El nuevo dormitorio era idéntico al otro, salvo por las cortinas del dosel de la cama que eran de color azul oscuro. Tenía la sensación de que era una modesta casa de campo, cosa extraña para un duque. ¿Sería una casa prestada que él utilizaba para llevar a cabo sus vilezas? Encendió una sola vela.
– Todos los sirvientes están durmiendo. Le traeré lo que me ha sobrado de agua para que se lave. La cama no ha sido ventilada, pero es verano.
Su preocupación por esos detalles domésticos hizo que a Cressida casi le dieran ganas de reírse. Por su parte, le daba lo mismo. El sueño se iba apoderando de ella como un invasor, y hacía que se le cayeran los párpados.
– Está bien.
– Estaré en la puerta de al lado por si necesita algo.
No se refería a algo doméstico. El gesto travieso de su boca y sus cejas le daba un toque picante.
Cuando se quedó a solas recordó que era un libertino. El duque de Saint Raven no sólo tenía reputación de ser un amante apasionado, sino también un promiscuo. Su amiga Lavinia, que siempre compartía con ella los chismorreos más jugosos, tenía un hermano que le había contado que el duque celebraba fiestas salvajes con caballeros y prostitutas. Al parecer frecuentaba orgías con prostitutas en las que era un invitado destacado.
Regresó con la jarra de agua y una toalla, y ella siguió cada uno de sus movimientos, mientras él, sencillamente, dejaba las cosas y se dirigía de nuevo a la puerta. ¡Claro! Ella no era de esa clase de mujeres que vuelven locos a los hombres de lujuria. De todos modos, pensó que la última cosa que haría el duque sería aprovecharse de una mujer decente. Él se detuvo en la puerta.
– Mis sirvientes son discretos pero no unos santos. ¿Qué pasaría si se fuesen de la lengua y contasen que se quedó aquí esta noche?
– ¿Nos tendríamos que casar?
Lo había dicho como una broma inocente, pero él abrió los ojos con desconfianza, y sintió que entre ellos se levantaba una barrera.
– Lo siento, le aseguro que no tengo ninguna intención de tenderle una trampa para casarme con usted, su excelencia. De hecho, el nombre que le he dado es falso, así que no hay peligro.
Él bajó la guardia.
– Es usted una mujer inteligente, pero aun así no se deje ver. Yo le traeré el desayuno, claro que antes le avisaré para que se pueda vestir, por supuesto. Eso me recuerda que…
Se volvió a marchar. Mientras lo esperaba, se abrazó a sí misma sintiéndose destemplada por la falta de sueño. Cuando regresó dejó sobre la cama una prenda de vestir color oro y carmesí.
– Que duerma bien, querida ninfa. Hablaremos por la mañana.
La puerta se cerró, dejándola en el silencio de su habitación iluminada sólo por una vela vacilante. En la cerradura había una llave, pero no quiso echarla. Una puerta cerrada no lo persuadiría, y estaba segura de que tampoco pensaba irrumpir en la habitación.
Cogió la prenda; era una bata de hombre de seda gruesa con dibujos de cachemira. Se la acercó a la cara y volvió a sentir el olor a sándalo. Pensó que el recuerdo de esa noche siempre estaría relacionado a ese olor. Ahora que estaba sola, se le hacía imposible meterse en esa cama tan impersonal. A pesar de que el cansancio hacía que le picaran los ojos y le dolieran las articulaciones, ¿cómo podría abandonarse al sueño en la casa de ese duque libertino? Sin embargo, como era práctica, algo de lo que se sentía orgullosa, decidió que debía dormir para tener la mente despierta por la mañana y encontrar la manera de cumplir con su misión.
Abrió la cama y las sábanas limpias la atrajeron como si fueran un imán. Tal vez dormir no sería tan imposible después de todo. Retiró las horquillas que le sujetaban el turbante y se lo quitó junto con los falsos rizos. La moda era llevar una cascada de tirabuzones en torno a la cara, pero ella se negaba a cortarse su larga cabellera por delante. De todos modos su pelo era espeso y liso, por lo que si quería darle esa apariencia necesitaba constantemente unas tenazas calientes.
Cuando terminó de retirar todas las horquillas, su cabello se deslizó por la espalda. No tenía energías para trenzárselo, y aunque sólo quería derrumbarse en la cama, se encontró con que no podía desabrocharse el vestido. Daba igual que se desplanchara y arrugara. Incluso aunque hubiera podido hacerlo, nunca hubiese conseguido quitarse el corsé. Con un suspiro se metió en la cama tal cual, pues de todos modos estaba lo suficientemente cansada como para poder dormir. Lo intentó. Se echó de un lado y de otro, intentando encontrar una postura cómoda, pero las barbas del corsé se le clavaban, los tirantes la incomodaban y las faldas se le enmarañaban alrededor de las piernas dejándoselas atrapadas. Saltó de la cama y volvió a retorcerse para intentar llegar hasta los ganchos. Imposible, no había nada que hacer. Resoplando, salió de la habitación enfadada y se dirigió a la de él.
El duque estaba junto al armario y se giró. Estaba desnudo de cintura para arriba, y tenía los pantalones desabrochados. Ella nunca había visto antes el cuerpo desnudo de un hombre, y se quedó mirando fijamente sus músculos fibrosos y su visible fortaleza. Bajó la mirada y se encontró con que tenía la delantera del pantalón abierta.
Se acercó mientras se volvía a abrochar los botones.
– Usted debería pagar con una prenda por esto, señorita Wemworthy.
Debido a la culpabilidad o simplemente a que estaba deslumbrada, Cressida no se defendió cuando la atrajo hacia sus brazos. Quizá mostró un leve atisbo de resistencia, pues puso las manos entre ellos, pero eso hizo que terminaran presionadas contra la piel caliente de su abdomen. Después sintió cómo se movían sus músculos mientras bajaba la cabeza buscando sus labios, que esta vez no opusieron ninguna resistencia.
Siendo honesta consigo misma, debía aceptar que desde que anteriormente le diera aquel controvertido beso, había anhelado que eso ocurriera de nuevo: volver a sentir sus fascinantes y tentadores labios jugando con los suyos, y saborear su fuego con tiempo para poder asimilarlo. De modo que lo que hizo fue absorberlo, o dejarse absorber, rodeada por sus fuertes brazos, carne contra carne, boca contra boca, calor contra calor. Se derretía. El suave olor a sándalo la sumergió en un delicioso olvido. Sólo olerse, saborearse, tocarse. Ahora la única venda de sus ojos eran sus párpados cerrados.
El despegó sus labios de los suyos y sus manos dejaron de presionar su cuerpo. Abrió los ojos y él estaba mirándola casi sin comprender.
– ¿Es posible que aún haya esperanzas de que después de todo sea una ninfa de la noche que haya venido a complacerme?
Su maravilloso tórax ascendía y descendía bajo sus manos; sentía su corazón latiendo con fuerza. Para su propio asombro se escuchó decir:
– Ojalá pudiese.
El se rió y reposó su cabeza contra la suya por un momento. Después retrocedió con las manos apoyadas sobre sus hombros.
– Si no ha regresado para llevarme al cielo, preciosa ¿qué la hizo venir?
El espacio que se hizo entre ellos parecía que se hubiese helado, pero ella consiguió disculparse con una ligera sonrisa.
– Lo siento, estoy demasiado cansada para pensar. El caso es que no consigo quitarme el vestido y el corsé. Como me había dicho que los sirvientes estaban durmiendo…
– Y además todos son hombres -le contestó mientras la hacía girarse y le desabrochaba el vestido.
– Por cierto, esto es Nun's Chase -le dijo, separando la espalda del vestido y desatando las cuerdas del corsé.
– ¿Nun's Chase? -repitió ella, mientras sujetaba su vestido por delante, sin poderse creer lo que estaba haciendo.
– Construida sobre los cimientos de un convento del siglo XVI. Estoy seguro de que Chase se refiere inocentemente a un coto de caza, pero es un nombre demasiado provocativo como para resistirse.
Tenía el pensamiento lascivamente puesto en las sugerentes manos que iban desanudando los lazos de abajo arriba, liberándola de esa opresión tan conocida alrededor del cuerpo. Sentía como si se le estuviesen aflojando algo más que el corsé…
– Aquí celebro fiestas para caballeros -le contó como quién habla del tiempo-. No tengo servicio femenino por si algún invitado tiene la tentación de comportarse inadecuadamente. ¡Ya está!
Ella sintió cómo él daba un paso atrás y se giraba, consciente de que su ropa se le deslizaría por el cuerpo.
– Es usted un libertino -le dijo al mismo tiempo que se daba cuenta demasiado tarde de que ella no debería mirarlo así.
– ¿Qué es un libertino? No bebo en exceso y no soy un jugador empedernido. No violo a las chicas del servicio, y en realidad tampoco a las damas. Pero me gustan las mujeres, tanto su compañía como sus cuerpos. -Con los ojos puestos en ella reafirmó sus palabras con la mirada de una manera inquietante-. Tengo un sano apetito por las mujeres y me gusta darles placer, ver cómo se derriten… La verdad es que debería marcharse.
Durante todo su extraordinario discurso no había visto que él moviese ni un músculo, pero era como si ella misma pudiese verse a través de sus ojos, alborotada, con su larga melena cayéndole por la espalda, y su vestido deslizándose por su cuerpo, apenas sujeto por sus generosos senos. Era como si pudiese sentir su deseo, como si fuera el calor de un incendio. Retrocedió, pero se le enredó un pie en la falda medio bajada y se tambaleó. Él la cogió con un brazo y con la otra mano tocó uno de sus pechos que aún tenía tapado por el corsé a medio desabrochar. Lo miró como si se librara una batalla dentro de él. Apartó la mano e hizo que ella se girara, intentando colocarle el vestido en su sitio y la llevó hasta la puerta abierta.
– Buenas noches, dulce ninfa. -Se despidió y cerró la puerta detrás de ella.
Se dirigió tambaleándose hasta su habitación, pensando en Hamlet: «Ninfa, que todos mis pecados sean recordados en tus oraciones».
Pecados. Ella también debería rezar por ambos. En lugar de eso, dejó caer su vestido y se deshizo del corsé. Tuvo que reconocer que de alguna manera lamentaba que no fuese un hombre más pecador y que no hubiera intentado seducirla. Vio los billetes y los pendientes, pero ni si siquiera se molestó en recogerlos. ¿Intentar seducirla? No le habría hecho falta más que arrastrarla hasta su cama y continuar con lo que estaba haciendo.
Se metió en la cama con la combinación y se tapó con las mantas, aún temblando. Tenía que estar agradecida por la fuerza de voluntad de él, aunque una parte de ella lamentaba la ocasión perdida, oportunidad que probablemente no se volviera a repetir.
Cressida se despertó en un lugar extraño. Recordaba los acontecimientos de la noche anterior y donde estaba. Todo era muy raro. El duque de Saint Raven jugando a ser el bandolero Le Corbeau la había arrebatado de las manos de lord Crofton y la había llevado a una casa de perversión llamada Nun's Chase. Nunca hubiese podido ni soñar un sitio así. Además, pretendía protegerla de la desgracia y para eso le había prometido permanecer allí por lo menos hasta el desayuno. Mantendría su palabra, pero debía completar su viaje hasta Stokeley Manor. Todo dependía de ello.
¿Le funcionaría todavía su plan para engañar a Crofton? Quizá sí, pero si fallaba tendría que pasar por lo peor: convertirse en la amante de lord Crofton durante una semana. Pero de pronto recordó algo que le tensó el cuerpo de pies a cabeza. Su plan dependía de una botellita con un líquido que estaba en su bolso de mano ¡y que se había quedado en el carruaje!
Se echó la colcha por encima de la cabeza como si eso pudiese salvarla. ¿Cómo podría encontrar ese vomitivo? Si convenciera al duque de que la dejara ir a Stokeley, podría conseguir más. Retiró la ropa de cama y se sentó, apartándose de la cara unos cabellos. Su vida se había convertido en un desastre tras otro. Pero no fallaría, tenía que ganar.
Una rendija de luz a través de las pesadas cortinas indicaba que ya era de día y que había llegado el momento de hacerle frente. Salió de la cama, echó un vistazo entre las cortinas y se encontró con que fuera había un agradable jardín que limitaba con un bosque. Por el ángulo de la luz imaginó que debían ser las nueve o las diez de la mañana. Oyó un silbido, y entonces un hombre bajo y fornido que vestía camisa, bombachos, polainas y botas, apareció por un camino con una azada al hombro.
Volvió a mirar la habitación, de alguna manera perturbada por lo corriente de la escena. Su anfitrión le había aconsejado que no se dejara ver por los sirvientes, y ella estaba de acuerdo. No le parecía tan terrible ir a Stokeley Manor y ser vista allí, sobre todo porque lord Crofton le había prometido que podría llevar una máscara. Sin embargo, ser vista aquí, en una casa común por sirvientes normales, le parecía mucho más chocante.
Se quedaría en su habitación. Recordó que Saint Raven había prometido llevarle el desayuno él mismo. Se miró en el espejo y dio un alarido. Su arrugado vestido apenas le cubría las pantorrillas y con el cabello todo revuelto parecía una puta desaliñada. Buscó entre su pelo las horquillas que todavía tenía puestas, se las quitó e intentó peinarse con las manos. Sin esperanzas de poder poner en orden su cabellera, buscó en los cajones algún peine o cepillo, pero no había nada.
En algún lugar de la casa un reloj comenzó a sonar. Se quedó totalmente quieta y contó las campanadas: dos. Pero no eran las dos en punto, sin duda eran algo y media. ¿Y qué importaba? Debía vestirse. La llave. Se precipitó hacia ella y cerró la puerta. Ahora, al menos, no podría entrar antes de que estuviera decente.
Interrumpir…
El recuerdo del incidente de la noche anterior volvió a su mente y se tuvo que apoyar en la puerta. La visión de su cuerpo, su mirada, la forma en la que la había besado… ¡El modo en el que ella había reaccionado! Respiró profundamente y soltó el aire. Había sido como si hubiese estado vagando por otro mundo. Hacía muy poco tiempo que su único problema cada mañana era qué vestido ponerse para recibir a las visitas, o si quería asistir a un baile elegante que seguro que iba a ser aburrido. En ese mundo era escandaloso que un hombre se acercase más de la cuenta en el baile, o que intentase llevarla a un lado para darle un beso furtivo.
Dejó la puerta y se concentró en su ropa. Su vestido de seda había quedado tirado en el suelo, y cuando lo recogió estaba tan arrugado como se temía. Lo sacudió y lo estiró en la cama, pero sólo una plancha podría solucionar aquello. Y era el único vestido que tenía allí. Eso, su combinación, su turbante y su corsé eran sus únicas posesiones. ¿Cuándo había perdido el mantón? Era de seda de Norwich y muy caro, pero ésa ahora mismo no era su principal preocupación, sino más bien encontrar algo decente con lo que cubrirse. Sus ligas y medias las habían cortado, y no tenía ni idea de lo que había pasado con sus zapatos.
Se sentó junto a su pobre y triste vestido, sintiéndose ella misma pobre y triste, y más asustada de lo que nunca lo había estado. Jamás se había imaginado lo importante que era la ropa para poder tener valor, pero ahora sólo deseaba cubrirse decentemente, aunque fuese con una enagua de algodón. ¿Y la ropa de los criados? «Pero en esta casa sólo trabajan hombres». Estaba bastante claro: en esos momentos era una prisionera. Incluso aunque decidiese romper su palabra, no podía partir para reencontrarse con Crofton con los pies descalzos y en combinación.
Estiró la espalda y se puso de pie. Tendría que hacer lo que pudiese, y lo primero era ponerse lo más decente posible antes de que el duque se entrometiera. Para empezar, descorrió las cortinas y dejó que la luz brillante del verano se llevara la penumbra. Entonces comenzó a vestirse. Cogió el corsé del suelo. Debajo encontró los pendientes y el dinero de Crofton, que le sería útil, así que se lo guardó debajo del corsé de momento. Entonces se dio cuenta de que ella no se podría volver a hacer los lazos sola, igual como no había podido desabrochárselos. Se tumbó en la cama negándose a llorar. Tampoco se podía cerrar el vestido por detrás, aunque si se lo ponía, al menos habría hecho algo.
¡La bata! La bata que le había traído. ¿Dónde estaba? La buscó y vio que se había resbalado al suelo, en el otro extremo de la cama, donde él la había dejado cuidadosamente. Se la puso, sintiendo la fría y pesada seda contra su piel, con ese atormentador olor a sándalo. Intentó ceñírsela, pero las mangas eran demasiado largas.
Con una ligera risa, se puso manos a la obra. En primer lugar enrolló las mangas hasta que asomaron sus manos. Luego se abrochó los botones de delante. Pero un buen trozo de tela le arrastraba por el suelo, y cuando se miró en el espejo vio a una niña jugando a vestirse con la ropa de los mayores. Sin embargo, estaba cubierta, decente. ¡Decente!
Había vivido durante veintiún años en Matlock y era un miembro serio y respetable de la sociedad local, digna de pies a cabeza. ¿Volvería alguna vez a ser decente? Apartó ese pensamiento. De todos modos nada de lo que la abatía se podía cambiar y, además, si su plan funcionaba, sus padres y ella pronto estarían de vuelta a la impasible decencia de Matlock. Ahora debía centrase en sus propósitos y en no permitir que las emociones se entrometiesen en su camino, debilitándola. Se sentó en una silla junto a la chimenea apagada para planear la estrategia que debía llevar a cabo con el duque de Saint Raven. Nunca se iba a creer que ella era una prostituta y se negaría a llevarla a Stokeley Manor, por lo que su única opción era escapar, para lo que necesitaría ropa cómoda, un buen calzado y un mapa; o decirle la verdad y obtener su ayuda.
Hizo una mueca. Tal vez lo mejor sería contarle algo de la verdad, para poder salir de esa situación sin tener que decirle su verdadero nombre. ¿La ayudaría con su plan? Por lo general sería raro pensar que un duque podría ser útil en un robo, pero éste no era un duque normal. Podría urdir un cuento en el que…
Llamaron a la puerta. Dio un salto, agarrando la bata alrededor de su cuerpo. Él giró el picaporte antes de golpear de nuevo:
– Señorita…
¡Pero si, era una voz femenina! Agarró la tela que le sobraba y se precipitó hacia la puerta para girar la llave y abrirla de par en par. Y allí estaba, para su bendición, una respetable mujer de mediana edad, que llevaba una gran jarra humeante.
– Buenos días, señorita -le dijo la mujer con una sonrisa-. Aquí tiene agua caliente. Su excelencia me ha enviado para que me haga cargo de usted.
Aunque Cressida sentía que el mundo había vuelto a dar un extraño giro, éste era maravilloso:
– Pase, por favor.
La mujer entró, y vertió el agua en el lavamanos muy animada. Traía más toallas, que colgó en el toallero, y sacó de su bolsillo una pastilla de jabón nueva.
– Delicioso y floral, señorita. Imagino que no querrá utilizar el que usa su excelencia.
Cressida no estaba tan segura, pero sin duda sería mejor así. Estaba profundamente conmovida por tan considerado trato. Había pensado en su situación y enviado a una criada. Se dirigió al lavamanos desabrochándose la bata.
– El duque me dijo que no tenía mujeres a su servicio.
– Así es, señorita, y si necesita de alguna para ciertas ocasiones, sólo acepta mujeres mayores, cosa que está bien. -Y añadió con un guiño-: Aunque eso signifique suponer que estamos muertas del cuello para abajo después de cumplir los cuarenta.
Cressida se rió sin saber qué decir. La mujer la ayudó con los botones:
– Soy Annie Barkway, señorita. Vivo en el pueblo y tengo un hijo que trabaja aquí de lacayo y también en el campo. Es una gran cosa tener aquí a su excelencia. Es un buen amo, aunque sus modos sean algo salvajes.
La mujer le quitó la bata y comenzó a enjabonar un paño. Un fresco y delicioso perfume a flores y limón impregnó el aire. Cressida salió de su aturdimiento y le cogió el jabón y el paño.
– Gracias.
Cuando se comenzó a lavar, se preguntó qué historia le habría contado el duque para justificar que estuviese allí en ese estado. La señora Barkway se puso a hacer la cama. Cressida la observó mientras se lavaba y vio cómo la mujer hacía una mueca al ver el estado de su vestido.
– Una seda preciosa, señorita. No sé si me atrevería a planchársela.
– No importa, me lo tengo que poner de todas formas. El duque dijo que él me traería el desayuno…
Entonces se dio cuenta de que ahora ya no sería necesario; que podría hacerlo la señora Barkway. Mejor aún.
– No tenga prisa, señorita. Ha salido a caballo -le comentó mientras terminaba de estirar la colcha-. Ordenó que tuviera listo el desayuno a las diez y dijo que lo tomaría con usted, así que mejor intentemos adecentarla.
Cressida se giró para enjuagarse con el paño y ocultar sus mejillas ruborizadas que delataban su emoción.
– ¿Le explicó cómo había venido a parar aquí?
– ¡Qué historia tan impactante! -exclamó la señora Barkway mientras desdoblaba una toalla y la sostenía para que Cressida la usara-. No pensé que quedaran todavía hombres que quisieran raptar a jóvenes herederas. Por suerte que apareció su excelencia cuando usted huyó.
Tal vez a la mujer le pareció que el silencio de Cressida se debía al miedo y añadió:
– Ahora todo irá bien, señorita. No se preocupe.
Cressida le sonrió agradecida. Pensó que esa ingeniosa historia no era menos extravagante que la verdad. Le pareció que el duque era un hombre que pensaba en todo. A lo mejor sería un buen socio como delincuente.
– No se preocupe por los chismes, señorita. Su excelencia paga bien por tener la boca cerrada y sabe que no voy a decir nada que la avergüence.
Cressida se secó con el suave paño.
– Gracias, señora Barkway, es usted muy amable.
La mujer se ruborizó.
– Sigamos con usted. Ahora siéntese y veré qué puedo hacer con su pelo, aunque no soy más que una sirvienta.
La maravillosa mujer extrajo de su bolsillo un peine y Cressida se sentó en el tocador. Por supuesto que tenía nudos en el pelo, pero ella la peinó con tanta delicadeza como pudo.
– No tengo rizos -se disculpó Cressida y le enseñó su turbante con los falsos rizos que colgaban de la parte delantera.
– Muy lista, señorita, pero se ven muy raros, ¿verdad? Como un gato asustado escondido en una bolsa -le dijo entre risas, mientras deslizaba su mano por el cabello de Cressida-. Su pelo es precioso, señorita. Como seda marrón oscura, espeso y largo hasta la cintura. ¿Cómo desea llevarlo?
Cressida se dio cuenta de lo mucho que le disgustaban las gorras y los turbantes con esos rizos falsos. Le parecían necesarios porque su padre deseaba que fuera a la moda, pero ahora no necesitaba algo tan tonto. En Matlock siempre llevaba una sencilla trenza enroscada como una espiral en la nuca. Dejó a un lado el turbante y le pidió a la señora Barkway que hiciera algo similar. Mientras la mujer trabajaba, ella dejó que su confusa mente divagara.
Matlock. El año pasado había decidido conocer la sociedad elegante de Londres. Su pueblo le parecía entonces muy aburrido, pero ahora era un santuario que luchaba por recuperar. Sin embargo, tenía que admitir que sentía añoranza con respecto a la capital. ¿No había dicho el doctor Johnson que el que está cansado de Londres está cansado de la vida?
Era el corazón del mundo. Los hombres poderosos vivían allí, tomando decisiones que afectaban al destino de millones de personas de todo el planeta. Era el centro de las artes y de las ciencias, cuna de grandes descubrimientos. Había conocido a personas fascinantes en todas partes: exploradores, poetas, oradores, científicos, pecadores… ¡Y los teatros! Tenían un teatro en Matlock, pero no como el Drury Lane o el Royal Opera House.
De pronto recordó la vez que había visto al duque de Saint Raven en el Drury Lañe. Había sido hacía unos meses. Estaba allí con sus padres y los Harbison en el estreno de la obra «Una dama atrevida». Los típicos murmullos de entusiasmo en la sala de pronto se intensificaron. Un revuelo de miradas se dirigió hacia uno de los mejores palcos en donde estaba una dama esplendorosa acompañada de un oscuro y guapo caballero.
«¡El duque de Saint Raven!», exclamó lady Harbison en un susurro, una de las habilidades más apreciadas de la alta sociedad. «¡Por fin ha llegado!»
Parecía una observación sin sentido, así que Cressida agradeció que su madre pidiera más información, ya que todo el teatro estaba mirando y cuchicheando de alguien que debía de ser importante.
Y en unos momentos lo supo. El duque había heredado el título de su tío el año anterior y después había desaparecido. Y ahora, sin fanfarrias, pisaba el escenario que lo había estado esperando: un duque casadero, un príncipe de la ciudad.
Sin embargo, de acuerdo con lady Harbison, su compañía esa noche mataba muchas esperanzas. Lady Anne Peckworth era hija del duque de Arran, una familia muy adecuada, y, por lo que parecía, la pareja ya estaba comprometida. Él había besado la mano de lady Anne como si quisiese acabar con las especulaciones. Cressida recordó con nostalgia su propio deseo. No de que el duque de Saint Raven le besara la mano así, pero sí de que algún hombre lo hiciera con tanta elegancia natural y que la mirara a los ojos con tan profunda devoción. Ella tenía pretendientes, era la heredera de un mercader, pero ninguno le había hecho una reverencia así. Seguramente para entonces el duque ya habría besado a lady Anne como la había besado a ella la noche anterior, y más cosas… Una mujer con suerte.
– Ahora veamos lo de su ropa, señorita. Aunque no esté en estupendas condiciones, estoy segura de que se sentirá mejor vestida.
Cressida volvió de su ensueño. Si alguna tonta idea nacía en su mente sobre Saint Raven debía recordar que era de la clase de hombres que intentan seducir a una dama mientras cortejan a otra. Eso es todo lo que significaban sus reverentes besos en la mano.
Se centró en sí misma y vio que su peinado estaba muy bien. Le dio las gracias a la mujer y se subió el vestido. La señora Barkway tiró con tanta fuerza de los cordones de su corsé que ella tuvo que respirar profundamente. Aun así, era reconfortante volver a la compostura y el orden. Su vestido de noche parecía fuera de lugar por la mañana, pero, por otra parte, le devolvía la respetabilidad, aunque estuviera arrugado. Cogió el collar de perlas y los pendientes y se los puso.
– ¿Dónde están sus zapatos y sus medias señorita?
Cressida, que se estaba mirando en el espejo, se dio la vuelta, aún sabiendo que se le habían subido los colores.
– Creo que se me perdieron en la aventura.
– ¡Vaya, por Dios! Los míos no le caben. Si no le importa, señorita, voy a ir a ver qué puedo encontrar para usted.
– No me importa en absoluto, ha sido muy amable conmigo. -Cualquiera lo sería en una situación como ésta. La señora Barkway vertió el agua sucia en una palangana enorme, recogió y se fue.