CAPÍTULO 22

Cressida se quedó mirándolo un momento complacida, después partió a toda prisa en dirección contraria, llena de emoción. Esta aventura era una locura perversa que podría hacer aún más deprimente el resto de su vida, pero no podía dejarla pasar.

En realidad, pensó, mientras entraba en Otley Street, tenía pervertido el corazón. Si no fuera por sus padres, si estuviera sola en el mundo, se convertiría en la querida abiertamente reconocida del duque de Saint Raven, ¡y al infierno con el decoro y el sufrimiento!

Sin embargo, cuando llegó a su casa, las cuestiones prácticas la abrumaron. ¿Cómo iba a hacerlo? Odiaba mentir. Antes lo odiaba, pero ir a ver a Crofton había sido esencial. Esta excursión podría ser para darse el gusto de hacer una travesura. Necesitaba tiempo para pensar, y no lo tenía. Pero debía ir a buscar esa estatuilla. Tris podría abrirla, o tal vez tuvieran la oportunidad de cambiarla. Estaba en el estudio recogiendo la figurilla cuando entró su madre.

– Ah, creía que todavía estabas fuera, querida. He pensado que podría ser bueno para tu padre que le lea. ¿Qué libro le podría interesar?

– Buena idea, mamá -dijo Cressida sintiendo que llevaba inscrita la culpa por todas partes, y sacó el libro sobre Arabia. -Pruebe con éste. Su madre lo cogió, pero suspiró.

– Si se recupera se encontrará con todo el peso del desastre.

Cressida se pasó la lengua por los labios.

– En cuanto a eso, mamá… Puede haber una solución.

¿Qué?

Cressida presionó con el dedo gordo un punto de la parte trasera de la figura, y ésta se abrió suavemente.

– Hay otra figura igual a ésta, mamá, pero está llena de joyas.

Su madre la miró con atención.

– Pero… ¡todas las demás están en Stokeley? ¡Ay, qué rabia que ese hombre tenga aún más riquezas!

– Pero he sabido que no las tiene.

– ¿Qué más decir? Pero entonces Cressida se dio cuenta de que estaba tratando a su madre como si fuera una niña-. Lord Crofton le entregó la estatuilla con las joyas a alguien, y después el salteador de caminos, Le Corbeau, se la robó. Una persona que conozco está dispuesta a ayudarme a intentar recuperarla. Tengo que hacerlo, mamá.

Su madre la miraba fijamente.

– ¿Cómo sabes todo eso?

Cressida sintió que la cara le ardía.

– No te lo puedo contar.

– ¿Estuviste con Cecilia todos estos días?

Cressida se atragantó.

– No.

– ¡Cressida!

– Por favor, mamá, no pienses de mí lo peor. Papá me enseñó esas joyas en Stokeley Manor, y he intentado recuperarlas. Tenemos que hacerlo si pretendemos vivir de algo. Podremos regresar a Matlock, volver a nuestra cómoda vida allí…

Sintió que el futuro serpenteaba delante de ella obligándola a hacer muchas cosas, pero apartó ese pensamiento.

– Dios mío. Qué ciega he estado ante tantos tejemanejes. ¿Y crees que puedes encontrar esas joyas?

Cressida expresó más seguridad de la que tenía.

¡Sí!

– ¿Quién es esa persona? ¿Es… un hombre? Quiso mentirle pero no pudo.

– Sí, pero no ocurrirá nada incorrecto.

Al hablar en tiempo futuro, decía la verdad, aunque no había sido demasiado decoroso haber acariciado la espalda de un hombre en una calle pública, y haberlo besado.

– ¿Un joven?

– Sí, mamá.

– ¿Estás segura de que puedes confiar en él, querida? Los hombres pueden saltarse las buenas maneras con mucha facilidad si una dama no se comporta con absoluta propiedad.

Cressida sintió que una risa salvaje podría atragantarla.

– Seré lo bastante fuerte por los dos, mamá. Por favor. ¿Confías en que puedo arreglar esto?

Su madre se mordió un labio, se acercó a ella y le cogió las manos.

– Me recuerdas mucho a tu padre, querida. Confiesa que en parte lo haces para vivir una aventura ¿no es así?

– Sí.

– ¿Y te contentarás con regresar a Matlock cuanto esto acabe? Cressida suspiró y se puso a mirar el muro de libros. -No creo que tenga posibilidades más emocionantes. Su madre le acarició la mejilla.

– Soy una mujer convencional, pero por un momento he sospechado que tú no. Le di libertad a tu padre. Hubiera vuelto a Inglaterra con nosotras, pero yo sabía que no era su lugar. Me amaba, pero aún amaba más sus aventuras, así que le di libertad. Ahora te la doy a ti también. Vive tu aventura, Cressida, pero que sepas que siempre tendrás un hogar al que regresar. Mañana o dentro de veinte años.

Cressida miró a su madre con los ojos empañados de lágrimas, comprendiéndola, aunque no del todo. Ahora, sin embargo, sentía que tenía que contarle más.

– Es el duque de Saint Raven, mamá. Mi amigo. Nos conocimos… accidentalmente. Para él es una diversión. Una investigación. Pero…

– Te has enamorado de él. No me sorprende nada. -Su madre suspiró-. Pobre Cressy. Parece que has sacado los rasgos más peligrosos del carácter de tus padres. Mi corazón tierno y el espíritu audaz de tu padre. El duque es muy guapo.

– No lo amo por eso.

– No, claro que no. Si te lo pide, ¿te convertirás en su querida?

Esa pregunta tan directa dejó las cosas claras.

– No. A la larga no sería justo para nosotros, y las heridas durarían toda la vida. Y como se tiene que casar, cosa que para él tiene que ser muy duro… -Suspiró profundamente-. Si voy a ir tengo que partir ahora. ¡Gracias!

– Recuerda que yo siempre estaré aquí, esperando el regreso de los trotamundos. Así por lo menos me podré ocupar de las pequeñas heridas. Un poco de ungüento de albahaca, leche caliente relajante…

Cressida le dio un fuerte abrazo a su madre, y después corrió al piso de arriba a recoger un poco de ropa para cambiarse y sus cosas de aseo. ¿Cómo llevar todo eso? Se vería extraño que saliese a la calle llevando una maleta. Así que sacó la sombrerera de su sombrero alto y metió allí sus cosas junto con la estatuilla. De todos modos no se iba a poner ese sombrero, sino uno pequeño de sus tiempos en Matlock. ¿Todavía la podían reconocer? Volarían las murmuraciones si alguien viera a la señorita Mandeville fuera de la ciudad con el duque de Saint Raven.

No debía ir. Pero no podía perder esa oportunidad.

Miró el reloj y cogió el delgado velo azul de Roxelana. Se lo ató por encima del ala del sombreo y se lo pasó por delante de la cara. Las damas algunas veces se ponían velos cuando tenían que ir en carruajes abiertos. Sin embargo, todo se volvió azul y borroso, y le costaba mucho ver. Eso le hizo recordar algo. Se subió el velo, pero se puso anteojos. Nunca se los había puesto en Londres en público, así que sería como llevar otro disfraz.

Después de echar una última mirada a su alrededor, recogió la sombrerera, corrió por las escaleras, y salió de la casa. Sabía que pasara lo que pasara, su vida ya no volvería a ser la misma.

Cressida se obligó a caminar muy rápido para llegar al lugar de su encuentro, rezando para no encontrarse con nadie que conociera; y especialmente porque nadie la retrasase por tener ganas de charlar.

Dobló por la calle Hays y lo vio. Bueno vio su espalda y su espléndido cabriolé. Ella vaciló un segundo y después corrió hacia él. Sus suaves botines no hacían ruido y él se sobresaltó cuando le dijo:

– Aquí estoy.

Debió de dar un tirón brusco a las riendas, pues sus caballos se pusieron nerviosos y le costó calmarlos. Después le extendió su mano enguantada para ayudarla a subirse al asiento.

Ella no sabía si se sentía sorprendida, halagada o reacia.

– ¿Una sombrerera? -le preguntó.

– Pensé que tendría que traer algunas cosas. Entre otras, la estatuilla. Tendremos que intercambiarlas.

– Ah, bien pensado. ¿Lista?

¡No lo sé! Cressida se bajó el velo y sintió alivio al poder esconder sus expresiones.

– Lista -dijo.

Hizo un movimiento fuerte con su larga fusta por encima de los caballos y se pusieron en movimiento. Mientras giraban hacia una calle más amplia, ella quiso decir algo desesperadamente.

– Sé que debería hacer algún comentario de admiración por tus caballos, pero lo único que me sale es decir que parecen buenos.

– Sí, lo son.

Creyó ver una insinuación de sonrisa en él, pero con el velo no estaba segura. Aprovechó para mirarlo cuando los detuvo un enorme carro cargado de fardos de algo que circulaba a la velocidad de los transeúntes y que ocupaba casi toda la calle. Los vehículos que ocasionalmente pasaban por el otro lado les impedían adelantarlo, y ella sintió que quería ponerse a gritar. No tenían demasiada prisa, supuso, pero no soportaba perder el tiempo. Entonces él le dijo:

– Agárrate.

Cressida se dio cuenta un poco tarde de que era una afirmación literal, y tuvo que sujetarse como pudo a la baranda, pues el cabriolé adelantó al carro a toda velocidad en cuanto se abrió un pequeño hueco en el tráfico. Una vez que lo adelantaron, vio que el camino por delante estaba despejado, y pasaron como un torbellino junto a la gente y los edificios.

– ¿Vas bien?

Cressida no despegaba la vista de los edificios que aparecían fugazmente a su lado.

– ¿Podemos ir un poco más lento? -preguntó extrañada.

– Vamos -dijo él rodeando un agujero del camino con alarmante despreocupación-. ¿Ésta es mi intrépida Roxelana?

– No, ésta es tu aterrorizada señorita Mandeville de Matlock, ¡que no quiere morir todavía!

– No te pasará nada. Confía en mí.

Confiar, confiar. Obligó a sus dedos a soltar la barra. Entonces él añadió:

– No he volcado desde hace seis años.

– ¿Volcar? -chilló y se volvió a sujetar.

– Cuando era joven y loco, y hacía carreras con Uffham.

– ¿Uffham? -Hablar era una distracción, y ella rezó para que no se distrajese.

– El heredero del duque de Arran. Una especie de hermano adoptivo.

– Oh, sí. -Recordó que había casi tanta excitación entre las jóvenes aspirantes por lord Uffham como por Saint Raven-. ¿Conoces a alguien que no tenga una familia ducal?

– No seas ridícula. ¿Te sientes mejor?

Cressida se dio cuenta de que estaba un poco mejor y dejó de apretar con tanta fuerza la barra de hierro, aunque no la soltó del todo.

– Es una manera muy imprudente de viajar.

– Es la mejor manera de viajar si hace buen tiempo. También es la más rápida.

– Es a lo que me refiero.

– Tenemos que ir rápido para adelantarnos a La Coop. ¿Y por qué vas tapada como una plañidera?

– Por si alguien que conozco me ve. Así no me reconocerá. No podrán saber que voy contigo.

Su cerebro debía ir volando con el viento por la velocidad que llevaban.

– Ah. Ideas rápidas, como siempre. De todos modos, ya te lo puedes quitar. Estamos pasando entre viveros y no hay vehículos a la vista. No hay nadie de la alta sociedad paseándose por aquí.

Cressida se levantó el velo como pudo con una mano. Todavía no se sentía segura como para soltar la baranda. Ver mejor, así como la relajada confianza de Tris, calmó sus nervios.

Él, al fin y al cabo, no estaba sujeto a nada salvo a las riendas, que no impedirían que se cayese. En cambio se adaptaba a los movimientos del cabriolé con una pierna apoyada en el tablero que tenía delante. Desgraciadamente, los pies de ella no llegaban hasta allí.

Cressida dejó de sujetarse e intentó seguir el balanceo del carruaje. El camino era bastante llano, pues se conservaba en buenas condiciones gracias a los peajes. Aunque pasaban a gran velocidad junto a la gente que iba en burro y plácidos jamelgos, el ligero vehículo no la lanzaba hacia afuera, y ya casi estaba comenzando a disfrutarlo.

Pero entonces él le dijo:

– Un carruaje por delante. Correo o transporte público, y viene por este camino.

Cressida se bajó el velo, y en un instante pasó el carruaje que se dirigía a Londres envuelto en una nube de polvo. Menos mal que iban muy rápido, porque el carruaje rodaba lenta y ruidosamente por su vía.

– Vas mejor aquí que viajando en la parte de afuera de un coche como ése -dijo Tris.

– No lo dudo. -Siempre había pensado que viajar en la parte de afuera era incómodo y peligroso. La señorita Mandeville nunca se había planteado tal posibilidad, pero si no conseguía las joyas, podía terminar viajando de esa manera. Un gran miedo mezclado con tensión contenida hicieron que le entraran ganas de echarse a llorar. Pero fijó su mente en su objetivo. Iban a conseguir las joyas y eso resolvería la mayoría de sus problemas. Ella y sus padres podrían vivir decente y dignamente. Y nunca más tendría que viajar en cabriolé.

Sabía que eso significaba que no podría volver a viajar con Tris Tregallows, pero eso ya era una vieja herida.

– ¿Cuál es nuestro plan? ¿Adónde vamos?

– A Hatfield, donde vive un tal Jean-Marie Bourreau, que fue arrestado por error, al ser confundido con Le Corbeau.

– Ah, claro. ¡Qué listo! Pero ¿seguirá allí?

– Como se demostró que era inocente, espero que se haya quedado. Cualquier otra cosa podría hacerlo aparecer como sospechoso. Además, allí tiene alojamiento y empleo.

– ¿Empleo?

– Hace retratos a pastel, y es bastante bueno.

Eso sorprendió a Cressida pues era algo muy peculiar.

– ¿Un artista? ¿Estás seguro de que es Le Corbeau?

– ¿La capacidad artística garantiza la virtud?

Una barrera de peaje bloqueaba el camino más adelante, y Tris disminuyó la velocidad para darle una moneda al encargado, cuyo hijo enseguida corrió a abrir la gran puerta. En unos segundos Cressida volvió a sentir la presión de la velocidad, y Tris centró toda su atención en el camino.

– Entonces está en Hatfield -dijo ella para concentrarse en eso y no en la velocidad-. Y tiene la estatuilla. ¿No había dicho que tenía una granja?

– Pero sabe que su tapadera ha sido descubierta. Antes de irnos de Nuns Chase revisé el lugar. Se había llevado todas sus posesiones de valor.

– Así que si tiene la estatuilla, es muy probable que la guarde con él en Hatfield.

– Eso es lo que espero. Si ha encontrado un nuevo escondrijo, haré que confiese dónde está.

– ¿Y cómo lo harás sin hacerle ver que es muy importante? Tris le lanzó una mirada.

– Descubriré la manera. ¿Realmente piensas que soy tan loco como para olvidar la necesidad de ser discreto?

¿Las palabras desconsideradas de Cressida lo habían herido?

– No, claro que no. Eres muy sensato. Es que estoy preocupada.

– Confía en mí, Cressida. Ésta es la última etapa. Pronto tendremos tus joyas.

La última etapa. No lo podía acusar de edulcorar las cosas.

– ¿Cómo haremos que nos la dé sin que se de cuenta de su verdadero valor? -Después de un rato ella misma se respondió-: Tal vez yo pueda ocuparme de eso. No parece que vaya a estar muy dispuesto a complacerte.

– Estoy dispuesto a romperle la cabeza si es necesario, aunque cuanto menos alboroto mejor.

Disminuyeron la velocidad para atravesar una pequeña aldea llamada Finchley. Y como él ya no dijo nada más, los labios de Cressida se movieron nerviosamente.

– ¿No tienes algún plan menos violento?

Ella se dio cuenta de que él le empezaba a seguir la corriente.

– Robarla puede seguir siendo una posibilidad.

– A menos que nos cojan.

– Soy duque.

– Pero eso no te hace inmune a que te detengan.

– Pero lo hace improbable. Es injusto, lo sé, pero tienen que haber algunas compensaciones. Vive en una posada llamada Cockleshell. Podemos coger habitaciones y tomar la iniciativa.

Ella sólo registró una palabra.

– ¿Habitaciones?

– Habitaciones. -Tris disminuyó el paso y la miró-. No podemos hacer como si estuviéramos casados, Cressida, aunque usemos un nombre falso. Hay muchas posibilidades de que me pueda ver alguien que me conozca. Y de todos modos, ese traje y ese sombrerito que llevas son de alguien sin recursos. Quedaría como si yo fuera un rico marido muy bien vestido y con un buen vehículo que lleva a su esposa vestida de sirvienta.

– Pensé que así no llamaría la atención -murmuró, sin decirle que era la ropa que usaba habitualmente en Matlock. También podía defenderse diciendo que el vestido estaba hecho de una tela muy duradera, y que además lo habían cosido muy bien, pero no venía al caso.

– Un penique por tus pensamientos.

Cressida se puso alerta.

– Estoy todo el rato atenta a no caerme de este ridículo vehículo.

– Ahora, voy más lento.

– Pues todavía vamos demasiado rápido.

– Sé valiente y fuerte. Estabas muy lejos, ¿verdad? ¿Te preocupa la noche? Puedes confiar en mí.

– Eso es lo que temo -dijo antes de pensarlo.

– Que te lleve el diablo, Cressida. Me vas a volver loco. No podemos. Es demasiado peligroso y no facilitará las cosas.

La inevitable separación.

– Sin duda estaremos demasiado ocupados por la noche. Intercambiando las figuras -añadió por si no quedaba claro.

– Sí -dijo Tris, pero los caballos rompieron el paso como si les hubiera hecho una señal contradictoria.

Ella se divirtió con eso. El noble duque de Saint Raven quería otra noche más, tal vez tanto como ella. Y lo mejor de todo, pensaba que él quería algo más que su cuerpo. Y eso la hacía sentirse sombríamente cómoda.

Siguieron un rato en silencio, y gracias a la velocidad menos suicida que llevaban ahora, ella pudo pensar con mayor claridad. Advirtió que aunque fueran a paso lento, adelantaron a tres carruajes muy inferiores que avanzaban pesadamente hacia el norte por ese ajetreado camino. Una vez más, agradeció llevar el velo.

– Tal vez -dijo Cressida- deberíamos llegar por separado.

– ¿Por qué?

– Evitaría cualquier posibilidad de que nos relacionaran y se produjese un escándalo, y nos permitiría tener más opciones… -Antes de que él la interrumpiera, añadió-: La siguiente parte del camino la puedo hacer en el transporte público que va a Hatfield. Parece que pasa muy a menudo.

– ¡Imposible! No puedes terminar el viaje viajando a la intemperie.

– Si no me sale bien esta aventura, ¡terminaré viajando así el resto de mi vida!

Tris detuvo los caballos y se quedó mirándola. -No vamos a fallar.

– Porque puedes modelar el destino a tu elección.

– Por lo menos sabré cómo llevar esto. Estamos tratando con un insignificante delincuente extranjero que no sabe lo que tiene. No hace falta que te arriesgues.

– Aunque en esta historia nada parece normal, ¿lo recuerdas? – Como él no estuvo en desacuerdo, dijo-: No me puedes dar órdenes. Mi plan tiene más sentido.

– ¿Ah, sí? ¿Y en qué se diferencia salvo en que viajarás incómoda?

– ¿Llamas comodidad a ir a toda velocidad en esta cosa?

Cressida pensaba que Tris no podía tensar más la mandíbula, pero lo hizo.

– El plan, Cressida.

Ella se contuvo de replicar otra cosa.

– Cuando llegues solicitas reunirte con Bourreau. Yo llegaré por separado y rebuscaré en sus habitaciones mientras él esté contigo.

– Imposible. En cuanto entres en su habitación ya estarás cometiendo un delito.

– Seguro que mi señor duque me podrá sacar de la cárcel.

– ¡Si me vuelves a llamar «mi señor duque» te dejo aquí mismo!

La desesperada violencia de sus palabras la dejaron muda. Se subió el velo para poder mirarlo con mayor claridad.

– Lo siento, pero me estás intimidando. No me educaron para ser la que le pone las bridas al macho. Tus opiniones no son mi ley.

– Entonces intentaré casarme contigo para oírte prometer que me obedecerás.

– ¡Un argumento fundamental contra el matrimonio!

Estaba moviéndose muy cerca de una barrera imposible, pero Cressida vio en sus ojos que él lo sabía, además de un montón de otras cosas dolorosas.

– Puedes distraer tú a Bourreau -dijo Tris-, mientras yo busco en las habitaciones.

– ¿Y cómo quieres que haga eso si voy vestida como una sirvienta?

Tris movió las cejas.

– ¿Te has ofendido? Por el amor de Dios, Cressida, no puedes negar…

– Este vestido forma parte de mi ropa de diario en Matlock, señor, y me gusta.

– Entonces espero que lo disfrutes. Pero… -añadió relajando la expresión-, para mí no eres menos atractiva vestida así.

– No creo que lo sea… Pero ¡no seas sinvergüenza cambiando de tema de esa manera! No te puedo garantizar que pueda distraer a Bourreau el tiempo suficiente. Tú sí, y yo entraré en las habitaciones. Se me ha ocurrido una historia.

¿Qué?

Cressida lo escuchó suspirar incrédulo.

– Soy una amante abandonada que viene a rogarle que regrese conmigo. Eso me da un excelente motivo para hurgar en sus habitaciones, y no es probable que me metan en la cárcel por eso.

Él pareció enfadarse por lo razonable que era la idea.

– No si te pillan con las manos en la masa.

– ¿Y cómo podrían hacerlo? Tengo una estatuilla igual a la suya en mi sombrerera. Necesito un momento para intercambiarlas, y sólo un minuto más para sacar las joyas de una de ellas.

– Maldición, Cressida. ¡No me gusta!

– A mí tampoco si vuelves a decir tacos delante de mí.

– Escucharás cosas peores antes de que todo esto acabe.

Cressida contuvo la risa y tocó su tensa mano enguantada.

– No es un plan tan extraño, Tris. Viajar a la intemperie unas cuantas millas y después fisgar en las habitaciones de un hombre.

Las cejas levantadas de Tris eran suficiente comentario.

– Por lo menos no es tan extravagante para los simples mortales, mi señor duque.

– Arpía.

– Con alas y garras.

– La prueba es que haces que sangre. -Volvió su mano para coger la de ella-. Cressida, tengo que mantenerte a salvo.

Ay, eso le rompía el corazón.

– En realidad el riesgo no es tan grande en relación a las ventajas. Especialmente una. Piensa. No nos podrán relacionar. Incluso si nos encontramos con alguien que conozcamos, no habrá ninguna conexión y evitaremos un escándalo.

Puso en palabras lo que todavía no había dicho.

– Después de lo de Stokeley, no nos podemos permitir ninguna situación escandalosa.

Él acarició su mano con el dedo pulgar.

– Me casaría contigo, Cressida, pero eso sólo empeoraría las cosas.

Ella sabía a qué se refería.

– Me pondría en el foco de atención de las miradas de todo el mundo, y cualquiera que sumara dos más dos se daría cuenta de que yo era la hurí que llevaste a Stokeley. Y Crofton podría darse cuenta de la relación que había entre Le Corbeau y tú…

– Eso no importa. Podríamos controlar el escándalo…

– ¡No! No, no quiero eso, Tris. De verdad que no. Es difícil ser el centro de atención de los comentarios de la gente, pero ¿escuchar cosas desagradables toda la vida? ¡No, no, no! -Enseguida se controló-. Pero de todos modos seguiremos adelante con esto. ¿Verdad? Ambos sabemos que no estoy hecha para ser una duquesa, así que no tenemos ningún futuro. Esto es una locura fugaz. Cuando acabe todo nos olvidaremos el uno al otro a medida que pasen los días.

– Sin duda tienes razón -dijo arrastrando las palabras de una manera tan artificial como los rizos de la melena de ella-. Y como las cosas son así, tu plan tiene cierto mérito. Pero Bourreau puede tener la estatuilla escondida, junto a cualquier otro botín que posea.

Ella apartó su mano de la de él.

– Entonces tendrás que intentar distraerlo un buen rato para que yo pueda rebuscar. ¿Sabemos si tiene sirvientes?

– Dudo que tenga servicio personal en la posada, aunque cuando actúa como Le Corbeau tiene cómplices. Es demasiado peligroso…

– No, no lo es. Siempre que los cómplices no estén en sus habitaciones. Y si aparecen, tengo preparada mi historia.

– ¿Y qué pasará cuando declare que nunca antes te había visto?

Ella levantó las cejas.

– Bueno, podría, pero ¿le creerán? -Cressida…

– Me tienes que dejar hacerlo, Tris. Es el único plan racional. Por el amor de Dios, casi acabo haciendo de prostituta para recuperar las joyas. Arriesgarme a que me encarcelen me parece un mal menor.

Tris nuevamente tensó la mandíbula.

– Bueno, pararemos en Barnet para preguntar si hay algún vehículo que vaya al norte dentro de poco. No nos podemos retrasar demasiado. No nos interesa que Miranda se nos adelante.

– Puedes ir por delante para verificarlo.

– ¿Y dejarte sin compañía?

A Cressida se le escapó una risa.

– ¿Vas a ir con este vehículo ridículamente caro junto al carruaje público para protegerme? Tris se agarró la barbilla.

– ¿Te parece gracioso? Te he sacado de tu casa, Cressida Mandeville. Soy responsable de tu seguridad. ¿Cómo quieres que me despida de ti, te deje en un transporte público y te saque de mi mente?

Ella movió su mano enguantada.

– ¿Alguna vez has viajado en transporte público, Tris?

– No me desprecies por mi vida lujosa.

– No lo hago, pero… entre tanta gente es muy difícil que te violen o te roben, ya sabes.

– Pero darte apretones y sobarte no lo es.

– Montaré un escándalo, y los demás pasajeros expulsarán al malhechor.

– Dime la verdad. ¿Has viajado antes en un carro así? Cressida pudo haber mentido, pero sabía que se estaba sonrojando.

– No, pero he viajado en diligencia con mi madre. Y no fue demasiado peligroso. Sólo serán unas pocas millas. Es lo más sensato que podemos hacer, Tris.

– Sensato. Por supuesto que seremos sensatos.

Se inclinó hacia ella y la besó en los labios, pero las alas de sus sombreros chocaron y se tuvieron que apartar riendo.

– Nuestros sombreros son más sensatos que nosotros -dijo Tris.

Esos sentimientos tan tiernos la conmovían tanto que prefirió no hablar para no ponerse a llorar.

El cogió algo de debajo del asiento y sacó un objeto de metal largo y plano.

– ¿Qué es eso?

– El hombre que me lo dio lo llama abridor. Metes la punta afilada debajo del cierre de una cerradura o de la bisagra, y haces palanca.

– No sabría usarlo.

– ¿No eras tú la que quería robar?

Cressida cogió el instrumento que tendría unos treinta centímetros de largo y era sorprendentemente pesado.

– Tal vez yo no sea lo suficientemente fuerte.

– El poder de la palanca. Lo he probado. Es muy efectivo si metes bien la punta debajo de lo que quieras abrir. ¿Cómo si no vas a abrir un cajón cerrado?

Él quería que pensara en eso, pero Cressida abrió su sombrerera, y la metió dentro.

– Bien, vamos -dijo bajándose el velo.

– Bien -dijo Tris e hizo sonar el látigo por encima de la cabeza de los caballos.

Nuevamente iban muy deprisa dejando una estela de polvo y rabia. Cressida se volvió a agarrar a la baranda, decidida a mantenerse valiente.

Sin duda lo mejor era que él estuviera enfadado con ella.

Загрузка...