Once

– Ya le daré una respuesta -le dijo Thorne, intentando mostrar una sonrisa, a la mujer que estaba sentada en el sillón favorito de su padre. Se llamaba Peggy, se había mudado a Missoula desde Las Vegas el año anterior y ahora vivía en Grand Hope. Por lo que podía saber, su experiencia con bebés se basaba en el tiempo que había criado a sus propios hijos y en los años que había pasado como auxiliar en una guardería. Sus otros trabajos habían incluido el puesto de supervisora en una fábrica de conservas en California y el de camarera de hotel en Nevada. Era bastante agradable, pero no estaba seguro de que fuera la mujer adecuada para vivir en el rancho y cuidar de J.R.-. Aún estoy haciendo entrevistas.

La mujer sonrió al ponerse de pie y se atusó su enmarañado pelo gris.

– Bien, ya me dirá algo. Tiene mi número.

– Sí, lo tengo en el curriculum.

Se dieron la mano y al hacerlo, él se fijó en que llevaba un anillo en cada dedo. Tenía una espesa capa de maquillaje y las uñas largas y pintadas de rojo intenso.

– Gracias -salió del salón sacudiendo sus esbeltas caderas bajo unos vaqueros ajustados. En la puerta, él le entregó su estropeado abrigo de ante y un pesado bolso de flecos que la mujer se echó al hombro antes de salir.

– ¿Ha ido bien? -preguntó Matt mientras aún se oían las botas pisando las escaleras-. ¿Has encontrado a alguien?

– Aún no -Thorne miró por la ventana y vio a Peggy subirse en una enorme ranchera con tanta porquería encima que algún chaval había escrito Lávame en la luna trasera. Ella se detuvo a encenderse un cigarrillo y echó un geiser de humo antes de arrancar. No, Peggy Sentra no le serviría. Y tampoco las otras dos mujeres que había conocido.

– Has entrevistado a tres.

– Y tendré que entrevistar a una docena más -las tres mujeres que había visto le habían parecido totalmente incapaces de cuidar a su sobrino y no eran ni mucho menos lo que buscaba-. Ya he dejado un mensaje en el contestador de la agencia.

– El pequeño J.R. vuelve a casa mañana.

– Lo sé, lo sé -respondió Thorne con brusquedad- y me parece que los tres y Juanita vamos a tener que hacer malabarismos para ocupamos de todo hasta que encontremos a alguien.

– Ey, para el carro -dijo Matt alzando las manos-. Yo tengo que salir mañana, tengo que arreglar la valla antes de que movamos la manada. Slade, Adam Zolander y Larry Todd van a ayudarme. Y pasado mañana tengo que ir a mi finca, así que será mejor que no contéis conmigo hasta que vuelva.

Thorne frunció el ceño, pero no dijo nada. Matt tenía su propio rancho en la frontera con Idaho, un lugar que apenas había podido permitirse. Aun así, había reunido suficiente dinero para la entrada y había hablado con el anterior propietario para pagarle el resto. Se sabía que Matt trabajaba entre dieciséis y dieciocho horas al día, y todo por un pedacito de tierra empinada y una pequeña granja. Thorne nunca había entendido la conexión que Matt tenía con la tierra, su necesidad de tener su propio rancho, pero allí estaba. Él, en cambio, había aprendido a muy temprana edad que una superficie en acres tenía más valor porque podías explotarla o sacarle beneficio vendiéndola,

– Vale.

– Y Slade también va a estar ocupado mañana, así que a menos que puedas convencer a Juanita para que cambie pañales y ponga al niño a eructar, me parece que tú vas a ser la niñera elegida -soltando una risita agarró su sombrero-. Y la habitación ya parece estar lista. Ya he colocado la cuna, el cambiador y la cómoda, pero aún necesitamos cosas básicas: pañales, la leche para el biberón, polvos de talco y un osito de peluche.

– Ya está todo pedido -dijo Thorne.

– Bien.

Riéndose para sí, Matt se puso la chaqueta y salió. Thorne fue al estudio. Había llegado el momento de pasar al plan B.


El teléfono sonó y Nicole, que estaba a punto de guardar las llaves, respondió:

– ¿Diga?

– Hola -al reconocer la voz de Thorne, se apoyó contra la ventana y sonrió. Por qué sus labios se habían curvado en esa sonrisa era algo que no entendía, pero tampoco intentó esconderla mientras contemplaba el jardín oscurecido por la noche. Las niñas gritaban a su alrededor y, para hacerlas callar, presionó el dedo índice en los labios.

– Necesito tu ayuda.

– ¿Que tú necesitas mi ayuda? -tuvo que esforzarse para no reír. Resultaba gracioso ver al presidente de McCafferty Internacional pidiendo ayuda.

– Completamente. J.R. sale del hospital mañana y eso va a suponer un buen cambio por aquí.

Ella miró a sus dos terremotos.

– Ni te lo imaginas.

– Pensé que tal vez podrías darme algunos consejos.

– Ah, por supuesto -se rió al ver a Molly perseguir con una serpiente de goma a Mindy, que chillaba fingiendo estar horrorizada-. ¿No sabes que hago de madre todos los días?

– ¿Podemos discutirlo mientras cenamos?

– Tengo a las niñas.

– Pues tráelas.

Ella soltó una fuerte carcajada.

– Creo que no sabes lo que me estás diciendo.

– Puede que no, pero a lo mejor ya es hora de que lo sepa. Podría recogeros y…

– No, iremos nosotras. Por fin tengo el todoterreno y está preparado con las sillas de las niñas. Además, puede que me tenga que ir pronto si las niñas… -les estaba diciendo con la mirada que ella era la madre y que tenían que hacerle caso- cometen el error de dar guerra, algo que seguro no pasará esta noche. No se atreverían.

Mindy se mordisqueó el labio, pero Molly ignoró la advertencia y agitó la serpiente de mentira en la cara de su hermana.

– Ya les había dicho que las llevaría al Burger Corral. Está en la esquina de la Tercera con Pine.

– Ya sé dónde está -dijo él secamente-, he crecido aquí. Pero estaba pensando en algo un poco más tranquilo.

– Créeme, cuando tienes hijos de cuatro años, no buscas un sitio tranquilo.

Molly estaba tirándole del abrigo.

– Vamos, mami.

– Mira, si quieres venir, allí estaremos -le dijo-. Ya salimos para allá.

– Estaré allí en media hora.

Nicole colgó y se dijo que no estaba pensando con claridad. ¿No se había dicho ya que no se relacionaría con Thorne, que sólo porque hubieran compartido unos besos, conversaciones y hubieran hecho el amor, no había razón para volver a confiar en él? Pero había algo en ese hombre tan terriblemente irresistible que resultaba peligroso. Más que peligroso, era un suicidio emocional.

– Vamos, niñas, poneos los abrigos.

El teléfono volvió a sonar casi al instante y Nicole lo levantó pensando que Thorne había cambiado de idea.

– ¿Ahora quieres echarte atrás? -dijo ella bromeando.

– Creo que ya es un poco tarde para eso, ¿no? -la voz de Paul llevó al traste su buen humor y se preparó para lo que seguramente sería una conversación tensa.

– Esperaba la llamada de otra persona.

– Entonces seré breve -su voz era fría y Nicole se sorprendió por el hecho de haber podido amar a un hombre así.

– Vale.

– Se trata de los derechos de visitas.

– ¿Qué pasa? -preguntó sujetando con fuerza el auricular y con un nudo en el estómago, como siempre le pasaba cada vez que Paul y ella empezaban a discutir… lo cual sucedía casi siempre que hablaban.

– Sé que tengo derecho a tener a las niñas todos los veranos y cada dos Navidades.

– Sí -el corazón comenzó a latirle con fuerza. No podía creerlo, pero era posible que fuera a pedirle la custodia. ¡Dios mío! ¿Qué haría ella si perdiera a sus hijas?

– Pero Carrie y yo vamos a ir a visitar a sus padres en Boston en Navidad y este verano hemos planeado un viaje a Europa. Tiene que acudir a una convención en Madrid y hemos pensado en aprovechar la oportunidad y ver Francia, Portugal e Inglaterra mientras estamos allí. Así que habría cuatro semanas en mitad del verano en las que no podríamos llevarnos a las gemelas.

«Como si las responsabilidades como padre fueran algo que pudiera elegir cuándo tener».

Miró a sus hijas, que ahora estaban poniéndose los abrigos, y se le rompió el corazón al imaginarlas creciendo sin un padre.

– Sabes que nos encantaría tenerlas si fuera posible, pero Carrie tiene que pensar en su trabajo.

– Por supuesto.

– Igual que tú, Nicole. Igual que has hecho tú siempre -allí estaba, era inevitable. Lo que era algo bueno para Carrie era malo para Nicole, pero no había necesidad de discutir.

– No te preocupes -dijo ella con un nudo en la garganta-. Puede que sea mejor que se queden conmigo.

– La verdad es que yo pienso lo mismo. Sería duro para Molly y Mindy traerlas de pronto aquí, no están acostumbradas a una gran ciudad ni a estar metidas en un piso. Con nuestros trabajos sería muy difícil…

– Mira, lo entiendo, pero tengo que irme. ¿Quieres… hablar con las niñas? -no podía soportar ni un minuto más oyendo cómo se justificaba por dejar de lado a las niñas.

¡Eran sus hijas! Preciosas y maravillosas, y se merecían algo mejor.

– Oh… -un silencio-. Claro.

Sin mucho entusiasmo, puso a las niñas al teléfono, las dejó hablar con ese extraño y en unos minutos volvió a hablar ella.

– Ya llego tarde y tengo que irme, pero solucionaremos lo de las visitas.

– Sabía que podía contar contigo -las palabras de Paul resonaron en su mente, ¿qué haría él si no pudiera contar con ella?-. Me alegra que lo entiendas -dijo con voz de alivio.

– Adiós, Paul -colgó y ayudó a Mindy a subirse la cremallera del abrigo-. Vamos niñas, en marcha.

– ¿Estás enfadada, mami? -le preguntó Mindy cuando se colgó el bolso al hombro. Al ver su reflejo en el cristal de la ventana, Nicole comprendió la preocupación de su hija.

– Ya no. Vamos, al coche -abrió la puerta y las niñas salieron. Sus piernas regordetas se movían rápidamente, sus zapatos golpeaban el suelo de porche trasero y sus risas resonaban por el aire de la noche.

– Yo voy delante -gritó Molly.

– No, yo -respondió Mindy.

– Las dos vais detrás, en vuestras sillas, ya lo sabéis.

– Pero Billy Johnson va delante -dijo Molly. Billy era un niño de pelo alborotado que iba al colegio con ellas.

– Y también Beth Anne.

Otra amiga.

– Bueno, pues vosotras no -las ayudó a abrocharse los cinturones de seguridad y después se colocó en su asiento. Se detuvo para retocarse el pintalabios, arrancó y sonrió al oír el todoterreno lleno de vida. Mientras daba marcha atrás, sintió un repentino miedo por volver a quedar con Thorne. Tanto si le gustaba como si no, ya tenía una relación con él y eso le preocupaba.

– No es una cita -se dijo.

– ¿Qué? -preguntó Molly.

– Nada, cielo, ahora pensad qué queréis cenar -dijo y en silencio añadió: «Yo, mientras, pensaré qué voy a hacer con Thorne McCafferty».


En quince minutos, Nicole había conducido hasta el pequeño restaurante, había aparcado en el abarrotado aparcamiento y había llevado a las niñas hasta una mesa situada en una esquina cerca de un dispensador de refrescos. Las ayudó a quitarse los abrigos y las dejó ir a la zona de videojuegos donde un grupo de niños que aparentaban ocho o nueve años intentaban ganarse los unos a los otros rodeados de los sonidos de las pistolas simuladas de los juegos, del murmullo de las conversaciones, y del tintineo de los cubitos de hielo de la máquina de refrescos.

Por encima de todo ello se oía una ligera música, un tema de Elvis Presley, aunque no podía recordar cuál. Reconoció a algunos de los clientes: los dueños del pequeño mercado de la esquina, un chico al que había dado puntos cuando se había abierto la cabeza patinando y una joven madre que trabajaba en el colegio al que iban las gemelas.

Pidió una cola-cola light y leche para las niñas y después esperó nerviosa hasta que vio a Thorne empujar una de las dos puertas de cristal. Alto, de hombros anchos, y expresión de determinación, miró a su alrededor hasta que la encontró. Ante esa intensa mirada, ella se quedó sin respiración y se reprendió por reaccionar como una tonta colegiala. «Es sólo un hombre». ¿Qué tenía que hacía que su idiota corazón diera esos vuelcos con sólo verlo? Lo saludó con la mano y él se abrió paso entre el laberinto de mesas.

– ¿Dónde…? -empezó a preguntar él antes de ver a las gemelas de pie en unas sillas mirando por encima de los niños que jugaban a los videojuegos-. Ah.

– Ahora vienen. Tengo suerte de que no entiendan que necesitan dinero para que las máquinas funcionen.

– Entonces cuando se enteren te van a arruinar.

– Exactamente.

Después de colgar su cazadora donde ya colgaban los abrigos de las gemelas, Thorne echó un vistazo al restaurante y se sentó en el banco, junto a Nicole.

– No es exactamente lo que tenía en mente cuando he llamado -admitió-, pero servirá.

– ¿Ah, sí?

– No había venido aquí desde el instituto.

– ¿Buenos recuerdos? -Nicole logró controlar la voz porque en muchas ocasiones ella había estado allí sentada en esa misma mesa esperando que Thorne McCafferty llamara o regresara a Grand Hope. Pero no había ocurrido.

– Unos mejores que otros -la miró fijamente y después levantó una carta de menú plastificada-. Aquí tuve la primera cita de mi vida, con Mary Lou Bennett, el primer año de instituto. Estaba muerto de miedo. Y en otra ocasión me peleé con un chico un poco mayor que yo. ¿Cómo se llamaba? Era un gallito… Mike algo… Wilkins… eso es. Mike Wilkins. Me molió a palos en el aparcamiento.

– ¿Te pegó?

– Sí, pero odio reconocerlo -enarcó una ceja-. Sí, doctora Stevenson, no siempre he sido el tipo duro y frío que ves ante ti.

– ¿Qué sucedió? -preguntó fascinada. Nunca había oído esa historia.

– Vino la policía y nos tomó declaración a los dos y a todos los chicos que habían presenciado la pelea. Mi padre tuvo que venir a sacarme y casi me echaron del instituto y del equipo de rugby, pero como siempre, John Randall lo arregló todo. El peor castigo que me llevé fue un ojo morado, unos dientes rotos y un ego herido.

– Algo que probablemente te merecías.

– Probablemente -alzó un lado de la boca en una sonrisa de desaprobación-. Era un poco chulito.

– ¿Eras?

Él se rió.

– ¿Por qué fue la pelea? -preguntó Nicole sorprendida por su franqueza.

– ¿Por qué iba a ser? Por una chica. Yo iba detras de su novia. No recuerdo su nombre, pero era pelirroja, con una sonrisa preciosa y otros cuantos atributos.

– ¿Y eso era lo que te atraía? ¿Sus atributos?

– Y el hecho de que fuera la novia de Mike Wilkins -sus ojos grises resplandecieron-. Siempre me han gustado los desafíos y un poco de competencia nunca hace daño a nadie.

En ese momento Molly llegó corriendo.

– Quiero veinticinco centavos.

– ¿Por qué?

– Porque ese niño -señaló con un dedo acusatorio a un niño con el pelo rubio de punta y pecas- dice que los necesito para jugar.

Nicole miró a Thorne.

– Pues ahora no tenemos tiempo. Ve a buscar a tu hermana, que vamos a pedir la cena.

– ¡No! Quiero veinticinco centavos.

– Escucha, esta noche no, ¿vale? Ahora, vamos -miró a Thorne y suspiró-. Discúlpame un segundo -fue hacia los videojuegos y bajó a Mindy de la silla sobre la que estaba subida. Mindy, como de costumbre, se mostró mesurada en su protesta, mientras que Molly, siempre más gritona, estaba llegando a resultar repelente.

– ¡Quiero veinticinco centavos! -exigió dando patadas al suelo.

– Y yo te he dicho que no vendríamos a menos que os comportarais -logró sentarlas a las dos a la mesa, una a su lado y la otra junto a Thorne.

– Quiero patatas fritas -dijo Molly con rotundidad.

– ¿Ah, sí? Vaya, qué sorpresa.

– Y un perrito caliente.

– Yo también -dijo Mindy. Resistieron en sus asientos hasta que la camarera, una jovencita delgada con pantalones negros, camisa blanca impoluta y una pajarita roja, les tomó nota. Después volvieron a irse, derechitas a las máquinas de videojuegos. Mientras, el restaurante seguía llenándose de gente y las conversaciones flotaban en el aire.

– ¿Ves lo que te espera? -la mirada de Nicole siguió a las niñas-. Puede que yo tenga gemelas, pero tú tendrás que lidiar con un recién nacido.

– Sólo hasta que Randi se recupere -su gesto se volvió serio.

– Supongo que no habéis podido localizar al padre del niño.

– Aún no, pero lo haremos -su determinación quedó reflejada en el gesto de su boca.

A Nicole le decepcionó que tuviera tantas ganas de desentenderse de sus responsabilidades como padre temporal. Mientras la camarera volvía con sus bebidas, se recordó que después de todo era un soltero empedernido, un hombre más interesado en hacer dinero que en hacer bebés.

Thorne se fijó en la mezcla de emociones que cruzaron el rostro de Nicole y en cómo, de pronto, su sonrisa se había desvanecido.

– La razón por la que te he llamado es porque necesito tu ayuda. Necesitamos una niñera hasta que Randi esté lo suficientemente bien como para cuidar de él.

– Ya.

Intentó no fijarse en el modo tan sexy con que sus dientes delanteros descansaban sobre su labio inferior al mirar a sus hijas, o en cómo su blusa se abría seductoramente insinuando un escote. Ella lo miró y en ese segundo en que sus ojos dorados se toparon con los de él, Thorne sintió la increíble y apremiante necesidad de besarla de nuevo… algo que siempre le sucedía.

– No debería ser tan difícil encontrar a alguien adecuado. Estoy dispuesto a pagar lo que haga falta.

– El dinero no es el problema

– Claro que sí.

Ella volteó sus expresivos ojos y le quitó el plástico a su pajita.

– Aún no lo entiendes, ¿verdad? No se trata del dinero -le dio un largo trago a su refresco-. Sabes que ése siempre ha sido tu problema. ¿No entiendes que no puedes comprar el amor? No puedes encontrar a la niñera más cariñosa y encantadora sólo ofreciéndole unos cuantos dólares más. La gente es como es, no cambia cuando tú le pones un cheque delante de las narices.

– Lo sé, pero la mayoría de la gente actúa y finge por dinero.

– Tú no quieres alguien que actúe, quieres alguien que se preocupe. Hay una gran diferencia. No estoy diciendo que no les pagues bien, porque eso, por supuesto tienes que hacerlo. Pero primero encuentra a esa persona cariñosa y afectuosa y luego págale lo que merezca.

– ¿Es eso lo que hiciste tú?

– Por supuesto. Encontré a Jenny por medio de un anuncio que puse en el periódico. Después de entrevistar a un montón de mujeres y de preguntar en guarderías, ella me llamó, nos vimos y el resto es historia. Estudia en la universidad y es la chica más agradable que te puedas encontrar. Es cariñosa, cercana, sana y tiene un gran sentido del humor, cosa que necesitas para estar con niños. Lo arreglamos para que nuestros horarios encajaran. Es un poco difícil, pero se puede arreglar -la enfermera llegó con sus bandejas de comida y Thorne ayudó a Nicole a sentar a las niñas. En ese momento, su busca sonó.

– Tengo que hacer una llamada y tengo el móvil en el coche. ¿Te importaría vigilar a las niñas un minuto?

Thorne alzó un hombro.

– ¡No, mami! -gritó una de las gemelas.

– Vuelvo enseguida. Lo prometo. El señor McCafferty os ayudará a abrir las bolsitas de ketchup para vuestras patatas.

– Claro -dijo Thorne, aunque pensar en estar con dos terremotos de cuatro años era algo sobrecogedor.

Cuando Nicole salió, las gemelas hicieron intención de salir corriendo tras ella, pero Thorne las distrajo con sus batidos. Le quitó el plástico a las pajitas y las metió en las copas.

Mientras una empezaba con su batido, la otra abría bolsitas de ketchup. Una vez más, las ayudó y después echó la salsa roja encima de las patatas fritas.

– ¡Nooo! -gritó la niña-. ¡Quiero mojarlas!

– ¿Qué?

– Quiero mojarlas. No lo quiero por encima -tenía su pequeña carita arrugada en un gesto de enfado mientras miraba la cesta de patatas. La otra niña sorbía desesperada el batido, intentando que el líquido demasiado espeso subiera por la pajita.

– No sube -se quejó.

– Sorbe más fuerte.

– ¡Eso hago!

– No me gusta -dijo la otra niña y Thorne le quitó el perrito, se lo puso en su plato y se lo cambió por su hamburguesa. Además le dio una bolsita de ketchup ya abierta.

– Échatelo como quieras -le quitó de las manos el batido a la otra niña, levantó la tapa y usó la pajita para remover esa masa de color chocolate-. Así mejor -le dijo, y volvió a ponerle la tapa-. Si no funciona, espera un poco hasta que se derrita.

– ¿Dónde está mami? -preguntó una de ellas mientras hundía una patata en la piscina de ketchup que había creado.

– En el coche, haciendo una llamada.

– ¿Va a volver?

– Eso creo -dijo y guiñó un ojo.

Las niñas empezaron a echar en su comida mucho más ketchup y mostaza de los necesarios, pero Thorne, nada acostumbrado a estar con niños, decidió dejarles hacer lo que quisieran. Para cuando Nicole volvió, tenían salsas en la cara, en las manos, en la ropa e incluso en el pelo.

– ¿Va todo bien? -quiso saber Thorne.

– Una emergencia, nada serio. Ya me he ocupado. Oh, ¿qué ha pasado? -preguntó Nicole al ver a sus hijas.

– Que han comido.

– ¿Y los baberos? -posó los ojos sobre los dos baberos de plástico que había en la bandeja.

– No los hemos visto.

Suspirando, Nicole les limpió la cara antes de, por fin, prestarle atención a su cena.-Tienes mucho que aprender -dijo y le dio un mordisco a su hamburguesa.

– Por eso necesito una niñera.

– O dos -respondió ella.

– Como ya te he dicho, esperaba que pudieras ayudarme en ese aspecto.

– ¿Cómo?

– A lo mejor tú o tu niñera podríais darme números de gente que pudiera estar interesada en cuidar del bebé a tiempo completo. Al menos hasta que Randi puede ocuparse de él.

– Es posible -dijo limpiándose la comisura de los labios con una servilleta antes de, automáticamente, limpiarle la mejilla a una de sus hijas.

– ¡No! -gritó la niña.

– Oh, Molly, no seas tan gruñona -Nicole no cedió y enseguida, a pesar de muchas quejas, la cara de la niña ya estaba libre de condimentos y las dos habían reanudado su comida.

Thorne observaba a Nicole con sus hijas, cómo jugaba y bromeaba con ellas incluso cuando les imponía disciplina. No alzaba la voz, siempre les prestaba atención cuando hablaban y corregía sus errores con un guiño de ojos y una sonrisa. La más precoz desafiaba a su madre y la más tímida a veces ni hablaba y la ignoraba, pero lo que quedó claro durante la cena fue que la doctora Nicole Sanders Stevenson era toda una madraza.

Aunque tampoco era algo que a Thorne le importara, porque no estaba buscando a una mujer para criar a sus hijos. En realidad, ni siquiera estaba buscando una mujer. Punto.

Sin embargo, y por alguna razón que desconocía, seguía llevando en el bolsillo ese maldito anillo que su padre le había dado.

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