– ¿Qué le pasa? -apretó con fuerza el auricular. El corazón le golpeaba el pecho con pavor. ¿Cómo era posible que un bebé, el hijo de Randi al que nunca había tenido entre sus brazos, supusiera tanto en su vida?
Oyó la puerta trasera y Matt entró desabrochándose la chaqueta.
– Slade sigue…
Thorne lo hizo callar con una mirada fulminante y llevándose un dedo a los labios.
– ¿Qué le pasa al bebé? -repitió y vio a Matt palidecer.
– Tiene problemas para alimentarse y dificultades respiratorias, su abdomen está hinchado, tiene fiebre…
– Sé clara, Nicole. ¿Qué tiene? ¿Qué ha pasado? -Thorne estaba caminando de un lado a otro, estirando el cable del teléfono bajo la atenta mirada de Matt.
Nicole dudó un poco y a Thorne le costó respirar.
– El doctor Arnold cree que puede tener meningitis. Os llamará luego y…
– ¿Meningitis? -repitió Thorne.
– ¡No! -Matt rompió su silencio.
– ¿Cómo demonios ha podido pasar?
– Cuando Randi llegó al hospital, ya había roto aguas…
– ¿Qué? ¿Roto?
Matt alzó la vista y sus ojos se clavaron en los de su hermano mayor.
– Vamos -dijo Matt-. Ahora mismo. ¡Vamos al maldito hospital! -Thorne lo detuvo con un rápido movimiento de cabeza. Tenía que concentrarse.
Nicole volvía a hablar, su voz era calmada, aunque reflejaba cierto apremio.
– Rompió aguas en el accidente y existe la posibilidad de que el bebé quedara expuesto a alguna clase de bacteria.
– Ese doctor Arnold… ¿está ahí? ¿Está ahora en el hospital?
– Sí. Os llamará para daros más información…
– Vamos para allá.
– Os veo allí -dijo antes de que él colgara.
– ¿Qué está pasando? -preguntó Matt.
– El bebé tiene problemas. Esto no tiene buena pinta -dijo Thorne de camino a la puerta principal, donde se puso el abrigo.
Los dos corrieron a su camioneta, pero antes de subir al asiento del copiloto. Matt dijo:
– Espera un minuto. Será mejor que le diga a Slade que vamos al hospital…
– Date prisa -le ordenó, aunque Matt ya estaba corriendo hacia el granero. Desapareció dentro. Thorne metió la llave en el contacto, arrancó el motor y miró hacia el granero impaciente por que su hermano regresara.
Menos de un minuto después, Matt, con la cabeza agachada y sujetándose el ala de su sombrero, corrió bajo la lluvia. Thorne ya estaba arrancando cuando abrió la puerta y entró.
– Vendrá detrás.
– Vale.
Thorne pisó el acelerador a fondo, aunque no sabía por qué. Estaba desesperado por llegar al hospital, por hacer algo. ¿Qué había ido mal?
La lluvia caía con fuerza y las líneas del carril brillaban con el resplandor de los faros.
– Bueno, ¿qué ha pasado? -preguntó Matt con el rostro cargado de tensión en la oscuridad del interior del coche.
– Algo ha salido mal.
– ¿El qué?
– Todo -entrecerró los ojos para protegerse del reflejo de los coches que venían de frente, giró y acortó atravesando los cañones cubiertos de pino y los acres de tierras que rodeaban el Flying M. Mientras tanto, y en pocas palabras, repitió la conversación que había tenido con Nicole.
– ¿Por qué ha llamado Nicole? ¿Por qué no ha llamado el pediatra?
– No ha podido contactar, pero haré que nos instalen más líneas de teléfono. Mañana. Además, le había pedido a Nicole que me llamara si había algún cambio. Me ha dicho que el doctor Arnold nos llamaría, pero no voy a quedarme esperando. Quiero respuestas y las quiero ahora.
El rancho estaba a poco más de treinta kilómetros de la ciudad. Thorne condujo a toda velocidad, los neumáticos chirriaban contra el pavimento mojado.
Llegaron al hospital en tiempo récord. Thorne salió de la camioneta como una bala. Matt lo alcanzó. Corrieron por el oscuro aparcamiento, cruzaron las puertas automáticas de la entrada y subieron las escaleras de dos en dos hasta el segundo piso.
En aquella ocasión, no dejó que la enfermera de tumo le dijera lo que tenía que hacer. La pobre mujer, una rubia con una sonrisa vacilante, intentó avisarlos.
– Discúlpenme, pero no pueden entrar aquí -dijo, señalando a un cartel que decía Sólo personal autorizado.
– ¿Dónde está el bebé McCafferty? -preguntó Thorne.
– ¿Quiénes son ustedes?
– Somos los tíos del niño -dijo Matt-. Los hermanos de Randi McCafferty.
– La única familia que el bebé tiene ahora -explicó Thorne-, ya que nuestra hermana está en la UCI y no hemos localizado al padre -y no era ninguna mentira. Para nada. No se molestó en añadir que no tenía la más mínima idea de quién era el padre; tras lanzarle a Matt una mirada advirtiéndole que no diera más explicaciones, añadió-: Quiero ver a mi sobrino.
– Está en su cuna -dijo la enfermera con tono paciente-. Y está muy vigilado -apretó los labios y señaló hacia la sala acristalada donde el bebé, aparentemente calmado, dormía junto a un monitor. Tenía tubos insertados en su diminuto cuerpo y respiraba con la boca abierta. Otra enfermera rondaba alrededor de su cuna de plástico. La enfermera rubia continuó-: El doctor Arnold lo ha visto y está a punto de regresar… Oh, aquí está -sin duda, se quedó aliviada de pasarle la responsabilidad al pequeño hombre con gafas de montura metálica, hombros ligeramente encorvados y un pelo blanco alborotado.
– ¿Doctor Arnold? -preguntó Thorne atravesando al pequeño hombre con la mirada.
– Sí.
– Soy Thorne McCafferty y éste es mi hermano Matt. La madre del bebé es nuestra hermana. ¿Qué está pasando?
– Eso es lo que intentamos averiguar -dijo con calma el doctor Arnold, claramente no ofendido ni por las bruscas palabras de Thorne ni por su exigente actitud-. El bebé tiene meningitis, probablemente contraída en el lugar del accidente ya que a su hermana se le había roto la bolsa del líquido amniótico -Thorne sintió una presión en el pecho y los músculos de su mandíbula tensarse mientras el médico le explicaba lo que Nicole ya le había contado por teléfono. Slade apareció en ese momento, pálido y con los puños apretados. Se lo presentaron al médico y rápidamente lo informaron de todo.
– ¿Entonces cómo de peligroso es esto? -preguntó Thorne.
– Mucho -respondió el médico con tono solemne-. Somos un hospital pequeño, pero por fortuna, tenemos una unidad de pediatría de lo más avanzada.
Matt fue directo al grano.
– ¿Vivirá?
– Ojalá pudiera decirles que está fuera de peligro, pero no puedo -la mirada del hombre, tras sus gafas, resultaba funesta-. El índice de mortalidad para esta clase de meningitis es alto, entre el veinte y el cincuenta por ciento…
– Oh, Dios mío -susurró Matt.
– Sin embargo, las posibilidades de supervivencia de su sobrino son buenas gracias al personal y a los equipos de que disponemos. Ya se le ha administrado una terapia antibiótica, tiene un mecanismo de ventilación y se le ha suministrado una intravenosa para minimizar los efectos del edema cerebral. Aunque sobreviva, existe la posibilidad de que el niño sea sordo, ciego o que tenga alguna clase de retraso.
– Maldita sea -farfulló Slade mientras se pasaba una mano por la barbilla. De pronto se quedó pálido como un cadáver y su cicatriz se hizo más visible.
Thorne se quedó atónito. Miró al bebé de Randi y por primera vez en su vida se sintió impotente. La frustración lo invadía por dentro.
– ¿No hay nada más que podamos hacer? -preguntó Matt con gesto de preocupación.
– Tiene que haber algo que podamos hacer -añadió Thorne.
– Créanme, estamos haciendo todo lo que podemos -la voz del doctor Arnold era tranquila.
– Si necesita algo, lo que sea, lo pagaremos -Thorne se mostró categórico-. Aquí el dinero no importa.
El doctor apretó los labios y su espalda pareció tensarse.
– Ahora mismo el dinero no es el problema, señor McCafferty. Como les he dicho, tenemos los mejores equipos disponibles, pero claro está, este hospital siempre está buscando donaciones y benefactores. Espero ver su nombre en la lista. Ahora, si me disculpan, quiero ir a ver a mis pacientes.
Marcó un código en un teclado numérico y las puertas por las que sólo podía pasar personal autorizado se abrieron. El doctor Arnold desapareció por un instante antes de que volvieran a verlo a través del cristal de la enfermería de neonatos. Thorne apretó los dientes, de rabia e impotencia. Tenía que haber algo que pudiera hacer para ayudar al bebé de Randi. ¡Tenía que haber algo! Miró fijamente al pediatra, pero si el doctor Arnold vio los ojos de Thorne puestos sobre él, no se inmutó. Por el contrario, se centró en el bebé de Randi y con cuidado examinó el frágil y pequeño cuerpo del único bebé McCafferty… el único nieto de John Randall McCafferty.
– Tiene que superarlo -dijo Matt con los puños apretados-. Si no lo hace, y Randi despierta y ve que no ha sobrevivido…
– ¡No digas eso! ¡Ni siquiera lo pienses! Se pondrá bien. ¡Tiene que ponerse bien! -Slade le lanzó a Matt una dura mirada que reflejaba el infierno que vivía por dentro. No hacía mucho había perdido a su novia y a un hijo aún sin nacer-. Lo logrará.
– ¿Sí? -Matt no estaba tan convencido-. ¿Aquí? Quiero decir, sé que éste es un buen hospital, el mejor que hay por aquí, pero tal vez necesita especialistas, como los que hay en ciudades más grandes como Los Angeles, Denver o Seattle.
– Lo miraremos -dijo Thorne-. Encontraré el mejor del país.
– Ahora mismo sería un error trasladarlo -dijo la voz de Nicole desde alguna parte del pasillo.
Thorne no la había oído acercarse, pero vio su reflejo en el cristal, un pálido fantasma con pantalones vaqueros y cazadora de esquí, una imagen vaporosa que le tocó la fibra sensible.
– Confía en mí, Thorne, el bebé está en buenas manos.
Él se giró y vio una cara exenta de maquillaje excepto por un poco de pintalabios. El pelo le caía libre sobre los hombros y sus ojos dorados resultaban reconfortantes. Parecía más joven, se parecía más a la chica que recordaba, a la que había creído amar, a la que había dejado atrás cruelmente.
– Siento haber tardado en llegar, he tenido que encontrar una canguro.
– ¿Tienes un hijo? -preguntó Matt.
– Dos. Gemelas. De cuatro años -su rostro serio se iluminó ante la mención de las niñas y Thorne intentó ignorar la ridícula sensación de celos que lo recorrió por el hecho de que otro hombre fuera el padre de sus hijas. Reaccionó inmediatamente. ¿En qué estaba pensando?-. Yo estaría tranquila si estuvieran en manos de Geoff… eh… del doctor Arnold.
– Eso me tranquiliza -dijo Matt aún con el rostro tenso.
– No tenemos otra opción que confiar en este tipo -dijo Slade.
– Siempre hay otras opciones… -señaló Thorne.
– No hay ninguna mejor -la voz de Nicole no admitía discusión. Su expresión de seguridad lo decía todo y, una vez más, ridículamente, Thorne se sintió celoso por el hecho de que tuviera esa confianza constante en otro hombre-. Dejad que hable con Geoff y vea cómo está la situación -marcó un código en la puerta-. Tardaré un minuto -las puertas electrónicas se abrieron y Nicole entró.
Slade se movía inquieto. Mirando con el ceño fruncido por el cristal, vio a los dos médicos y finalmente dijo:
– Creo que iré a ver a Randi y luego me voy a casa. Ya me contaréis cuando lleguéis.
Matt asintió.
– Voy contigo -miró a Thorne-. Volveré al rancho con Slade.
– Vale -respondió Thorne-. Vuelve a llamar a Striker. Dile que quiero hablar con él. Cuanto antes mejor.
– ¿Sobre qué? -preguntó Slade.
– Para empezar, sobre el padre del niño.
– Vale, intentaré localizar a Kurt.
– No lo intentes. Hazlo.
Los ojos de Slade se encendieron y le dirigió a Thorne una sonrisa con la que en el fondo quería decirle que no lo presionara.
– No te preocupes, hermano. Me ocuparé de ello -y con eso se dio la vuelta y se marchó.
– ¡Maldita sea! Puedes llegar a ser insoportable -gruñó Matt-. A lo mejor en tu oficina estás acostumbrado a gritarle órdenes a la gente y todo el mundo corre a hacer lo que quieres, pero cálmate un poco, ¿vale? Estamos juntos en esto. Slade llamará a Striker.
– ¿Lo hará? Me parece que ha hecho muchas promesas en su vida que, por alguna razón, luego ha olvidado cumplir.
– Está cambiando.
– Bien, porque está claro que ha arruinado su vida.
– No todos tenemos la suerte de convertir en oro todo lo que tocamos -le recordó Matt-. Y, por lo que puedo ver, no estás en posición de empezar a lanzar flechas -Matt miró a Nicole a través del espejo-. ¿Hay algo con la doctora que te tiene nervioso?
Thorne no respondió.
– Eso creía -la sonrisa de Matt resultó verdaderamente irritante-. Bueno, buena suerte. No parece una potra fácil de domar.
– Esto no tiene nada que ver con ella.
– Es verdad, se me olvidaba. Tú nunca te involucras demasiado con una mujer, ¿verdad? -guiñó un ojo de forma exagerada, señaló al pecho de Thorne con su dedo y después marchó por el pasillo tras Slade.
Terriblemente irritado, Thorne esperó mientras veía a Nicole y al doctor Arnold por el cristal. Detestaba la sensación de verse impotente, de no poder hacer nada por la vida del bebé, de que su hermano hubiera visto tras su fachada de indiferencia en lo que respectaba a Nicole Sanders Stevenson. Lo cierto era que ya le había llegado al corazón. La había besado la noche anterior sin estar seguro de su estado civil, sin importarle lo más mínimo, y después le había llevado una flor a su casa como un jovencito enamoradizo. Luego, la había llamado y había manipulado la situación para conseguir una cita con ella. Nunca había actuado de ese modo. Nunca. No lo comprendía. Sí, ella era una belleza y además inteligente, atrevida y lista, una mujer como nunca había conocido. Y ya la había perdido una vez.
Aún seguía torturándose mentalmente cuando Nicole apareció. Tenía gesto serio y una mirada ensombrecida de preocupación.
– ¿Es muy grave?
Unas pequeñas arruguitas aparecieron entre las cejas de Nicole y él se preparó para lo peor.
– No está bien, Thorne, pero el doctor Arnold está haciendo todo lo que puede. Además, está conectado por el ordenador con otros neonatólogos del país.
– ¿Qué puedo hacer? -preguntó Thorne apretando la mandíbula tanto que le dolía.
– Ser paciente y esperar.
– Ese no es mi fuerte.
– Lo sé -el fantasma de una sonrisa cruzó los labios de Nicole cuando comenzaron a bajar las escaleras para salir fuera juntos. Se puso la capucha y la abrochó alrededor de la barbilla. Corrieron esquivando charcos hasta su todoterreno mientras el aguanieve caía desde el cielo como agujas de hielo.
– Gracias por llamarme e informarme sobre J.R. -dijo al llegar al coche.
– ¿J.R.? ¿Es el nombre del bebé?
– La verdad es que no tiene ninguno, pero he estado pensando que deberíamos llamarlo como mi padre ya que Randi sigue en coma y bueno… ¿quién sabe cómo va a llamarlo cuando despierte? -«si es que despierta. Si es que el bebé sobrevive»-. Bueno, quería decirte que agradezco tu llamada.
– De nada. Te dije que lo haría -buscó en su bolso, sacó las llaves y abrió la puerta.
– Sí, pero no tenías que haberte molestado en buscar una niñera y venir hasta aquí -eso le había llegado muy hondo.
– Pensé que sería lo mejor -le dirigió una pequeña sonrisa-. Lo creas o no, Thorne, algunos de los médicos que hay aquí, entre los que incluyo al doctor Arnold, nos preocupamos mucho de nuestros pacientes. No sólo se trata de venir y marcharnos a nuestra hora, sino de asegurarnos de que el paciente sobrevive y recibe los mejores cuidados.
– Lo sé.
– Bien -parpadeó por las gotas que le caían por la cara y un centelleo iluminó sus ojos dorados-. Bueno, pues ahora me debes una.
– Lo que quieras -dijo con una voz tan suave que ella apenas oyó las palabras. Pero cuando lo miró a los ojos y vio un mensaje en ellos, se le hizo un nudo en la garganta y la parte más delicada de su corazón quedó resentida.
Nicole recordó su beso del día anterior en ese mismo aparcamiento, y no pudo olvidar la pasión que esos labios dejaron marcada sobre los suyos. Y ése fue el comienzo. Supo que en un día y medio su vida había cambiado irrevocablemente, que Thorne y ella se habían redescubierto el uno al otro y eso le daba pánico, tanto que temía pensar en ello.
– Ten cuidado, McCafferty -dijo tras aclararse la voz-. Darme carta blanca podría ser peligroso.
– Yo nunca he evitado los problemas.
– Lo sé -suspiró al recordar cuántas de sus amigas habían intentado advertirle sobre Thorne. Se sabía que los chicos McCafferty eran unos granujas que siempre acababan metiéndose en líos-. Mira, tengo que…
Él la agarró por el codo.
– Lo decía en serio cuando te he dado las gracias, Nicole. Y lo siento de verdad.
– ¿Qué sientes?
– Siento haberte dejado así.
El corazón le dio un vuelco al darse cuenta de que habían estado pensando en lo mismo. Justo en el momento en que el viento le quitó la capucha de la cabeza, se advirtió que no debía confiar en él.
– Eso pasó hace mucho tiempo, mucho tiempo, Thorne. Eramos… bueno, yo era una cría. No sabía lo que quería. Olvidémoslo.
– A lo mejor yo no puedo olvidarlo.
– Pues lo has hecho muy bien todos estos años.
– No tan bien como había esperado -dijo-. Mira, me gustaría aclarártelo todo.
– ¿Ahora? -Nicole desvió la mirada y sintió su pulso acelerarse a medida que el aguanieve le caía por el cuello-. ¿Qué tal en otro momento? Cuando no corramos peligro de congelarnos.
Thorne la soltó y ella abrió la puerta. Tras sentarse, cerró la puerta y metió la llave en el contacto. Con un giro de muñeca, intentó arrancar el motor, pero el coche no reaccionó. Mientras seguía intentándolo, era consciente de que Thorne no se había movido y que estaba allí, con la cabeza empapada y su abrigo largo goteando.
Hizo tres intentos más…
Y se oyeron tres chirridos que no quedaron en nada.
– No -murmuró, pero sabía que no había solución. El maldito coche no iba a moverse a menos que se pusiera tras él y lo empujara-. Genial. Perfecto -y Thorne seguía allí, como un hombre sin una pizca de sensatez que no se refugiaba de la helada lluvia.
El abrió la puerta.
– ¿Necesitas que te lleve?
– Lo que necesito es un mecánico, ¡uno que sepa distinguir un pistón de un tubo de escape! -agarró su bolso y bajó-. Y si no puedo tenerlo, pues supongo que lo mejor sería que me llevaras -cerró la puerta del todoterreno, se abstuvo de darle una patada y se dio la vuelta. Thorne le dio la mano y entrelazó sus dedos fríos y mojados con los de ella cuando echaron a correr hacia su camioneta. Nicole se dijo que no debía darle ninguna importancia a ese detalle, era sólo la ayuda de un viejo amigo, pero en el fondo sabía muy bien que no era así.
Ya dentro del vehículo, se secó el agua de la cara y le fue indicando por la ciudad mientras él conducía despacio por las calles llenas de charcos y con la radio de fondo.
– Bueno, háblame sobre ti -los faros de los coches que se les cruzaban iluminaban los ángulos de su cara y Nicole se dijo que en el fondo no era tan guapo y que además era abogado de empresa, ¡por Dios! Justo la clase de hombre que quería evitar.
– ¿Qué quieres saber? -preguntó ella.
– ¿Cómo llegaste a ser médico?
– Yendo a la Facultad de Medicina.
Thorne enarcó una ceja y ella se rió.
– Vale, vale, ya sé qué quieres decir -admitió, contenta de haber roto el hielo-. Supongo que quería probarme a mí misma. Mi madre siempre me decía que apuntara alto, que podía conseguir todo lo que quisiera, y la creí. Insistió en que eligiera una profesión en la que no tuviera que depender de un hombre.
Y sabía por qué. Su padre se había ido cuando ella apenas tenía dos años y desde entonces no se había sabido nada de él. Ni pensión, ni tarjetas de cumpleaños, ni siquiera una llamada en Navidad. Si su madre sabía dónde estaba, nunca lo había dicho y su respuesta a todas las preguntas de Nicole siempre habían sido claras: «Se ha ido. Nos dejó cuando más lo necesitábamos. Bueno, ya no lo necesitamos y nunca lo haremos. Confía en mí, Nicole, no queremos saber qué ha sido de él. No importa si está vivo o muerto». En ese momento de la conversación, normalmente su madre se había agachado para mírala a los ojos y unos fuertes dedos maternales habían sujetado sus pequeños hombros. «Puedes hacer lo que quieras, cielo. No necesitas un padre vago para demostrártelo. No necesitas un marido. No, lo lograras todo tú sola. Sé que lo harás y puedes hacer lo que sea, ser lo que quieras. Todo es posible».
En los últimos años Nicole se había preguntado si su necesidad de triunfar, si su ambición, sus ansias de dejar una impronta era alguna clase de necesidad interior de demostrarse que podía lograr lo que quisiera sin ayuda y que la razón por la que su padre las abandonó no tuvo nada que ver con ella.
Por supuesto, a los diecisiete años, después de salir con Thorne McCafferty, se había enamorado de pies a cabeza y había estado dispuesta a renunciar a todos sus planes, a sus sueños y a las esperanzas de su madre, por un hombre… un hombre que no se había preocupado lo suficiente por ella ya que no se había dignado a explicarle por qué la había dejado.
Hasta ese momento.
Podía sentirlo. Como las nubes juntándose antes de una tormenta, las señales de que Thorne no había renunciado a su necesidad de explicarse eran evidentes en la tensión de su mandíbula y en la fina línea a la que había quedado reducida su boca.
Él esperó hasta llegar a un semáforo y bajó la radio.
– Te he dicho que quería explicarte lo que sucedió.
– Y yo te he dicho que podía esperar.
– Han pasado casi veinte años, Nikki.
Nicole cerró los ojos y su corazón se agitó estúpidamente al oír el apodo que había utilizado en el instituto, el único nombre que él había empleado para llamarla.
– Entonces, ¿por qué acelerar las cosas? -«no te dejes engañar, Nicole. Ya te utilizó una vez y está claro que puede hacerlo de nuevo».
Él ignoró su comentario sarcástico.
– Me equivoqué.
– ¿En qué? -preguntó ella con una voz tan baja que supuso que tal vez no la habría oído.
– En todo. En ti. En mí. En lo que importa en la vida. Pensaba que tenía que marcharme y probarme a mí mismo. Creía que no podía involucrarme con nadie ni con nada, tenía que ser libre. Pensé que tenía que terminar la carrera de Derecho, ganar un millón de dólares y después de eso seguir subiendo.
– ¿Y ahora no lo piensas? -no lo creía.
– Ahora no estoy seguro -admitió, tamborileando con los dedos sobre el volante mientras el interior del coche comenzaba a llenarse de vaho.
– Me suena a la crisis de la mediana edad.
Thorne dobló una esquina demasiado deprisa.
– Una respuesta fácil.
– Casi siempre acierto.
– ¿De verdad lo crees?
Nicole se recostó sobre el asiento y miró por la ventana las luces de neón del viejo cine. Se preguntó por qué se había metido en esa conversación.
– Digamos que lo he vivido de primera mano -continuó él.
– Oh.
– Y me juré que la próxima crisis de la mediana edad que sufriera sería la mía.
Él aparcó delante de la pequeña casa y Nicole agarró el tirador de la puerta.
– Supongo que podría invitarte a pasar y a tomar un café, un chocolate, un té o algo.
– Podrías.
Ella vaciló, con una mano en el tirador.
– Aunque a lo mejor no es tan buena idea.
– ¿Y eso por qué?
Nicole alzó un poco la barbilla.
– Porque creo que esta relación está adquiriendo un tono demasiado personal.
– Y preferirías que no saliera de lo profesional.
– Sería mejor para todos. Para Randi… el bebé…
Para sorpresa de Nicole, un lado de la boca de Thorne se alzó en un gesto sexy y arrogante.
– ¿Es ésa la razón, doctora, o es que te doy miedo?
«No, Thorne, no me das miedo. Me doy miedo a mí misma».
– No te lo creas tanto.
– ¿Por qué iba a tener que parar ahora? -la atrajo hacia sí y comenzó a besarla. Se detuvo y dejó la boca a escasos centímetros de la suya, dejando que su respiración le acariciara el rostro-. Buenas noches, Nikki -y entonces la soltó. Ella abrió la puerta y casi se cayó de la camioneta. La vergüenza invadió sus mejillas según caminaba hacia su casa y lo sentía observándola, esperando a que entrara. Después, él arrancó el motor y desapareció a través de la cortina de plateada aguanieve.