CAPITULO 24

Cuando regresó a su habitación, casi choca con el posadero, que estaba acompañando a nuevos huéspedes al piso de arriba. Una próspera pareja de mediana edad.

– ¡Su excelencia! ¿Pasa algo, su excelencia?

Tris agradeció su interés, pero también se dio cuenta de que estaba encantado de poder mostrar a su eminente huésped con tanta facilidad. Los ojos de la pareja se abrieron de par en par.

– Sólo estaba paseando -dijo Tris cordialmente-. Siempre lo hago antes de comer.

Hizo un gesto con la cabeza a la pareja que lo miraba, y se fue tranquilamente a sus habitaciones. A ese paso pronto se iba a convertir en el «excéntrico duque de Saint Raven». Una vez allí se dirigió a la ventana y vio que un carruaje se bamboleaba haciendo mucho ruido por la calle.

Qué pena no haber podido robar la estatuilla antes de que llegara. Pero por lo menos le podría dar los números de las habitaciones. Sacó su pequeña libreta de papel y con el lápiz que llevaba atado escribió los números dieciséis y diecisiete. Dobló el trozo de papel, salió de la habitación y bajó las escaleras.

No volvió a encontrarse con el posadero, pero se cruzó con tres sirvientes que aceleraron el paso intimidados. Caminó hasta la puerta de entrada, salió de la posada y observó la calle.

Allí estaba Cressida caminando alegremente hacia él delante de un hombre muy serio que iba sobriamente vestido y acompañado por un sirviente que le llevaba el equipaje. Descubrió que ella se había puesto sus anteojos, lo que aprobó divertido. Otro detalle del disfraz que le daba aspecto de aburrida respetabilidad. Aunque como llevaba su sombrerera, su imagen quedaba un poco extraña para entrar en una posada.

Lo vio, y siguió caminando hasta a la puerta sin vacilar. Él no se movió deliberadamente, de modo que tuvo que pasar casi rozándolo. Cressida se lo quedó mirando como hubiera hecho cualquier mujer decente ante una maniobra así, y gracias a los anteojos redondos el efecto fue mayor. Él no pudo evitar sonreír, y la miró de manera lasciva mientras le ponía el papel en la mano. Los ojos de Cressida se abrieron como platos, y él pensó que no le había entendido. Aun así, pasó majestuosamente con la cabeza bien alta.

Su comportamiento le permitió mirarla y atisbar su seductor trasero. Pero no se adivinaba demasiado debido a ese deplorable y aburrido vestido. Cuando se dio la vuelta, el otro pasajero lo miró con expresión de profunda desaprobación. Tris, casi ruborizado, se giró y entró en el establecimiento. Dios santo, pronto su reputación estaría por los suelos. ¿Su reputación? ¿Cuándo le había importado su reputación en asuntos de esta índole? Ser salvaje era un derecho de nacimiento.

Vio cómo Cressida esperaba pacientemente en el vestíbulo a que alguien la atendiera. Vestida de esa manera tardarían un poco, justo lo que ellos deseaban. En teoría, ya que, de hecho, él quería ordenarle a uno de los sirvientes que se mostraban tan serviles con él, que la atendiera. Pero enfadado y en silencio regresó a su habitación para iniciar el plan. Mientras antes terminara todo, antes volvería para estar segura en el mundo que le correspondía. Y él encontraría alguna manera de enseñarle a exigir más de su mundo. Era inteligente, valiente y aventurera, pero su educación la dejaría atrapada en la mediocridad de Matlock el resto de su vida si no hacía algo al respecto.

Tiró de la campana para llamar al servicio con más fuerza de lo que pretendía, y lamentó dar la imagen de que el duque de Saint Raven estaba pidiendo atención a gritos. En un instante llegó corriendo la doncella a la habitación.

– ¿Ocurre algo, su excelencia?

Una rabieta ducal le pareció lo adecuado.

– Estoy cansado de seguir esperando. Dígale a Bourreau que lo quiero ver inmediatamente. La doncella contestó.

– Creo que está con un cliente, su excelencia.

Tris sacó su monóculo y la miró a través de él.

– ¿Y se supone que tiene prioridad ante mis deseos?

La pobre muchacha se puso pálida.

– ¡No, su excelencia! ¡Claro que no, su excelencia!

Se dio la vuelta y Tris se estremeció. Le había dado una buena gratificación. Pero ahora, supuso, lo mejor sería decidir qué le iba a decir a su primo bastardo en ese encuentro tan mal planificado.

Un momento después, se abrió la puerta sin que nadie llamara y apareció un hombre que la cerró al entrar.

– ¿Qué necesidad tiene de asustag a los sigvientes, su excelencia?

Iba en mangas de camisa con un chaleco, y el parecido entre ellos era evidente. Aunque no demasiado, gracias a Dios, pues Jean Marie tenía el cabello castaño y una complexión más ruda, pero a Tris su cara le recordaba un poco a la que veía cada día en el espejo; aunque mucho más a la de su tío. De hecho, se parecía bastante a su antecesor, cuyo retrato con sombrero cavalier colgaba en Saint Raven's Mount.

– ¿Cuándo estuviste en Saint Raven's Mount? -le preguntó Tris. -En la pgimavega cuando tú todavía estabas fuega. -El inglés de Bourreau era bueno, pero tenía un fuerte acento. Tris prefirió hablar en francés.

– He tenido la tentación de decir algo dramático como «entonces por fin nos encontramos».

– A lo que yo contestaría, «asqueroso desalmado, tú destruíste a mi familia».

Tris se puso en garde durante un momento, pero vio humor en los ojos del hombre y se rió. Qué sorpresa, y tuvo que reconocer que su primo bastardo le gustaba. ¿Tendría algo que ver con el refrán que dice que la sangre es más espesa que el agua? Nunca se había sentido cercano a sus seis primas, y su madre sólo lo había tenido a él. Tenía relaciones con algunos de los Peckworth, pero no les unía la sangre. Hizo un gesto hacia el vino.

– Perdona, no tenía previsto que iba a necesitar dos vasos.

Su primo se acercó al lavamanos y cogió el vaso que había allí. Llenó los dos vasos y le ofreció uno a Tris. Un granuja insolente, pero, él era igual.

Brindó con Bourreau.

– ¡A tu salud! Y espero que me expliques tu último oficio. El francés dio un trago.

– ¿Puedes esperar? Tengo una cliente aguardándome en la habitación.

Tris se quedó helado, y se preguntó cómo había podido pasar por alto un problema tan obvio. El posadero se lo había dicho, y después la doncella había sido muy explícita, ¡y lo había ignorado las dos veces! ¿Qué provocaba que su cabeza se volviera de corcho?

Pues la mujer de grandes ojos grises. Así que puso en alerta su sentido del oído para poder escuchar si llegaba alguna señal de alarma desde el otro extremo del pasillo.

– ¿No puede esperar un rato? -le preguntó.

Si Cressida intentaba entrar en la habitación, actuaría correctamente. Si no, seguramente encontraría una historia convincente para salir de la situación. Era rápida e inteligente.

– Un ratito. -Bourreau parecía entretenido-. ¿Una explicación? -Miraba a Tris con sus ojos de grandes párpados que debían enloquecer a muchas mujeres-. ¿Estás dispuesto a llevarme ante el verdugo?

– Por Dios, no. No creo que hayas hecho nada por lo que merezcas ser colgado, pero si te presentas ante un tribunal, nada te impedirá dejar el nombre de mi familia por los suelos.

¿Cuánto tiempo debería durar eso? Tenían que haber preparado algún tipo de señal. La verdad es que ninguno de los dos había pensado con lucidez.

– Entonces -dijo Bourreau- ¿cuánto me pagarías por no ensuciar el nombre de tu familia?

Tris recuperó su inteligencia ante el tema que trataban. Eso era demasiado a cambio de una amistad entre primos.

– ¿Por qué tendría que pagar? No nos puedes hacer daño mientras no reveles tu identidad como Le Corbeau.

– Tal vez. -Pero el francés tenía una sonrisa preocupante en los ojos-. ¿Dígame, su excelencia, por qué hizo que alguien se hiciera pasar por mí?

Por lo menos Bourreau no se había dado cuenta de quién había sido.

– ¿Cómo sabes que tuve algo que ver en eso?

– ¿Quién más? Sé que no quieres que me cuelguen por las razones que me acabas de dar. Estaba a punto de pedirte que te comprometieras en mi defensa, cuando, ¡puf!, se demostró que era inocente y me liberaron.

– Ahora sabes por qué.

– ¿Y un duque no tiene manera más sencillas de liberar a un prisionero?

– ¿En Francia se sigue procediendo de manera tan arbitraria, incluso después de la revolución? En Inglaterra un duque tiene muchos poderes, pero saltarse la ley no es uno de ellos. Hubiera sido un trabajo agotador, pero lo más importante es que hubiera sido muy incómodo mostrar un interés especial por ti. Ahora, por qué no me cuentas exactamente lo que quieres, teniendo en cuenta que no estás en posición de pedir nada.

– ¿Ah, no, su excelencia…?

Tris sintió que le hormigueaba la espalda. Sin duda Bourreau era un veterano en juegos arriesgados. Tampoco dudada de que ese hombre pensaba que tenía una jugada maestra.


Cressida se detuvo en la puerta dieciséis. Su humilde vestimenta había jugado a su favor hasta ahora. Además del señor Althorpe, ese engreído académico, y la llegada por separado de una pareja exigente, nadie le había preguntado qué hacía allí.

Sin embargo, se había dado cuenta demasiado tarde de que Tris y ella no habían planificado cuándo debían llevar a cabo su plan.


¿Cómo podían haber sido tan atolondrados? El corazón le latía con demasiada fuerza para estar cómoda, aunque había contado hasta cien mientras vigilaba el rellano del final de las escaleras.

Al llegar a ochenta y cuatro vio que lo cruzaba muy dinámico un hombre en mangas de camisa. No sabía si era Le Corbeau obedeciendo al requerimiento de Tris, pero no parecía un sirviente, ¿y quién más podía andar vestido de una manera tan informal por el pasillo?

El vestíbulo estaba vacío en ese momento, así que Cressida respiró hondo y se dirigió a las escaleras como si fuera algo normal hacerlo. Su corazón estaba tan acelerado que posiblemente lo oirían latir; y sus pies ansiaban salir corriendo hasta el final del pasillo.

Subió la escalera convencida de que una voz le pediría que se detuviera. Cuando llegó arriba giró en la dirección desde la que venía el hombre, y se detuvo para recuperar su ingenio. ¿Qué estaba haciendo allí en esa empresa enloquecida y criminal? ¡Podría terminar en la cárcel! Hizo una serie de respiraciones rápidas, y después se puso recta y caminó por ese lado del pasillo mirando los números de las puertas. Se recordó a sí misma que su amante, el señor Bourreau, la había abandonado y que había venido a rogarle que volviera con ella.

Veinte, diecinueve, dieciocho. Debía de haber sido Bourreau. El plan estaba funcionando. Dieciséis y diecisiete, las dos puertas del fondo a la izquierda. Había otras dos habitaciones enfrente, la catorce y la quince, lo que significaba que había una puerta entremedias, que desde el pasillo conducía a la escalera del servicio. Por alguna razón, justo cuando llegó el momento, le aterrorizó tener que girar el pomo de una de las puertas y entrar en la habitación. Bueno, no por una razón cualquiera, sino por una causa importante. Una vez que lo hiciera, a los ojos de todo el mundo se iba a convertir en una ladrona ¡Y a los ladrones los colgaban! Aunque no demasiado a menudo últimamente, al menos no a pequeños ladrones sin antecedentes, aunque eran azotados o enviados a Australia.

Agarrándose a la historia que había inventado, y al hecho de que Tris estaba distrayendo a Le Corbeau, giró el pomo de la habitación dieciséis. Si ocurría lo peor de lo peor, seguramente el duque de Saint Raven podría impedir que la encarcelaran. Abrió la puerta, entró y la volvió a cerrar. Examinó la habitación, pero al mirar la cama un pánico paralizador se apoderó de ella. Se encontró con una mujer desnuda que le daba la espalda. Cressida estúpidamente casi se puso a gritar asustada. Pero cuando vio que la mujer no hacía nada, salvo levantar las cejas, su aterrorizado cerebro advirtió que había un caballete con una excelente pintura llena de curvas sonrosadas y sinuosas provocaciones. Un artista, Bourreau era un artista.

Una modelo. No era el tipo de retrato que se esperaba. La mujer sonrió:

– Has llegado temprano para la siguiente sesión, cariño.

Cressida consiguió respirar y reaccionar a la explicación.

– ¡Sí! No sabía que ibas a estar… -Miró a la mujer y después a su alrededor-. ¿Quieres que espere en la habitación de al lado?

Miró a la izquierda y vio una puerta que debía dar a la habitación diecisiete, el salón. Se dirigió a ella, pero consiguió concentrarse lo suficiente como para mirar por si la figura se encontraba en la habitación. No estaba a la vista, y ahora no tenía manera de buscarla. Si Tris podía maldecir, ella también, y en silencio repitió como él: ¡Maldición!

– Si quieres -le dijo la mujer-, pero no me importa. No me atrevo a moverme porque se enfadaría conmigo. Pero si te quieres sentar a charlar, eso hará que me pase más rápido el tiempo.

La idea de conversar con esa mujer completamente desnuda dejó estupefacta a Cressida, pero el principal problema era cómo se las iba a arreglar para poder seguir su búsqueda a pesar de ese impedimento. Decidió pasearse por la habitación. Seguramente la mujer no se sorprendería que un intruso quisiese mirar por todas partes.

– ¿Llevas mucho tiempo siendo modelo? -preguntó para decir algo mientras se acercaba a la chimenea vacía. Había un baúl cerca de la cama. ¿Qué excusa podría encontrar para buscar en él?

– Hace un par de meses, ¿y tú?

Cressida recordó que se suponía que ella también era una modelo. Demasiadas cosas que recordar.

– Ésta será mi primera vez.

– No te extrañes si te pones nerviosa. No te preocupes. No pasa nada una vez que te acostumbras, y él es un auténtico caballero. No se anda con tonterías.

El paseo de Cressida la había llevado de vuelta al caballete. Se detuvo a mirar la pintura sorprendida por su calidad. Salteador de caminos, o no, Jean-Marie Bourreau tenía talento. La pintura era muy exacta, y aún así había creado una fantástica composición con los grandes pechos, los turgentes muslos, la pulcra cintura y los delicados pies de la mujer. Cressida por instinto se dio cuenta de que esa pintura excitaría a muchos hombres. ¿Y a Tris?

– ¿No tienes frío? -le preguntó.

– Un poco. ¿Por qué no me tapas con esa manta, cariño? Él lo hace cuando quiere trabajar en algunos puntos en los que no me necesita. Como te he dicho, es un auténtico caballero. Lo han llamado, pero no esperaba estar fuera tanto tiempo.

¡Dios, el tiempo estaba corriendo! ¿Y qué iba a hacer?

Cressida soltó la sombrerera, tomó la manta que había a los pies de la cama y se la puso por encima a la mujer. ¿Tendría que atarla para registrar la habitación?

– Mi nombre es Lizzie Dunstan. ¿Y tú?

– Jane Wemworthy.

– No hace falta que me mires así.

Sólo entonces Cressida se dio cuenta de que le estaba poniendo cara de Wemworthy. Pero ése era su papel. Levantó la nariz y cogió su sombrerera.

– Prefiero esperar en la otra habitación. Buenos días, señora Dunstan.

– ¡Soy señorita! -le gritó la mujer alarmantemente alto.

Cressida cerró la puerta y se quedó quieta con los oídos atentos a cualquier señal de alarma o de que viniera alguien. La posada no era un lugar tranquilo. Podía escuchar las ruedas y los cascos de los caballos de la calle, y a alguien que daba órdenes al otro lado de la ventana, pero nada parecía inusual. Lizzie Dunstan estaba quieta en su pose, y a ella sólo le quedaba rezar para que Tris pudiera mantener distraído a Le Corbeau un rato más. Pero en cuanto regresara, la modelo le contaría que había venido otra visitante. Si echaba en falta la estatuilla sabría enseguida quién se la había llevado.

Jane Wemworthy. Ay, pobre señora Wemworthy. ¡Esperaba que nunca se le ocurriera visitar Hatfield!

Con suerte, Bourreau no se enteraría de nada de lo ocurrido. Sólo quería llevarse las joyas, no la estatuilla. Como mucho iba a intercambiar las figuras.

Puso la sombrerera sobre la mesa y miró a su alrededor. La posibilidad de fracasar la dejó helada. La estatuilla no estaba a la vista, y no había ningún sitio donde esconderla. Tenía que estar en el dormitorio, tal vez en ese baúl. En la habitación había pocas cosas que pertenecieran al huésped. Sólo una chaqueta tirada encima del desgastado sofá, y tres libros en una mesa junto al único sillón. Había también un reloj apoyado en dos figurillas encima de la repisa de la chimenea, pero eran piezas de cerámica barata.

Los muebles no permitían esconder nada. El sofá y la silla estaban acompañados de una mesa con cuatro sillas y un arcón pasado de moda apoyado contra la pared. Se acercó a él y empujó el asiento. Se movía. Era pesado, pero lo abrió haciendo un gran esfuerzo, y el resultado fue ¡un cofre! Hasta ese momento estaba tan segura de que iba a fracasar que se lo quedó mirando como si un polvillo mágico pudiera hacerlo desaparecer. Pero seguía estando ahí. Era un simple cofre forrado de cuero con esquinas de metal y un cerrojo metálico asegurado por un candado.

Dio un gritito de alegría y se puso manos a la obra rogando que Tris entretuviera a Bourreau el tiempo suficiente. Sacó la palanca de la sombrerera, pero no había suficiente espacio entre el cerrojo y la madera del arcón, aunque si conseguía sacar la pieza metálica que tenía en la parte de arriba, el candado quedaría inutilizado. Apoyó un extremo de la herramienta contra el metal y empujó. Se soltó un poco por el borde. Aplicó toda la fuerza que pudo sobre la pieza metálica. Le rechinaron los dientes aunque mantuvo todos sus sentidos alerta por si llegaba alguien. Su corazón estaba acelerado por los nervios, y también por el triunfo. Lo único que tenía que hacer ahora era forzar el cierre, sacar las joyas de la estatua y todo marcharía bien.

No todo, pero ahora no podía prestar atención a eso. Por fin la palanca entró unos centímetros bajo el metal. Hizo una pausa para coger aliento y escuchar lo que se oía más allá de sus latidos. Nada inusual. Ahora tenía que probar el poder de las palancas. Alguien había dicho: «Dadme una palanca lo suficientemente larga, y podré mover la Tierra».

El trozo de metal se estaba doblando. Se inclinó un poco más y la placa se levantó un poquito. ¡Funcionaba! Nuevamente se detuvo a escuchar, y entonces tuvo una idea. Sacaría la estatuilla de la sombrerera, y si la descubrían antes de que pudiera extraer las joyas, todavía podría hacer el cambio. Claro que iba a resultarle muy difícil explicarse si la cogían forzando una cerradura, pero por el momento no podía pensar en eso.

Metió la figurilla en uno de sus bolsillos y pensó que otra razón, mi señor duque, por la que iba vestida de esa manera humilde y no a la moda, era que las faldas elegantes eran demasiado ajustadas como para tener bolsillos. Así, aunque llevara un bulto, podría pasar inadvertido gracias a esa ropa.

Entonces se dio cuenta de que la puerta de entrada tenía una llave, y corrió hacia ella para girarla. Ahora nadie podría entrar desde el pasillo. La puerta de la habitación no tenía llave. Se encogió de hombros. Lo había hecho lo mejor que había podido. Después volvió a su tarea, deseando que su corazón latiese con menos fuerza para no marearse. A pesar de que deseaba no tener que hacerlo, sus manos estaban listas para hacer palanca de nuevo. El metal salió un poco más y pudo ver los clavos que lo sujetaban. Iba a tener que hacer bastante fuerza, y con suerte podría volver a colocarlo todo de nuevo en su lugar para que a primera vista no fuese evidente lo que había pasado…

Entonces escuchó un ruido. Gritos. Un golpe, como si se hubiera caído algo. Se quedó paralizada, como si quedarse quieta pudiera salvarla. Pero después de un rato volvió a respirar. Los ruidos aunque sonaban fuertes no estaban cerca. Escuchó gente dando voces, incluso un grito. Se trataba de unos granujas pendencieros que se encontraban dentro o cerca del Cockleshell, pero le venía bien. Eso mantendría ocupados a los sirvientes de la posada.

Volvió a su trabajo y usó todo su peso para hacer palanca. ¡Y el metal saltó! Tuvo que contenerse para no soltar otro grito, puso a un lado su herramienta, y levantó la tapa. Si después de todo lo que había hecho la estatuilla no estaba allí, le iba a dar un ataque…

Miró dentro. El cofre contenía un revoltijo de joyas y otros objetos preciosos, la mayoría de la India. Pensó que reconocería algunas de las piezas que muy probablemente habían pertenecido a su padre, incluyendo, advirtió su mente obnubilada, un montón de figurillas eróticas de marfil.

¿Habría cientos de figuras así en Inglaterra? ¿Le Corbeau las coleccionaba como parte de sus negocios de arte subido de tono? Tuvo una visión pesadillesca en la que se vio buscando entre montones y montones de estatuillas parecidas intentando divisar la correcta…

Se estremeció. Le Corbeau había robado la de La Coop. Lo sabía y por eso estaba allí. Se puso los anteojos y comenzó a separar las figuras de las cadenas, collares, y armas, buscando febrilmente las que tenían el mismo estilo de tocado.


– Creo que vas de farol -le dijo Tris a su primo-. Dudo de que tengas dinero suficiente como para llevar tu caso a los tribunales ingleses. Y al final ganaré yo.

El francés todavía tenía sonrisa de jugador.

– Tal vez. Pero con un poco de generosidad te puedes evitar todo eso. Y, además, tu familia me debe algo.

– Eres el hijo bastardo de mi tío. No tienes derecho a alegar nada.

– El duque trató a mi madre despiadadamente.

– Trató a todo el mundo despiadadamente…

El ruido de un alboroto impidió que Tris siguiera con lo que estaba diciendo. Se escuchaban gritos procedentes de abajo. Un estruendo como si se hubiera caído un mueble pesado, remeció el viejo edificio. Después sonó un chillido que fue como un grito.

Tris y Bourreau se miraron, y fueron a abrir la puerta a la vez. El escándalo podía no tener nada que ver con su asunto, pero Cressida… Tenía que ponerla a salvo.


¿Era Miranda? No podía imaginársela provocando un altercado, por lo menos no de ese tipo. Parecía más bien que se trataba de un grupo de borrachos. ¿Tenía que ir? Pero entonces escucharon ruido de botas que subían por la escalera. Él y Bourreau estaban en medio del pasillo cuando los borrachos llegaron en avalancha al final de las escaleras gritando:

– ¡Uhuuu! ¡Ahuu! -No dejaban de golpear todas las puertas.

– ¡Corbeau! -gritó alguien-. ¡Ya te tenemos!

«¡Crofton!»

Tris se volvió a Bourreau, pero su primo ya había salido corriendo por el pasillo hacia el grupo. Después de soltar una maldición, Tris partió tras él. ¡Cressida estaba en las habitaciones de Le Corbeau!

Algunos de los alborotadores entraron en la habitación del fondo y se escuchó el chillido de una mujer. Con un rugido, Tris entró como pudo en la habitación, mientras Bourreau tiraba de un hombre que estaba encima de la cama.

Encima de una mujer.

Tres animales la habían abordado. Tris se encargó de uno al que lanzó contra la pared, antes de darse cuenta de que la mujer era grande, estaba desnuda, y no era Cressida. El hombre al que había golpeado Tris era Pugh, que todavía estaba vestido con ropa estilo Enrique VIII. Bourreau había acabado con uno de los salvajes, y estaba rodando por el suelo con un arlequín y un hombre con ropa normal.

La mujer estaba envuelta en una manta y tenía los ojos desorbitados, aunque parecía segura. Tris se volvió para ir a la otra habitación. ¿Cressida?

Escuchó un crujir de madera en la habitación de al lado y saltó sobre la pelea que se estaba desarrollando en el suelo. Después se quedó paralizado en el umbral. Allí estaba, pálida, con los ojos muy abiertos detrás de los anteojos, y agarrando la figura mientras observaba a Crofton y a su grupo de borrachos salvajes que acababan de derribar la puerta. Después miró a Tris y sus ojos se encontraron durante un instante, pero enseguida volvió la vista hacia Crofton y sus matones borrachos.

Tris tenía todos sus músculos preparados para saltar a su lado, pero en un instante supo que la mejor manera de protegerla era hacerse el duque y no el hombre. La habían atrapado demasiado pronto. Un rápido vistazo hizo evidente que no había señal de que hubiera otra estatua. Se habían equivocado, pero ahora tenía que sacarla de allí sin que le pasara nada. Y para hacerlo, tenía que comportarse como si fuera un completo desconocido. El monóculo le sería útil para su representación.

– ¿Cuál -dijo arrastrando las palabras- es la causa de este alboroto?

Crofton giró sobre sus talones y estrechó los ojos.

– ¿Saint Raven? -Después se dirigió a Cressida-. Bien, bien, bien…

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