CAPITULO 8

Tris se dio cuenta, perplejo, de que se había olvidado totalmente de las malditas estatuillas por culpa del juego con ese pepino, que estaba duro y adolorido. Además, había estado sintiendo su delicioso trasero contra su cuerpo y la mente se le había ido por unos derroteros muy distintos a la aventura que los había llevado hasta allí. «Se trata de Cressida Mandeville», se recordó a sí mismo. No es Roxelana, esposa o puta, sino la hija virginal de un mercader de Matlock, lo más parecido a una trampa que lo llevaría derecho al matrimonio si llegase a meter la pata.

Roger Tiverton, con su disfraz de pirata, tenía una tartaleta de mermelada ante la boca y se la estaba comiendo de una manera muy particular. Sacaba primero la lengua para lamer delicadamente el dulce en suaves círculos y luego llevárselo golosamente a los labios y tragárselo. A su alrededor había tres mujeres mirándolo fascinadas. Cressida Mandeville era una de ellas.

Tris pensó que si se hubiese tratado de Miranda Coop, la habría lanzado en medio de la mesa del banquete entre las sugestivas delicias para enseñarle de qué iba eso de la tarta de mermelada. Pero a Miranda no le hacía ninguna falta aprenderlo y la señorita Mandeville, desafortunadamente, debía permanecer protegida de toda esa sordidez, por lo que la tomó por la barbilla, girando su cabeza hacia él. En sus grandes ojos no vio confusión, sólo asombro, lo cual le recordó que siempre le habían gustado las mujeres inteligentes.

– No estamos aquí para este tipo de diversiones, Roxelana -le dijo mientras veía en su mirada todas las preguntas que a él le gustaría contestar, pensando que tal vez podría hacerlo sin llevarse su virginidad, sin arruinar su futuro, y sin atraparse a sí mismo-. A no ser que pueda interesarla en otro tipo de juegos. Si desea explorar un poco, estoy totalmente a su disposición.

Cressida, que lo había escuchado sin poner distancia, le contestó suavemente.

– No soy una puta.

– No le estoy ofreciendo dinero.

Vio cómo ella inspiraba profundamente.

– Entonces dejemos claro que no soy una loca llena de lascivia como las demás.

«Cressida, lo deseas y sabes que es así.»

– No sólo las putas disfrutan de los placeres no autorizados -le dijo atrayéndola hacia él para que sintiera su excitación-. Me encantaría darle placer y le puedo garantizar que también lo disfrutaría. ¿No siente curiosidad?

Pensó por un maravilloso momento que iba a acceder, pero entonces giró la cara, rompiendo el momento.

– Esa curiosidad será satisfecha en un momento más apropiado.

Estuvo a punto de perder la cabeza, pero se controló.

– Para bien o para mal -le contestó mientras salían de la habitación.

Cressida dejó que la guiara hasta el salón, sintiendo que tal vez estaba perdiendo una oportunidad de la que se arrepentiría el resto de su vida. Pero no era una puta y rendirse a los pies de semejante libertino sería una locura sin nombre, y tal vez perdería su virginidad, y podría quedarse embarazada. Y además sin posibilidad alguna de casarse con él. Incluso si contara con la fortuna que tuvo su padre, sería una pareja desigual, y, sin ella, sería sencillamente imposible. Por otro lado, no era lo que quería, a pesar de encontrar atractivo al duque, y la excitación que podía provocar un evento como éste en la mente más sana, por no mencionar su cuerpo. Sencillamente no podría vivir con un hombre adicto a este tipo de juegos y que se reía abiertamente de la fidelidad. Jamás compartiría un hombre con mujeres como Miranda Coop.

El vestíbulo, donde había un bullicio enorme y una tempestad de olores, no dejaba de recibir invitados. Muchos de ellos llegaban ya borrachos, pero todos agarraban una bebida de las bandejas que llevaban los sirvientes disfrazados de diablillos negros. Pensó para sus adentros que todo esto era más teatro que realidad, y que sería tan absurdo ofenderse por un evento así, como ponerse a dar aullidos en el momento en que Otelo asfixia a Desdémona. Se preguntaba también si la casa podría recibir a más invitados sin explotar, mientras sentía la confusión creada por la penumbra y el mal olor.

Crofton, con su disfraz rojo y sus cuernos, seguía recibiendo a gente en su infierno sensual, aunque a Cressida su aspecto le parecía más digno de una farsa que de un drama. Lucifer no hubiese llevado cuernos o cola para recibir a los pecadores, sino que se habría mostrado bello y seductor. Tanto como el bello y seductor duque de Saint Raven.

¿Cuántos de estos sórdidos personajes podían ser gente con la que se podría haber encontrado en eventos en Londres? Las mujeres debían ser prostitutas en su mayoría. Las señalaba su manera estridente de reírse, los descarados disfraces y simplemente la manera de moverse. No le sorprendía ahora que Saint Raven desde un principio no la hubiera creído. Tal vez fuera el perfume que usaban las putas lo que tenía inundado el ambiente, aunque el hedor a cuerpo sucio podía proceder de cualquiera. Era algo que había observado en los círculos más altos de la sociedad, y Crofton era particularmente descuidado en los temas de higiene.

La multitud hizo que pegara su cuerpo al de Saint Raven y se sintió aliviada con su olor a sándalo, que le sirvió de antídoto mientras avanzaban hacia el salón. No dejaban de reconocerlo y por el camino besó a tres atrevidas mujeres que se le lanzaron al cuello. Cressida se recordó a sí misma que eso no tenía nada que ver con ella.

Mientras charlaba con la gente, su mano iba agarrándola más firme cada vez, primero en su cadera, luego en el trasero. Ella comprendió por qué lo hacía, pero no era más que otra señal de quién era realmente. En un momento en el que estaba nuevamente esquivando preguntas sobre la identidad de Cressida, giró la cabeza para besarla a través del velo y la cogió por la cintura atrayéndola hacia su costado. Ella, cansada de sentirse como una marioneta, puso la mano sobre su sedosa cadera y lo besó con fuerza, sintiendo que la boca de él se paralizaba un momento.

– No te preocupes, guapa -dijo una mujer-. A Saint Raven no le hace falta que lo froten.

Cressida se quedó helada; se había equivocado totalmente. La forma dura que tenía bajo la mano no era la cadera. ¡Dios mío! Se movía y sólo había una fina capa de seda entre la palma de su mano y esa cosa. Sabía que no debía retirarla asustada, pero deseó que algo, lo que fuese, la llevara de vuelta a su vida real. Escuchó su suave risa al despegar sus labios de ella. Abrió los ojos y lo miró de frente, suplicando ayuda para sus adentros. Se dio cuenta de que él también lo estaba pasando mal, pero era porque se estaba aguantando la risa. Sintió cómo su mano caliente cubría la suya y dio gracias al cielo pensando que la apartaría discretamente, pero la presionó con más fuerza. La dura forma volvió a moverse, tal vez haciéndose más grande.

Sintió cómo se le aceleraba el corazón, en gran parte de rabia porque el muy cerdo estaba aprovechándose del momento. No podía rebelarse, pero podía mandarle una mirada hostil, y eso fue lo que hizo.

– Tan impaciente -murmuró de manera que los demás pudiesen escucharlo y reírse. Luego cogió la mano de ella haciéndola acariciarle el torso hasta llegar a sus labios, besándole la palma-. Más tarde, mi hurí.

– ¿Para qué esperar, Saint Raven?

Cressida sintió cómo se le abrían los ojos, primero de pánico después de ira. ¡Crofton! Pero Saint Raven la mantuvo ocupada, besándole cada uno de los dedos, dándole tiempo a recomponerse para luego girarse con ella hacia su anfitrión.

– Le garantizo que estaremos todos muy agradecidos de ver vuestras proezas en acción, duque.

Aunque el repugnante hombre los miraba sonriendo lascivamente, no era eso lo que la descompuso, sino ver que tenía la atención puesta en ella. ¿La reconocería acaso? Si descubría su identidad, estaría muerta. De manera literal y eterna, la respetable señorita Cressida Mandeville, aparecería muerta con un sórdido disfraz, tras una sórdida exhibición en una sórdida orgía. En Matlock se hablaría de ella durante los próximos cincuenta años.

– Nunca me exhibo en público, Crofton. Y como seguro que ya sabes, el placer se realza con la tortura de una deliciosa anticipación.

Algo en el tono de Saint Raven había acabado con la afabilidad de Crofton.

– Será más tarde, entonces -dijo transformando su actitud lasciva por una desdeñosa-. Aunque no te puedo garantizar una habitación privada una vez que la fiesta se vuelva salvaje. Tal vez acabe haciendo una exhibición pública, duque, si la expectación no te basta. Pero veo que no estás bebiendo.

Chasqueó los dedos y un diablillo llegó corriendo con una bandeja de bebidas. Crofton cogió una y se la puso en las manos a Cressida.

– Es mi brebaje diabólico.

Ella lo aceptó, pero no bebió. Hubiera sido una locura imperdonable emborracharse allí. Vio cómo Saint Raven tomaba un vaso y hacía un brindis con su anfitrión, pero se dio cuenta de que apenas daba un sorbo. Crofton la miró y entonces se levantó el velo para dar un trago, un tanto decepcionada al darse cuenta de que sólo era cerveza. Si hubiese estado lleno de alcoholes fuertes se habría dado cuenta.

Crofton volvió a hablar, sonriendo.

– Estoy seguro que estará de acuerdo, mi duque, de que la anticipación se alimenta de estimulación y eso es algo que no nos falta aquí. Tenemos toda una colección en la sala de atrás y unos interesantes objetos de madera de abedul en la habitación principal. Podrías impresionar a tu hurí con uno de ellos.

La miró sonriente, mostrándole esos dientes largos que siempre había detestado y ella se limitó a no hablar, apartando la vista, para quitárselo de encima. Pero no funcionó.

– Veo que no la has animado todavía; a mí me encantaría hacerlo si no te importa… ¿No? En fin ¿qué más te puede divertir? Tengo catamitas en la habitación del fondo, muy apropiado ¿no os parece? -dijo soltando una de sus peculiares risitas-. Pero ya sé que ése no es tu vicio, Saint Raven, y mucho menos con una esclava propia -Crofton volvió a mirarla-. Tengo la sensación de que te conozco, pequeña.

Ella hizo un gran esfuerzo por parecer estúpida y no parecerse en nada a Cressida Mandeville.

– Imposible -dijo Saint Raven tajantemente-. Es un descubrimiento personal.

– Ah, una recién llegada al país. No está a la venta, imagino. Yo había planeado algo similar…

Algo hizo que se callara y sin tener que mirar, Cressida supo que era por Saint Raven. Sintió una emanación que le erizaba cada pelo de su cuerpo. La desagradable sonrisa de Crofton se tornó vomitiva.

… había planeado algo similar.

¡Se refería a ella! Si no hubiese sido por Saint Raven, estaría en medio de esta orgía como la puta de Crofton, a su lado, vestida de manera repugnante, manoseada a su antojo. Tal vez recibiendo invitados con los pechos al aire en la puerta.

Para no desmayarse, se tomó la bebida de un trago. Un diablillo tomó su vaso y lo remplazó por otro antes de que ella le dijera que no quería más. La bebida era amarga y sabía mal.

Crofton estaba ahora haciendo esfuerzos por quedar bien con el duque.

– No te lo tomes en serio, duque, no te ofendas. Sólo quiero complacer a mis invitados. En un rato habrá un concurso que puede que te divierta. Será en el salón. Algo bastante peculiar.

– No soy competitivo en ese aspecto, Crofton, no me hace falta serlo.

Crofton se sonrojó; estaba furioso pero no se atrevía a mostrarlo y Cressida pensó que no sólo se reprimía por su rango.

– Quise decir que te puede gustar ser parte del público, duque. Me disculpan -dijo marchándose a recibir a un nuevo invitado.

La pequeña confrontación había dejado a Cressida temblando y también sentía la tensión en el hombre que tenía a su lado.

– ¿Por qué será que siento que en el salón está nuestro objetivo? -dijo con una voz tal vez demasiado calmada y ligera. Cressida le respondió en el mismo tono.

– ¿El concurso?

– Si tuviera una colección de estatuillas, eso es lo que haría con ellas. Me sorprendería que Crofton tuviera tanta imaginación, pero echemos un vistazo.

Tomó el vaso de ella y el suyo y se los dio a una pareja de borrachos que tenían cerca, que se lo agradecieron bebiéndoselos con sorprendente entusiasmo. Por un momento Cressida pensó en eso, y sintió que tal vez en su bebida hubiera más alcohol del que se imaginaba. Pero enseguida se dio cuenta de que no tenía la sensación de estar ebria. Sabía cómo era eso, ya que alguna vez había bebido más vino del que debía y había sentido sus efectos.

Bastaba de distracciones. Estaba allí con un propósito muy importante y debía mantener la mente fija en eso, para que pronto, si Dios la ayudaba, poder estar de vuelta en su casa y organizar el regreso de su familia a la sana sobriedad de Matlock.


Tris apartó al desagradable Crofton de su mente, que para él sólo era una mera distracción, pero le preocupaba que por haber venido a su fiesta pudiese aumentar sus pretensiones. Cressida Mandeville también era culpable de la molestia física que sentía, y que era poco probable que pudiera remediar. Lo quemaba la tentación de seducirla a pesar de ser su guía en ese evento y haberle prometido que con él estaría a salvo.

Pero su deseo le sopló al oído que podría satisfacerla sin ponerla en riesgo. Incluso sería de ayuda para ella, pues tendría menos posibilidades de ponerse en peligro y más conocimientos a la hora de escoger marido. Mientras recordaba la mano en su cuerpo y la curiosidad en sus ojos asombrados, pensó que ninguna mujer con tanta curiosidad al respecto podría mantenerse demasiado tiempo sin traspasar la barrera de la decencia. Estaba perdido. Tenía que soportar la novedad de ser guía de una viajera por un terreno peligroso y devolverla a su casa de una pieza. ¿No se decía a sí mismo que le encantaban los retos? Bien, pues ahora tenía uno.

Una fiesta así estaba diseñada para estimular el erotismo de los sentidos y romper barreras, pero el estilo de Crofton le parecía basto. Esa bebida, por ejemplo. Menos mal que Cressida no había bebido mucho, aunque en el momento en el que se distrajo pudo haberse tomado todo el vaso. Él ciertamente no necesitaba beberla, ya que Cressida por sí misma ya era un afrodisíaco. Su conjunto le parecía mucho más provocador que el vulgar exhibicionismo de Miranda, y su manera de caminar como una dama, mucho más estimulante que los contoneos de las putas.

Miranda estaba cerca riéndose con un hombre vestido de bufón. Le llamó la atención que aunque fuera de la misma altura y tuviera una complexión similar a la de Cressida, el efecto que le provocaban era completamente diferente. Las curvas en una eran vulgares y en la otra voluptuosas. Se dejó arrastrar por la tentación de estudiar los encantos de su hurí. Sus pechos eran demasiado grandes para la moda del momento, pero a él le fascinaban, y el maldito Pugh había tenido razón sobre su trasero. Era firme, alto, redondo y le provocaba que se le hiciera la boca agua y que le picaran las manos por querer acariciarlo y apretarlo.

¡Demonios! Mientras antes encontrasen la estatuilla y se fueran de allí, mejor. Pasó el brazo por su fina cintura y se encaminó hacia el salón.

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