CAPÍTULO 21

A la mañana siguiente, Cressida se vistió con uno de sus vestidos de Matlock. Aunque era de buena calidad, la tela tenía un estampado de azul sobre gris, que nunca llamaría la atención, y, por supuesto, tenía el cuello alto y las mangas largas. Añadió al conjunto su sombrero con ala más ancha que le tapaba los rizos. Cuando se miró en el espejo, estaba segura de que aunque se encontrara cara a cara con Miranda, nunca se imaginaría que era la hurí de Saint Raven.

Por la noche, como si fuera una tortura, una y otra vez le había venido la imagen de él abrazando y besando el pecho de Coop. «Eso es lo que él es», se recordó a sí misma, y se dio la vuelta para marcharse. «Agradece que te evitarás todo el sufrimiento que ese hombre podría haberte provocado».

Fue a ver a sus padres y le dijo a su madre que iba a la biblioteca pública.

– Llévate a Sally, querida.

– Tiene que quedarse aquí, mamá. Además voy muy cerca. Su madre suspiró. -Muy bien, querida.

Tavistock Terrace resultó ser exactamente como Cressida suponía que era: una hilera de casas nuevas estucadas de color blanco brillante con ventanas relucientes. Delante de la fachada unas barandillas conducían a los sótanos que usaban los sirvientes. Estas casas pertenecían o eran alquiladas por personas que estaban en los márgenes de los círculos sociales más elevados, o por mercaderes u otros profesionales que aspiraban a escalar socialmente. Como su padre.

Apartó ese pensamiento y se entretuvo preguntándose si los respetables residentes de Tavistock Terrace conocían la profesión de la mujer que vivía en el número 16. Dudaba que la señora y su hija que charlaban ante el número 5, o el sobrio hombre que salía dando grandes zancadas del número 8 para subirse a un carruaje de alquiler lo supieran, Cressida se paseó por la calle con decisión, pero no demasiado rápido, aunque al final no le sirvió de nada. ¿Qué esperaba encontrar?

La casa de Miranda Coop era igual a las demás. Echó un vistazo a la ventana salediza mientras pasaba y no vio más que un salón común donde no se veía la figurilla. Giró a la izquierda al final de la calle y siguió caminando mientras pensaba. Podía volver y bajar por la escalera de la zona de los sirvientes y… ¿qué? ¿Hacer como si buscara trabajo? Para eso se tenía que haber vestido con mayor sencillez aún. ¿Hacer como si estuviera perdida? ¿Fingir que buscaba a un antiguo sirviente? Podía hacerlo, pero era un riesgo innecesario porque no obtendría nada. La estatuilla no debía estar en el sótano, e iba a ser muy difícil que los sirvientes la dejasen moverse libremente por la casa.

De todos modos, no podía volverse a su casa con las manos vacías. Entonces vio una indicación que decía CABALLERIZAS TAVISTOCK, y se dio cuenta de que el estrecho camino de acceso debía circundar las casas por detrás. Entró en el callejón y aunque era muy extraño que anduviera por ahí, no estaba cometiendo ningún delito.

El camino estaba rodeado a cada lado de grandes muros de piedra que ocultaban los jardines traseros de las casas. A su izquierda podía ver por encima del muro los tejados de Tavistock Terrace interrumpidos por las ventanas con forma de mansarda de las habitaciones de la servidumbre. A su derecha las casas eran muy parecidas. Los muros de vez en cuando se interrumpían con grandes puertas de madera. Quiso abrir una, pero tenía echado el cerrojo por el otro lado.

Llegó a una zona más abierta y se detuvo. Era un patio rodeado de edificios con puertas de madera, todas cerradas. Algunos servían de cocheras y otros de establos. Pobres caballos de ciudad, pues tenían que vivir casi todo el tiempo sin que apenas hubiera nada verde a su alrededor. Debía de ser una cuadra para carruajes y caballos de alquiler. Al fin. y al cabo, sólo los muy ricos podían mantener sus propios caballos y carruajes en Londres. Sin duda alguna, su padre no podía, incluso antes de la gran calamidad. Otro aspecto fascinante de Londres que nunca había explorado: cómo se trasladaba la gente y los cientos de caballos que había que suministrar y atender.

Se abrió una puerta y apareció un mozo de cuadra anciano y patizambo que llevaba un caballo gris ensillado. Se tocó el sombrero.

– ¿Busca algo señorita?

– Me interesaría saber cómo se cuidan los caballos en la ciudad.

El mozo estrechó los ojos.

– Aquí nadie es reformista ¿y usted?

Su reacción le dio a entender que había algo que debía ser reformado.

– Simplemente quiero saber cómo funcionan las cosas.

Él la miró como si le faltaran varios tornillos, pero se volvió a tocar el tricornio.

– Tengo que llevar a Hannibal al señor Greeves, señora.

Se subió con agilidad sobre la montura y se marchó acompañado del repiqueteo de los cascos. Entonces apareció otro hombre mucho más joven y más alto, con unos gruesos brazos que dejaban a la vista sus mangas arremangadas. La nariz de Cressida reaccionó, consciente de su masculinidad, como no le había pasado nunca antes. No era un hombre especialmente atractivo y ella no le atraía, ¡pero Dios mío, lo había sentido intensamente!

– ¿En qué la puedo ayudar, señorita? -preguntó con una pizca de impertinencia.

Aunque no había hecho ningún movimiento amenazante, Cressida quiso retroceder, pero enderezó la espalda.

– Tengo curiosidad por saber cómo funcionan unas caballerizas como éstas.

– Quienes tienen que saberlo lo saben, señorita.

– ¿Ha pensado qué pasaría en el mundo si todos tuvieran su actitud, señor? La curiosidad estimula la invención. ¡Crea riqueza y avance!

Los ojos de él se abrieron un poco al decir la palabra riqueza, Cressida se aprovechó de su posición. %

– Como sabe, sin duda la curiosidad de alguien condujo a la invención de -intentó pensar en algo relacionado con caballos- ¡las herraduras!

El levantó sus pobladas cejas.

– Eso fue hace mucho tiempo, señorita.

Parecía entretenido, y la sensación de amenaza disminuyó.

– Muy bien, dígame algo que haya mejorado recientemente.

– Los bocados. Y los muelles de los carruajes. Y he oído decir que el collar de los caballos hace años significó una transformación enorme. A los caballos no se les puede llevar con un yugo como a los bueyes.

– Fascinante -dijo Cressida y lo era-. Mi padre me dijo que los carruajes ahora son mucho más cómodos que cuando se marchó a la India el siglo pasado.

– ¿A la India? -Los ojos del joven se iluminaron-. Siempre he soñado con viajar.

– Entonces debería hacerlo. Puede encontrar un empleo acompañando a algún caballero que vaya a la India. Tal vez mi padre le podría ayudar…

Cressida se dio cuenta de que su entusiasmo la estaba metiendo en aguas peligrosas. El paso lógico era decirle el nombre y la dirección de su padre. Oh, vaya, no tenía manera de echarse atrás, y el joven la miraba con los ojos tan resplandecientes que ella deseó que pudiera tener una oportunidad de conocer mundo.

– Sir Arthur Mandeville, Otley Street número 22. En este momento mi padre no se encuentra bien, pero si me deja su nombre, veré si lo puedo poner en contacto con algún caballero apropiado.

El hombre se rascaba la barbilla con aspecto de estar un poco confundido.

– Bueno, no sé, señorita. Es un gran paso…

– Claro que lo es, y no tiene por qué darlo si no quiere. La India tiene un clima muy poco saludable para los ingleses, aunque mi padre prosperó mucho allí.

– Sir Arthur Mandeville -repitió el hombre para memorizar el nombre-. Otley Street, 22.

– ¿Y cómo se llama usted? Tengo que saber a quién dejo entrar en casa.

– Isaac Benson, señorita. ¿Quiere que le enseñe cómo es esto? Cressida no pretendía tanto, lo que era una prueba de que la virtud no siempre obtiene recompensa.

– Me encantaría, señor Benson.

Gracias a su curiosidad natural se quedó encantada de poder dar una vuelta por los establos y las cocheras, y conoció a un joven que estaba muy ocupado limpiando una cuadra. Era consciente de que se estaba entreteniendo sin ningún propósito real, a menos que descubriera algo sobre Miranda Coop. Como sospechaba, el lugar era como una cuadra de alquiler que albergaba los caballos de algunos residentes, otros de alquiler, y tres carruajes. Isaac Benson todo el tiempo le hablaba de caballeros.

– ¿Y no vienen damas? No he visto monturas de mujer.

– No nos las piden mucho, señorita Mandeville. Si lo hacen, hay una gran cuadra en King Street que nos las puede enviar. Algunas veces tenemos que hacer eso precisamente: conseguir algo de otro lado para nuestros clientes.

– Y las damas no viajan solas.

Cressida se preguntaba si Miranda Coop mantenía las apariencias. Seguramente sí.

– Bueno, depende. Hay una dama muy bella que vive en Tavistock que es independiente. Pide un carruaje y va donde quiera. Es una viuda. La señora Coop.

– Ah. -Pero si La Coop pedía uno de esos carruajes, ¿contaría el cochero adonde la había llevado? ¡Sin mencionar su atuendo! -Debe de sentirse muy segura con el cochero que le proporcione.

– Tiene el suyo propio, señorita. Un sirviente que hace de lacayo o de cochero si le hace falta. Al principio no me gustaba, pero el señor Jarvis conoce su oficio. -Se tocó el cabello-. Es mejor que siga con mi trabajo, señorita, pero puede mirar por ahí si le apetece.

Cressida le indicó que sí le gustaría, pero cuando salió de la sala de monturas, hizo un gesto con la cara. Estaba siendo una mañana más interesante de lo que esperaba, y aprender siempre era útil, aunque no estaba más cerca de recuperar la figurilla.

Se paseó por el almacén de alimentos y los establos, agradecida de que los enormes caballos estuvieran todos metidos en sus pesebres y encerrados por altos muros. Al final de la estancia se detuvo en la puerta abierta del patio. Desde ese punto había una buena vista de la parte de atrás de Tavistock Terrace. Los números de las casas estaban pintados en las puertas traseras, pero no le servía de nada. La estatuilla no estaba convenientemente colocada en el alféizar de la ventana del número 16. Y si lo hubiera estado ¿qué hubiera podido hacer? ¿Entrar subrepticiamente? No tenía suficiente valor para hacerlo.

Mientras observaba se abrió la puerta y salió un corpulento anciano con ropa de montar. Cressida dio un paso atrás para que no la viera.

– Buenos días, señor Jarvis -escuchó decir a Isaac Benson.

– Buenos días, Isaac. La señora Coop quiere la silla de viaje si está disponible. Si no lo está, necesita que le consigan alguna.

– Está libre, señor. ¿Cuándo la quiere?

– Lo antes posible.

– ¿Un par o dos? Tendré que hacer que traigan la segunda.

– Una es suficiente. Es sólo una excursión para ir a ver a un amigo en Saint Albans.

– Muy bien. ¡Jimmy! -Benson llamó al muchacho para que lo ayudara y se dirigió a la sala de carruajes. Jarvis se encaminó al establo.

Cressida casi se puso a correr, pero no podía salir antes de que él entrara, y no quería parecer que hacía algo de manera furtiva. Él entró y se detuvo. Después se tocó su alto sombrero y se la quedó mirando divertido. Ella se dio cuenta de que pensaba que era una amiguita de Benson. Sin embargo, no quiso aclararlo y le hizo una pequeña reverencia. Él le guiñó un ojo y pasó a ver los caballos.

Cressida se estrujó el cerebro pensando qué le podía preguntar para sonsacarle información.

– Tengo una tía en Saint Albans -mintió.

– ¿A sí, guapa? Si quieres que te llevemos allí, olvídalo. Mi señora no lo consideraría siquiera.

– ¡No, no quiero! Simplemente charlaba. -Cressida se escuchó a sí misma escapando de una conversación como hacía Sally y le hizo mucha gracia.

– ¿No tienes nada que hacer?

– Hoy no. Mi señora ha salido.

– Tienes suerte -dijo él y se volvió a examinar los caballos. -El señor Benson dice que usted conduce el carruaje de su señora.

Entró en un establo para inspeccionar un gran caballo color marrón.

– El señor Benson no debería hacer comentarios. Cressida rezó para no estar metiendo al joven en un problema. -Me lo ha dicho porque le admira, señor, porque es capaz de hacer tantas cosas.

– Es muy cierto. Anteanoche fui asaltado por un salteador de caminos. Tenía mi pistola y me lo pude cargar, o dejarle una marca. Cressida no tuvo que fingir sorpresa.

– ¡No sería Le Corbeau!

– El mismo. -Se la quedó mirando-. ¿No serás otra cabeza hueca admiradora de ese granuja?

– No, pero es emocionante.

¿Qué clase de giro loco era ése? ¿Miranda Coop fue asaltada por el verdadero Le Corbeau mientras volvía a su casa después de la orgía?

– Pensaba que estaba detenido -dijo.

– Aparentemente se equivocaron de hombre. -Salió de un establo y entró en otro-. Pero para su rabia no consiguió demasiado. Mi señora sólo llevaba una estatuilla que le habían regalado.

Cressida agradeció al cielo que estuviera examinando los cascos del caballo y no la estuviera mirando.

– Seguro que no se la llevó.

– Dijo que le hubiera estropeado la reputación no llevarse nada.

Benson entró entonces y se sorprendió de que Cressida todavía estuviera allí.

– Lo siento, señor Jarvis…

– No importa. Su amiga es una muchacha encantadora. Me llevaré éste y aquel -dijo señalando los caballos-. Le estaba contando que nos asaltó el Cuervo.

Benson miró a Cressida desconcertado, pero no le explicó a Jarvis que se equivocaba.

– Al menos no corre peligro de que aparezca durante el día, señor Jarvis.

– Muy cierto.

Jarvis se dirigió al carruaje y dejó a Benson para que se encargara de los caballos. Enseguida llegó el joven Jimmy para ayudar. Benson la miró interrogante.

– Lo siento. Supuso que yo era una doncella que había venido de visita, y no pude evitar seguirle el juego. Él movió la cabeza. -Es usted muy traviesa.

– En realidad no. Normalmente soy un ejemplo de corrección. Le dejaré trabajar ahora. Si desea hacer un viaje, por favor, acepte mi oferta.

– Aprecio su amabilidad, señorita Mandeville.

Cressida fue hasta la puerta, pero se detuvo un momento.

– ¿Es verdad que la señora Coop fue asaltada por Le Corbeau?

– A menos que Jarvis esté contando un cuento.

– Y sólo perdió una pequeña estatuilla.

– Sí, pero por algo que dijo, parece que ella se enfadó mucho.

«No me sorprende», pensó Cressida mientras cruzaba las caballerizas y se dirigía a calles más amplias sin dejar de pensar. La Coop estaba usando la estatuilla que ya no tenía para obligar a Saint Raven a que la acompañara a una orgía. Tendría que estar desesperada por recuperarla. Y estaba yendo a Saint Albans a esas horas. Una prostituta que desconocía lo que eran las horas del día. ¿Sabía Miranda Coop dónde estaba la guarida de Le Corbeau?

Cressida se detuvo en la calle, respiró hondo, e intentó decidir qué hacer. Podía volver a caminar por Tavistock Terrace, pero no iba a servir de nada. Tenía que seguir a Miranda Coop, pero no podía desaparecer sin más. Debía decírselo a Saint Raven. Aunque, ¿cuál sería la manera más rápida…? En ese momento no miraba a nada en especial, pero de pronto sus ojos se centraron en algo. ¿Estaba soñando o era él el hombre que caminaba por el otro lado de la calle con su traje de mozo de cuadra?

¡Era! E iba con el señor Lyne vestido de manera similar. Iban a cruzar la calle para dirigirse a Tavistock Terrace. Tuvo que contenerse para no llamarlos con un grito, pero se puso a caminar a toda prisa para interceptarlos. Tris, en cuanto llegó a la esquina, se volvió y la vio.

Cressida creyó ver que él contenía el aliento igual que hacía ella.

– ¡Cressida…!

– No tiene la estatuilla.

– ¿Qué? -preguntó Tris como si esa frase le hubiera golpeado en la cabeza.

– Miranda Coop no tiene la figura -repitió mirando a su alrededor para comprobar que no hubiera nadie observando ese extraño encuentro.

– No te preocupes. -El señor Lyne parecía estar entretenido-. Estoy vigilando. Cuenta tu historia.

– Sí -dijo Tris-, dinos qué diablos has estado haciendo. -Cuide su lenguaje, señor.

– Soy un rudo mozo de cuadra. De los que no saben decir nada mejor. Suéltalo.

Cressida lo miró, pero no era un buen momento para discutir.

– Miranda Coop fue asaltada cuando volvía de casa de Crofton, y Le Corbeau le robó la estatuilla. Le ha pedido a su cochero que la lleve a Saint Albans, y tiene que ser para intentar recuperar la estatuilla.

– No tiene que ser, sino que es una posibilidad. ¿Cómo lo descubriste?

– Estaba en las caballerizas cuando llegó su sirviente para organizado todo.

– ¿En las caballerizas…? -Se asustó-. ¿No te ha visto nadie?

– Claro que sí. Estuve hablando con ellos. Así…

– Entonces salgamos de aquí. En cuanto ese cochero llegue a U calle te verán.

– ¿Y eso qué importa?

– Pues que te verán hablando con dos personajes de mala reputación -dijo Lyne.

– ¡Oh! -exclamó ella mirando a su alrededor-. ¿Qué vamos a hacer?

– Tú no vas a hacer nada. -Tris hizo que se volviera hacia la calle-. Vas a irte a tu casa y te comportarás como una dama. Cressida se volvió hacia él.

– ¡Sólo cuando tú te vayas a tu casa y te comportes como un duque!

Ella sintió cómo su amigo contenía la risa.

– ¿Por qué no nos salimos todos de la primera línea de fuego? Aquí no tenemos nada que hacer.

– Muy bien.

Tris cogió a Cressida del brazo para alejarla de Tavistock Terrace. Entonces escucharon el sonido de los cascos de los caballos. Él se giró para ponerse delante de Cressida, y su amigo se puso a su lado formando una sólida barrera. Con el corazón en la boca, Cressida se desató el sombrero, que era demasiado visible, y se lo sacó.

No le gustaba nada no poder ver más que su ancha espalda. Su ancha espalda… Y sabía cómo era sin ropa. Su cuerpo se ablandó al recordar su aspecto desnudo, y deslizó una mano dentro de la chaqueta de él hasta llegar a la tosca camisa que cubría su hermosa espalda.

– Deja de hacer eso.

Ella tuvo que controlarse para no reírse, y dejó de hacerlo; pero sólo literalmente, pues mantuvo la mano donde estaba y algo mágico se dibujó en ese cálido contacto mientras el ruido de los cascos y el traqueteo de las ruedas se alejaba hacia Tavistock Terrace para recoger a Miranda Coop.

En cuanto él se volvió, ella escondió la mano.

– ¿Qué vamos a hacer?

Él parecía enfadado, o algo así.

– Tú te irás a casa y yo me voy a buscar a Le Corbeau.

– Está en Saint Albans.

– ¿Cómo puede Miranda saber dónde está? Seguramente vaya a ver alguien que podría saberlo, pero yo ya tengo un par de ideas.

– Por otro lado -dijo Lyne-, estaría bien seguirla por si nos lleva a algo que nos interese. Puedo conseguir un caballo.

– Buena idea.

Lyne se alejó a grandes pasos, y Cressida empezó a hacer preguntas.

– ¿Qué hacíais aquí? -Pero entonces lo adivinó-. ¡Ibais a intentar entrar en la casa a robar la estatuilla?

– Cierto -dijo él.

– ¡Estás loco! Pensaba que había prometido dártela si la acompañabas.

– No me gusta que me obliguen. ¿Y qué estabas haciendo tú exactamente fisgando en las caballerizas?

– No estaba fisgando. No pude evitar venir a ver la casa. Por si había algo…

Él cerró y abrió los ojos.

– Eres la señorita Mandeville de Matlock ¿recuerdas? La que siempre se comporta de manera impecable.

– Sí, desaliñada y desagradecida excelencia.

Él movió la cabeza pero se rió.

– Muy bien. Tu desaconsejable aventura ha sido fructífera, pero por favor, no vuelvas a hacer nada igual. No soportaría que te hicieran daño.

Los labios de ella temblaron.

– No he corrido ningún peligro.

– ¿Cómo lo sabes? Vete a casa, amor, y déjame el resto a mí.

«Amor.»

La palabra minó su espíritu de lucha dejando tan sólo tristeza. Se dispuso a despedirse, pero de pronto se rebeló.

– No quiero irme a casa. Quiero formar parte de todo esto.

– ¿Cómo? Y, perdóname, pero ¿en qué nos podrías servir?

Nuevamente el ruido de cascos y de traqueteo de ruedas hizo que se pusieran alerta.

– ¡Demonios!

Le quitó el sombrero de la mano y lo dejó caer en una escalera próxima, y después la abrazó. La empujó contra la barandilla como si la estuviera besando. Desgraciadamente no lo hacía.

– Podríamos hacerlo -murmuró ella.

– Necesito mantener la cordura.

Ella le besó su marcada mandíbula.

– Pero la locura es tan atractiva.

– Sólo si aspiras a ir a Bedlam.

– Sería el cielo si también estuvieras tú…

La apartó de él.

– ¡Cressida! Se supone que la mujer ha de ser fuerte por los dos.

El carruaje pasó.

– Qué injusto. Y si fuera verdad, deberíamos estar gobernando el mundo, no a los hombres. -Ella leyó en sus ojos-. No quieres separarte de mí, igual que yo.

– Claro que no, pero aún así soy un hombre frágil, e intento ser lo suficientemente fuerte por los dos.

Ella le puso una mano en el hombro.

– Lo sé. Tenemos que ser sensatos y lo seré, lo prometo. Pero sólo cuando recupere las joyas. Hasta entonces, quiero ser una criatura salvaje un poco más.

Cressida le tocó la mejilla. Estaba áspera. No se había afeitado por su disfraz.

– Llévame contigo a cazar al Cuervo, Tris. ¡No soportaría quedarme en casa esperando! Tris le cogió la mano.

– ¿Cómo? ¿Cómo podrías volverte a ir sin que pasase nada?

No había dicho que no, y de pronto Cressida lo vio todo claro.

– Le diré a mi madre una parte de la verdad. Le explicaré que conozco una manera de recuperar nuestra fortuna, pero que es necesario que me vaya sin dama de compañía durante unos días. Tendrá que confiar en que haré lo correcto.

– ¿Lo permitirá?

– Está muy realista desde que ha recuperado la sensatez. Sabe que nos enfrentamos a un desastre.

– Esto nos puede llevar al desastre.

– Sólo si nosotros… No creo que… -Le faltaban las palabras.

Él volvió la cabeza y le besó la palma de la mano.

– Piensas que tengo una fuerza hercúlea.

– Sí, lo creo. ¿Será una tortura insoportable? Tris se apartó.

– Maldita mujer. Sabes que no te puedo negar nada cuando me miras de esa manera. Cressida parpadeó.

– ¿No puedes?

Tris hizo que se acercara y le dio un breve beso.

– No puedo.

La soltó y bajó las estrechas escaleras para recoger el sombrero, entonces regresó y se lo puso en la cabeza.

– Vete a casa -le dijo mientras le ataba los lazos-. Si puedes venir sin que ocurra un desastre, nos veremos en la esquina de Rathbury y Hays. No queda lejos de tu casa, pero en ese lugar es muy improbable que te vea nadie de clase alta. Iré conduciendo mi cabriolé.

Cressida le ofreció a conciencia una gran y brillante sonrisa.

– ¡Gracias!

– Agradécemelo cuando estés tranquila en tu casa en Matlock. Vamos. Tenemos que adelantarnos a Miranda. Se dio la vuelta y se alejó.

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