Capítulo 14

«Hay algo que quería decirte desde hace tiempo, vaquero. Te amo, Slade. Sé que te parecerá una locura, pero creo que siempre te he amado. Y quiero que sepas que estaré aquí, contigo, cuando despiertes».

Slade se preguntó si las palabras que había oído eran de Jamie. No sabía dónde estaba. Pero gimió, abrió un ojo y lo recordó todo de golpe.

– ¡Quiero ver a un médico! -exclamó.

Una enfermera corrió las cortinas y sonrió.

– Señor McCafferty… me preguntaba cuándo despertaría.

– Quiero ver a un médico -repitió.

– El doctor Nimmo vendrá a verlo dentro de un rato. ¿Cómo se encuentra?

– ¿Usted qué cree? -contestó, frustrado-. No puedo mover las piernas.

– Pensaba que la enfermera del turno anterior se lo habría explicado.

– Me contó lo del traumatismo, pero nada más. ¿Voy a quedar lisiado?

– No hable en esos términos. Sea positivo.

– ¿Que sea positivo? -ironizó.

– Inténtelo.

– ¿Podría llamar a mi cuñada, Nicole McCafferty?

– Le he enviado un mensaje al busca al ver que se había despertado.

– ¿Sabe si alguien ha venido a verme?

– La doctora McCafferty ha estado tres veces. También ha estado su hermano, Thorne, y una mujer.

Cuando oyó lo de la mujer, Slade supo que había sido Jamie y que no había imaginado aquellas palabras de amor que le había parecido oír en sueños. Pero llegó a la conclusión de que le había declarado su amor porque se sentía obligada con él, por pura lástima.

Las puertas de la UVI se abrieron. Nicole caminó hacia él. Tenía mal aspecto, como si no hubiera dormido en varios días.

– Mira quién se ha despertado -dijo, intentando parecer animada-. El bello durmiente en persona…

– Sí, bueno… ¿Thorne está bien?

– Sí, no ha sufrido heridas graves. Sólo unos cuantos rasguños y quemaduras sin importancia. En cuanto a ti…

– No puedo mover las malditas piernas. Lo he intentado. Todo el mundo pretende tranquilizarme y fingir que todo va a salir bien, pero no dejan de recordarme que tengo una vértebra rota y que he sufrido un traumatismo que afecta a mi médula espinal -protestó-. Dime la verdad, Nicole. ¿Voy a quedarme paralítico?

Nicole suspiró.

– No lo sé, Slade. Existe la posibilidad, pero aún no podemos estar seguros. El doctor Nimmo cree que te recuperarás, al menos en parte, pero será mejor que hables con él.

– Pues dile que venga.

– Ya lo hemos avisado. Entretanto, hay alguien que quiere verte. Le prometí a Jamie que la llamaría cuando despertaras, y ya está de camino. He quedado con ella en mi despacho, dentro de quince minutos.

Slade sintió una punzada en el corazón. Primero, Jamie le había dicho que su antigua relación sólo había sido una aventura pasajera; después, cuando hicieron el amor en el pajar, le contó que había perdido un hijo; y más tarde, se habían separado de mala manera y entre gritos. No podía creer en la sinceridad de su declaración de amor. No era tan estúpido como para engañarse de ese modo. Jamie se le había declarado porque se sentía culpable o porque le daba lástima.

Miró a Nicole, que estaba esperando una respuesta, y dijo:

– Di a Jamie que se vaya a casa. No quiero verla.


Jamie estaba tan frustrada que quería gritar.

– ¿Qué significa eso de que no quiere verme? -preguntó, mientras se sentaba en una de las sillas del despacho de Nicole.

– No sé, Jamie. Pero ha sido categórico… quién sabe, puede que cambie de opinión cuando hable con el neurólogo.

– ¿Y si no cambia?

– ¿Qué puedo hacer yo? Soy médico y él es un paciente del hospital. Si no quiere verte, yo no puedo obligarlo.

Jamie se echó hacia atrás y miró el techo de la habitación.

– Maldita sea… ¿cómo puede ser tan obstinado? Ahora necesita toda la ayuda que pueda conseguir.

– Estoy de acuerdo contigo; pero por desgracia, él no es de la misma opinión. Dale un poco de tiempo. Tiene que asumir lo que ha pasado.

– Dudo que el tiempo ayude.

– Tal vez sí, tal vez no.

Jamie se levantó, y tuvo que contenerse para no ir corriendo a la tercera planta y decirle unas cuantas cosas a Slade. Le extrañaba que no quisiera verla, pero no le preocupaba demasiado; después de hacer el amor en el pajar, después de que la besara apasionadamente al saber que tenía intención de casarse con Chuck, Jamie no tenía ninguna duda sobre sus sentimientos.

– No me importa lo que Slade haya dicho. Quiero verlo. Lo sepa o no, me necesita.

Nicole tenía aspecto de estar cansada; no parecía dispuesta a discutir con nadie.

– Le he dicho que era un error, pero ha insistido. No sé lo que ha pasado entre vosotros, y no es asunto mío, pero no puedo permitir que subas a verlo. Márchate y descansa. Es posible que Slade cambie de opinión cuando hable con el neurólogo y lo lleven a una habitación individual. Entretanto, debo respetar sus deseos.

– Pero necesita a su familia, a sus amigos, a sus seres queridos…

– Quieres decir que te necesita a ti…

– Sí -dijo, apretando los puños.

– Es posible… pero como médico, opino que deberías dejarlo en paz; es pronto, dale un poco de tiempo. Y como mujer enamorada de un McCafferty, mi consejo es el mismo: no le presiones, deja que sea él quien vaya a ti. Es la única forma.

Jamie quiso discutírselo, pero no lo hizo. Sabía que Nicole no iba a dar su brazo a torcer.

– Bueno, tengo que marcharme -continuó Nicole-. Te llamaré cuando sepa algo más.

Nicole se acercó a ella y la abrazó como si fueran hermanas, parte de la misma familia.

Jamie se emocionó un poco, pero pensó que aquello no tenía ningún sentido. Slade ya la había abandonado una vez y, por lo visto, estaba a punto de repetir la experiencia. Ella no tendría más remedio que marcharse del rancho Flying M y buscarse otro empleo en Seattle, San Francisco o, quizá, Los Ángeles. En cualquier sitio, con tal de que fuera a miles de kilómetros de Slade McCafferty, del hombre que estaba empeñado en romperle el corazón.


Kurt estaba sentado en la habitación de su motel, con una cerveza en la mesa y el televisor encendido. Faltaba una semana para Navidad y estaba atrapado en Montana intentando descubrir quién quería asesinar a Randi McCafferty.

Miró la pantalla. Acababan de informar sobre el incendio en el rancho, y ahora estaban dando la previsión del tiempo.

Ya habían pasado tres días desde el incidente. Los informes preliminares, que Kelly Dillinger había sacado del departamento del sheriff, confirmaban que había sido una bomba; pero no sabían si el agresor sólo pretendía asustar a la familia o si quería matar a alguien en concreto. La prensa había estado informando sobre el asunto, y se había difundido el rumor de que el culpable de todo era uno de los hermanos McCafferty.

Pero eso no era lo peor. La compañía de seguros se negaba a pagar los desperfectos porque también sospechaban que el incendio lo había provocado una persona de la familia.

Y todo había empezado por Randi McCafferty y su hijo.

Kurt se cruzó de brazos y se preguntó por qué se negaba a dar el nombre del padre del niño. Al principio había considerado la posibilidad de que Randi lo desconociera; pero después de hablar con sus colegas de trabajo y con sus amigos de Seattle, había llegado a la conclusión de que no era mujer que se acostara así como así con un hombre. Seguro que conocía su identidad.

Pero se negaba a decirlo.

Sacó las fotografías de su carpeta y echó un vistazo a las imágenes del accidente de coche y del incendio del establo. Cuando terminó, las dejó a un lado y empezó a estudiar unas bien distintas, las del grupo de hombres que habían mantenido relaciones con Randi.

El primero era Brodie Clanton, un abogado de Seattle con pelo oscuro, nariz aguileña y aspecto de pasarse media vida en el gimnasio. Había heredado una pequeña fortuna de su abuelo, que había sido juez, y tenía un Ferrari. Según sus informes, Randi y él habían salido el año anterior. Kurt sabía que Clanton tenía aspiraciones políticas, y que naturalmente no querría verse envuelto en ningún escándalo; desde su punto de vista, era el candidato principal para la paternidad de niño.

Randi también había mantenido relaciones con Sam Donahue, un vaquero alto y rubio que se dedicaba a los rodeos. Rebelde e independiente, vestía de forma informal y era radicalmente opuesto a Brodie Clanton.

El tercer hombre en su lista de sospechosos era Joe Paterno, un fotógrafo de prensa que trabajaba por su cuenta para el Clarion y que probablemente era el autor de la fotografía de Randi que Kurt tenía en los archivos. Era una imagen excelente; Randi aparecía con un hombro desnudo, el cabello ligeramente revuelto y una ceja arqueada, mirando con cierta malicia. Cualquier modelo habría asesinado por una foto como ésa. Randi McCafferty era una mujer extraordinariamente atractiva.

En cuanto a Paterno, había viajado por todo el mundo como corresponsal. Kurt había visto su trabajo y le parecía impresionante; tenía una gran sensibilidad para lo dramático, lo trágico y hasta lo cómico. Desde su punto de vista, el único de los tres que merecía a Randi era él. Los demás le parecían unos cretinos.

Kurt se sobresaltó un poco cuando cayó en la cuenta de lo que estaba pensando. Por mucho que Randi McCafferty le gustara, él trabajaba para su familia. Debía concentrarse en el trabajo y olvidar toda emoción particularmente cálida.

Consideró todo lo que sabía sobre el caso. La investigación del accidente de coche había terminado en un callejón sin salida; Kurt había estado en docenas de talleres, pero no había localizado el vehículo de color granate. Luego estaba el asunto del libro, pero ni la propia Randi recordaba su temática. Y en cuanto al hombre que había estado en el hospital, el que se disfrazó e intentó asesinarla, sólo sabía que no trabajaba allí.

Lo mejor que tenía era el asunto de la paternidad.

Randi se negaba a darle un nombre, pero había otras formas de acotar la búsqueda. El bebé había nacido en un hospital y, naturalmente, los médicos tenían muestras de su sangre. Sólo tenía que determinar si el niño era hijo de Clanton, Donahue o Paterno.

Devolvió las fotografías a la carpeta y admiró la imagen de Randi.

Era muy sexy. Demasiado sexy para su propio bien.


El doctor Nimmo miró a Slade a través de sus gafas. Era un hombre bajo, que llevaba una bata larga y la corbata suelta. Acababa de examinarlo y de darle todo tipo de explicaciones sobre las pruebas a las que lo habían sometido durante los dos días anteriores.

– Yo diría que ha tenido suerte -afirmó.

– Qué curioso, porque yo no me siento particularmente afortunado.

– Supongo que no, pero podría haber sido peor. Tiene dañada la tercera vértebra lumbar, pero su médula está intacta.

– ¿No ha sufrido daños?

– No, nada importante. Se recuperará pronto -respondió-. Como ve, tiene mucha suerte.

– ¿Podré volver a caminar?

– Por supuesto.

Slade se sintió como si le hubieran quitado un peso de encima.

– ¿Cuándo?

– No lo sé exactamente. Tendrá que hacer terapia y puede que lleve su tiempo; pero si no ocurre nada desafortunado, volverá a caminar. Sólo es cuestión de tiempo.

– ¿Y cuándo puedo volver a casa?

El médico apuntó algo en su informe.

– Ya lo veremos. Aunque personalmente creo que podrá marcharse dentro de uno o dos días.

El doctor Nimmo salió de la habitación y Slade echó un vistazo por la ventana. Había dejado de nevar, pero todos los coches del aparcamiento estaban cubiertos pollina capa blanca, al igual que los arbustos y parte del asfalto.

Miró el reloj y pensó que se iba a volver loco. Su familia había pasado a visitarlo, y Nicole le había comentado por enésima vez que Jamie quería verlo, pero Slade se negó a hablar del asunto.

Pensaba en ella todo el tiempo. Recordaba lo que había dicho cuando él estaba inconsciente; recordaba lo sucedido en el pajar del establo y, por supuesto, recordaba todas las veces que habían hecho el amor, quince años atrás, en graneros, campos y hasta en el asiento de atrás del Chevrolet de su abuelo.

No hacía otra cosa que imaginar su cara y su piel blanca, con pecas en el puente de la nariz; sus labios generosos; sus dientes, los más perfectos que había visto nunca; sus ojos de color avellana que se oscurecían con el deseo. Se acordaba de sus besos, de sus manos, de sus caricias, del contacto de su cuerpo y de su lengua suave, ágil, húmeda.

Como de costumbre, se excitó.

Y durante unos segundos, recobró la esperanza.


– Lo siento, Jamie, Slade no quiere verte.

Nicole lo dijo con firmeza, pero sin ocultar un fondo de preocupación.

– Lo hemos llevado a una habitación individual, pero insiste en que no quiere verte -añadió.

– ¿Por qué? -preguntó, angustiada.

– No lo sé.

– ¿Ya puede caminar?

– Lo intenta.

– Pero siente las piernas…

– Sí, aunque no debería darte esa información. Lo sabes de sobra.

– Claro que lo sé. Soy abogada. Pero necesito saberlo, maldita sea…

– Ten paciencia, por favor.

– Lo intentaré -mintió.

En cuanto colgó el teléfono, Jamie alcanzó la chaqueta y se la puso. A continuación, dio de comer a Lazarus y a Caesar y subió a su coche. Al salir de la propiedad de su abuela, vio el cartel de «se vende», y recordó que su abuela le había aconsejado que no vendiera nunca esa casa.

Arrepentida, consideró la posibilidad de quedarse a vivir en Grand Hope. Aquél era su hogar. Podía abrir su propio bufete y tal vez buscar a otro abogado que quisiera trabajar con ella y compartir los gastos. Tenía una casa, un caballo, un gato y un coche clásico. ¿Qué más podía pedir?

Sólo una cosa: Slade. Y cuando ella quería algo, lo conseguía.

Encendió la radio y condujo hacia la ciudad, hacia el Hospital Saint James, hacia Slade McCafferty.


Slade cayó en la cama, cubierto de sudor, agotado tras el esfuerzo de mover las piernas durante la sesión de terapia. El enfermero lo obligaba a caminar todos los días, apoyándose en unas barras paralelas que parecían sacadas de unas instalaciones olímpicas. Sólo tenían tres metros de largo, pero cuando terminaba, se sentía como si hubiera caminado cien kilómetros.

Después de la terapia, lo devolvían al dormitorio en una silla de ruedas, que ahora descansaba en una esquina, entre la cama y el armario, bastante pequeño.

Ya le habían advertido que la recuperación sería lenta. Hasta Thorne se lo había dicho cuando apareció en el hospital y le dio el reloj de John Randall. Slade miró el objeto, que estaba en la mesita, junto a la jarra de agua, y recordó la insistencia de su padre en que se casara y tuviera hijos.

Por desgracia, lo había intentado dos veces. Y las dos había fracasado.

En ese momento sintió una punzada de dolor en las piernas, pero se alegró. El dolor era un buen síntoma; significaba que se estaba recuperando.

Cerró los ojos y, segundos más tarde, la puerta se abrió. Slade pensó que sería alguna enfermera, pero reconoció el aroma inmediatamente.

– ¿Slade?

– Creo haber dicho que no quería verte.

Slade no abrió los ojos. No soportaba la idea de mirarla.

– Lo sé, pero me ha parecido una de tus tonterías y he decidido colarme en la habitación. Por suerte, la seguridad de este sitio deja mucho que desear. Ya sabes lo que pasa con los médicos y las enfermeras… siempre tienen pacientes a los que atender. Sé que a veces te crees el centro del universo, pero está visto que los demás no son de la misma opinión.

Slade estuvo a punto de reír. Sólo a punto.

– He pensado que no querías verme por una simple cuestión de orgullo, porque no quieres que te vea en estas circunstancias -continuó.

– ¿Ahora eres psiquiatra?

Ella dudó. Pero tomó aliento y dijo:

– Sólo alguien a quien le importas.

– Márchate, Jamie.

– No.

– Llamaré a las enfermeras.

– Pues volveré.

– Podría encargarme de que te arresten.

– Adelante.

Slade no pudo resistirse por más tiempo. Abrió los ojos y se encontró ante la cara más bonita que había visto en su vida. Tenía el pelo recogido, pero con algunos mechones sueltos; y como no llevaba maquillaje, su belleza no encontraba obstáculo alguno.

– Pensaba que ibas a casarte con Chuck.

– No, nunca. Él lo sabía y yo también.

– Pero me dijiste que…

– Te lo dije porque estaba enfadada contigo. Ya nos separamos en una ocasión, y estoy dispuesta a sufrir la misma experiencia. Te amo, es así de sencillo. Tal vez no tenga sentido y hasta es posible que no sea la más inteligente de mis emociones, pero es verdad… te amo. Y no me importa en qué estado te encuentres. Me da igual si te recuperas o no. Te amo.

Slade sintió un nudo en la garganta. Quería discutir con ella, decirle que se equivocaba; pero la convicción de su mirada y las lágrimas que empezaban a aflorar a sus ojos se lo impidieron.

– Yo… siento muchísimo lo del bebé -declaró.

– Yo también. Y lo del bebé de Rebecca… -dijo ella, derramando una lágrima-. ¿Por qué no me lo dijiste?

– ¿Por qué tardaste quince años en contármelo?

– Dos niños… Dios mío, has perdido a dos hijos. Me gustaría poder decir o hacer algo que sirviera para que te sintieras mejor…

Él apretaba los dientes con tanta fuerza que casi le dolía. Cuántas veces había mirado a J.R. y a las hijas de Nicole con envidia, pensando en sus hijos perdidos. Y ahora, apenas podía contener las lágrimas.

– La vida sigue.

– Pero habrá más.

– Tal vez no -dijo él, sonriendo con tristeza-. Además, cabe la posibilidad de que mi estado actual sea permanente.

– Lo sé.

– Podrías…

Ella le puso un dedo en los labios.

– En la vida nunca hay garantías, Slade. Los dos lo sabemos, y los dos hemos sufrido bastante. Pero a pesar de todo, con independencia de lo que pase, estoy dispuesta a pasar el resto de mi vida contigo.

Jamie apartó la mano y él la miró a los ojos.

– Cualquiera diría que quieres casarte conmigo.

Ella sonrió.

– Vaya, eres más listo de lo que pareces…

– ¿Y qué pasará con tu trabajo?

– Lo he dejado. ¿Y con el tuyo?

– En este momento, todo está en el aire. De hecho, había pensado que…

– ¿Qué?

Slade apartó la mirada.

– Vamos, Slade, desembucha.

– Verás… antes del accidente, pensé abrir un negocio con el dinero de mi parte del rancho. Tal vez una agencia de viajes, especializada en deportes extremos, o incluso un rancho para turismo rural. Pero eso fue antes del accidente.

– ¿Has cambiado de opinión?

– Sólo hasta que vuelva a caminar.

– Los médicos afirman que te recuperarás; pero aunque no fuera así, podrías montar tu negocio y dirigirlo de todas formas. Y me tendrías contigo, a tu lado, ayudándote… bueno, ayudándote en mi tiempo libre, porque pienso ganar una fortuna como jefa del bufete Jamie Parsons.

– No saldría bien.

– No, con esa actitud que tienes, nada saldría bien -se burló-. Vamos, Slade, no te rindas. Ya nos perdimos el uno al otro en cierta ocasión. No cometamos el mismo error dos veces… ¿Qué me dices?

Slade extendió un brazo, le puso la mano en la nuca y la atrajo hacia sí, aunque durante el proceso estuvo a punto de desengancharse del goteo.

Cuando sus labios se encontraron, la habitación pareció difuminarse a su alrededor. Slade cerró los ojos e imaginó un futuro con Jamie y con sus hijos, en un campo de hierba alta, con una niña sobre los hombros y dos chicos de la mano de su esposa. El sol brillaría en el cielo y se reflejaría en las aguas de un arroyo cercano.

– ¿Qué quieres que te diga? -contestó él-. En cierto modo, te lo he dicho una y otra vez desde que volviste a Grand Hope. Te amo, Jamie. Siempre te he amado. Eres tú quien no quería escuchar… he pasado cada minuto de las últimas semanas intentando convencerte de que debíamos intentarlo otra vez, de que eres la única mujer que me importa, la única. ¿Me oyes, abogada?

Jamie gimió.

– Te oigo, vaquero. Alto y claro.

– Muy bien. En tal caso, tú ganas. Nos casaremos.

Ella rió y se secó las lágrimas.

– Qué romántico eres.

– Lo seré -le prometió.

Slade la atrajo otra vez hacia sí y la besó. Entonces vio el reloj de su padre por el rabillo del ojo y pensó que tenía razón, que el viejo estaba en lo cierto, que había llegado el momento de sentar cabeza con una mujer.

Para siempre.

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