Cressida le sonrió.
– Cuénteme más sobre las terribles cargas de ser duque. Me animará cuando me encuentre sumida en el aburrimiento de la pobreza y la vida sencilla y corriente.
– Nunca te encontrarás sumida en el aburrimiento de la pobreza y la vida sencilla y corriente.
Veía a donde quería ir a parar.
– No le permitiré que financie a mi familia, su excelencia.
– Tris.
– Es que Tris es más incontrolable.
Dijo eso sin pensarlo, pero vio el efecto que había tenido en él.
– Ah, eso es interesante.
Tal vez no estaban tan en paz como había querido creer.
– Sea interesante o no, nunca aceptaré su dinero. Ya ha sido bastante bueno con nosotros.
– Más que nada me lo he estado pasando bien, y lo sabes. Y darle dinero a tu familia me permitiría dormir bien por las noches
– Los Mandeville no estamos entre los miles que dependemos de usted.
– Pero Cressida Mandeville está entre mi limitada lista de amigos ¿o no?
– No es justo.
– A los duques no nos hace falta serlo.
Se encontró con su mirada juguetona.
– No es posible, Tris. No hay un punto de conexión aceptable entre nosotros y lo sabe. Sólo podría ser su amiga si también fuera su querida.
Le pareció que el pestañeo de sus ojos coincidía con sus propios latidos del corazón. Altamente tentador, especialmente si su familia estaba destinada a terminar en la pobreza. Toda oportunidad de casarse bien desaparecería y, a través de su «sacrificio», obtendría el dinero para ayudar a sus padres.
Él entrecerró los párpados, pero la seguía mirando.
– Soy el último de los Tregallows y debo casarme pronto. Debí haberlo hecho hace años, pero mientras más me lo ordenaba mi tío, más me resistía. Por eso, ya no quedan demasiadas mujeres casaderas que correspondan a mi rango.
– ¿Lady Anne? -dijo, aunque luego recordó-. No, me dijo que estaba enamorada de otro-. ¿Quién entonces?
Estaba orgullosa de su tono calmado.
– Aún no he puesto marcas en mi pequeña lista.
– ¡Oh, no debe hacerlo así!
Él se encogió de hombros.
– La madre de lady Anne dice que si uno se lo propone, es posible enamorarse de la persona adecuada a tu rango. Y yo tengo una gran voluntad.
Cressida se sintió como una testigo distante de una tragedia, pero ya había hablado demasiado. ¿Qué sabía ella de la vida en las altas esferas sociales? Tris no tenía más libertad de elección de la que tiene un rey o un duque real. Excepto en cuanto a queridas.
Alzó la vista y vio que la miraba.
– Sin duda alguna tendré una querida -dijo-. Una mujer para el deber y otra para el placer.
Podía ser una invitación, pero dicho de esa manera era impensable.
– Espero que no lo haga. Espero que se case por amor. Y ahora -añadió con ligereza-, cuénteme más sobre sus cargas como duque. Sonrió con ironía.
– Veamos…, mi cargo me obliga a asistir a la Cámara de Lores y lo que es peor, a prestar atención. Tengo que mantenerme informado sobre temas que un mortal común y corriente puede ignorar, con la exportación de carbón, la importación de cochinilla. ¿Sabes lo qué es?
– Un tinte rojo que se usa para cubrir los pasteles escarchados.
– ¿Sabes que se elabora con insectos molidos?
Lo miró.
– No, ¡qué horror! Es usted un malvado. ¡No podré volver a comer un pastel rosa en mi vida!
– Yo tampoco. Ésa es una carga más de mi rango. Déjame pensar sobre qué más temas excitantes tengo que leer… ¡Ah! Oporto, por supuesto. Me encanta beberlo, pero su producción es un tema difícil, ya que se transporta entre la Isla Newfoundland y un lugar llamado Labrador, y por lo visto hay un problema con el hielo. También el tema del ejército y el establecimiento de la paz, muy importante y tedioso a la vez. Debo reconocer que me siento orgulloso de haber contribuido a la abolición del castigo con picota en casi todos los casos, y también a la creación de un reglamento que beneficia la situación de aquellos que se encuentran en bancarrota.
– Imagino que la nobleza en general no se preocupa de esas cosas.
Tris se encogió de hombros.
– Puede que el tiempo también me haga lo bastante cínico e indiferente como para tomarme la molestia de preocuparme. Pero por el momento no me puedo escapar, aunque confieso haber abandonado el debate sobre la cochinilla para evadirme hacia cosas más divertidas. Hay demasiados temas importantes. La situación de Irlanda, las crisis de la agricultura y la agitación del pueblo. ¿Lo ves? Si no fuera duque, podría ignorar todo eso y disfrutar de mis orgías.
Se rió queriendo abrazarlo.
– No lo creo. Siento decírselo, pero me parece que está maldito por su sentimiento de responsabilidad, y ni siquiera tiene el tipo de orgullo que se necesita para disfrutar de que la gente se incline usted -dijo levantado la cabeza-. Pero ¿puedo decir que tal vez todo le irá mejor? Con el tiempo uno se acostumbra a todo. ¿Tiene un secretario que le ayude con todo eso?
– Heredé el de mi tío. Leatherhulme es un viejo reseco que cree saberlo todo. De hecho así es, pero también piensa que todo debe continuar como era desde que el rey era un niño -suspiró-. Tal vez debería poner al día toda la administración. Está anticuada y basada en la idea de que el ducado existe para satisfacer al duque. Pero toda la gente que lo rodea está haciendo su trabajo lo mejor que puede. ¿Debería despedirlos?
Era un hombre muy cabal. Una esposa adecuada podría desviar su inquieta energía hacia obras de caridad…
Levantó la mano y se frotó la nuca, deshaciendo el turbante. Se lo sacó, al igual que la máscara y los tiró al asiento de enfrente. Cressida pensó que nunca la aburriría y quiso arreglarle su cabello despeinado.
– Tal vez no tenga bastante gente para hablar sobre estas cosas.
– ¿Bastante gente? No tengo a nadie. Tengo amigos, pero ¿para qué aburrirlos con la cochinilla si tienen una vida sin preocupaciones?
Ella sería una buena interlocutora para él, podría serle de ayuda de muchas maneras. Desde hacía tiempo que se interesaba en temas políticos y le encantaría poder involucrarse más. Estaba seriamente comprometida con las obras benéficas y siempre había sido una buena organizadora. Había heredado suficientes valores de su padre como para imaginarse gestionando un ducado de manera moderna y eficaz.
Pero también sabía que lo que había dicho sobre las presiones de su rango era verdad. La imagen de ensueño que tenía de su vida junto a él era en una casa como Nun's Chase, sentados frente a una chimenea en zapatillas y conversando sobre los acontecimientos del día. No era en una mansión llena de eco, asistiendo a reuniones rodeados de cientos de sirvientes, miles de personas dependientes de ellos y un mundo que se fascinaba por cada cosa que hicieran. Tal vez había sacado a la luz esos temas para que no se hiciera ilusiones, pero esperaba que no fuese así, pues en ese caso habría detectado en ella unos sentimientos profundos, los cuales ni Cressida misma se había permitido admitir.
Un duque no se casaba con una cualquiera de provincias, y por una buena razón. Se estremeció al pensar que pudiera tomarse en cuenta cada una de sus palabras, que se imitase cualquiera de sus tonterías, o que la gente se inclinara ante ella sólo por el honor de estar en su compañía. Sin embargo, ésa era la realidad. Era la realidad en Matlock con las leonas locales como lady Mumford y lady Agn Ferrault. En Londres lo había visto todo de la manera más descarada. Expresiones como lame pies no eran meras exageraciones.
Él rompió el silencio.
– ¿Y qué hay de ti, Cressida Mandeville? ¿Cuándo tengas tus joyas, qué vas a hacer con tu vida?
Se esforzó para contestarle con una sonrisa.
– Volver a Matlock con mis padres y cuidar de mi padre.
– Contrata a una enfermera.
– Tal vez lo hagamos, pero Matlock es mi hogar. Tengo toda una vida allí.
– Estabas en Londres buscando un marido.
– Estaba en Londres porque mi padre pensó que me encontraría un marido de alto nivel. No tengo nada en contra de la idea -se encogió de hombros-, no ha ocurrido.
– ¿Acaso están todos ciegos en Londres?
Lo miró a la cara.
– No soy ninguna belleza. De hecho, usted no se fijó en mí.
– ¿Nos presentaron?
– Tal vez hasta se había sonrojado.
– No, pero he estado en el mismo lugar que usted una o dos veces y no se sintió irresistiblemente atraído por mi belleza y mis encantos.
Lo había dicho en broma, por lo que fue un alivio verlo reír.
– Tal vez estaba tan ocupado evitando las acosadoras del momento que no me habría fijado en ti ni que hubieses llevado un halo alrededor de la cabeza. Pero lo siento.
Le tomó la mano y la besó. Tras un momento de quietud, ella la retiró.
– No, Tris.
– No ¿qué?
– No coquetee conmigo.
No apartó la mirada.
– Nunca te haré daño, Cressida. Mi honor me va en ello.
«¿Cómo puede prometerme eso, loco? Veo que se aproxima el dolor como si se tratase del bisturí de un cirujano.»
– He disfrutado mucho de tu compañía. No me pidas que sea frío.
Le hizo falta coraje, pero fue directamente al corazón del problema.
– Está bien, mientras admitamos ahora que no puede haber nada más que amistad entre nosotros.
Cuando lo vio dudar, sintió cómo su loco corazón le temblaba. Entonces, él le preguntó:
– ¿En qué se basa una amistad?
– Debería saberlo.
– Me pregunto si excluye esto.
La atrajo hacia sus brazos. Cressida podía haberse resistido. Lo sabía, sabía que él le estaba dando todas las posibilidades del mundo para hacerlo. De cualquier manera, esto no iba a durar. El bisturí de cirujano haría lo suyo muy pronto. No podía por lo tanto resistirse a lo que su corazón y su cuerpo deseaban con tanta intensidad.
Quieto como una estatua bajo la luna llena, el bandolero observaba el camino, controlando fácilmente a su caballo sin bocado. Su vestimenta era oscura como la sombra. Ocultaba la cara bajo una máscara y una delicada barba al estilo de Carlos I. Hubiera sido invisible si no fuera por la impresionante pluma blanca que adornaba su sombrero de ala ancha.
Jean-Marie Bourreau rogaba para que pasase un carruaje de ricos, y mientras más lo fueran, mejor. Estaba contento de haber salido de prisión, pero le dolía el orgullo. ¿Quién lo había imitado? ¿Quién se había atrevido a tomar su creación, Le Corbeau, y usarla para su propio beneficio?
Jean-Marie y sus hombres habían regresado cautelosamente a la casa de campo. Habían encontrado la destartalada cabaña intacta, aunque le había parecido que la ropa de cama de la habitación escondida no estaba igual que cuando se fue. ¿Había dormido su imitador en su propia cama? ¡Le arrancaría los ojos, las tripas y los genitales!. Sin embargo, los baúles estaban intactos, al igual que su vestimenta.
Tal vez el impostor había hecho su propia versión, como obra de teatro de Drury Lane, Una dama atrevida. Se había convertido en una especie de héroe para estos ridículos ingleses. Durante sus días en prisión, una bandada de mujeres había ido a visitar a Le Corbeau, e incluso algunas habían sobornado a los carceleros para que les permitieran pasar un rato con él y tener un momento íntimo.
No había sido tan terrible. Ahora estaba libre y debía recuperar su identidad. Él era Le Corbeau.
¡Ah! Se acercaba un carruaje. Vio su objetivo. Uno ligero con dos caballos y sólo un hombre en las riendas. Excelente, poca seguridad y prometedora riqueza. Apareció en medio del camino.
– ¡Manos arriba!
El cochero detuvo el carruaje de golpe.
– ¡Demonios, creía que estaba en la cárcel!
– Un erog, como ve, monsieur. No me cause pgoblemas.
Miró dentro del carruaje y sonrió. La persona que viajaba mujer hermosa y sola. Ese hecho, y que llevara la cara pintada, indicaban que no era un epítome de virtud, pero él tampoco lo era. Sería una cortesana más que una ramera si viajaba en un carruaje semejante, imaginó.
– Madame, requiego un peaje pog el uso de este camino.
– Debéis ser el rey, entonces, ya que éste es el Camino Real.
No tenía el oído habituado a los acentos ingleses, pero pensó que hablaba bastante bien.
– Tal vez. Después de todo, vuestgo rey está loco.
– Y el vuestro -le indicó- está muerto.
– Alas, no, madame. El nuestgo está ahoga muy, muy gordo.
Sonrió y luego soltó una gran risotada, radiante y verdadera, luciendo sus excelentes dientes. El nuevo rey de Francia había pasado su exilio comiendo sin parar y era conocido como Louis le Gros.
– Entonces no es usted el rey -dijo tras mirarlo de arriba abajo-. ¿Qué tipo de peaje tiene en mente, monsieur Le Corbeau.
Jean-Marie se sintió totalmente seducido, tanto que le pareció estar en peligro de perder su comodidad en su montura.
– Alas, madame, un peaje rápido. Este cuegvo debe volag antes de que sea targde.
– Aunque me parece que merezco la pena para algo más que un peaje rápido.
Sabía lo que le estaba sugiriendo. ¿Sería como echarse la soga al cuello? La vida, creía, era un riesgo, pero una larga vida exigía un poco de sentido común.
– Tal vez, madame, un día podemos explogag estas cosas sin prgisa.
– Por supuesto, señor, tal vez pudiésemos…
– Pero ahoga le debo pedig que se baje del caguaje paga asesogag el peaje de vuestga… hmm… giqueza.
Se le congeló la expresión y abrió la puerta de golpe para bajarse. Él arqueó las cejas al verla de cuerpo entero. Muslos anchos, pantorrillas redondeadas, finos tobillos y esbelta cintura. Se le hizo la boca agua. El canesú de su vestido estaba cortado por debajo de sus magníficos pechos, cubiertos sólo con un leve velo.
Suspiró de nuevo, asegurándose de que lo escuchara.
– Su giqueza, pog lo que veo, son sus encantos natugales, madame. ¿No lleva joyas?
– Vuelvo de una fiesta salvaje que no estaba a la altura de joyas.
La miró nuevamente de pies a cabeza, lo cual no era difícil, para comprobar que sus palabras eran ciertas. No podía esconder mucho bajo su vestido. Solía llevarse un beso de las señoras en lugar de alguna baratija, pero un beso de una prostituta apenas era un pago. Miró dentro del carruaje. En el asiento había una estatuilla blanca. Volvió la vista hacia ella y vio cómo se tensaba. Ah, entonces…
– Me llevagé eso.
– Es algo insignificante.
– Segé yo el que lo juzgue.
Cogió la estatuilla y se la alcanzó para que la mirara.
– Es una baratija. Una estatua india que gané como premio. Era de unos dieciséis centímetros, y tenía una talla intrincada, evidentemente de marfil.
– Estoy segugo de que se megece el pgemio, madame, perop tengo mi orgullo y si la vendo tendgá algún valog. Entréguemela.
La mirada de ella transmitía furia, lo cual acrecentó su interés. ¿Por qué ese objeto significaba tanto para ella y cómo podía sacarle el mayor provecho?
– Creí que sólo se llevaba la mitad de las pertenencias de la gente, Cuervo.
– No se puede cogtag en dos. -Avanzó su caballo y la recogió de sus manos-. Tal vez, madame, le pegmita comprágmela de vuelta.
No era tan buena como pensaba a la hora de esconder sus emociones. Primero se mostró furiosa, luego calculadora y, finalmente esperanzada.
– Paga eso -apuntó Jean-Marie-, necesitagé vuestgo nombge.
– Miranda Coop -le contestó con la arrogancia de una duquesa-. Verá que mi dirección es muy conocida. Devuélvamela antes de una semana o haré que lo cuelguen.
Volvió a subirse a su carruaje, pero Jean-Marie agarró la puerta de manera que no pudiera cerrarla.
– Me pgegunto dónde es esa fiesta tan animada que decía.
Sus miradas se cruzaron con una divertida complicidad.
– Stokeley Manor, a una hora de aquí. Y sí, casi todos 1os asistentes están totalmente borrachos.
Parecía que a la dama no le gustaba demasiado la gente de la fiesta. Él inclinó la cabeza, cerró la puerta y permitió al cochero reanudar su camino. Al alejarse, Alain e Yves se le acercaron.
– No estarás pensando en aceptar su invitación ¿no? -le preguntó Yves-. Hará un paquete contigo y te llevará como regalo al verdugo.
– ¿Eso crees? -Jean-Marie sonrió al mirar la estatuilla, más interesante-. ¿Te parece que esta postura sea posible?
– Lo que creo que es posible es que nos atrapen si seguimos aquí. Y si no vas a venderla nos estamos arriesgando a morir por nada.
Jean-Marie se rió.
– Tienes corazón de mercenario y yo tengo una idea que te va gustar. ¡Vamos! El Cuervo vuela hacia el norte.
La boca de Cressida jugaba con la boca de Tris, asombrada por el tiempo que una pareja puede pasar sencillamente besándose. Aunque tal vez sencillamente no era la palabra adecuada. Estaba sentada sobre él y cada movimiento brusco del carruaje hacía que se frotase la seda contra la seda y que cada ángulo de su cuerpo encontrara una curva en el de ella.
Su mano estaba nuevamente bajo su vestido, rozándola, caliente y fuerte, creando las sensaciones más deliciosas que se podía imaginar. Deseaba saber hacerle lo mismo, pero estaba demasiado insegura como para preguntárselo o intentarlo. Aún así, lo tenía entre sus brazos y la libertad de su boca. Era algo muy extraño. Su boca había estado tanto tiempo pegada a la suya, que se habían disuelto las barreras entre ambos y sentía que él era parte de ella. El carruaje la empujó nuevamente contra Tris y ella sintió claramente la excitación de él. Su miembro estaba duro. Un deseo ardiente le invadió el cuerpo, pero interrumpió el beso.
– Tenemos que parar.
– ¿Ah, sí?
Sus pobladas pestañas le cubrían unos ojos sonrientes, y sus labios parecían más sensuales que nunca, más tentadores, más deliciosos…
Odiaba tener que poner palabras a ese misterio.
– No puedo permitir que me arruine, Tris. Sería desastroso para los dos.
Tomó un mechón de su cabello y lo envolvió alrededor de su dedo.
– Si te quedases embarazada me casaría contigo.
¿Qué tentación más grande podía haber? ¡Tenerlo para siempre y además con un hijo suyo!
Agarró ella misma el bisturí de cirujano y le dijo:
– Lo siento. Yo… lo aprecio, Tris, pero nunca podría ser una duquesa. Tal vez podamos ser amigos, en la distancia. Quizá podamos escribirnos…
– Escribirnos -repitió él.
– O no. -Recogió su cabello interrumpiendo el juego de su dedo-. Somos como viajeros que se conocen en un lugar extraño y se acompañan simplemente porque están lejos de casa. Una vez de vuelta a su origen, se termina la conexión.
– Acabamos de descubrir una conexión muy poderosa.
– Besarse no lo es todo.
Hizo un gesto con los labios.
– Es verdad.
– Quiero decir, hablando de conexión.
– Tienes toda la razón.
– ¡Hablo en serio! No tenemos nada más en común.
– ¿Ah, no?
Ella sabía que sí y temía que él se pusiese a enumerar ejemplos.
– No importa. Soy demasiado convencional para usted, demasiado decente. Perdería la paciencia conmigo. Lo que le atrae es esto -dijo señalando su exuberante vestido- y a mí, no.
– Me encantaría verte sin él.
Se bajó de sus piernas volviendo a su propio asiento.
– ¿Ve? ¡Sólo usted diría algo así!
Él arqueó las cejas.
– Usted y la gente como usted. -Se puso las manos sobre sus calientes pómulos-. ¿Por qué le digo esto? Porque no es serio en cuanto al matrimonio. Está intentando seducirme cuando prometió no hacerlo.
Él se recostó en su esquina del carruaje.
– No, no lo hice. Te prometí que podías confiar en mí y eso sigue siendo verdad. Tampoco es que fueses reacia a besarme, así es que no pretendas que así ha sido. -Parecía relajado, divertido y seductor como Satanás-. Y en cuanto a la seducción, todavía pienso que sería una buena idea.
– ¡Sería un desastre!
– No te precipites tanto. Tú, mi intrépida exploradora, no sabes aún lo que hay a la vuelta de la esquina.
– Sinceramente espero que sea Nun's Chase.
– Donde convenientemente hay dos camas y muchas horas aún de esta aventurada noche. Tú viaje no terminará hasta que no estés de vuelta en la casa de tus padres, Cressida. ¿No piensas que sería una pena que te perdieras el mejor de los decorados?
Le tembló la piel y se le tensaron los músculos.
– Es Satanás el que habla.
Se rió.
– ¿Crees que estoy poseído por el demonio? -Creo que es el demonio.
Y lo era. Sabía exactamente cómo jugar con ella. Su mente era tan experta como sus manos y su boca. Por eso no intentaría tocarla ahora y se mantendría en su esquina lo más lejos posible de ella. Sabía que eso lo hacía más deseable.
Y para dejarlo claro, habló.
– Quiero hacerte el amor, Cressida, y puedo hacerlo sin arriesgarme a dejarte embarazada, y sin siquiera romper tu virginidad. Quiero hacerlo por mi propia satisfacción y deleite, pero también por ti. Como dices, este viaje terminará pronto. En mi papel de guía, me duele que dejes mis tierras sin haber experimentado lo mejor, especialmente tras haberte llevado al peor de los lugares. Te ofrezco un placer intenso, con un mínimo de riesgo.
El cuerpo de Cressida se estremeció como respuesta directa y hambrienta a sus palabras. Rogó que no se diera cuenta.
Mínimo de riesgo, se recalcó a sí misma. No había dicho sin riesgo. Lo cual enfatizaba que lo que decía era escrupulosamente honesto, haciéndolo aún más seductor. Valoraba la honestidad y si ella actuara de acuerdo con eso ahora, admitiría que las últimas veinticuatro horas, el tiempo que había pasado con él, habían sido las más honestas que podía recordar. En esta situación, con su exiguo disfraz, se sentía real por primera vez en la vida.
¿Era eso lo que su padre había sentido en la India? ¿Era ésa la razón por la que no había sido capaz de volver a casa, ni siquiera para estar con su mujer y su hija? Arthur Mandeville había encontrado su lugar en la India, pero no era el apropiado para su hija. Era un lugar salvaje, para prostitutas y sus clientes.
– Ojalá pudieses articular tus atormentados pensamientos en palabras -dijo él.
– Entonces intentaría luchar contra ellos.
– Por supuesto. No puedo ver otra objeción racional que no sea el temor de arruinarte.
Ella se rió.
– ¿Y le parece poco? Él encogió los hombros.
– Si se sabe de tu presencia en Stokeley, estarás arruinada. Nada que puedas hacer ahora lo cambiaría y, por supuesto, si llegara a suceder, me casaría contigo.
– Y yo me negaría.
– No voy a dejar que me distraiga una hipótesis. No tienes una opción racional, Cressida, que no sea volver conmigo a Nun's Chase para lo que queda de noche. Lo que hagamos allí, nunca lo sabrá nadie.
– Yo sí.
– ¿Pasar la noche juntos sería algo banal y que no está a tu altura?
Eso le dolió.
– ¡Hace que la virtud suene como algo vulgar!
– Tal vez lo sea.
– Es un demonio.
– No lo seré hasta que me muera. Y no -le contestó anticipándose-, no intentes salvar mi alma inmortal. No siento que esté en peligro, pero soy lo que soy; aquí el experto soy yo. Lo que arriesgas esta noche, lo único que arriesgas, es que una vez que hayas disfrutado al máximo de tu cuerpo, se te despierte un apetito desmesurado por ese placer. Y eso te puede llevar al desorden.
– Está muy seguro de sus habilidades -le objetó.
– Sí, pero no se te olvide, que ahora te conozco un poco. No eres fría ni difícil de complacer. Hacer el amor será como continuar lo que hemos disfrutado juntos hasta ahora, lo cual, debo admitir, ha sido más que prometedor. ¿Qué quieres, Cressida? ¿Qué es lo que quieres?
– ¡No siempre podemos hacer lo que queremos! O por lo menos nosotros, los simples mortales.
Él agitó la cabeza.
– Antes había leyes que regulaban la vestimenta de la gente de acuerdo con su rango. Bajo esas leyes, habría sido un delito que llevases esos pantalones color violeta. Las leyes, e incluso los pecados cambian, Cressida. No son inmutables. Lo único que importa en estos tiempos es que no te pillen.
Puso los ojos en blanco.
– Pero existen los Diez Mandamientos.
– Que únicamente prohíben el adulterio.
– ¡Oh, usted es realmente imposible!
Sonrió, declarando así su elocuente maldad.
– Eso no lo discuto. Pero lo que ofrezco es honesto y pensé que ya habíamos dejado claro que confiabas en mí. ¿No te he demostrado acaso que soy de confianza?
Cressida se llevó las manos a las sienes, sujetando su cabellera suelta.
– El diablo es de por sí tentador, y hasta convincente.
– Me decepcionas, señorita Mandeville. Eso es un concepto demasiado convencional.
Se agarró a sus palabras.
– Soy una mujer muy convencional.
Sus cejas se arquearon y sonrió con aire incrédulo.
– ¡Lo soy! Este viaje es aberrante. Mi hogar, mi verdadero lugar es Dormer Close, en Matlock. ¿No lo ve? -le preguntó, dándose ella misma cuenta de la pura verdad-. Si sucumbo a usted, nunca más me sentiré en casa allí.
Al igual que su padre, que nunca había podido sentirse de vuelta en casa en Inglaterra. ¿Acaso era demasiado tarde ya para ella?
– Pero ¿es Matlock la mejor opción?
Sus palabras resaltaron sus propias dudas y temores.
– Es mi hogar, y lo necesito. Necesito familia, amigos, actividades cotidianas, la comodidad de la rutina. Necesito ser alguien que reconozco y con quien me siento cómoda. No tengo un espíritu salvaje como el suyo, Tris. No soy así.
Suplicó que la hubiese comprendido, que creyera lo que le había dicho.
Tris la estudió por un momento y luego suspiró.
– Como quieras. Pero en ese caso, creo que es mejor que no nos toquemos ni hablemos hasta llegar. Mi fuerza de voluntad, querida Cressida, no es tan fuerte como la tuya.