Cressida volvió a comprobar su aspecto, pero añoraba llevar un vestido adecuado, especialmente unas medias sencillas y unos zapatos resistentes. Ahora estaba vestida, pero sus pies descalzos la hacían sentirse todavía más rara, realmente sin sentido. Le debería haber pedido a la señora Barkway que le encontrase un pañuelito para taparse el escote. Pero en fin, no tenía intenciones de dejarse ver en público.
Se acercó a la ventana para contemplar el mundo normal, deseando pertenecer a él. Tal vez debería escapar en cuanto tuviese la oportunidad. La gente pobre a veces va descalza. Tal vez no fuese tan malo. Le había dado su palabra a Saint Raven, pero le había advertido que podría no mantenerla si veía la oportunidad de escapar.
La puerta se abrió y ella se dio la vuelta; sólo era la señora Barkway. ¡Alabado fuera el cielo! ¡Traía sus zapatos! Cressida corrió hacia ella.
– ¡Oh! ¿Dónde los ha encontrado?
– Los tenía el señor Lyne, señorita. Pero me temo que no hay ni rastro de sus medias. Puedo traerle unas del pueblo, pero serán de un material corriente.
Cressida deslizó los pies en sus zapatillas de seda verde.
– Cualquier cosa me iría fenomenal. También llevaba puesto un chal, pero creo que debo haberlo perdido lejos de aquí. ¿Sería posible que me buscara un pañuelo?
– Pobrecita mía, iré a ver qué puedo hacer. Su excelencia no ha vuelto aún. ¿Desea algo de comer o de beber mientras espera? No veo por qué usted debe pasar hambre por su culpa.
Cressida se rió y quiso abrazar a aquella mujer.
– Me encantaría tomar algo, un café, un chocolate, un té. Lo que sea más fácil, y tal vez un poco de pan.
– Se lo traeré y después iré al pueblo. Ninguna mujer desea estar sin sus medias y unas ligas buenas y firmes.
Cressida estuvo de acuerdo y sintió que nada podía ser tan terrible en un lugar que incluía a la señora Barkway. Enseguida estuvo bebiendo un rico chocolate y disfrutando de un panecillo dulce recién hecho untado de mantequilla. El duque vivía bien en su sencillo entorno, lo cual no le sorprendía. Pero a pesar de sus maneras campechanas y su sencilla casa, su título era lo más cercano a la realeza.
¿Por qué jugaba a hacer de bandolero? Se había roto la cabeza pensando en eso, aunque ya sabía que los aristócratas a menudo se permitían esos extraños comportamientos. Había lores que jugaban a hacer de cocheros. Entonces, ¿por qué un duque no podía hacerse pasar por un asaltante de caminos? La pequeña diferencia era que se trataba de algo ilegal y peligroso. ¿Estaría loco, tal vez? ¡Habría luna llena anoche!
Llamaron a la puerta. Entró el duque, y Cressida se puso de pie de un salto. Con su traje de montar: chaqueta oscura, pantalones de ante y botas altas, parecía un hombre normal. Pero no, no era normal; sus pantalones estaban manchados de tierra y tenía el labio hinchado.
– ¡Por la gran Juno! ¿Se ha estado peleando?
– ¿Qué le hace pensar eso? -le dijo con una sonrisa, para a continuación sacar un pañuelo manchado de sangre y tocarse con él ligeramente el labio
– Se ve mucho mejor, querida ninfa.
Lunático. Duque. Cressida estaba en desventaja.
– He desayunado. Nadie parecía saber dónde estaba o si volvería.
Él le echó una mirada a su plato.
– Eso no es un desayuno. Volveré en un momento y luego podremos hablar.
Ella se quedó mirando fijamente la puerta. Era un excéntrico, como mínimo, y no le quedaba más remedio que tratar con él. Se volvió a sentar y mordisqueó el último trozo del panecillo. Si pudiera convencerlo para que la ayudase, sería como un regalo del cielo. Podría volver a casa pronto, intacta y victoriosa… si consiguiera utilizar a un duque a su voluntad.
Saint Raven volvió con una gran bandeja y puso un plato de huevos con jamón en medio de la mesa, otro de pan con mantequilla y mermelada y un cuenco con ciruelas. Para terminar, tazas, una cafetera y una jarrita con crema. Era evidente que los grandes hombres que salían a cabalgar temprano para meterse en peleas necesitaban comidas copiosas. Puso la bandeja a un lado y se sentó frente a ella.
– Parece asombrada, ¿porque necesito alimentarme?
– No, es que es un duque y usted mismo ha ido a buscar la bandeja.
– No sea ridícula -le contestó mientras se comía tres huevos con jamón-. Por favor, coma algo si quiere.
Cressida contuvo un escalofrío y se sirvió más chocolate.
– Mientras como, cuénteme su historia; hoy parece ser mi día de caballero errante.
– ¿Se ha encontrado con otra damisela en apuros? -le preguntó.
Él hizo un gesto con la boca.
– Más o menos.
Loco, verdaderamente loco.
– Le va a faltar sitio en la casa.
– ¡Oh! La he escondido en otra de mis múltiples residencias. Ahora cuénteme su historia, «Señorita Sea Quien Sea».
Comía con gran apetito. Cressida titubeó unos instantes, pero como necesitaba su ayuda, decidió contarle una versión arreglada de la verdad.
– Lord Crofton le ha robado algo a mi familia, su excelencia, y lo tiene en Stokeley Manor. Necesito ir allí para recuperarlo. Mientras la contemplaba, se tragó su comida.
– Si es un robo, vaya a las autoridades.
– Es un noble, no creo que me hagan caso.
– Vale la pena intentarlo, es mejor que prostituirse con Crofton, ¿no?
Eso había sido un golpe bajo, pero tenía razón.
– Muy bien, lo ganó jugando a las cartas.
– ¿Con trampas?
No se le había ocurrido antes. Sacudió la cabeza y a regañadientes le contestó que no lo creía.
– Entonces es suyo. Eso es algo que no admite dudas.
– ¡No, no lo es!
El duque se sirvió café y le añadió crema de leche.
– ¿Por qué no me dice la verdad? A la larga me enteraré.
Cressida se puso en pie.
– Usted no tiene derecho a exigirme nada, señor. Soy libre para irme de aquí cuando quiera.
– Me temo que no -le contestó, cortando una loncha de jamón.
– No puede tenerme prisionera.
Él no respondió, sólo levantó las cejas y se metió en la boca un trozo de jamón.
Cressida miró la jarra de plata maciza del chocolate, pero se dio cuenta de que no era la mejor manera de conseguir sus objetivos, y se obligó a mantener la calma. Hay una sola cosa que importa, se recordó a sí misma, una sola cosa. Apretó las manos con fuerza y ya más relajada, se volvió a sentar.
– Mi nombre es Cressida Mandeville, su excelencia. Mi padre es sir Arthur Mandeville -le dijo mientras observaba si hacía algún gesto de reconocimiento, pero no fue así; tampoco le sorprendió. Incluso durante la temporada de Londres, los Mandeville se movían en ambientes distintos que los del duque de Saint Raven.
– Ha vuelto hace poco a casa después de veintitrés años en la India.
– Un mercader. -Utilizó el término corriente que también implicaba riqueza.
– Sí.
– ¿Usted vivía en la India con él?
– Nací allí, pero mi madre tuvo problemas con el clima, así que las dos volvimos a casa antes de que cumpliese el año.
– ¿Y su padre venía de vez en cuando?
– No.
– Un interesante reencuentro -recalcó levantando de nuevo las cejas.
Eso, pensó Cressida, era un eufemismo, aunque su madre parecía haberlo aceptado bien. El duque continuó comiendo pero tenía puesta toda su atención en ella, que a su vez se sentía confortada porque finalmente podía contarle a alguien la verdad.
– Con dinero y un nuevo título, mi padre deseaba entrar en sociedad. Compró una pequeña finca, Stokeley Manor, y alquiló una casa en Londres para así poder llevar una vida de placeres y disipación.
– Mi querida señorita Mandeville, estoy seguro de que usted no sabe nada sobre la disipación -le dijo mirándola con ojos burlones.
– ¿Incluso después de lo de anoche, su excelencia?
– Un poquito, a lo mejor -le contestó con una sonrisa.
La hinchazón en la comisura de sus labios no los hacía menos interesantes. De hecho, le daba a su sonrisa un aire extraño y pícaro.
– Continúe con su historia, señorita Mandeville, aunque me la puedo imaginar: su padre se dedicó a los juegos de azar y perdió Stokeley Manor a manos de Crofton.
Cressida lo miró fijamente.
– ¿Qué sabe usted de eso?
– Esas historias vuelan, sólo que no me había quedado con los nombres. ¿Cuánto perdió su padre?
Por un momento fijó la vista en sus dedos entrelazados, pero los soltó y volvió a mirarlo a los ojos.
– Creo que echaba de menos su emocionante vida en la India. Quizá los juegos de azar le devolvieron esa emoción, pero parece que no ha sido bueno para él.
– ¿Lo perdió todo?
Un nudo en la garganta casi la dejó sin voz.
– Dicho de alguna manera, todo lo que no era de mi madre y mis posesiones personales.
El duque había dejado su plato limpio y ahora estaba recostado en su silla sorbiendo su taza de café.
– Seguro que su padre es consciente del estado de sus asuntos.
– Mi padre se ha quedado completamente paralizado de la impresión. No habla y parece que no escucha. Mi madre consigue que coma algo, pero cada vez está más débil.
Él inclinó la cabeza.
– Lo lamento mucho, pero he de señalar que, aunque sea triste, Crofton es el dueño de Stokeley y de todo lo que hay dentro.
Ella no quería contarle el meollo del asunto pero no vio otra opción:
– La verdad es, su excelencia…
– Saint Raven, por favor.
– La verdad es que -continuó haciendo caso omiso- mi padre tenía un alijo de joyas. Me explicó que se acostumbró a comprarlas en la India, cuando era necesario tener bienes transportables por si debía huir, y me mostró dónde las tenía escondidas. Sé que legalmente esas joyas van en el lote de Stokeley, pero no puedo sentir que realmente le pertenezcan a lord Crofton. Él no sabe nada de su existencia, y estoy segura de que mi padre no pretendía que fueran parte de la apuesta. Si hubiese podido, las hubiese recuperado antes de que Crofton tomase posesión de la casa.
El duque dejó la taza sobre la mesa y la volvió a llenar.
– Fascinante. Soy consciente de la tentación que significa intentar recuperarlas, pero ¿realmente merece la pena que se sacrifique por ellas?
– Harán que nuestra vida sea soportable. Mi padre nunca se va a restablecer y aunque así fuera, no le será posible amasar otra fortuna, ni siquiera un poco de dinero. Mi madre sólo desea volver a Matlock. La casa que aún tenemos allí siempre ha estado a nombre suyo. Ni siquiera tenemos dinero para llevar allí una vida modesta; en estos momentos sólo tenemos lo que valgan nuestras posesiones. -Se tocó el collar de perlas, una sencilla cadena de pequeñas bolas-. Siempre hemos luchado contra la inclinación de mi padre a obsequiarnos con adornos caros y extravagantes.
– Como ve, la disipación y la extravagancia son mucho más inteligentes. Pero tengo que preguntarle algo: ¿no podría su padre haber vendido las joyas para pagarse su afición al juego?
Se comportaba como un torno: apretaba y apretaba hasta sacar la verdad. Pero era muy estimulante.
– No lo creo. He revisado las cuentas de mi padre. Todo está reflejado allí, incluidas sus pérdidas.
Cressida tuvo que tomarse un momento para recomponerse. ¿Cómo alguien podía tirar una fortuna en un juego de cartas que ni entendía?
– No hay registro de la venta de las joyas, ni un aumento repentino de efectivo.
– ¿Qué dice su madre? Cressida dio un suspiro.
– El regreso de mi padre fue un gran choque para ella. Se volvió a encariñar con él, pero no llegó a tener ningún interés en sus negocios. Ahora no puede pensar en nada que no sea su recuperación.
– Así que usted se enfrenta sola a esta situación, aunque no por más tiempo. Ahora tiene a un caballero errante.
Cressida lo miró con cautela.
– Debo recuperar esas joyas, su excelencia.
– Por supuesto.
– Cueste lo que cueste.
– Ya lo veremos.
– ¡Usted no tiene derecho a mandarme!
El duque levantó una mano a la manera de elegante protesta.
– Enfréntese a esa batalla cuando lleguemos a ella. Por ahora somos camaradas en armas contra el abominable demonio. Sin embargo, si esas joyas eran para un caso de emergencia, ¿por qué su padre las tenía en el campo en vez de tenerlas a mano en Londres?
Ésa era otra excelente pregunta. A pesar de sus excentricidades, el duque tenía una mente aguda.
– Mi hipótesis es que mi padre tenía muchos objetos indios que desgraciadamente dejó en Stokeley. Entre ellos hay una serie de estatuillas de marfil hechas con gran ingenio, pues sirven para esconder cosas; las joyas están en una de ellas. Creo que se confundió y se llevó una estatuilla equivocada a Londres.
– Un descuido; deben ser todas muy similares.
– Sí -le dijo mientras rezaba para que no le pidiese detalles.
Él dio un sorbo de café.
– Usted no tiene ninguna garantía de que no se hubiese jugado las joyas directamente, o que las hubiese empeñado o cambiado de sitio. Ella volvió a relajar las manos.
– No, pero no estoy siendo optimista en exceso. Creo que la estatuilla que me enseñó no era la misma que la de Londres. Estoy segura de que alguno de sus conocidos hubiese notado que estaba apostando joyas. No había nada secreto en cuanto a lo de las partidas, excelencia, e incluso si hubiese ido a una casa de empeño, estoy segura de que lo hubiese apuntado en su contabilidad. Es su forma de actuar. Siempre lo apunta todo.
– Pero es de esos hombres capaces de confundirse de estatuilla…
– Es un poco miope y sólo cogió una. Si lo hizo así, sería porque pensaba que era ésa la que escondía el tesoro, ¿no?
– Buen argumento -le contestó asintiendo con la cabeza.
– Lo que es más, mi padre no perdió la lucidez cuando perdió con Crofton. Regresó a casa a tiempo para desayunar y parecía estar normal, sólo que cansado. Mi madre lo regañó por regresar a esas horas.
Tragó saliva al recordar ese momento y la culpabilidad que había sentido su madre por ello, aunque lo cierto es que se hubiese merecido algo mucho peor.
– Mi madre fue a pedirle disculpas y se lo encontró en su estudio sentado en el mismo estado de postración en el que se encuentra ahora. Yo llegué unos minutos después, alertada por un grito de ella pidiendo ayuda. La estatuilla estaba tirada en el suelo, abierta y vacía.
– Y ya que esas joyas eran la salvación de su familia, descubrir que se había equivocado de figura, fue lo último que le faltaba. -Antes de continuar la miró fijamente-. ¿No se le ha ocurrido simplemente entrar en su antigua casa sin más? Seguro que algún sirviente podría ayudarla.
Cressida lo negó con la cabeza.
– La casa estaba vacía antes de que mi padre la comprase y sólo había una pareja de ancianos para cuidarla. Estaban felices de jubilarse. Mi padre les dio una anualidad completa, así que por lo menos ellos están salvados.
– Tiene un corazón generoso, señorita Mandeville.
– No es generosidad, su excelencia, sólo justicia. La caída de un hombre no tiene por qué destruir a otros.
Ella lo vio hacer una especie de mueca y pensó que lo que había dicho había hecho mella en él.
– Sólo vivimos allí unas pocas semanas en diciembre, pero mi padre puso cerraduras nuevas y rejas en las ventanas de la primera planta. Cuando llegó tenía mucho miedo de que entraran ladrones, cosa que parece ser bastante común en la India.
– Y en Inglaterra. Entonces, ¿hay algún sirviente que nos pueda ayudar?
– Ninguno en el que pueda confiar, y Crofton los debe de haber sustituido la semana pasada.
– De acuerdo. -Asintió con la cabeza-. ¿En qué sala de Stokeley Manor encontraremos las estatuillas?
Que utilizase el plural hizo que a Cressida se le acelerase el corazón y se llenase de esperanzas y nerviosismo.
– Si no las han movido están en el estudio que tenía mi padre en la parte de atrás de la planta baja.
– Que por desgracia tiene todas esas rejas y cerraduras.
– Así es.
Frunció las cejas y se quedó estudiándola.
– ¿A qué acuerdo llegó usted con Crofton? Una estatuilla a cambio de su virtud lo hubiese hecho sospechar.
– Y creer que me cotizo muy bajo…
Cressida le contestó sin poder mirarlo a los ojos, por lo que se dedicó a estudiar los juegos de luces que se hacían en la superficie del jarrón de plata que contenía el chocolate.
– Me iba a dar todos los objetos indios de mi padre. Hay algunas piezas de valor, aparte de las joyas escondidas.
– ¿Sabe lo que le hubiese pedido que hiciese por ese precio?
Se forzó a mirarlo de frente, aún consciente de que estaba ruborizada.
– Sé lo principal, su excelencia; y lo hubiera hecho si hubiese sido necesario.
– Si hubiese sido capaz.
– Creo que mi inocencia era parte de mi atractivo -le contestó con la mirada fija.
– Es usted una mujer extraordinaria, señorita Mandeville, pero terriblemente ingenua.
– Tonterías. Estaba preparada para que fuera algo espantoso, pero ¿qué otra opción me quedaba? ¿Refugiarme en mi virtud y mis delicados sentimientos, y terminar en una residencia para pobres, y mi madre también?
– Es lo que hace la mayoría de la gente. Y el sacrificio es demasiado drástico.
Después de un momento ella le confesó:
– Esperaba no tener que hacerlo.
– ¡Ah! Pensaba llegar ahí después de haber acordado con Crofton que se iba a entregar a él, coger las joyas y escapar antes de que él le hiciera lo peor. Muy lista, pero me temo que demasiado optimista -le dijo tratándola como si fuese una niña.
– Tenía un plan.
– No lo dudo.
Sus modos burlones y condescendientes la provocaron.
– En mi bolsito llevaba un líquido que provoca vómitos. Tenía pensado decirle que me había puesto enferma con el traqueteo del viaje y beberme un poco antes de llegar aduciendo que se trataba de un reconstituyente. Dudo que ningún hombre estuviese muy ansioso de llevarse a la cama a una mujer que está vomitando la cena.
El se rió.
– ¡Bravo! Y así usted tendría tiempo de coger las joyas y escapar. -Levantó la jarra de chocolate, echó lo que quedaba en la taza de ella y alzó la suya-. ¡Un brindis por una valiente y emprendedora mujer!
Cressida levantó su taza golpeándola contra la suya, incapaz de resistirse a reír con él. Había tenido que urdir su terrorífico plan en secreto y era reconfortante tener la aprobación de alguien. Se lamió el chocolate que manchaba sus labios y le dijo:
– Espero que usted vea ahora, su excelencia, que no me hizo ningún servicio secuestrándome de las manos de lord Crofton.
– Por desgracia, no -le contestó dejando la taza-. Elogio su plan y su valentía, señorita Mandeville, pero usted no conoce como es el mundo de Crofton. Podría haber encontrado que era algo novedoso aprovecharse de una mujer enferma, y lo más seguro es que la hubiese encerrado hasta que se recuperase.
Ella lo miró fijamente, sintiendo cómo se le revolvía el estómago e imaginando lo que podía haber sido.
– Lo otro que usted ignora es que no iba a Stokeley Manor para estar a solas con lord Crofton. Está celebrando una fiesta que durará varios días.
– ¿Una fiesta? ¡Me prometió que no arruinaría mi reputación!
– A lo mejor es verdad. Se trata de una fiesta de máscaras, pero también es una orgía. ¿Sabe lo significa eso?
– ¿Una bacanal? -le contestó vacilante-. ¿Exceso de alcohol y libertinaje sexual?
– Más o menos. Las personas que asisten a ese tipo de eventos suelen estar aburridas de todo y exigen cosas nuevas. Me temo que usted era la pieza central de esa novedad. Vírgenes de buena familia son muy difíciles de conseguir, sobre todo las que se abandonan voluntariamente a su destino.
Su mente conmocionada se adelantó a él.
– ¿En público?
Apenas conseguía respirar y luchaba por no desmayarse.
– Por lo menos delante de algunos huéspedes privilegiados. ¡Dios mío, discúlpeme! -Rodeó la mesa para situarse a su lado-. Lo siento, no se lo debería haber expuesto tan crudamente…
De pronto todo se volvió gris y una mano firme empujó su cabeza entre sus rodillas.
– Mantenga la respiración, todo va bien, nada de eso le va a suceder, se lo prometo.
Le frotó el cuello con la mano. Eso, y sus palabras, hicieron su efecto. Alzó la cabeza y él la dejó incorporarse. Por un momento vio destellos de manchas oscuras, pero luego se le despejaron. Lo miró y lo vio preocupado. Tragó saliva.
– Creo que debo darle mis más sincero agradecimiento por rescatarme, excelencia.
A ella le pareció ver que él se ruborizaba un poco.
– Sin duda alguna no podía dejarla con él y, respecto a nuestra aventura, debemos ir con cuidado.
Cressida cogió la taza de chocolate, pero ya estaba vacía.
– Espere un momento.
Él abandonó la habitación y regresó en un momento con una botella y unas copas.
– Es brandy. Beba.
Ella nunca había bebido brandy, pero sorbo a sorbo vació la copa. Se sentía más calmada, y también con más miedo. ¡Se había creído tan lista y que tenía todo bajo control! Pero ahora… ¿No habría esperanzas para ella y su familia? Entonces recordó lo que le había dicho: «Nuestra aventura».
Los ojos de Saint Raven brillaban entusiasmados.
– No me puede negar mi parte en esto, señorita Mandeville. Lo siento, pero no puedo dejarla que vaya a una orgía sin un guía experimentado.