselo.

– Eso parece. Aún no he podido contactar con él.

Slade resopló y le dio un buen trago a su cerveza.

– Ha estado en la cárcel, creo.

– Así es.

– ¡Maldita sea! -exclamó Thorne.

– Cuanto más sé de nuestra hermanita, más cuenta me doy de que no la conocía en absoluto -comentó Slade sacudiendo la cabeza.

– Ninguno la conocíamos -dijo Thorne justo cuando la puerta principal se abrió para cerrarse al instante de un portazo. Matt entró en el salón y se unió a la conversación.

– ¿Ninguno qué? -preguntó quitándose los guantes y mirándolos a todos. Tenía la cara rojiza por el frío y tiró el sombrero sobre el asiento de un sillón vacío.

Slade se lo presentó a Kurt y lo puso al corriente de la conversación mientras agarraba la otra botella de cerveza y la abría.

– ¿Sam Donahue? Imposible. Ese no es del tipo de Randi.

– Vaya, así que ahora eres el experto. Dinos, ¿quién es el tipo de Randi? -preguntó Thorne, más frustrado que nunca.

– Ojalá lo supiera -admitió Matt-. ¡Maldita sea!

– ¿Qué más tienes? -le preguntó Thorne al detective.

– No mucho más, excepto que a vuestra hermana tampoco le iba tan bien en el trabajo últimamente. Aunque todo el mundo del periódico ha mantenido la boca cenada, algunos de sus compañeros creen que se había metido en un buen lío con los editores.

– ¿Cómo? -preguntó Thorne con gesto de extrañeza.

– Buena pregunta. Tengo copias de todas las columnas que ha escrito en los últimos seis meses, pero ésas son sólo las que se publicaron. Según su amiga Sarah Peeples, que escribe críticas de cine, Randi tenía escritas columnas como para dos semanas, pero que no se habían publicado todavía. Nadie las ha visto. Y se había oído que estaba trabajando en algún proyecto, aunque el periódico lo niega. El caso es que nadie ha visto copias de ello.

– Excepto tal vez Randi.

– Y ella no puede contamos nada -señaló Matt, apoyado en la librería y rodeado por el sonido del crepitar del fuego.

– ¡Escribe consejos para enamorados con el corazón roto! -interrumpió Slade.

– ¿Y? -pensó en alto Striker.

– Esperad un minuto -dijo Matt-. Has dicho que alguien podía haber impactado contra el coche de Randi, pero que nadie sabe si fue intencionado o no. Es un gran salto pasar de un accidente aislado porque la conductora se topó con una capa de hielo a hablar de… ¿qué? ¿De un intento de asesinato?

– Lo único que estoy diciendo es que puede que haya habido otro vehículo implicado y que si lo hay, el conductor es, por lo menos, culpable de haberse dado a la fuga. A partir de ahí la cosa no puede más que empeorar.

– Si es que impactó contra ella -la mirada de Matt se posó en el investigador privado. Sin duda se mostraba escéptico.

– Eso es.

– Creo que estamos suponiendo demasiado.

– Sólo valoramos todas las posibilidades -respondió Slade-. Se lo debemos a Randi.

– Dios, ojalá despertara -Matt se pasó una mano por el pelo en un gesto de frustración.

– Eso es lo que queremos todos -Thorne miró a sus hermanos-. Pero hasta que lo haga, tenemos que intentar resolver esto -y mirando a Striker, añadió-: Sigue en ello, habla con todos los que puedas. Tenemos que encontrar al padre del bebé de Randi. Y si hay alguna forma de encontrar el grupo sanguíneo del hombre con el que estaba, podríamos al menos descartar algunas posibilidades.

– Ya estoy en ello -dijo Striker.

– ¿Cómo lo haces? -preguntó Matt.

Kurt le lanzó una mirada diciéndole que mejor que no lo supiera.

– Ocúpate de ello, ¿vale? -Thorne no estaba seguro de que le gustara Kurt Striker, pero creía que el hombre haría lo que fuera por sacar la verdad a la luz. Eso era lo único que importaba. Ni siquiera le importaba si se infringía la ley un poco, no si la vida de Randi estaba realmente en peligro por alguien que le guardara rencor. ¿Pero quién?

Striker asintió.

– Lo haré. Y voy a intentar encontrar esas columnas que están desaparecidas. ¿Sabéis alguno si tenía ordenador portátil?

Slade alzó un hombro. Matt sacudió la cabeza y Thorne frunció el ceño.

– En su escritorio no hay nada.

– ¿Y cómo lo sabes? -preguntó Matt.

– Lo he visto.

– ¿Has entrado en su apartamento? -Matt miró a sus hermanos-. Ey, ¿no es eso ilegal? Randi nos matará si se entera.

– Si alguien no se ocupa primero de eso -Striker le dio el trago final a su botella.

– Esperad… -Matt miró a Thorne con incredulidad-. ¿No creéis que nos estamos precipitando? Quiero decir, ha tenido un accidente, resultó herida, pero no creo que se haya cometido ningún crimen.

– Y tampoco sabes si lo ha habido.

– ¿Pero por qué? Le caía bien a todo el mundo que conoce, según ha dicho Slade, daba consejos a los enamorados deprimidos. Eso no tiene ningún misterio, no es como si hubiera estado destapando escándalos o metida en política.

– Era más que un tema de enamorados -aclaró Slade-. Su columna era para gente soltera…

– Sí, eso ya lo sé -contestó Matt bruscamente.

– Pero el caso es que ninguno sabemos qué estaba haciendo con su vida, ¿no? -Thorne se remangó-. Ni siquiera nos contó que estaba embarazada. Existe la posibilidad de que alguien, ya sea por accidente o intencionadamente, estuviera implicado en el accidente, y tenemos que descubrir quién.

– Y un porqué -Matt agitó una mano exasperado-. ¿No necesitamos un motivo?

– No si fue un accidente y alguien se asustó y huyó -Slade se terminó su botella.

– Bueno, entonces, mirar en su ordenador y entrar en su apartamento no sería necesario, ¿verdad? -apuntó Matt.

– ¡Ey! ¡Merece la pena intentarlo todo! -Slade fue hacia su hermano-. ¿No crees que deberíamos considerarlo todo? -estaba encendido, con la mandíbula tensa, igual que cuando de niños estaban a punto de empezar a pegarse.

Matt le dirigió esa sonrisa que tanto irritaba a sus dos hermanos.

– No sabemos mucho -dijo Slade con los dientes apretados-. Kurt va a ayudarnos a llegar al fondo del asunto. ¿Tienes algún problema con eso?

Los ojos de Matt se entrecerraron y posaron en los de su hermano pequeño.

– Ningún problema. Sólo quiero lo que sea mejor para Randi y J.R., eso ya lo sabéis. Y si algún bastardo es el culpable de su estado, quiero encontrarlo y encerrarlo, aunque para eso está la oficina del sheriff.

– A menos que estén sentados sin hacer nada -dijo Slade.

– Eso es. Pero no creo que debiéramos empezar una caza de brujas hasta que no estemos seguros de que hay una bruja.

Kurt se levantó.

– No te preocupes. Si la hay, la encontraré.

– Bien -Slade dio un paso atrás.

– Haz lo que tengas que hacer -le dijo Thorne antes de acompañarlo a la puerta, donde volvieron a estrecharse la mano. El teléfono sonó cuando la puerta se cerró tras el investigador-. Yo contesto -dijo yendo hacia el estudio. Tenía trabajo que hacer y no podía permitir que el mal humor de sus hermanos se lo impidiera.

– ¿Diga? -preguntó casi gritando.

– Chico, estás de mal humor -anunció la voz de Annette por la línea.

– Sólo ocupado -respondió él sin mucha gana.

– ¿Cuándo vuelves a Denver? -Annette no se andaba con rodeos.

– No lo sé -admitió, apoyando una cadera en el escritorio de su padre y balanceando una pierna. La idea de volver a la oficina, a su ático y a la agitada vida que llevaba allí no le resultaba demasiado atractiva ahora.

– ¿Así que te gusta volver a ser un vaquero? -preguntó y se rió sin la más mínima acritud, como si no hubiera cambiado nada entre los dos.

– Lo creas o no, me gusta estar aquí -dijo sinceramente-. No creas que soy un vaquero.

– Oh, vaya, yo que iba a ponerme mi falda vaquera y mi camisa de cuadros.

– ¿Querías algo?

– Mmm. La verdad es que sí. Papá te ha perdonado.

Thorne lo dudaba.

– Y aún sigue queriendo trabajar contigo.

– Entonces, ¿por qué no me ha llamado?

– Porque quería hacerlo yo, para asegurarme de que no había rencores.

– No por mi parte, al menos -dijo, a pesar de que no se fiaba de ella.

– Bien. Y no te preocupes. Papá te llamará. Avísame cuando estés en la ciudad. ¡Ah!, y Thorne… quítate el corbatín, no es tu estilo.

– No llevo ningún tipo de corbata.

– Oh, querido. Pues eso es todavía peor. Bueno, adiós, amigo -dijo con una risa. Se oyó un clic al otro lado de la línea y él se quedó allí con el auricular en la mano y preguntándose por qué se había molestado en llamar.

– No importa -se dijo, porque no sentía nada por ella; nunca lo había sentido. Tampoco había experimentado ninguna clase de vínculo especial con ninguna mujer en los últimos años… hasta que había vuelto a ver a Nicole. Desde el momento en que había puesto los ojos en ella en el hospital, lo había atrapado. Se preguntó qué estaría haciendo en ese instante, pensó en marcar su número, que ya había memorizado, pero después se recordó que tenía otras cosas importantes que hacer.

Durante las dos horas siguientes, volvió a hacer llamadas, a mandar correos electrónicos, pero no podía concentrarse y no podía sacarse de la cabeza ni a su hermana ni al bebé.

Cuando había colgado después de atender una llamada de su abogado, se recostó sobre la silla del escritorio hasta que ésta chirrió. Tamborileando con los dedos sobre el brazo curvado, miró por la ventana y una decena de preguntas lo asaltaron. ¿Qué hacía Randi en Montana? ¿Quién era el padre del bebé? ¿Había habido otro vehículo implicado en el accidente? ¿Se pondrían bien Randi y el niño? ¿Cuándo saldría del coma?

No tenía respuestas a ninguna de ellas y otro pensamiento, uno que había mantenido alejado, invadió su cerebro. Se preguntó qué haría Nicole esa noche. «Olvídalo», pensó, pero su mente no dejaba de volver a ese momento en el que habían hecho el amor, con sus cuerpos brillando por el sudor bajo las estrellas de la fría noche. ¿Cuándo volvería a verla? Miró al teléfono, maldijo para sí y se preguntó cómo se había colado tan dentro de su corazón.

Recordó el momento en que la abrazó en el aparcamiento y su grito contenido de sorpresa cuando la había besado; recordó cómo había gemido al hacerle el amor junto al riachuelo y cómo había mecido al bebé en la enfermería mientras le sonreía y susurraba, con tanta naturalidad como si fuera su madre. El efecto que eso había provocado en él había sido inmediato y le había detenido el corazón.

Podría pensar que estaba enamorándose, pero eso era ridículo. Él no era la clase de hombre que caía en esa trampa.

No estaba preparado para atarse a una mujer, no todavía. Tenía mucho por hacer.

«¿Ah, sí? ¿Y qué es? ¿Ganar otro millón o dos? ¿Hacer que una empresa hundida se convierta en una de prestigio? ¿Desarrollar otra subdivisión? ¿Volver a un ático vacío en una ciudad donde tus únicos amigos son tus compañeros de trabajo?».

Se levantó y estiró los brazos por encima de la cabeza. Por supuesto, volvería a Denver y seguiría con su vida. ¿Qué otra opción tenía? ¿Quedarse allí? ¿Casarse con Nicole?

Se quedó paralizado.

«¿Casarme con Nicole?». ¿Con la doctora Stevenson? ¡Imposible! ¡De ningún modo!

Pero no obstante, la idea lo atraía peligrosamente.


– Esto es ridículo -se dijo Nicole cuando terminó su turno y entró en su despacho. Por suerte, había sido un día tranquilo en urgencias, con sólo una cadera rota, un ataque de asma, una mordedura de perro, una apendicitis aguda y dos niños con contusiones y conmoción por un pequeño accidente entre una bici y un coche. Entre paciente y paciente había podido seguir con sus informes, visitar a algunos pacientes como Randi y J.R. y además pensar en Thorne McCafferty.

Últimamente había pensado mucho en él. Demasiado. Se sentó en su escritorio y jugueteó con un bolígrafo. Habían hablado por teléfono un par de veces desde que habían hecho el amor junto al arroyo y, por supuesto, se habían visto el día que habían almorzado juntos y cuando él había ido a visitar a su hermana. Siempre había pasado a verla y por ello ya se habían levantado rumores y algunos de sus compañeros le habían guiñado un ojo cada vez que él aparecía.

– Olvídate de él -se dijo, sabiendo que era imposible. A pesar de que ya la había traicionado una vez, no podía evitar sentir algo por él. No le había dado ninguna explicación, se había marchado a perseguir su sueño de dejar huella en el mundo, dejándola con el corazón roto. A pesar de ello, ese hombre la fascinaba. Como a una estúpida. Pero no podía permitir que volviera a hacerle daño.

Terminó con el papeleo pendiente y después hizo unas fotocopias de algunas de las columnas de Randi que Clare Santiago, la tocoginecóloga, le había dado. Movida por la curiosidad, Clare había encontrado algunos de los artículos en Internet y los había imprimido.

Ahora, según los leía, Nicole sonreía. Randi aconsejaba de forma generosa. Con tonos de ironía y sarcasmo, daba consejos muy sensatos a gente soltera que le había escrito contándole sus problemas amorosos, laborales, relaciones pasadas o dificultades para compaginar unas agendas demasiado apretadas. Randi hacía uso de clichés literarios, de viejos refranes y aderezaba la columna con palabras coloquiales, pero gran parte de los consejos que ofrecía mostraba su astuto y algunas veces cortante ingenio. Nicole se rió con algunos fragmentos y se preguntó si sus hermanos mayores también tenían esa lengua afilada. Ojalá pudiera hablar.

Tras guardar los artículos en una carpeta, decidió dar por finalizado el día. Apagó el ordenador y la lamparita, se estiró y salió al pasillo. Antes de volver a casa, iría a ver a la hermana de Thorne, la mujer en estado de coma cuyos consejos habían llegado a millones de personas.

Fuera de las puertas de la UCI, encontró a Slade y a Matt McCafferty esperando con impaciencia.

– Hola -Matt, que estaba de pie, se quitó el sombrero rápidamente.

Slade, sentado en una silla en la pequeña sala de espera, soltó una revista y se levantó.

– Quería ver a vuestra hermana antes de irme a casa.

– No ha habido ningún cambio -dijo Slade-. Cuando estaba dentro, los doctores estaban hablando sobre tratarle los huesos que tiene rotos ahora que la hinchazón ha bajado -se miró a las manos, que rodeaban el ala de su sombrero-. Tiene un aspecto honible.

– Pero está mejorando -le respondió Nicole-. Estas cosas llevan tiempo.

– Ojalá despierte -la frente de Matt estaba surcada por profundas arrugas de preocupación. Señaló hacia las puertas cerradas-. Thorne está con ella ahora.

– ¿Sí? -¿por qué había reaccionado así su corazón ante la sola mención de su nombre?

– Sí -Slade miró al reloj-. No creo que tarde en salir, si es que quieres hablar con él.

La boca de Matt se alzó en una media sonrisa.

– Bueno… ¿qué hay entre Thorne y tú?

– ¿Es que hay algo? -dijo ella, devolviéndole la sonrisa.

– Yo diría que sí -intervino Slade-. Nunca he visto a Thorne tan… contento.

– No está contento -dijo Matt sacudiendo la cabeza-. Él no conoce el significado de esa palabra, pero sí que se le ve menos nervioso y tenso, más distraído.

– ¿Sí?

Las puertas se abrieron y Thorne, con pantalones y cazadora vaqueros, salió como una flecha. Su expresión era sombría y tenía los ojos entrecerrados hasta que los posó con toda su fuerza en Nicole.

– ¿Ocurre algo? -preguntó ella.

– Sí, ocurre algo. Sigue en coma y tiene un aspecto horrible. Los médicos siguen diciendo que está progresando tan bien como se esperaba, pero no sé si creerlos. Ya ha pasado una semana desde que la trajeron aquí.

– Se está haciendo todo lo que…

– ¿Sí? ¿Y eso cómo lo sé?

– Pensaba que ya habíamos hablado de esto… de lo competente que es el personal, de la eficiencia del hospital, del tiempo que llevan estas cosas…

– Ya basta -la miró y se pasó la mano por el pelo con frustración-. ¡Maldita sea!

– ¿Qué quieres? -le preguntó ella.

– ¿Te refieres aparte de que mi hermana y su hijo se recuperen, aparte de encontrar al padre del niño, de descubrir la verdad sobre el accidente y de conseguir la paz en el mundo?

– ¿Eso es todo? -ella enarcó una ceja con gesto arrogante y le sostuvo esa irresistible mirada.

– No, ¡también me vendría bien una taza de café!

– Bueno, pues eso puedo conseguírtelo en cuanto cure a tu hermana y remate unos últimos detalles en el asunto de la paz en el mundo -respondió bruscamente y, al oír una risita detrás de ella, se volvió para encontrar a Slade intentando ocultar una sonrisa-. ¿Te hace gracia?

– En absoluto, pero estoy disfrutando mucho del espectáculo. No suele verse cómo alguien pone al viejo Thorne en su sitio.

– ¿Es eso lo que está haciendo? -preguntó Thorne y después, antes de que Nicole pudiera protestar, la agarró por el codo y la sacó al pasillo-. Vosotros -gritó mirando hacia atrás- podéis iros. Luego os veo.

– Espera un minuto. ¿Qué crees que estás haciendo? -le preguntó Nicole cuando él la llevó por el pasillo hasta una pequeña alcoba con un asiento empotrado bajo la ventana y unas macetas.

– Esto -no perdió el tiempo; bajó la cabeza y la besó con tanta intensidad que ella no podía respirar.

Sintió cómo sus huesos comenzaban a derretirse y se dijo que era una locura, que él no tenía derecho a arrastrarla a ninguna parte, y menos allí, en el hospital donde trabajaba. Sin embargo, había una parte de ella que respondió a su espontaneidad, a la intensidad de un hombre que la deseaba tanto como para llevarla casi a rastras hasta la relativa intimidad de esa pequeña habitación.

La boca de Thorne era pura magia: cálida e insistente. Ella lo besó también a él, separó los labios para aceptar su lengua, mientras el corazón le latía con una cadencia frenética y salvaje.

En ese momento sonó su busca y se apartó bruscamente ante la divertida mirada de él.

– No he podido resistirme -dijo Thorne mientras Nicole se metía la mano en el bolsillo para sacar el busca.

– A lo mejor deberías aprender a no perder el control -miró la pantalla digital y reconoció la extensión de la doctora Oliverio.

– ¡Ja! -lanzó una breve carcajada-. Cuando estoy contigo, lo pierdo completamente -admitió-. Igual que le pasa a usted, doctora.

– Me has sorprendido. Eso es todo. Tengo que irme.

– ¿Una urgencia?

– No lo sé, pero será mejor que vaya a ver.

Thorne esbozó una traviesa sonrisa cuando la atrajo hacia él y volvió a besarla.

– Te llamo luego.

– Vale -al darse la vuelta, Nicole se topó con dos auxiliares que fingieron no haber visto nada, pero las sonrisas que intentaron ocultar y el brillo de sus ojos le dijo todo lo contrario.

Se aclaró la garganta, recorrió el pasillo en dirección a su despacho y se recordó, por enésima vez, que no iba a tener nada con Thorne McCafferty.

Pero una pequeña voz dentro de su cabeza tuvo la audacia de insinuar que ya era demasiado tarde para eso.

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