Capítulo 11

– Supuse que te encontraría aquí.

Chuck sonrió de forma afable cuando subió los escalones del porche. Alto y delgado, moreno en invierno por el esquí y en verano por el golf, Chuck se inclinó para abrazar a Jamie; pero se detuvo en seco y su sonrisa desapareció cuando vio que Slade la tenía agarrada por el brazo.

Jamie se apartó a toda prisa y explicó:

– Estaba a punto de marcharme. Chuck, te presento a Slade McCafferty.

Los dos hombres se estrecharon la mano y se miraron con desconfianza. Randi salió entonces al porche, con su hijo entre los brazos.

– Por Dios, Slade, a ver si cierras la puerta de una vez. Entra un frío que…

La expresión de Randi cambió de la irritación a la preocupación cuando vio al desconocido. Incluso abrazó a su niño con más fuerza.

– Randi, permíteme que te presente a Chuck Jansen, mi jefe y socio de Jansen, Monteith y Stone -declaró Jamie.

Las presentaciones se repitieron poco después, cuando pasaron al salón de la casa, y Jamie comprendió que su fuga del rancho Flying M se iba a retrasar un poco.

Thorne apareció enseguida y se alegró al ver al recién llegado.

– ¡Chuck!

El abogado, ya recuperado de la sorpresa de haber visto a Jamie con otro hombre, sonrió.

– Hola, Thorne. Nunca imaginé que fueras un hombre de familia…

– Últimamente he cambiado.

– Ya lo veo…

Chuck lo dijo con un tono extraño, entre divertido y sorprendido, como si no creyera que un McCafferty pudiera sentar la cabeza.

– Deja que cuelgue tu abrigo -intervino Nicole.

Jamie deseó estar en cualquier otro sitio, pero no tuvo más remedio que quedarse allí mientras charlaban, consciente de que Slade la estaba observando. Para empeorar la situación, supuso que su abrigo estaría lleno de paja y que tendría el pelo algo revuelto; a fin de cuentas, acababan de volver del granero.

Si sólo hubiera estado ella, se habría ido enseguida; pero Chuck tenía otros planes y la obligó a sentarse cuando se puso a hablar sobre el traspaso de la propiedad. Thorne y él bebieron y contaron anécdotas de la época memorable en que habían trabajado juntos; después, todos se marcharon a la mesa del comedor y se sirvieron unos cafés.

Jamie se sentía completamente fuera de lugar. Chuck se comportaba como si él fuera el único responsable en lo tocante a los negocios de los McCafferty, y su relación especial con Thorne, con quien hablaba como si formaran parte de un club de viejos amigos, le resultó particularmente irritante.

Jamie no intervino demasiado. Explicó lo sucedido con el traspaso y con la venta de las propiedades, pero no mencionó haber llamado a Felicia Reynolds para consultarle lo de la custodia del niño ni comentó que Thorne le había pedido que el bufete se encargara de localizar al padre de Joshua.

Curiosamente, Chuck cometió un par de errores sobre el traspaso del rancho, que ella corrigió con delicadeza. A Jamie le extrañó, pero pensó que tal vez la estaba poniendo a prueba.

Mientras tomaban café, Chuck mencionó que J.M.S, las siglas con las que solía referirse al bufete, podía hacer mucho por Thorne y sus familiares.

Jamie no logró marcharse hasta después de las siete. Chuck prometió dejarla en su casa y propuso que fuera a cenar con él para que lo informara de lo sucedido. Slade, sentado frente a ella, escuchó el intercambio con sumo interés, pero en silencio.

Fue la hora más larga de la vida de Jamie. Cuando Thorne les ofreció unos puros y unas copas, Chuck aceptó y ella dijo que tenía que marcharse. Nadie se opuso, ni siquiera Slade, y Jamie se llevó una sorpresa cuando se dirigió al coche y oyó pasos a su espalda.

– No estarás considerando seriamente la posibilidad de casarte con ese cretino, ¿verdad?

Era Slade.

Jamie apretó los dientes, abrió la portezuela del vehículo y se giró hacia él.

– Pues sí, lo estaba pensando -admitió.

Slade la miró con seriedad.

– Te aburrirías en menos de un mes.

– No conoces a Chuck.

– Es verdad. Y no estoy seguro de querer conocerlo. Ese tipo está más seco que un hueso en mitad del desierto.

– Gracias por el consejo -dijo con sarcasmo-. Lo recordaré.

– Hazlo.

Jamie dejó su maletín en el asiento del copiloto.

– Hay otra cosa que también deberías recordar-continuo él.

– ¿Ah, sí?

Slade se acercó a ella y apoyó los brazos en el coche, a ambos lados de su cuerpo, atrapándola.

– Slade, espera un momento…

– No, no voy a esperar.

La besó larga y apasionadamente; tan apasionadamente, que el corazón de Jamie latió con desenfreno absoluto. Adoraba su aroma y su contacto. Todo lo de Slade le gustaba, y no sabía por qué; tal vez fuera una cuestión de química, o la emoción de la fruta prohibida, o el peligro de coquetear con el diablo.

O quizá se había vuelto loca.

Quizá era una masoquista que disfrutaba cuando le rompían el corazón.

Slade alzó la cabeza y la miró con sus ojos azules.

– Esto es lo que quiero que recuerdes, Jamie.

Dicho eso, se alejó hacia el establo, con zancadas largas y firmes, y ella se apoyó en el coche sin aliento. Entonces, notó olor a tabaco y vio que los tres hombres habían salido al porche delantero. Thorne, Matt y Chuck estaban bebiendo y fumando puros.

– Maravilloso -murmuró ella.

Subió al vehículo, metió la llave y arrancó. Después, miró por el retrovisor, vio a Slade y se puso en marcha. Las ruedas levantaron una nube de nieve; y mientras se alejaba por el camino del Flying M, se preguntó cómo podía romper la relación con su jefe.


Estaban sentados en un apartado de un pequeño restaurante de Grand Hope. Habían estado hablando del bufete, de las reparaciones de la casa de Jamie y de los asuntos de los McCafferty, incluido lo del niño de Randi, los derechos de custodia y la identidad del padre. Pero la conversación se mantuvo lejos de Slade hasta que Chuck la sacó.

– De modo que Slade y tú…

– Slade y yo salimos juntos hace años -explicó.

Jamie apartó su plato. Apenas había probado su solomillo.

– ¿En serio? Nunca lo habías mencionado.

– Porque no vi la necesidad.

Una camarera esbelta y rubia se llevó los platos. Sonaba música de fondo.

– ¿Y qué vas a hacer al respecto? El pasado es una cosa, pero el futuro es algo bien distinto -dijo Chuck, echándose hacia delante-. Sabes lo que siento por ti, Jamie. Esperaba que tú y yo…

Chuck la tomó de la mano y le acarició los nudillos.

– No creo que eso sea posible -dijo ella-. Nuestros mundos son muy distintos.

– ¿Y el de McCafferty no lo es?

– Slade no tiene nada que ver con esto.

– Te amo, Jamie.

Ella sacudió la cabeza.

– Pero me ridiculizas…

– No, eso no es cierto.

– Claro que es cierto, Chuck. Lo has hecho hace un par de horas, con tu amigo Thorne. Has hablado de mí con condescendencia, burlándote, y ambos sabemos que lo has hecho porque soy una mujer -declaró.

– ¿Cómo? -preguntó, sinceramente sorprendido-. ¿De qué demonios estás hablando?

– Deberías haberme apoyado, Chuck; pero en lugar de eso, te has dedicado a buscar mis posibles equivocaciones y a enfatizarlas delante de los demás. Ha sido insoportable. Como si Thorne y tú compartierais una broma privada sobre una mujer estúpida.

– Eso es totalmente ridículo, Jamie. Yo nunca he contratado a nadie por su sexo, su credo o su grupo étnico. Lo sabes de sobra. Si trabajo contigo, es porque eres una gran profesional.

– Sí, no lo dudo, pero me has tratado con condescendencia, como siempre.

– Yo no he hecho eso…

– Por supuesto que lo has hecho. Si Frank Kepler, Morty Freeman o Scott Chávez hubieran estado en esa habitación, habrías apoyado todas sus decisiones aunque hubieran cometido alguna equivocación. Pero conmigo es distinto.

– No es así, Jamie…

– Lo es, Chuck. Y me he sentido muy mal.

Chuck la miró con desconcierto.

– Puede que estés demasiado sensible, Jamie. Como intentas impresionar a los McCafferty y especialmente a ese niñato…

– Eso es un golpe bajo, Chuck.

– Pero es verdad.

Jamie no se lo discutió. Tenía parte de razón. En el fondo, intentaba impresionar a Slade para demostrarle que ya no era una adolescente, sino una abogada de éxito, una mujer adulta, con encanto y dinero, a quien él había abandonado años atrás.

Tomó un poco de café, dejó la taza a un lado y miró a su jefe.

– Al margen de lo que sienta por Slade McCafferty, o de lo que haga al respecto, lo nuestro no tiene futuro, Chuck. Lo sabes tan bien como yo.

Chuck arqueó una ceja, pero la dejó hablar.

– Pedimos cosas distintas a la vida. Estamos en momentos distintos de nuestras vidas.

– Y además, soy un cerdo arrogante.

Jamie estuvo a punto de atragantarse con el café. Pero se limpió los labios con la servilleta y asintió.

– Bueno… sí, a veces.

– Puede que necesite una mujer fuerte que me ponga en mi sitio.

– Estoy segura. Pero esa mujer no soy yo.

Chuck suspiró, se cruzó de brazos y se recostó en el asiento.

– No te das cuenta de cuánto te quiero y de cuánto me gustas. Y eso es importante, aunque no lo sepas -afirmó-. Nunca has estado casada, Jamie… la pasión es fundamental, no lo dudo, pero tienes que ser compatible con la persona que elijas. No puedes estar con alguien que te disgusta.

Jamie no se lo discutió.

– Y tienes razón al suponer que no quiero más hijos. Tres son suficientes para mí; y no desde un punto de vista económico, sino también personal y emocional. Ya he sufrido toda mi ración de cambios de pañales, piernas magulladas, corazones rotos y coches destrozados… cosas que no son nada fáciles.

Chuck se detuvo un momento y concluyó;

– Ahora les estoy pagando la universidad, y cuando el último termine la carrera, ya casi estaré en edad de jubilarme. No quiero empezar con eso otra vez. Quiero tiempo para mí, y dedicarles el resto de mi vida a ellos y a los nietos que vendrán inevitablemente. Mis hijos se lo merecen.

– ¿Y qué hay de tu esposa? ¿Ella también podría disfrutar de tu tiempo libre?

– Sobra decirlo.

Jamie sacudió la cabeza.

– Te comprendo muy bien, Chuck, pero yo no puedo renunciar a ese sueño. Lo quiero todo: una carrera, un amor, niños, un coche y una casa con jardín, un columpio y una valla blanca. Llámame anticuada si quieres, pero es lo que deseo.

– ¿Y crees que ese McCafferty te lo proporcionará?

– Lo dudo. No estoy hablando de Slade ni de su forma de entender la vida. Te estoy hablando de mí.

Jamie abrió el bolso, sacó la cartera y la abrió.

– ¿Qué estás haciendo? -Invitarte a cenar.

– No, no, invito yo. A cuenta de J.M.S.

– Esta vez, no.

– Insisto.

– Sabía que insistirías.

Jamie hizo entonces un gesto a la camarera. Cuando se acercó, le dijo:

– ¿Puede traerme la cuenta?

– Jamie… -dijo Chuck.

– No te empeñes -declaró, enojada-. Esa actitud es precisamente a la que me refería antes.

– Pero lo de cenar ha sido idea mía…

La camarera terció en la discusión:

– ¿Quieren que les cobre por separado?

– No -respondió Chuck.

– No, pagaré yo -dijo Jamie-. Y no quiero oír nada más al respecto.

– Esto es ridículo…

– Absolutamente.

La camarera volvió con la cuenta. Jamie pagó y dejó una propina generosa; se sentía más libre que en muchos años, aunque de Chuck no se podía decir lo mismo: estaba tan enfadado que casi echaba humo.

– Puedes presentar la factura en el bufete -dijo él-. Como gasto profesional.

Jamie alcanzó el bolso.

– Sé que puedo, pero no lo voy a hacer. Me voy, Chuck. Y no me refiero exclusivamente a nuestra relación. Dejo el bufete.

– ¿Que lo dejas? No, no, espera un momento… te estás dejando llevar por las emociones. Te comportas como la típica mujer histérica.

– Tal vez, pero además de ser eso, también soy una abogada magnífica. Te enviaré mi dimisión por fax. La tendrás en tu despacho a primera hora de la mañana.

Jamie se levantó y se marchó. Pero no fue completamente consciente de lo que había hecho hasta que llegó a casa de su abuela. Entonces, se miró en el espejo y se dijo:

– Lo hecho, hecho está.

Iba a empezar de cero. Con o sin Slade McCafferty.


– ¿Qué piensas hacer con Jamie?

Randi lo preguntó sin preámbulos, cuando entró en el salón. La casa estaba a oscuras y todos se habían ido a dormir; todos, excepto Slade, que estaba sentado junto al fuego, recordando lo sucedido con Jamie en el pajar del establo. En la mesita, a su lado, tenía una copa; pero en realidad, no le apetecía beber.

Randi, vestida con una bata y unas zapatillas, se sentó en la mecedora con su bebé en brazos. Inclinó la cabeza, miró a su pequeño y le dio el biberón.

– ¿A qué te refieres? -preguntó él.

Randi bostezó.

– No niegues lo que sientes por ella. Ambos sabemos que esa abogada te interesa, y si no haces algo pronto, se marchará con Chuck Jansen y la habrás perdido para siempre.

– ¿Cómo puedo perder lo que no tengo?

– Oh, vamos… recuerda que soy especialista en relaciones sentimentales -contestó-. Soy una profesional.

– Una profesional que admite no estar en plena posesión de sus facultades mentales.

Randi sonrió.

– No hace falta ser un lince para darse cuenta de eso. Ella te quiere y tú la quieres. Fin de la historia. Es muy sencillo. Pero no va a cometer el error de esperarte… ya lo hizo en el pasado, y una mujer como Jamie Parsons no tropieza dos veces en la misma piedra.

Slade frunció el ceño y pensó en su breve aventura adolescente y el niño que habían perdido. Al ver a su hermanastra con el bebé, se sintió terriblemente culpable y se preguntó si alguna vez tendría un hijo, o tal vez una hija.

Su padre ya se lo había aconsejado tiempo atrás. Le había dicho que no desperdiciara su vida, que la vida era más corta de lo que imaginaba y que había llegado el momento de sentar cabeza y fundar su propia familia. En aquel momento, estaba tan enfadado con el mundo y con el propio John Randall que no le hizo caso; sólo más tarde, cuando su padre falleció, se dio cuenta de que estaba en lo cierto. Pero para entonces, ya no se lo podía agradecer; era demasiado tarde.

Randi se balanceó en la mecedora. Slade alcanzó su copa y echó un trago de whisky que le quemó en la garganta, pero no le tranquilizó.

– No sé lo que ha visto en ese Jansen -continuó ella-. Pero puede que no esté buscando el amor, sino la seguridad y la compañía. Puede que se haya cansado de estar sola.

– ¿Hablas de Jamie? ¿O de ti? -preguntó su hermana-. Sé que estás acostumbrada a dar consejos sentimentales a tus lectores, pero conmigo no te va a servir. Yo sé lo que quiero, Randi.

– Lamento no estar de acuerdo contigo, hermanito.

– No soy tu hermanito.

– ¿Ah, no? Eres el más pequeño de mis hermanos… que seas más grande y más viejo que yo no significa que seas más sabio.

– Eso es verdad -ironizó-. Pero no veo que tú te apliques tus propios consejos.

– No te entiendo.

– Empecemos con tu hijo, si quieres.

– No quiero hablar de eso.

– Aunque no quieras, tendrás que admitir que no le has buscado una familia perfecta, precisamente…

– No sabes de lo que estás hablando.

Joshua eructó en ese momento, y su cabello rojizo brilló con la luz de las llamas.

– Slade, no estábamos hablando de mí, sino de ti -continuó-. Fíjate en Thorne, por ejemplo; siempre pensé que era un soltero empedernido, y ahora se ha casado y es feliz. Nicole, él y las niñas son una familia, aunque nuestro hermano no sea el padre biológico de las pequeñas.

Slade pensó en su padre real, Paul Stevenson, y se dijo que era un idiota. Enviaba puntualmente sus cheques, para contribuir a la manutención de las niñas, pero no llamaba ni pasaba nunca a visitarlas. Nicole había comentado en cierta ocasión que Paul había sido un simple donante de esperma, y Slade no podía estar más de acuerdo.

– Sí, bueno, Thorne se ha casado. ¿Y qué?

– Y Matt se casara pronto. Kelly y él también son felices…

– Tan felices que me enferman.

Randi rió.

– Es que están enamorados, hombre…

– Supongo.

– Lo están -puntualizó ella-. Pero sólo quedas tú.

– Y tú -le recordó.

– Yo tengo a mi hijo. No necesito un hombre, y no me lo discutas. Eres uno de esos tipos que creen que una mujer no puede vivir sin un hombre a su lado. Pero en mi caso, te equivocas totalmente. Sé cuidar de mí misma.

– Pues no se puede decir que lo estés haciendo muy bien. Han intentado matarte. Y uno una, sino dos veces… si las cosas siguen así, es posible que a la tercera vaya la vencida. Pero en cualquier caso, no eres tan independiente como afirmas. Siempre has dependido de los hombres.

– ¿Tú crees?

– Por supuesto que sí. Primero de papá, y ahora, cuando te metes en líos, de tus hermanastros. No eres tan fuerte como piensas, hermanita -contestó Slade-. Y, en cuanto a lo que dices sobre las mujeres y los hombres, tal vez sea cierto; pero a veces necesitamos la compañía de alguien.

– A eso quería llegar. Podrías tener el amor que han conseguido tus hermanos. Podrías tenerlo con Jamie… si no eres tan estúpido ni tan cabezota como para dejarla marchar.

– Gracias por el consejo -murmuró-. Lo pensaré.

Slade se levantó, se dirigió al vestíbulo y se puso el abrigo. La pierna le dolía, pero salió al exterior de todas formas. Necesitaba un poco de aire.

Harold corrió hacia él mientras Slade caminaba hacia el establo. Sacó el último cigarrillo que le quedaba y se puso de espaldas al viento para encenderlo, pero falló cinco veces antes de conseguirlo. Después, dio una larga calada y contempló el rancho, los campos, la casa y todo lo que John Randall había amado en vida. Quizá había llegado el momento de sentar cabeza. Jamie era la mujer adecuada para él, pero no sabía si aún lo querría a su lado.

Tiró la colilla al suelo y caminó hacia el establo.

Al día siguiente, a primera hora de la mañana, llamaría a Jamie y le diría lo que sentía por ella. Ahora sólo quería encontrar el reloj de su padre.

Llevó una mano a la puerta y abrió.

La explosión fue tan fuerte que lo tiró al suelo. El establo empezó a arder por los cuatro costados, con llamas intensas, brillantes, cegadoras.

Slade oyó los relinchos de terror de los caballos.

No tenía tiempo que perder. No podía pararse a pensar.

Se levantó y entró en el infierno.

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