Capítulo 8

– Puedo asegurarle la custodia del niño en ausencia del padre -afirmó Felicia Reynolds desde las oficinas de Jansen, Monteith y Stone, a cientos de kilómetros de allí-. Pero mi trabajo sería mucho más fácil si conociera el nombre y el domicilio de su padre. Por lo que me has contado, es muy posible que no sepa nada del niño; y si se entera más tarde, podría llevar el caso a los tribunales.

Jamie apoyó el auricular entre la cabeza y el hombro mientras se ponía el abrigo.

– Sí, ya lo había imaginado, pero dudo que se entere si no se lo dice Randi o el amigo de algún amigo. Grand Hope es un pueblo pequeño y los McCafferty son muy conocidos en la zona. Si el padre viviera cerca, ya habría sumado dos y dos.

– Y no ha aparecido.

– No.

– Entonces es obvio que no sabe nada o que no quiere responsabilizarse del niño.

– Eso parece.

Jamie se estremeció al pensar en el hijo de Randi. Con sus ojos enormes, su cabello rojizo y su carácter alegre y juguetón, el miembro más joven de los McCafferty le había llegado al alma.

– De todas formas, investigaré un poco.

– Te lo agradecería.

– Es un caso bastante raro, ¿no te parece? Me han dicho que alguien intenta asesinar a la madre y, tal vez, también al hijo. Qué horror… Por aquí hay gente que sospecha del propio padre o incluso de los hermanastros de Randi McCafferty. A fin de cuentas, ella es la heredera principal.

Jamie se sobresaltó.

– No te puedo decir nada del padre, pero te aseguro que los hermanastros no tienen nada que ver en el asunto. Thorne, Matt y Slade adoran a Randi y a su hijo.

– Si tú lo dices… -declaró con escepticismo-. Por cierto, ¿es verdad que Chuck va a Grand Hope para verte?

– No, viene por negocios. Quiere que Thorne McCafferty encargue todos sus asuntos legales a nuestro bufete -respondió.

– Seguro que pretende algo más. Chuck te aprecia mucho.

Jamie imaginó a la rubia en su despacho, mirando por la ventana y jugueteando con un bolígrafo, como hacía siempre cuando se traía algo entre manos.

– No es para tanto.

– Vamos, Jamie, no te hagas la inocente conmigo. Sé lo que ocurre entre vosotros, y no me sorprendería que quiera pedirte el matrimonio.

Jamie gimió.

– ¿Tú crees?

– Ha estado silbando en su despacho, Jamie. ¿Puedes creerlo? Chuck Jansen, silbando en el trabajo…

– No es muy propio de él, es verdad.

– ¿Que no es propio de él? ¡Es increíble! -exclamó-. Espero que me mantengas informada y me cuentes hasta el último detalle. Es tan romántico que me tienes en ascuas…

– Sí, claro -ironizó.

Durante los tres años que Jamie llevaba en el bufete, Felicia había mantenido media docena de relaciones más o menos serias y muchas otras esporádicas. Inteligente, bellísima y de lengua viperina, Felicia Reynolds nunca corría el peligro de quedarse sola un viernes o un sábado.

– Te llamaré dentro de unos días -añadió.

– ¿Me lo prometes? -preguntó Felicia.

– Por supuesto.

Jamie colgó y alcanzó el maletín. Thorne la había llamado poco antes por teléfono y le había pedido que se reunieran, así que tenía que marcharse.

Volvía al rancho Flying M.

Y tal vez, a Slade McCafferty.


– Si lo domas, es tuyo.

Matt miró a Diablo Rojo, el caballo con el peor temperamento de Flying M. El animal, de dos años y medio y rebosante de energía, relinchó como si hubiera reconocido su nombre y se movió, nervioso, en el cercado. Sabía que tenía audiencia, y Slade pensó que intentaba hacerse el importante ante el resto de la manada.

– Diablo Rojo… es un nombre francamente apropiado para él -comentó-. Pero pensé que ya lo habrías domado tú.

Matt frunció el ceño bajo el ala de su sombrero.

– Lo he intentado todo. Nunca habíamos tenido un caballo tan obstinado.

– ¿Es más obstinado que tú?

Matt lo miró con mal humor.

– Tal vez -contestó.

– Si me lo dijera otra persona, no me lo creería. Pensaba que no había un caballo al que tú no pudieras domar.

Slade apoyó una pierna en el tablón inferior de la valla y miró al animal, que brincaba y relinchaba con nerviosismo y orgullo.

– Muy bien, como quieras -dijo Matt-. Si no te atreves, terminaré el trabajo… Ya nos veremos más tarde, Diablo.

El caballo miró a Matt como si lo hubiera entendido y estuviera perfectamente preparado para otro asalto.

– No parece que te tenga mucho miedo -se burló Slade.

Los dos hermanos caminaron hacia la casa. Faltaba poco para el anochecer y las luces va estaban encendidas. Por la chimenea salía una columna de humo.

En ese momento, la puerta se abrió y una de las gemelas salió corriendo tan deprisa como se lo permitían sus piernecitas. Slade reconoció en la distancia a Molly, la más audaz de las hijas de Nicole.

– Juanita no me deja encender las luces de Navidad… -protestó.

Slade tomó en brazos.

– ¿Juanita se porta mal contigo? No me lo puedo creer.

– ¡Pero es verdad! -exclamó-. ¡Es mala!

– ¿Mala? ¿Juanita? No… -dijo Slade, que le acarició la nariz-. Pero cuando se entere de que has salido de la casa en calcetines, se enfadará mucho.

– ¡Es que me ha gritado! -insistió, adoptando una expresión angelical.

Slade la abrazó con más fuerza y siguió caminando hacia la casa, en compañía de Matt.

– ¿Y qué has hecho tú para sacarla de quicio?

– Juanita no tiene ningún quicio…

El ama de llaves apareció un segundo después en la puerta.

– Ah, vaya, así que estás ahí… Por Dios, muchacha. ¿Cómo se te ocurre salir sin abrigo y sin zapatos? ¡Vas a pillar un buen catarro!

Molly se aferró a su tío.

– Parece que se ha enfadado contigo porque no le dejas jugar con las luces de Navidad -explicó Slade.

– Por supuesto que no. Se ha dedicado a encenderlas y apagarlas una y otra vez, sin descanso. Si sigue así, causará un cortocircuito y Thorne se llevará un disgusto cuando vea que su ordenador se apaga -explicó la mujer-. Deja las luces en paz, jovencita. Y no vuelvas a salir sin calzado y abrigo.

– Pero…

En ese instante sonó la alarma del horno.

– ¡Oh, Dios mío! ¡Mis pasteles!

Juanita desapareció en el interior de la casa.

– Es una vieja bruja -dijo Molly.

– No es verdad.

– Quiero ir con mamá.

– Está trabajando.

– ¡Pues con papá!

Cuando subieron al porche, Molly se soltó de su tío y se fue a buscar a Thorne. Legalmente sólo era su padrastro, pero las dos niñas lo llamaban «papá» porque su padre biológico, Paul Stevenson, un abogado de San Francisco, nunca estaba con ellas. Ni Paul ni su nueva esposa tenían tiempo para dos niñas rebeldes de cuatro años. En opinión de Slade, Paul era todo un cretino. Como la mayoría de los abogados.

Los músculos de su mandíbula se tensaron cuando pensó en Jamie. Ella también era abogada, pero muy distinta de Paul. Aunque mantuviera la fachada fría de cualquier profesional de su gremio, él no se dejaba engañar.

La voz de Juanita sonó desde el fondo de la casa:

– Dejad las botas en el porche. Acabo de fregar el suelo.

Los dos hermanos se miraron y se descalzaron a regañadientes antes de entrar. Olía a carne asada, a especias y a canela.

Nicole había estado decorando la casa con la ayuda de sus hijas. Había guirnaldas y cintas doradas y rojas por todas partes, incluidas la barandilla de la escalera y la encimera del hogar, y no quedaba una ventana sin sus luces de colores correspondientes. Además, había movido los muebles del salón para dejar espacio al árbol de Navidad, que aún debían cortar.

Matt y Slade colgaron sus abrigos. Thorne apareció en el pasillo, cojeando, en compañía de Molly y de Mindy.

– Striker ha llamado -anunció-. Viene a Grand Hope.

– ¿Viene solo? -preguntó Matt.

– Creo que sí, y Kelly vendrá más tarde. Ahora está en comisaría, hablando con Roberto Espinoza.

La puerta delantera se abrió. Jenny Riley, la universitaria que cuidaba de las niñas, entró en la casa y se ganó la atención inmediata de las dos pequeñas.

– ¿Llego a tiempo? -preguntó la joven, arqueando una ceja-. Espero que estas diablesas no os hayan molestado en exceso…

– No, ni mucho menos -mintió Thorne. Jenny rió y dijo:

– Venid, niñas, tengo una sorpresa para vosotras.

– ¿Qué es? ¿Qué es? -preguntó Molly.

Mindy tiró a Jenny de la manga.

– No sería una sorpresa si os lo dijera, ¿no te parece?

– ¿Qué es?

– Lo sabréis cuando nos quedemos a solas. Pero será un secreto. Un secreto de Navidad…

– ¿Un secreto? -preguntó Mindy, que se llevó un dedo a los labios.

– Exactamente. Pero no se lo podemos decir a vuestros tíos -contestó Jenny, mirando a los hermanos McCafferty-. Venga, seguidme… y recordad que no debéis decir una palabra a nadie. Esto debe quedar entre nosotras.

Jenny colgó su chaqueta en la entrada y desapareció escaleras arriba con las niñas y un bolso de apariencia sospechosamente grande.

Los hermanos dedicaron los quince minutos siguientes a charlar sobre el rancho y, por supuesto, sobre Randi. Kurt Striker apareció media hora después y les dijo que había localizado dos Ford de color granate que habían sufrido accidentes en la época en que el vehículo de Randi se salió de la carretera. Striker parecía la personificación de un detective privado de Hollywood.

– Por desgracia, ninguno de los dos coches estuvo cerca de Glacier Park aquel día. Uno es de un granjero que sufrió un accidente al oeste de aquí cuando iba a pescar. El otro, una minifurgoneta, chocó contra un poste de teléfono… parece ser que el conductor, un chico de quince años, salió a dar una vuelta sin que sus padres lo supieran.

– Entonces, no tenemos nada… -dijo Thorne, sentado en el sofá.

– Seguiremos buscando. O el agresor no ha llevado su coche a ningún taller, o todavía no hemos dado con el taller en cuestión o arregló los desperfectos bajo cuerda, en un lugar donde no se guardan registros. Pero lo encontraremos.

– Si existe… -puntualizó Matt.

Striker miró a Randi y su expresión se volvió aún más dura.

– ¿No recuerdas nada del otro vehículo?

– No, pero ya te lo he dicho una docena de veces. Si me acuerdo de algo, serás el primero en saberlo -respondió.

Randi se había sentado en la mecedora, y tenía los pies apoyados en la mesita.

– ¿Se sabe algo del tipo que Nicole vio en el hospital? ¿Del que se disfrazó de médico? -continuó.

Matt permanecía apoyado en la ventana y Slade en el banco del piano. Striker había optado por uno de los sillones, pero se había echado hacia delante y mantenía las manos cruzadas mientras miraba a Randi con intensidad. Cuando los miró, Slade tuvo la sensación de que entre su hermanastra y el detective privado había algo personal, pero desestimó la idea; no creía posible que Randi encontrara atractivo a Striker.

– Kelly y yo hemos estado hablando sobre tus amigos de Seattle -declaró el detective.

– Pensaba que ya lo habíais hecho.

– Pero hemos ampliado el círculo.

– ¿A quién?

– A todos los que han tenido algún trato contigo durante los dos últimos años -respondió.

– Pues os va a costar. Mi trabajo me obliga a relacionarme con mucha gente.

– Incluso hablamos con tu agente de Nueva York. Nos dijo que estabas trabajando en un libro sobre relaciones amorosas y que utilizabas información obtenida en tu trabajo en el Clarion, entre otros materiales.

– No recuerdo haberte dado permiso para que hablaras con mi agente.

– Tú no, pero yo sí -intervino Slade-. Como tu memoria es tan dudosa, pensé que era la única forma de sacar algo en claro.

– Podrías haberme informado.

– Y lo hice, pero seguías en coma. Le pedí a Kurt que investigara tu vida a fondo. Sabía que te molestaría, pero teníamos que hacerlo. Hay que encontrar a ese desgraciado.

– Mi libro no tiene nada que ver con eso. Ni mi trabajo.

– Entonces, ¿qué? -preguntó Slade-. Si no es por el libro ni por tu trabajo, ¿por qué es?

– No lo sé -respondió.

Matt se apartó de la ventana, dijo a Slade que Jamie había llegado y le dedicó una sonrisa tan burlona que su hermano se molestó.

– Excelente -dijo Thorne-. Le pedí que viniera.

– ¿Y eso? -preguntó Randi con desconfianza.

– No está aquí por tu caso, Randi. Voy a contratar a su bufete para que se encargue del traspaso de otra propiedad de aquí, de Montana. Pero estoy seguro de que tu nombre se mencionará en la conversación.

– Perfecto, justo lo que necesitaba… una confabulación de mis hermanos para dirigir mi vida -protestó.

Slade se levantó al oír el timbre y dijo:

– No sería tan mala idea. Desde mi punto de vista, necesitas toda la ayuda que puedas conseguir, hermanita.

Slade se dirigió a la puerta y se maldijo para sus adentros por desear ver a Jamie otra vez. Cuando la abogada apareció en el porche, maletín en mano, pensó que estaba preciosa; tenía las mejillas sonrosadas por el frío, y de su moño se habían escapado varios mechones de pelo.

– Entra…

Slade sonrió, notó su incertidumbre y supo que se debía al beso.

– Gracias.

– ¿Has conseguido que te arreglen la calefacción?

Ella también sonrió.

– Sí. Era el termostato, que estaba estropeado.

Una de las niñas apareció y tiró de la manga a Slade. Era Molly.

– ¿Vamos a poner el árbol de Navidad hoy?

– Puede que más tarde.

– ¡Pero lo prometiste!

– Lo sé, pero ahora tenemos visita…

Molly lanzó una mirada fulminante a Jamie, como si quisiera que se evaporara.

– Dijiste que lo pondríamos hoy -se sumó Mindy.

– De acuerdo, de acuerdo… Saldremos con General y el trineo e iremos a buscar el árbol. Pero tendrá que ser cuando terminemos. Ahora, abrigaos un poco. ¡Y no quiero que volváis a salir en calcetines!

Slade se giró hacia Jamie y dijo:

– No preguntes.

– ¿Lo prometes? -preguntó Molly.

Slade alzó una mano.

– Lo prometo por mi honor. Venga, hablad con Juanita para que prepare unos termos de chocolate caliente y unas galletas, y decidle a Jenny que os saque los abrigos y las botas. Pero no me molestéis más. Os llevaré cuando haya terminado, y traeremos el mejor árbol de Navidad de todo el rancho.

Molly sonrió y Mindy miró a su tío por debajo de sus pestañas.

– ¡Vamos, marchaos de una vez!

Las niñas salieron corriendo hacia la cocina.

– Nunca pensé que llegaría a ver este día -intervino Jamie-. Slade McCafferty acompañando a unas niñas a buscar un árbol de Navidad. ¡Y en trineo!

– Hay muchas cosas de mí que desconoces, abogada.

– Tal vez…

– Si quieres, puedes acompañarnos.

La idea de ir con ella y de llevarla a su lado, en el trineo, le pareció repentinamente atractiva.

– Bueno, no sé… he venido para hablar de trabajo.

– Saldremos cuando termines.

– No llevo ropa adecuada para montar.

– Pero no tendrás que montar. Irás sentada cómodamente en el trineo. Vamos, Jamie, ya sabes lo que dicen sobre trabajar mucho y divertirse poco.

– ¿Que sirve para pagar las facturas?

– Sí, exactamente.

Kurt apareció en el vestíbulo, se cerró la cazadora y dijo:

– Te llamaré después. Convendría que tu hermana colaborara un poco.

– Lo intenta.

– Sí, claro -ironizó-. Habla con ella y haz que entre en razón. Antes de que la maten.

El detective privado se marchó inmediatamente, sin despedirse.

– Gran tipo -comentó Jamie.

Randi, que se había acercado, declaró:

– Un cretino de primera categoría.

– Es justo lo que necesitamos -lo defendió Slade.

– ¿Desde cuándo necesitamos a un matón grosero?

– Desde que alguien intenta asesinarte y tú no puedes o no quieres decirnos lo que ha pasado -respondió.

– ¿No crees que yo sería la primera en ir a la policía y contarles lo que sé si me acordara?

– No lo sé, Randi. Sinceramente, no lo sé.

– Eres un miserable…

– Es un asunto muy serio -insistió Slade-. Al principio, quise convencerme de que el asunto de la carretera había sido un simple accidente; pero luego pasó lo del hospital. Tú no te acuerdas, pero yo sí… nos llevamos un buen susto, así que deja de discutir con nosotros. Conozco a Striker desde hace años. Es un profesional. Si colaboras con él, encontrará a ese tipo.

Randi apretó los dientes, miró a su hijo y suspiró.

– Está bien, lo intentaré. Pero hay algo en él que no me gusta.

El bebé abrió los ojos en ese momento y empezó a quejarse. Su madre le dio un beso en la frente y se lo llevó al piso de arriba.

– No la presiones tanto, Slade -dijo Matt, apartándose de la ventana-. Ha perdido la memoria.

Slade miró hacia la escalera.

– Eso dice.

– ¿Es que no la crees?

– No, no la creo -confesó-. Nuestra hermana nos oculta algo.

– ¿Qué?

– Esa es la pregunta del millón.


Randi ya había acostado al niño, que se estaba quedando dormido. Mientras lo miraba, se preguntó qué iba a hacer con su vida. Nunca habría imaginado que se pudiera querer tanto a un hijo, pero recordó lo que le había dicho su padre, John Randall, en cierta ocasión. Era un día de primavera, y él estaba sentado en el porche. Las yeguas cuidaban de sus potrillos mientras los caballos jóvenes y las potrancas corrían por la pradera.

– Cuando seas madre, lo entenderás; sabrás lo que significa querer a alguien más que a ti misma. Ahora te crees invencible y piensas que nada te puede hacer daño; pero cuando tengas un hijo, te sentirás vulnerable por él y entonces conocerás el miedo.

Randi no entendió sus palabras en aquel momento; pero ahora, mientras miraba a J.R., supo lo que había querido decir.

Pensó en el padre del pequeño y lo maldijo. Al contrario de lo que le había dicho a sus hermanos, se acordaba perfectamente de él.

– Lo siento -susurró-. Yo cuidaré de ti, Joshua, te lo prometo. No permitiré que te hagan daño.

Cuando se giró, vio que Slade estaba en la entrada de la habitación, con los brazos cruzados y apoyado en el marco.

– ¿Hay algo que quieras contarme?

Randi caminó hacia él, apagó la luz y lo llevó al pasillo.

– No sé lo que quieres decir.

Slade frunció el ceño.

– Lo sabes de sobra.

– ¿Tú crees?

– Estás ocultando algo, no lo niegues. Te conozco perfectamente. Te has inventado lo de la amnesia porque te has metido en algún lío. Crees que si no hablas de ello, desaparecerá como por arte de magia.

– Oh, vamos…

Slade entrecerró los ojos.

– Nos has mentido a todos. Has mentido a Thorne, a Matt, a mí e incluso a los médicos… y creo que lo has hecho para que se corra la voz de tu amnesia. Eres periodista y sabes cómo funcionan estas cosas. Crees que si ese tipo se entera, ganaras tiempo.

– ¿Por qué iba a hacer algo así?

– Porque estás asustada, porque intentas proteger a alguien… o por tu libro. ¿Es por eso, por el libro? Striker y la policía ya han interrogado a todos los del periódico, e incluso han comprobado todos tus artículos viejos, incluidos los que aparecieron firmados bajo el seudónimo de R.J. McKay.

– ¿R.J.?

– Sí, los que escribiste por tu cuenta…

Randi tuvo la sensación de que esas siglas le resultaban familiares, pero no supo por qué.

– Tu director cree que los escribiste para ganar un sobresueldo.

– No sé, es posible…

– Pero ni en ellos ni en el resto de tu trabajo periodístico hay nada que justifique lo sucedido. Francamente no entiendo de qué huyes…

– No huyo de nada -aseguró-. Simplemente me estoy recuperando. En cuanto esté bien, me llevaré a Joshua y volveré a Seattle. Ya he hablado con mi jefe. Bill quiere que vuelva tan pronto como sea posible. Y no estoy huyendo.

– Muy bien, como quieras, pero estás asustada. Y te has metido en algo peligroso -afirmó Slade-. ¿Es por el libro? ¿Es que estás escribiendo sobre algún caso de corrupción política o del crimen organizado? ¿O es por el padre de J.R., es decir, de Joshua?

– Cuando recuerde algo importante, te lo haré saber.

Slade la miró con desconfianza.

– ¿Por qué tengo la impresión de que estás mintiendo?

– Porque no eres capaz de confiar en nadie -respondió su hermanastra-. Descuida, todo se aclarará. Ten paciencia.

– No soy un hombre paciente. Pero está bien, te concederé el beneficio de la duda. Con la condición de que hables conmigo cuando recuerdes algo.

– Te lo prometo.

– No me engañes, Randi…

– No te engañaré. Pero hay otros asuntos de los que debemos preocuparnos.

Slade arqueó una ceja.

– ¿Otros asuntos?

– El traspaso de la propiedad -contestó ella-. Cuando Matt compre tu parte, ¿qué vas a hacer con tu vida?

– Aún no lo he pensado.

– Pues será mejor que lo pienses -dijo ella, alejándose hacia las escaleras-. Y mientras lo piensas, incluye a Jamie Parsons en la ecuación.

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