CAPÍTULO 13

E1 carruaje se puso en marcha y por un momento Cressida pensó en bajarse. ¿Los dos a solas en ese reducido espacio durante un par de horas? ¿Después de todo lo que había pasado? Al menos había dos velas. Más iluminación de la que habían tenido durante toda 1a noche y la luz siempre invita a la sensatez.

Él estiró sus largas piernas y el holgado satén le marcó 1os muslos. Ella los tenía muy cerca y la invitaban a acariciarlos.

El carruaje avanzaba veloz, dio un brusco giro y ella se tuvo que agarrar a la correa de cuero.

– Mi informante es un hombre honesto y correcto, pero me doy cuenta de que debí haberme cerciorado. Podía haberse equivocado en algunos detalles. Cary lo va a averiguar y luego nos seguirá.

– No va disfrazado.

– A estas horas dudo que a alguien le importe.

Agitada por el movimiento, Cressida tomó conciencia de cómo iba vestida. Durante la noche se había ido acostumbrando, pero ahora sentía que iba en paños menores. Era como si los dos estuviesen en ropa interior, aunque aparentemente ninguno de ellos parecía llevarla.

Satén sobre los muslos, satén sobre un bulto que debía ser…

¡Cressida!

Eran como Adán y Eva, dándose de repente cuenta de su desnudez. ¿Qué manzana había mordido en aquel infierno?

Él abrió una pequeña compuerta de la cabina, y sacó una petaca y dos vasos de plata.

– Brandy. ¿Quieres un poco?

Ella contuvo un escalofrío.

– No, gracias, su excelencia.

Usó la manera formal como protección, pues sentía que la poción seguía fermentándose en su interior, y si bebía algo más, a saber qué podría provocarle.

Tristán lo devolvió a su sitio sin haberlo tocado.

– Te calentaría. Deberíamos haber traído mantas.

Mantas. Cama…

– No tengo frío, su excelencia.

Parecían estar avanzando por una parte más llana del camino, por lo que pudo soltar el asidero.

– ¿Qué vamos a hacer, su excelencia, si la señora Coop no tiene la estatuilla?

Él se volvió hacia ella con rotundidad.

– Si vuelves a llamarme así, no seré responsable de mis actos.

La repentina violencia de su voz le cortó la respiración y la hizo temblar. Lo miró muda.

– Por lo menos -dijo firme-, llámame Saint Raven, aunque sería una gentileza por tu parte si me llamaras Tris.

– Tris -le susurró sintiendo que estaba pacificando a un animal salvaje.

Aunque también se dio cuenta de que era algo que le importaba, y que lo había herido al dirigirse a él tan formalmente. Seguro que podría concederle lo que le pedía sin mayores estragos.

– Tris -dijo claramente y para deshacer la barrera se quitó la máscara y los velos.

Era como si hubiese cambiado el aire y pudiese volver a respirar bien nuevamente. Él incluso sonrió levemente, con esa sonrisa tenue y seductora que le gustaba tanto.

– Tristán Hugh Tregallows a tu servicio. No te preocupes por las joyas, ahora son asunto mío y no te voy a fallar. Mi orgullo y honor están en juego.


Sin poder evitarlo, ella arqueó una ceja, expresando una ligera sospecha sobre su honor.

– ¿Detecto dudas acaso? No importa lo que sea el honor, Cressida, lo que importa es que una vez que uno se compromete a algo, lo tiene que mantener.

– Un punto de vista muy aristocrático. Le aseguro que en Matlock el honor es algo que se define mucho más claramente.

Se avergonzaba un poco por dentro. Pero ¿de qué le servía esconder lo que era? Una pequeña doña nadie de Matlock con ideas sobre lo que era correcto y lo que no, algo que él desdeñaba.

– Te refieres a la decencia -le dijo-, lo cual es otro tema.

– No hay nada malo en la decencia.

– Excepto que se interpone al placer, como la ropa interior.

Ella lo miró.

– No siga.

Un repentino giro del carruaje la empujó hacia él. La sujetó con sus brazos y la devolvió a su puesto. Ella se agarró a la correa de cuero, prometiéndose no soltarla hasta llegar a Nun's Chase.

– Le ruego que me explique qué tipo de honor le hizo asaltar a honestos viajeros en el Camino Real.

– ¡Ah, sí!

Estiró las piernas todo lo que el espacio le permitía y Cressida juntó sus pies para no tocarlo.

– Es un tema delicado, pero mejor será que lo sepas. Creo haberte contado que sólo por una noche fui Le Corbeau.

– Sí.

– Cuando volví en la primavera a Inglaterra supe que un salteador de caminos se hacía relacionar conmigo. El nombre Le Corbeau se suele traducir como «el cuervo» en inglés, o como mi nombre, Raven. Además, su radio de acción se limitaba a la zona de mi casa en Nun's Chase. Incluso se parece a mí, aunque casi nadie lo supiera. En Mount Saint Raven tenemos un retrato de un lejano antepasado mío, un antiguo caballero, que vestía como lo hace Le Corbeau.

– Dios mío, ¿cómo pudo haberlo sabido?

– Es una de las preguntas que me gustaría hacerle. He estado investigando durante casi todo el verano y finalmente descubrí su escondite: una casa de campo que ha estado ocupando a media milla de Nun's Chase. Desde ahí se dedicaba a observarme, el muy impertinente.

Miró a Cressida.

– ¿Somos amigos o debería pedirle disculpas por mi mal vocabulario?

Sabía lo que debía responder, pero él la debilitaba; además, sólo les quedaban un par de horas juntos.

– Amigos -respondió-. Imagino su rabia. ¿Lo atrapó ahí mismo? ¿Usted fue el responsable de su captura?

– No, se me escapó, pero lo capturaron. Entre tanto, había descubierto algo sobre sus posesiones que daban un nuevo dato a la situación.

– Y ¿entonces? No se haga de rogar.

Sonrió.

– Es una historia digna de una obra de teatro y a mí me encanta contar historias. Además, tenemos horas por delante.

Ella inspiró. ¿Era consciente de cuánto le atormentaba el tiempo que tenían que pasar juntos? ¿Le molestaba como a ella que el movimiento del carruaje le despertara la tentación de acercarse?

– En la casa encontré un baúl con varias cartas y objetos. No leí las cartas inmediatamente, pero por los objetos vi que había una conexión con mi familia. En particular, un anillo de compromiso de la familia que se había perdido.

– ¿No sería el de su tía?

– Sí, pero por lo visto se negaba a usarlo. Era una joya pesada de más de doscientos años que llevaba un zafiro en forma de estrella. Magnífico, pero anticuado, casi bárbaro.

– Y lo tenía el salteador de caminos. ¿Lo había robado? No puede ser -dijo contestándose a sí misma-. ¿Quién se atrevería a llevarlo por los caminos? ¿Su tío no lo echó de menos?

– Seguro que sí. Era avaricioso con sus posesiones. Hacía un inventario cada año, e hizo uno especial tras la muerte de mi tía. Antes de 1790, el anillo aparecía como guardado bajo llave en la habitación de los tesoros del Mount. Después está en la lista de las posesiones del duque, lo cual significa que a nadie le hacía falta verlo.

– ¿Se lo dio a alguien en 1790? -le preguntó intrigada por el misterio-. ¿Y ahora lo tiene este bandido? ¿De quién se trata?

– Jean-Marie Bourreau, por lo visto. Tras encontrar el anillo sentí que debía leer las cartas. Estaban en francés, pero yo lo entiendo bien. Lo que revelaban era que mi tío tenía una amante en París, lo cual no me sorprende, y que había tenido un hijo con ella en 1791, Jean-Marie. Imagino lo terrible que debe haber sido para él. Por fin tenía un hijo, pero no había manera de que heredase el ducado.

El carruaje volvió a dar un salto. No la movió de su asiento, pero hizo que se apagara una de las velas. Saint Raven, Tris, sacó unas tijeras, cortó la mecha y la volvió a encender con la llama de la otra. Su romántica mente no pudo dejar de apreciar la habilidad de sus elegantes y largos dedos. Nunca se había sentido tan susceptible como mujer.

Se inclinó nuevamente hacia atrás y prosiguió: -Debe haber sido otro retorcido infortunio. Su esposa era fértil y tuvo una gran descendencia, seis en total, pero todas mujeres. Y luego, usando sus palabras, esa maldita mujer siguió viva hasta que él estuvo demasiado débil como para seguir intentándolo.

– Suena como si hubiera sido un hombre espantoso.

– Simplemente un duque -contestó secamente.

De manera instintiva tocó el dorso de su mano y antes de darse cuenta de que no lo debía hacer, ya era demasiado tarde. Él giró la suya y cogió la de ella. No podía retirarla y tampoco deseaba hacerlo, así que la agarró ofreciéndole su comprensión, pero también absorbiendo la energía de su fuerza, hasta que él hizo una mueca de dolor, y ella aflojó el apretón.

– ¿Le hago daño?

– Sólo si la aprietas.

Levantó la mano ligeramente.

– ¿Se ha peleado otra vez?

– No es mi costumbre, y sólo ha sido en defensa propia.

– ¿Con quién se peleó en Stokeley? ¿Con Crofton?

– No, no. Fue con Jolly Roger. No me pidas detalles.

Tenía ganas de saber más, pero tras todo lo que había visto aquella noche, prefirió no seguir preguntando. Lo que le afectaba hasta el punto de provocarle el llanto era su comportamiento poco apropiado y rudo.

– Mientras no fuese una mujer la causa de la pelea… Se arrepintió de haber dicho algo tan obviamente coqueto. Él sonrió con los labios y la mirada.

– ¿Celosa?

– ¡No!

Levantó una ceja.

– Está bien, un poco. Esta noche era mi acompañante.

– Y lo sigo siendo -levantó su mano y la besó-, Roxelana.

Ella sin darse cuenta soltó la correa y pasó la lengua por sus labios. ¿Cómo pudo haber pensado que su deseo había muerto y que el peligro había pasado? Sólo su tacto y su mirada hacían que desease pegarse a él, tocarlo, sentir su sabor, y besarlo. El ritmo de los cascos de los caballos iba acompasado con el de su sangre.

Soltó la mano.

– Entonces encontró el anillo y las cartas -dijo de pronto.

Él volvió a arquear las cejas antes de contestarle.

– Sólo había una con fecha posterior al nacimiento en la cual negaba toda responsabilidad sobre el niño. Por lo visto hubo un envío de dinero, pero fue obviamente un regalo de despedida. El resto de las cartas del baúl eran borradores de cartas desesperadas de Jeanine Bourreau rogándole ayuda y recordándole sus promesas. Por lo visto pensaba que la llevaría a Inglaterra y que la dejaría bien establecida. Puede que las recibiera y las ignorara o que no las haya recibido nunca. Poco después del nacimiento de Jean-Marie, la revolución dejó al país en un completo caos.

– ¿Sabe lo que le ocurrió a ella?

– No, pero supongo que sobrevivió vendiendo su cuerpo. No habría tenido otra manera de mantenerse a sí misma y a sus dos hijos.

– Entonces, ¿qué está buscando Jean-Marie aquí? ¿Dinero? ¿Venganza?

– No lo sé, sólo ha contactado conmigo para mofarse de mí. Pero me gustaría saberlo, y para eso tengo que sacarlo de la cárcel. No quiero que salgan a la luz las sórdidas historias de mi familia en los periódicos y que vayan de boca en boca. Por eso Le Corbeau tuvo que volver a sus asaltos.

– Y asaltó a Crofton… Oh, Dios, imagino que no lo ha denunciado a los magistrados.

– Tampoco lo sé. Lo volví a intentar y por eso te tuve atada tanto tiempo. Te pido disculpas.

Ahora le parecían muy lejanas las horas en que tuvo que permanecer tumbada, con los ojos tapados y las manos atadas, sin saber cuál sería su destino.

– También conseguí interceptar a un viejo e irascible abogado a punto de morirse, como dijo él mismo, y le quité su reloj de oro y algunas guineas. Espero que haya funcionado, porque no volveré a intentarlo.

– Pero aún así se ofreció a hacerlo de nuevo por mí.

¿La pregunta habría incomodado al sofisticado duque?

– Es un asunto que no ha terminado.

Cressida le sonrió con auténtico cariño. Había muchas cosas deplorables en el duque de Saint Raven, pero verdaderamente era un hombre generoso que se tomaba sus responsabilidades con seriedad. Incluso con su primo extranjero y bastardo.

– ¿Qué va a hacer con él? -le preguntó con la cabeza apoyada en la ventanilla de su lado, mecida por el movimiento y sintiéndose casi en paz.

– Pronto saldrá de la cárcel y sé dónde vive y a qué se dedica en su vida cotidiana. Tendrá que volver a ella para despejar las sospechas, por lo que será fácil acorralarlo y obligarlo a que me cuente sus auténticos propósitos.

– Me resulta bastante tiránico.

– ¿No soy duque acaso?

– ¿En esta época civilizada?

– No es una época tan civilizada como piensas, señorita Mandeville de Matlock. Pensé que acababas de presenciar una evidencia de ello.

– No se burle de mí.

– ¿Lo he hecho? Te pido perdón. Pero el mundo no está civilizado, Cressida. En cuanto a la tiranía, tengo el poder y las influencias suficientes como para hacerle la vida muy difícil a un francés si así lo deseo. Le Corbeau debe parar -anunció como si su palabra fuera la ley-, no puedo permitir el escándalo que provocaría su captura. De todas formas, por lo que parece, mi tío los trató a él y a su madre de manera abominable. Si desea algún tipo de compensación, haré todo lo posible por dársela.

– ¿Y si desea seguir asaltando caminos?

– Si lo hace será por pura extravagancia.

– ¿Es un rasgo de familia?

La miró fijamente.

– No te burles de mí, señorita Mandeville. Puedo ser serio, y en ocasiones incluso digno.

Se intimidó al sentir su enfado, pero se dio cuenta de que sentía más dolor que rabia. Le lanzaba dardos como si llevara una armadura, pero tal vez no era así.

– Ser duque no siempre es un placer, y para que lo sepas, me he pasado casi todo el verano trabajando, no en reuniones sociales u orgías. He estado lo últimos seis años bajo la tutela oficial de mi tío, pero nos llevábamos tan mal que en cuanto tuve edad suficiente nos comenzamos a evitar. Tengo mucho que aprender. Tampoco sirvió que, por miedo, me fuera al extranjero en cuanto heredé.

– ¿Miedo de qué? -preguntó abandonando toda resistencia al ver su lado más vulnerable.

– El duque murió de un ataque al corazón muy repentinamente. No estaba bien, pero tampoco había señales de que moriría tan pronto. No estaba… preparado. Creo que de alguna manera me convencí de que nunca ocurriría.

– ¿Acaso no quería ser duque?

Aunque la luz de la vela podía crear ciertas sombras, su expresión era de total sorpresa ante la pregunta.

– ¿Qué atractivo tiene serlo aparte de que se inclinen ante ti, si es eso lo que te gusta? Las responsabilidades son enormes y no sólo hablo de las propiedades.

– ¿Riqueza? ¿Lujo? ¿La libertad de hacer lo que quiera?

– No me parece que pueda hacer todo lo que quiera.

Su tono y mirada le dijeron que se refería a ella, a los dos.

– En cuanto a la riqueza y el lujo -continuó-, no hace falta poseer un alto rango para tener ambas cosas. Tris Tregallows el Rico tendría una vida mucho más fácil de la que llevo yo, créeme ¿De qué me sirve tener doce casas en seis países distintos, muchas hectáreas, cientos de sirvientes y miles de arrendatarios? Todos dependen de mí.

– ¿Doce casas? -repitió-. ¿Seis países?

– En Inglaterra, Escocia, Gales, Irlanda y la casa de Francia que tal vez embarguen, y la de Portugal. Allí tengo una propiedad y no sé nada sobre la producción de oporto.

– Puede hacer mucho bien.

– ¿Con qué tiempo?

«Con el que gasta en juergas», pensó, pero no lo dijo.

– Puede colaborar en obras de caridad.

– Lo que también es un trabajo.

Ella no pudo resistirse a provocarlo.

– Ya veo, es el trabajo lo que le fastidia.

– ¡Maldita sea, mujer, no es así! -No pasaba nada, se reía y enfadaba simultáneamente-. Un duque es un duque, Cressida. La gente no sólo quiere mi dinero, quiere mi patronazgo. Quiere mi presencia en los eventos, porque eso les genera dinero, como si fuese un cerdo con dos cabezas.

Cressida no pudo evitar soltar una risa, pero se imaginaba sus tribulaciones, y lo sentía por él.

– La gente presta atención a todo lo que digo. Intentan complacerme, especialmente las jóvenes doncellas. Algunas se rasgarían los vestidos y se tumbarían a mis pies si así pudieran ganar una corona. Y los hombres me imitan. ¡Fíjate en Crofton!

– Ya lo he visto -dijo, y era verdad.

Crofton había imitado la popular bacanal de Saint Raven obteniendo como resultado esa repugnante fiesta de libertinaje, y él sentía que era culpa suya. Además, había dicho una palabrota sin siquiera darse cuenta, lo cual recibió como un peculiar halago, ya que eso los convertía en amigos, aunque sólo fuese por un rato. Tris suspiró.

– Si me diera por llevar un gorro de bufón, la mitad de los hombres de Londres se pondrían uno al día siguiente.

– Creo que no le iría mal llevar uno.

La miró asombrado y luego se rió.

– Eres realmente una descarada, Cressida Mandeville. ¿De verdad que he dicho una palabrota?

– Sí, pero no me importa. Mi padre dice que usar un lenguaje diferente con las mujeres es como considerarlas de naturaleza más débil. Mi madre insiste en que es un tema de respeto, pero en mi opinión, la postura de mi padre es más sincera. ¿Qué mal me puede hacer oír la palabra «maldita» si incluso está en la Biblia?

– Es un tema de contexto, Cressida. Es a ti a quién he llamado maldita, lo cual es monstruoso.

– Le estaba provocando, por eso mismo se puede permitir una pequeña represalia. La miró fijamente.

– Eres una mujer extraordinaria. ¿Por qué me estás provocando? Irguió la cabeza y luego le dijo la verdad.

– Pensé que quería hablar de todo esto.

– Tienes razón. No sé por qué.

Sabía que respuesta deseaba oír, pero no saldría de sus labios. El carruaje se movió y la empujó hacia él, rozándolo por un momento. Pero ya no le importaba, estaban en paz.

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