Jamie Parsons tenía novio. Pero al menos, no estaba casada.
– Maldita sea…
Slade dio una vuelta final con la llave inglesa y la dejó caer en la caja de herramientas. Estaba nevando otra vez. Una ráfaga de viento frío sacudió el lateral del granero, al que se había acercado para arreglar un grifo.
Pero ¿qué importaba el estado civil de Jamie? Tanto si estaba casada como si sólo tenía novio, le había dejado bien claro que no quería tener absolutamente nada con él. Y por otra parte, su propia actitud le parecía absurda; había estado quince años sin pensar en ella y ahora no se la podía quitar del pensamiento.
Una y otra vez, rememoraba la conversación que habían mantenido la noche anterior y lamentaba amargamente que estuviera con otro hombre. ¿No había estado él en los quince años transcurridos con más mujeres de las que podía soportar? Pero no había mentido al confesarle que Jamie le daba miedo de joven; ella era tan libre, tan independiente y tan atrevida que temió que aquel amor lo abrasara. Y en cierto modo, lo había hecho.
– Diablos -Abrió el grifo, se aseguró de que ya no goteaba, y lo cerró de nuevo. Estaba tan tenso que había comprobado todas las tuberías del granero y del establo para mantenerse ocupado. No podía estar todo el tiempo con su hermana, vigilándola como un perro sabueso, ni volver a la carga con Jamie. Y sabía que tampoco podría volver a Boulder, ni en aquel momento, ni nunca; su casa le recordaba a Rebecca y al bebé.
Miró al cielo, completamente encapotado, y se preguntó por qué habían muerto. Las horas de duro trabajo no habían servido para que dejara de pensar en Rebecca, cuya imagen desaparecía poco a poco en su memoria; ni para dejar de preocuparse por su hermanastra; ni para dejar de especular sobre Chuck Jansen, el abogado con tres hijos que salía con Jamie.
Estaba seguro de que querría casarse con ella. Chuck podía tener familia y sacarle unos cuantos años, pero seguramente era un hombre rico y también podría ofrecerle dinero, un trabajo, un hogar, seguridad. Sin embargo, Jamie Parsons no era mujer capaz de convertirse en esposa de un ejecutivo y madrastra de sus hijos por pura ambición. Su rebeldía y su independencia se lo impedirían.
Desgraciadamente, Slade sabía que sus elucubraciones carecían de sentido. Jamie no quería saber nada de él, nada de nada.
Se alzó el cuello del abrigo para protegerse del viento y de la nieve y pensó en el beso de la noche anterior. Jamie podía negarlo tanto como quisiera, pero sabía que le había gustado. Había notado su deseo, intenso, urgente, como si llevara esperando ese momento desde hacía años.
– Olvídalo, McCafferty… -se dijo en voz alta.
Slade se inclinó y cerró la caja de herramientas. Aunque Jamie estuviera disponible, no tenía tiempo para aventuras amorosas.
– ¿Qué tienes que olvidar?
Era Matt.
Slade se giró y miró a su hermano, que avanzaba hacia él en compañía de Harold. El pobre animal resbalaba en la nieve helada, así que intentaba caminar por el sendero abierto por Matt.
– Nada, no importa -contestó.
En ese momento se oyó el berrido de una res.
– ¿Tiene algo que ver con cierta abogada atractiva que conozco?
Slade dedicó una mirada dura a su hermano.
– Ya veo que has estado hablando con Randi.
– Jura que estás… ¿cómo dijo?
Matt se llevó un dedo a los labios y frunció un poco el ceño, como si intentara recordar. Pero Slade supo que le estaba tomando el pelo. Lo recordaba perfectamente.
– Ah, sí, ya caigo. Dijo que estás loco por ella.
– ¿Y qué diablos sabe Randi? -replicó-. Ni siquiera recuerda su propio pasado.
– Se acuerda de algunas cosas. Y no olvides que escribe una columna para solteros… tiene muchos lectores, así que supongo que será especialista en relaciones amorosas.
– ¿Ah, sí? Menuda especialista… ¿Qué me dices de J.R? ¿Quién diablos es su padre? Me extraña que Randi se preocupe tanto por mi vida cuando la suya es un desastre desde cualquier punto de vista.
– Vaya, hoy estás de mal humor, ¿eh?
– Sí, reconozco que sí. En primer lugar, me estoy quedando helado; en segundo, alguien intenta asesinar a nuestra hermana; y, en tercero, Randi y tú no dejáis de darme la lata con algo que no es asunto vuestro.
Slade se caló el sombrero y agarró la caja de herramientas.
Matt lo miró con seriedad.
– En eso tienes razón. Hasta que encontremos al maníaco que echó a Randi de la carretera e intentó rematarla en el hospital, el resto de las cosas carecen de importancia.
Slade miró hacia el camino y vio que un coche se acercaba a la casa.
– Con una excepción, tu boda -le recordó-. Y por cierto, creo que ésa es tu novia, ¿no?
El rostro de Matt se iluminó de tal manera que Slade sintió envidia.
– Hasta luego…
Matt se alejó hacia el utilitario de su prometida mientras Harold se quedaba olisqueando los postes de la valla. Cuando Kelly Dillinger salió del coche, el hermano de Slade hizo una pequeña bola de nieve y se la lanzó.
La pelirroja rió, se parapetó detrás de la portezuela y contraatacó con una sucesión rápida de misiles congelados.
– Te has metido en un lío, McCafferty -dijo ella.
Una de las bolas impactó en el chaquetón de Matt, dejando una mancha blanca.
– ¿Crees que no lo sé?
Matt corrió hacia ella, mientras las bolas silbaban a su alrededor y el perro ladraba entusiasmado. Cuando por fin la alcanzó, la tomó entre sus brazos y la besó apasionadamente.
– Oh, vaya…
Slade ya había visto demasiado. Se giró y llevó la caja de herramientas al establo. Se alegraba de que Matt hubiera encontrado al amor de su vida en una mujer tan fuerte y decidida como ella. Kelly Dillinger, que hasta unas semanas antes había trabajado en el departamento del sheriff, había dejado su empleo para casarse con Matt; ahora trabajaba con Kurt Striker como detective privado y lo ayudaba a investigar el caso de Randi.
Slade pensó en Jamie Parsons y se preguntó si abandonaría su carrera para casarse con Chuck Jansen; pero una vez más, se dijo que no era asunto suyo.
Al entrar en el establo, cerró la puerta. Olía a caballo, a estiércol, a cuero y a heno. General, un viejo caballo de color marrón, relinchó al ver que se acercaba y sacó la cabeza.
– Hola, viejo…
El animal olisqueó el bolsillo de Slade. Sabía que de vez en cuando llevaba un azucarillo para él.
– No, me temo que hoy no traigo nada.
Slade oyó las risas de Kelly, volvió a sentir celos y se maldijo a sí mismo. Sabía que no tenía derecho a reaccionar de ese modo. Además, se alegraba sinceramente de que su hermano estuviera a punto de casarse; Matt, que siempre había sido un rompecorazones, iba a sentar finalmente la cabeza.
Pero estaba preocupado; tenía miedo de pasarse el resto de su vida añorando a Rebecca. Quizá había llegado el momento de seguir los consejos de su padre, olvidar el pasado y buscar a otra mujer.
Una mujer. Él nunca se había considerado hombre de una sola mujer, ni siquiera cuando Rebecca se quedó embarazada. De hecho, se sentía culpable porque tampoco la había amado como Thorne a Nicole o Matt a Kelly Dillinger. Rebecca y él habían sido amigos y amantes, pero nada más. Se habían conocido durante el descenso de unos rápidos, porque compartían el gusto por los deportes extremos. Cuando Rebecca descubrió que se había quedado embarazada, sólo llevaban ocho meses juntos; y menos de un mes más tarde, se mató.
Slade entrecerró los ojos y pensó que lo que sentía por Jamie era diferente, mucho más intenso, casi salvaje.
Aquella mujer despertaba su apetito y su curiosidad hasta el punto de no desear otra cosa que hacerle el amor una y otra vez. Jamie era la mujer más desinhibida que había conocido; y quizá la única, incluidas Sue Ellen y Rebecca, que no quería nada de él.
– Eres un tonto -gruñó.
El viejo caballo giró la cabeza hacia el comedero y asintió como si estuviera de acuerdo con él.
Slade frunció el ceño al pensar en todas las mujeres con las que se había acostado. La única que importaba ahora era Jamie Parsons. Hasta la imagen de Rebecca, su pobre Rebecca, la joven que se había quedado embarazada de él a sus veintiséis años, se difuminaba poco a poco.
Se acarició la cicatriz de la cara y escuchó el relincho suave de una yegua en la oscuridad. Después, cerró los ojos durante unos segundos, tomó aire y se dijo que no debía caer en la trampa de la culpabilidad, siempre dispuesta a cerrarse sobre él.
Salió del edificio, buscó un paquete de tabaco en el bolsillo y descubrió que no llevaba.
No había estado con ninguna mujer desde la muerte de Rebecca. Pero tampoco lo había deseado.
Hasta ese momento.
Hasta Jamie Parsons.
Y se sintió terriblemente culpable.
– ¿Vas a venir a Grand Hope?
Jamie retorció con angustia el cable del teléfono y se estremeció. Lo último que necesitaba era que Chuck se presentara en casa de su abuela.
Complicaría las cosas.
Sería un desastre.
Además, no quería verlo en ese momento. Y no sólo por motivos personales, sino también profesionales. Chuck no parecía entender que era perfectamente capaz de llevar los asuntos de los McCafferty sin necesidad de que la ayudaran.
– Pensaba que estabas muy ocupado…
Jamie sintió un escalofrío. Por desgracia, el calor de la chimenea del salón no llegaba a la parte trasera de la casa.
– Y lo estoy. Técnicamente, al menos -contestó-. Pero he pensado que los McCafferty son unos clientes muy importantes y debería dedicarles parte de mi tiempo. Además…
Jamie contuvo la respiración. Sabía lo que iba a decir.
– Además, te echo de menos.
– Ah.
Chuck se mantuvo en silencio durante un par de segundos.
– ¿Ah? ¿Eso es todo lo que tienes que decir? ¿Sólo «ah»?
– Es que me has sorprendido -mintió.
– Vamos, Jamie. Deberías decir que tú también me echas de menos, que estás deseando verme y que te gustaría que ya estuviera allí.
– Parece que he olvidado mi parte del guión -dijo, intentando bromear.
Ese era uno de los grandes problemas de Chuck; como jefe suyo, no dejaba de alabar en público sus virtudes profesionales y de exaltar su gran inteligencia; pero cuando se encontraban a solas, le recordaba que debía manejar las situaciones con más tacto y le decía que no se preocupara, que ya aprendería con el tiempo. Su actitud podía resultar irritante por condescendiente.
– Entonces, ¿cuándo llegas?
– Pasado mañana. He reservado una habitación en el Mountain. Te llamaré por teléfono cuando llegue. Tal vez podamos salir a cenar.
– Tal vez.
Jamie intentó parecer animada, pero no sentía entusiasmo alguno. Desde que estaba en Grand Hope, se había dado cuenta de que tenían muy pocas cosas en común y de que, en realidad, no deseaba estar con él.
Durante meses, se había repetido que Chuck Jansen era un hombre rico, inteligente, atractivo y con éxito, un hombre que merecía ser su compañero; pero ni su pulso ni su respiración se aceleraban cuando estaban juntos. Además, el reencuentro con Slade McCafferty le había abierto los ojos. Ella no deseaba la seguridad, la estabilidad y el dinero que Chuck le podía proporcionar. Deseaba el amor.
– Bueno, tengo que marcharme -dijo él-. Barry acaba de entrar en mi despacho. Hasta pronto, Jamie…
Chuck cortó la comunicación antes de que ella pudiera despedirse.
En cuanto colgó el auricular, Jamie pensó que había cometido un enorme error al darle esperanzas a su jefe; de hecho, había estado saliendo con él por pura conveniencia. No tenían los mismos gustos ni compartían las mismas ilusiones. Con Chuck, ni siquiera podría tener hijos propios; tendría que contentarse con ser madrastra de los suyos.
Tenía que romper con él. Y pronto.
Tenía que romper antes de que se reuniera con los McCafferty y se diera cuenta de que entre Slade y ella había algo, aunque ni la propia Jamie fuera capaz de definirlo.
Por enésima vez, se preguntó qué le estaba pasando con su antiguo novio. Sólo se habían dado un beso, pero las piernas se le volvían de gelatina cuando estaba con él y se estremecía al escuchar su voz.
Por muy estúpidos que le parecieran aquellos sentimientos, no los podía negar. Además, el contraste con la indiferencia que le provocaba Chuck era demasiado evidente.
Se frotó los brazos para calentarse un poco y pensó en el motivo por el que había aceptado salir con su jefe, después de rechazar sus invitaciones durante varias semanas. Por entonces no estaba saliendo con nadie, y le pareció que Chuck era el hombre perfecto: atractivo, poderoso y con mucho sentido del humor. Era mucho mayor que ella y vivía en un mundo completamente distinto, pero representaba todo lo que siempre le había faltado en la vida; en concreto, una figura paterna.
– Qué tonta eres -se dijo.
Jamie se puso unas botas, el abrigo y unos guantes. Después, buscó la cesta más grande que pudo encontrar y salió a afrontar los elementos. No había dejado de nevar en todo el día, de modo que abrió un camino hasta el granero y comprobó el estado de Caesar. El caballo la saludó con un relincho y se animó bastante cuando le puso avena y lo acarició detrás de las orejas.
Tras asegurarse de que el viejo animal estaba bien, se digirió al garaje, llenó la cesta de leña y volvió a la casa. Al llegar al porche, se sacudió la nieve de las botas. Hacía tanto frío que su respiración formaba nubes de vaho.
Ya dentro, descubrió que Lazarus se había tumbado en el sofá, cerca de la chimenea, para mantenerse caliente; el felino bostezó y mostró una lengua larga y unos dientes afilados.
Jamie echó madera al fuego, que despidió llamas azules y empezó a chisporrotear; después, miró la fotografía que estaba sobre la repisa y apretó los dientes. La habían sacado cuarenta años antes, y en ella aparecían sus abuelos y su único hijo, Leonard Parsons, el padre de Jamie.
Leonard había sido un joven atractivo, prometedor y mujeriego que con el tiempo se convirtió en un alcohólico al que despedían de todos los trabajos. Abandonó a su familia cuando Jamie estaba en primaria, y su esposa se marchó casi inmediatamente con un hombre que no sentía ningún afecto por la niña. Años más tarde, después de muchas peleas, Jamie tuvo que marcharse a vivir con sus cariñosos pero estrictos abuelos.
En cuanto llegó a la casa, Nita decidió que no cometería con su nieta los mismos errores que había cometido con su hijo.
– Escúchame bien, Jamie. Eres mi nieta y te quiero con toda mi alma -le había dicho-, pero tendrás que aprender a ser responsable. Te vas a encargar del gallinero y vas a ser muy cuidadosa con mis damitas; recogerás los huevos, cambiarás la paja, les darás de comer, las sacarás al corral y lo limpiarás todo cada dos semanas, aunque no esté especialmente sucio. En cuanto al jardín…
La lista de encargos era interminable, pero Nita fue justa. Todos los domingos, cuando se hacía de noche, daba la paga a su nieta; se la daba entonces y no antes porque sabía que los fines de semana eran demasiado tentadores para los adolescentes. Quería que Jamie aprendiera a ser juiciosa con el dinero.
Naturalmente, a Jamie le desagradaba el trabajo en la granja. Pero ahora, al pensar en aquellos días, comprendió que todas esas obligaciones, desde cuidar de las gallinas hasta aprender a hacer mermelada o limpiar el garaje, habían servido para que aprendiera cosas útiles y, sobre todo, para mantenerla ocupada, cansada y por el camino recto.
Sin embargo, la estrategia de su abuela no impidió que Jamie se enamorara de un chico tan rebelde y poco convencional como Slade McCafferty. Cuando la besó por primera vez, sintió que se derretía; cuando le introdujo las manos por debajo de la blusa, buscando sus senos, se excitó sin remedio; cuando le quitó los vaqueros, fue incapaz de resistirse.
Jamie contempló la nieve en las ramas desnudas de los álamos y pensó en el día en que se entregó a él. Era una tarde soleada, en una pradera de hierba alta, plagada de flores. El cuerpo de Slade, de pecho duro como una roca y músculos definidos, le pareció tan irresistible como su piel suave y morena. Hacía calor, los dos estaban excitados y pasó lo que tenía que pasar.
Habían estado a punto de hacerlo en otras ocasiones, pero Jamie siempre se echaba atrás. Aquel día, mientras contemplaba el cielo azul y escuchaba el canto del río cercano, decidió perder su virginidad; había tomado un poco de vino, lo justo para debilitar sus inhibiciones, y se entregó a las gloriosas sensaciones que dominaban su cuerpo. Las manos de Slade le parecían mágicas; sus labios, fuego sensual; y sus palabras, embriagadoras.
En un determinado momento, él contempló sus pechos desnudos, se inclinó y le acarició los pezones, cuyo color contrastaba vivamente porque Jamie tomaba el sol con biquini y la piel de sus senos estaba más pálida que la del resto de su cuerpo. Ella se excitó de inmediato.
– Eres preciosa, Jamie. Tan absoluta e increíblemente preciosa… Nunca había visto a una chica tan bonita como tú.
Slade la besó y le acarició el vello del pubis. Jamie llegó a pensar que Slade podía estar mintiendo, pero sus pensamientos se esfumaron cuando él le introdujo una mano en la entrepierna.
– Tranquila, relájate.
Sus labios sabían a vino. La besó lenta y apasionadamente mientras sus dedos exploraban y acariciaban el sexo de Jamie, que ahora quería mucho más.
– Deja que te haga el amor…
Al oír aquellas palabras, Jamie se sintió tan feliz que las lágrimas afloraron en sus ojos.
– Por favor -rogó él-. No te haré daño.
Slade le besó el cuello y los hombros. Jamie se dejó hacer.
– Haré que te sientas bien. Tan bien…
Jamie gimió cuando Slade se situó sobre ella, le separó las piernas con delicadeza y apoyó el tronco sobre los codos. Podía sentir el contacto de su sexo largo y duro.
Después, él la besó apasionadamente y la penetró con una acometida profunda y contundente. Jamie sintió dolor, pero las molestias desaparecieron enseguida y no quedó otra cosa que el placer y el deseo.
Clavó los dedos en los hombros de Slade, empezó a jadear y siguieron adelante, salvajemente, hasta que los dos alcanzaron el orgasmo. Slade la abrazó durante un buen rato, como si no quisiera soltarla nunca, como si tuviera intención de seguir con ella para siempre. Pero no fue así.
Se amaron durante tres o cuatro semanas, hasta que Sue Ellen Tisdale decidió que quería volver con él.
Y eso fue todo.
Jamie todavía estaba rememorando el pasado cuando oyó un motor y se asomó a la ventana. Era la furgoneta del servicio técnico. La caballería había llegado.
Pero se sintió decepcionada. Esperaba que fuera la camioneta de Slade.
El hombre barrigón que descendió del vehículo con un sujetapapeles en la mano no podía ser sustituto del hombre a quien ella deseaba.
– Oh, Dios mío…
Justo entonces, comprendió que tenía un problema.
Deseaba a Slade McCafferty.
Aunque le rompiera el corazón en mil pedazos.
Otra vez.