Era lo último que necesitaba. Su corazón se aceleró al verlo y hasta contuvo la respiración sin darse cuenta. Consideró la posibilidad de decirle que se marchara de allí, pero se recordó que era un cliente del bufete y que debía tratarlo con cortesía y profesionalidad por mucho que le disgustara.
Abrió la puerta, conteniendo su disgusto, y preguntó:
– ¿Qué puedo hacer por ti?
– Dijiste que te llamáramos o que pasáramos por tu casa si necesitábamos algo -respondió él.
Había empezado a nevar, y el abrigo de Slade estaba cubierto de copos.
– Sí, es cierto.
Jamie no pudo negarlo. Lo había dicho, aunque no esperaba que Slade se presentara en la puerta de su casa.
– Me ha parecido que debíamos aclarar las cosas -declaró.
– ¿Hay algo que aclarar?
– Creo que sí -contestó, tenso-. Sobre todo, porque tú y yo tendremos que vernos a menudo durante dos semanas.
– ¿Y eso es un problema? -preguntó con su tono más profesional.
– Podría serlo. No quiero que el pasado nos incomode.
– A mí no me incomoda -mintió.
– Pues a mí, sí -confesó él, con un conato de sonrisa-. Pero me estoy quedando helado en el porche… ¿no me vas a invitar a entrar?
Jamie pensó que quedarse a solas con él no era buena idea.
– Por supuesto, por qué no…
Slade entró en la casa con el viento helado del exterior y un aroma ligero a tabaco. Jamie cerró la puerta y lo llevó al salón, pero no lo invitó a sentarse.
– ¿Y bien? ¿Qué te preocupa?
– Tú.
Ella se quedó sin aire.
– ¿Yo?
– Específicamente, nosotros.
Jamie no esperaba tanta franqueza por parte de Slade. La sonrisa profesional que había practicado delante del espejo se derrumbó como un castillo de naipes.
– ¿Nosotros? Ya no hay ningún nosotros, Slade. ¿De dónde has sacado eso?
– De mi sentimiento de culpabilidad, supongo…
– Olvídalo; eso pasó hace siglos. Éramos muy jóvenes y, además, sólo salimos durante un par de meses. Me sorprende que te acuerdes todavía.
– ¿Tú no?
– Vagamente -volvió a mentir-. Como acabo de decir, ha pasado mucho tiempo. Pero en cualquier caso, y dado que efectivamente vamos a vernos a menudo, será mejor que lo olvidemos… A fin de cuentas, fue una simple aventura, algo irrelevante.
– Tonterías.
– ¿Cómo?
– Fue mucho más que eso.
– Bueno, pero fue hace quince años… -insistió.
– Dudo que no te acuerdes.
– Eso no importa, Slade. Tenemos que ver las cosas con perspectiva.
– ¿Con perspectiva?
– Yo soy abogada y trabajo para ti. Eres mi cliente.
– Caramba, Jamie… tú y yo nos acostamos.
– Pero eso tampoco es tan especial. Y menos para ti, que te pasabas la vida de chica en chica -le recordó.
Slade dio un paso adelante.
– Puede ser, pero tú eras diferente.
– No digas estupideces, McCafferty. Te confieso que en aquella época habría hecho cualquier cosa por oírte decir que yo era especial y diferente… pero ya es agua pasada. Lo superé, y no quiero que te sientas culpable por aquello.
– Bonito discurso, Jamie. Pero no me lo trago.
Jamie pensó que sus ojos seguían siendo tan bonitos como siempre.
– Bueno, piensa lo que quieras.
– Estás asustada, lo sé.
– Y tú sigues siendo tan arrogante como entonces. Pero hay cosas que no cambian, ¿verdad? -ironizó.
– Eso es precisamente lo que intento decirte, que hay cosas que no cambian. Y sé que te acuerdas, Jamie. Eres demasiado lista para haberlo olvidado.
– Los halagos no te van a servir de nada.
Para su sorpresa, Slade cerró una mano enguantada sobre una de sus muñecas. Pero eso no le resultó tan inquietante como el estremecimiento de placer que le produjo.
– ¿Y qué me puede servir?
– ¡Nada! Lo nuestro terminó hace años, y espero que mantengas las distancias conmigo. Comprendo que ahora estoy aquí y que te resulto conveniente, pero…
– Admítelo, Jamie. Lo recuerdas -la interrumpió.
– Maldita sea, claro que lo recuerdo. Recuerdo que salimos, pero nada más. No voy a mentir dándole más importancia de la que tiene; y tú no tienes que comportarte como si yo hubiera sido más importante para ti de lo que realmente fui.
– Pero lo fuiste.
– Sí, tan importante que me abandonaste por… Pero espera un momento. No, no voy a seguirte la corriente -se contuvo-. Suéltame la mano, Slade. Mantengamos una relación estrictamente profesional.
– Randi me ha acusado de haberte roto el corazón.
Jamie se quedó helada.
– Vaya, te lo has tomado en serio, ¿verdad? -acertó a decir.
Intentó apartarse de él, pero Slade se lo impidió.
– Me lo tomo en serio porque lo es.
– Mira, Slade… no sé qué pretendes al presentarte en mi casa en plena noche -declaró, mirando sus ojos azules-, pero si no has venido por asuntos de negocios, no hay nada de qué hablar. Lo que pasó ya no tiene remedio.
Por fin, Jamie logró soltarse de él. Se alejó unos metros, se sentó en el sofá y se cruzó de brazos, a la defensiva. La casa parecía más pequeña de repente; en parte, por la presencia de Slade; y por otra parte, por sus recuerdos de la juventud y de aquellas semanas de amor que habían cambiado su vida para siempre.
– ¿Quieres algo más?
– Tengo un par de preguntas.
– Adelante.
– ¿Por qué te asignaron nuestro caso? Pensé que Chuck Jansen se encargaría.
– Y yo creía que Thorne te lo habría explicado. Lo llamó por teléfono y le dijo que me encargaría yo porque tenía que pasar por Grand Hope de todas formas. Voy a vender la casa de mi abuela -respondió.
– ¿Chuck es tu jefe?
– No exactamente. Es uno de los socios principales.
– ¿Y qué eres tú?
– Uno de los socios más jóvenes.
Slade frunció el ceño.
– Nunca habría imaginado que terminarías de abogada.
– No me extraña. Te quedaste tan poco tiempo conmigo que no pudiste seguirme los pasos -le recordó, con cierta amargura en la voz-. Pero dejemos ese asunto de una vez. Si has venido por eso, olvídalo; si quieres hablar de la venta del rancho, sería más adecuado que pasáramos a mi despacho.
– Buena idea.
Jamie se levantó del sofá y lo llevó por el pasillo hasta una habitación de la parte trasera de la casa. Cuando encendió la lámpara, lamentó que las bombillas no fueran de luz más blanca y fría; el ambiente resultaba demasiado acogedor, casi íntimo.
– ¿Puedo ofrecerte algo? ¿Un café, quizá?
– No si no le echas un poco de whisky.
– Me temo que no tengo. Mi abuela era abstemia.
Jamie le indicó que se sentara en una silla, junto a la ventana. Ella se acomodó al otro lado de la mesa.
– Jamie, si lo nuestro fue más que una aventura… ¿qué fue, exactamente?
– Creía que íbamos a hablar de negocios -replicó.
– Yo no he dicho eso. Lo has dicho tú.
Jamie intentó afrontar el asunto con una táctica distinta.
– Muy bien, hablemos, pero pongamos las cosas en su contexto. No fue tan importante como recuerdas. Sólo estuvimos saliendo seis semanas… o tal vez dos meses, como mucho.
– Cuando eres tan joven, dos meses pueden ser una eternidad.
– Esa es la cuestión. Que éramos muy jóvenes.
Slade se quitó el abrigo.
– Pero ya no lo somos. Y como vamos a vernos a menudo, he pensado que debíamos mantener una conversación.
Slade se detuvo un momento y clavó la mirada en el cristal de la ventana, como si le interesara el reflejo de la habitación.
– Te debo una explicación, Jamie.
– No me debes nada. Volviste con Sue Ellen. Eso es todo.
Jamie lo dijo con determinación, pero no lo creyó ni por un momento. Eso no era todo. Slade no sabía lo del bebé, y no lo sabría nunca.
– Escúchame, por favor. No me resulta nada fácil…
– A mí tampoco -dijo ella.
Jamie se levantó.
– ¿Quieres un café?
– No cambies de tema…
Ella no le hizo caso. Se dirigió a la cocina, pero Slade la siguió, se apoyó en el marco de la puerta y la miró mientras Jamie preparaba la cafetera y la ponía al fuego.
– No cambio de tema. Le das más importancia de la que tiene.
– ¿Tú crees?
– Claro. Sólo fue una aventura juvenil.
– ¿Nada más?
– Nada más -mintió otra vez.
Jamie notó que Lazarus se acercaba a Slade y se frotaba contra sus piernas. El gato había estado en la despensa, pero salió al verlos.
– Slade, entiendo que quisieras venir, explicarte y limpiar tu conciencia. Pero ya lo has hecho, así que será mejor que lo olvidemos.
– Sí, claro -ironizó.
Jamie decidió cambiar de conversación. Miró la cicatriz de su cara y preguntó:
– ¿Cómo te hiciste eso? ¿En una pelea?
Slade sonrió.
– Sí, pero deberías ver cómo quedó el otro tipo. No le hice ni un arañazo.
Ella soltó una carcajada sin poder evitarlo.
– No consigo imaginarte en una pela con navajas…
– ¿Quién ha dicho que yo llevara navaja? Pero ya en serio, no me lo hice en ninguna pelea. Fue el año pasado, en un accidente de esquí.
– ¿Te caíste?
– Me cayó una avalancha encima.
– ¿En serio? -preguntó con seriedad-. Menos mal que te salvaste…
– Supongo que tuve suerte.
Ella notó algo extraño en su voz.
– Pero no estabas solo, ¿verdad?
Él se puso más tenso.
– No, no lo estaba.
Jamie sirvió el café en dos tazas. Durante unos segundos, no se oyó más ruido que el zumbido del frigorífico y el tintineo de la cucharilla cuando echó azúcar en su café y empezó a moverlo.
– ¿Ibas con algún amigo?
– Con una.
Por la expresión de Slade, Jamie supo que la víctima era alguien muy importante para él. Parecía devastado, hundido.
– ¿Se encuentra bien?
– Murió.
– Oh, vaya… no lo sabía. Lo siento mucho, Slade. No sé qué puedo decir.
– Nada, no hay nada que decir.
Slade la miró a los ojos y se alejó hacia la ventana. Jamie le dio su taza de café y lo estudió durante un momento; fuera quien fuera aquella mujer, todavía estaba de luto por ella. No lo había superado. Y en el fondo de sus ojos, vio que se sentía culpable por haber sobrevivido al accidente.
– ¿Quieres que hablemos de ello?
– No.
Slade probó el café. Justo entonces, Jamie oyó el timbre de su teléfono móvil, que había dejado en el salón.
– Discúlpame… tengo que contestar.
Slade asintió y ella se alejó y contestó la llamada.
– ¿Dígame?
– Hola, soy yo.
Era Chuck.
– Hola…
Slade apareció en la entrada del salón. Jamie le dio la espalda e intentó concentrarse en la conversación con su jefe.
– ¿Cómo te va? ¿Ya te has reunido con Thorne McCafferty y sus hermanos?
– Sí, esta tarde -contestó en voz baja.
– ¿Y ha salido bien?
De haber podido, Jamie habría contestado que había salido maravillosamente desde un punto de vista profesional, pero no personal.
– Creo que tardaremos poco en solventar el asunto -contestó.
– ¿Y qué pasa con la casa de tu abuela?
Jamie echó un vistazo a su alrededor. Las paredes necesitaban una capa de pintura, y las ventanas estaban llenas de agujeros.
– Me temo que eso va para largo.
Slade se le acercó en ese momento y le dio su taza de café. Ella la aceptó y lo miró a los ojos. Sólo fue un segundo, pero suficiente para que perdiera el hilo de la conversación con Chuck.
– ¿Jamie?
– Sí, sigo aquí…
– Te preguntaba cuánto tiempo tardarás.
– No estoy segura. Todavía tengo que venderla, pero volveré a Missoula tan pronto como me sea posible -afirmó.
Slade se dirigió al salón y se sentó en el sofá. Jamie se estremeció; no podía explicar a Chuck que estaba a solas con el hombre con quien había perdido la virginidad. Además de ser su jefe, Chuck Jansen afirmaba estar enamorado de ella.
– Te echo de menos, Jamie.
– Tonterías, Jansen, tonterías -dijo ella, intentando bromear.
Chuck rió.
– Lo digo muy en serio.
Jamie se ruborizó.
– Oh, vamos…
– Supongo que no habrás hablado con Thorne sobre la posibilidad de que nuestro bufete tenga más presencia en los negocios de los McCafferty, ¿verdad?
– Aún no.
– Bueno, inténtalo, pero con tacto. Empieza por hacer un buen trabajo con el traspaso de la propiedad y… ah, espera un momento.
Chuck intercambió unas palabras con alguien y volvió con ella.
– Tengo la impresión de que se me olvida algo. ¿Qué era? Sí, ya me acuerdo -dijo, con un chasquido de dedos-. La última vez que hablé con Thorne mencionó algún tipo de problema con la custodia del hijo de su hermanastra. Algo que quería comentarme, pero no entró en detalles.
– Lo ha comentado, pero no sé más que tú.
– Habla con ellos y pásale el caso a Felicia -afirmó Chuck-. Pero sobre todo, trátalos bien; muestra interés por su familia, llévalos a cenar a cuenta del bufete… en fin, ya sabes, el juego de siempre.
Jamie lo entendió enseguida, aunque empezaba a odiar aquel juego. Además, cabía la posibilidad de que Slade escuchara parte de la conversación.
– ¿No te parece que se darán cuenta de lo que pretendemos?
– Estoy seguro de que Thorne lo notara, y probablemente, también su hermana. En cuanto a los demás, no lo sé. Ya te he hablado de ellos, ¿verdad? El segundo hermano es un ranchero, que no sabe mucho de estas cosas. Y en cuanto al otro, es la oveja negra de la familia, el típico perdedor.
A Jamie le molestó tanto el comentario sobre Slade que replicó con un tono más seco y frío de la cuenta.
– ¿Eso es lo que sabes de él?
– Bueno, seguro que es inteligente. Todos los McCafferty lo son. El viejo, John Randall, era un hombre extremadamente astuto… supongo que el problema del tal Slade es que lo mimaron demasiado, o que es un vago -respondió.
Jamie estuvo a punto de soltar una carcajada. A Slade le gustaban los deportes de riesgo y siempre había hecho las cosas por su cuenta, pero era cualquier cosa menos el típico vago o niño mimado.
– De todas formas -continuó Chuck-, haz lo que puedas. Gánate su confianza y hechízalos con tu magia y con esos ojos tan bonitos que tienes. Haz lo que sea necesario, Jamie. Pero sin pasarte, ¿eh? En Jansen, Monteith y Stone tenemos un código moral muy estricto.
– ¿Estricto? Yo diría que es de manga ancha -bromeó.
– Te llamaré mañana para que me informes de tus progresos. Me están llamando por otro teléfono y será mejor que conteste… aunque sospecho que será alguno de mis hijos, que quiere más dinero. Te quiero, preciosa.
Acto seguido, Chuck cortó la comunicación.
Jamie respiró a fondo, se acercó al frigorífico y sacó el cartón de leche. Después, entró en el salón, echó leche en su taza y preguntó:
– ¿Quieres?
– No, gracias -respondió Slade-. ¿Quién era? ¿Tu jefe?
Jamie probó el café antes de contestar.
– Bueno, Chuck es…
– Tu jefe, entre otras cosas -dijo Slade.
– ¿Entre otras cosas?
– Ya había imaginado que además de tu jefe, también es tu novio. O tal vez más.
– ¿En serio?
Slade se inclinó hacia delante y le tomó la mano derecha.
– ¿Qué estás haciendo? -preguntó ella.
– Ver si llevas metal.
– ¿Metal?
– Un anillo.
– No estoy comprometida, Slade.
– Todavía. Pero tu novio…
– Soy demasiado mayor para tener novios. Las mujeres adultas tenemos amantes, amigos, maridos, pero novios no, desde luego.
Mientras hablaba, Jamie se preguntó cómo habría sido Chuck de joven. A sus cincuenta años, con el pelo canoso y siempre preocupado por sus hijos, costaba imaginárselo de otra manera. Pero sabía que había sido bastante responsable; cuando terminó los estudios en la universidad, empezó a trabajar en un bufete de Seattle y posteriormente se estableció en Missoula. Se casó con la chica con la que estaba saliendo y tuvieron hijos casi de inmediato.
– Bueno, si tú lo dices… -dijo Slade, con escepticismo.
– De todos modos, mis relaciones personales no son asunto tuyo.
Slade sonrió.
– Eso va lo veremos.
El corazón de Jamie se aceleró.
– ¿Por qué sigues aquí, Slade? ¿Quieres que hablemos de negocios?
Él se terminó el café y se levantó.
– No, francamente. En realidad he venido porque quería verte otra vez.
Slade se puso el abrigo, se acercó a ella y, para sorpresa de Jamie, se inclinó y le dio un beso casto e inocente en la mejilla.
Jamie se estremeció y él la miró con humor.
– No es necesario que me acompañes a la salida. Creo que sabré encontrarla.
Slade sonrió, se dio la vuelta y se alejó. Sus botas resonaron en el entarimado, y la puerta se cerró con un ruido seco cuando salió de la casa.
Jamie se acercó a la ventana, apartó las cortinas y se llevó una mano a la mejilla, al lugar donde la había besado.
Aquel hombre tenía un efecto sorprendente en ella. Le llegaba al corazón, y parecía tener un talento especial para derrumbar los muros que levantaba a su alrededor, cuidadosamente, para protegerse de él.
Cuando las luces de su camioneta desaparecieron en la distancia, Jamie volvió al sofá. Lazarus saltó a su regazo y ella le acarició la cabeza.
– Esto se va a complicar -dijo, mientras el gato ronroneaba-. Va a ser peor de lo que me había imaginado.