Capitulo 1

Siete meses después…

Todavía no podía creer que tuviera que reunirse con los hermanos McCafferty, precisamente con los malditos hermanos McCafferty.

Jamie Parsons frenó en seco y pegó un volantazo cuando llegó al vado de la pequeña granja que había sido el hogar de Nita, su abuela; su utilitario giró demasiado deprisa y las ruedas derraparon en las rodadas del camino, cubierto de nieve. La casa, que necesitaba una capa de pintura y un arreglo urgentemente, tenía un aspecto tan pintoresco por la nevada que parecía sacada de un cuento.

Alcanzó el maletín y la bolsa de viaje, salió del coche y se abrió paso hasta la puerta trasera por la capa de siete centímetros de nieve en polvo. La llave estaba en el alféizar de la ventana, donde su abuela siempre la había dejado.

– Por si acaso -solía decir su abuela con su voz áspera, de anciana-. Así podremos entrar si se nos olvida la nuestra.

Jamie sintió una punzada de angustia al pensar en la mujer que la había tomado a su cargo cuando ella era una adolescente montaraz y alocada a quien sus padres habían abandonado. Su abuela no se inmutó ante la responsabilidad que le había caído; cuando la vio en la puerta de su casa con dos maletas, un osito de peluche y toda la rebeldía de una chica de su edad, se limitó a decirle que las cosas iban a cambiar y que, a partir de entonces, tendría que someterse a sus normas.

Naturalmente, Jamie no le hizo caso; se metió en tantos líos como pudo y no dejó de esforzarse para que Nita la echara del único hogar que había tenido hasta ese momento. Pero su abuela, una mujer chapada a la antigua que sabía acallar a su nieta con una simple mirada, no se rindió nunca; a diferencia del resto de las personas que Jamie había conocido.

La llave giró en la cerradura con facilidad. La cocina olía a cerrado y las baldosas, blancas y negras, tenían una capa de polvo. Jamie notó que la vieja mesa de formica y patas de metal seguía contra la pared del fondo, que daba al vestíbulo y a la escalera de la casa; pero ya no sostenía el salero y el pimentero de su abuela, ni ningún otro objeto que indicara que allí vivía alguien.

En las paredes había zonas claras, correspondientes a las antigüedades que Nita había expuesto en vida con orgullo y que más tarde, tras la lectura de su testamento, se habían quitado para entregárselas a alguno de sus familiares lejanos. En la encimera había un tiesto con un cactus seco, y las cortinas de estampado a cuadros estaban cubiertas de telas de araña.

Jamie pensó que su abuela se habría enfadado mucho si hubiera visto su cocina en tal estado. Se pasaba la vida con un paño o una escoba en la mano, y tenía un concepto tan acusado de la limpieza que casi parecía fervor religioso.

La echaba mucho de menos.

La propiedad de su abuela, que consistía en la casa, sus diez hectáreas de terreno y un Chevrolet de 1940 aparcado en el garaje, había pasado a Jamie después de su fallecimiento. Nita siempre había soñado con que su nieta se quedara a vivir allí, sentara cabeza y le diera un montón de niños a los que ella pudiera mimar; al recordarlo, Jamie dejó el maletín y el bolso en la mesa, pasó un dedo por la superficie llena de polvo y dijo, en voz alta:

– Lo siento, abuela. No ha podido ser.

Miró la pila y e imaginó su figura baja y regordeta, de brazos fuertes, cintura ancha y cabello gris. Seguramente habría llevado su delantal preferido, y de haber sido verano, habría estado colocando peras y melocotones o preparando mermelada de fresa. En invierno hacía galletas que decoraba meticulosamente y regalaba después a sus amigos y familiares; pero fuera cual fuera la estación, protestaría de cuando en cuando por la artritis que padecía y Lazarus, su gato atigrado, daría vueltas por la cocina y se frotaría contra sus piernas.

Su abuela había adorado aquel lugar. Sin embargo, Jamie no estaba allí para quedarse; tenía intención de limpiar la casa y dejarla en manos de una agencia inmobiliaria local para que la vendiera.

Miró la hora y salió al porche trasero. No podía malgastar más tiempo con recuerdos y pensamientos nostálgicos. Tenía mucho que hacer; incluida la reunión con los hermanos McCafferty.

Volvió a entrar en la casa. A pesar de que la temperatura rozaba los cero grados, abrió todas las ventanas del piso inferior para airear las habitaciones. Después, subió a su antiguo dormitorio y repitió la operación; el paisaje que se veía era el mismo de siempre: las ramas del roble cercano y, al fondo, la carretera que cruzaba las tierras de labranza. Aunque Grand Hope había crecido mucho con el paso del tiempo, la casa de su abuela estaba tan lejos de la civilización que no había ninguna autopista en las cercanías.

Jamie abrió su bolso de viaje y repartió su ropa entre el armario y dos cajones de una cómoda, intentando no pensar en el año y medio que había vivido con Nita. Había sido la mejor y la peor época de su vida. Aquella mujer de ojos brillantes, gafas sin montura y toda la sabiduría acumulada en sus casi setenta años de entonces, le hizo sentirse querida por primera vez. Pero Jamie también vivió su primer amor y su primer desengaño amoroso, cortesía de Slade McCafferty.

Al recordarlo, se dijo que tal vez lo viera esa misma tarde. La vida estaba llena de sorpresas. Y no eran siempre agradables.

Trabajó dos horas en la casa. Luego, entró en el granero y descubrió que Caesar, el caballo de su abuela, la estaba esperando. Caesar tenía más de veinte años, pero sus ojos seguían brillantes y claros; y por el lustre de la manta que llevaba encima, Jamie supo que los vecinos cuidaban bien de él.

– Seguro que te has sentido un poco solo, ¿verdad? -declaró en voz baja-. Tú y yo nos divertimos mucho en los viejos tiempos. Y también nos buscamos un montón de problemas…

Jamie se emocionó al ver al animal. Carraspeó y le cepilló el lomo mientras su memoria se empeñaba en retroceder a sus antiguas cabalgatas por los campos de Montana. En cierta ocasión, hasta lo había obligado a cruzar el río; y todo, por culpa de Slade McCafferty. Nunca olvidaría el momento en que notó que el caballo perdía pie y empezaba a flotar en la corriente; ni el humor en los ojos azules de Slade; ni el sendero oculto que le enseñó y donde se detuvieron a fumar unos cigarrillos.

– Sí, eres un gran caballo, no hay duda… -continuó-. Volveré pronto, te lo prometo.

Regresó a la casa y dedicó dos horas más a limpiar. Luego, encendió el calentador de agua, ajustó la temperatura e hizo la cama de su dormitorio. Cuando extendía las sábanas, notó que olían a espliego, el olor preferido de su abuela. La echaba terriblemente de menos.

Bajó al salón y dejó su ordenador encima de la mesa. En cuanto llamara a la compañía telefónica y le dieran línea otra vez, podría trabajar y ponerse en contacto con su oficina de Missoula.

Miró el reloj y vio que faltaba menos de una hora para su reunión con Thorne, Matt y Slade McCafferty, y el rancho Flying M estaba a treinta kilómetros de allí.

– Bueno, será mejor que te marches, Parsons.

Jamie sintió una punzada en el estómago. Había pasado mucho tiempo desde su relación con Slade McCafferty, y en aquella época, ella sólo era una adolescente de diecisiete años. No tenía sentido que se pusiera nerviosa. Era completamente ridículo.

Intentó recordarse que aquel día sólo iba a ser un día más en la vida de una abogada. Nada importante. Pero los latidos de su corazón se habían acelerado, sentía angustia en el pecho y, a pesar del frío, le cayó una gota de sudor por la frente.

Desesperada, volvió a subir al dormitorio. Se quitó los vaqueros y su jersey favorito y se puso una camisa de seda, un traje negro y unas botas que le llegaban a la rodilla. A continuación, se recogió el pelo y se miró en el espejo del tocador; en los quince años transcurridos desde que vio a Slade McCafferty por última vez, ella había dejado de ser una jovencita rebelde para convertirse en una adulta que había estudiado una carrera y se había convertido en abogada.

La mujer del espejo era segura y firme, pero Jamie se vio a sí misma como era entonces: la adolescente recién llegada al campo, la chica conflictiva y de mala reputación.

Al pensar nuevamente en Slade, sintió tal vacío en el estómago que se maldijo y decidió reaccionar. Se puso el abrigo y unos guantes, alcanzó el maletín y el bolso, salió de la casa y caminó por la nieve, hacia su coche, sosteniendo el maletín como si fuera un escudo.

Al parecer, era un caso perdido. Iba a ver a Slade McCafferty. Y qué.


Había sido un día malo.

Pero iba a empeorar.

Slade lo sentía en los huesos.

Se apoyó en el marco de la ventana y contempló las colinas y los terrenos nevados del rancho Flying M. El ganado caminaba lentamente por el paisaje de invierno, y las nubes grises amenazaban con descargar más nieve en aquella parte del valle. La temperatura había bajado mucho y la cadera le dolía un poco, señal de que todavía no se había recuperado totalmente de su accidente de esquí.

Thorne estaba sentado junto a la mesa larga donde la familia se congregaba en las ocasiones especiales. Había apartado el centro decorativo, hecho de acebo y muérdago, para poner los documentos delante de él y poder estudiarlos. Llevaba un brazo en cabestrillo porque se lo había roto unas semanas antes, cuando su avión se estrelló y Thorne estuvo a punto de perder la vida.

– ¿Estás seguro de que quieres vender? -preguntó por enésima vez.

Habían mantenido esa conversación mil veces.

Slade ni se molestó en contestar.

– ¿Adónde vas a ir?

– No lo sé -dijo, encogiéndose de hombros-. Pero supongo que me quedaré una temporada por aquí. El tiempo suficiente para crucificar el canalla que intentó cargarse a Randi.

Thorne sonrió.

– Lo estoy deseando. Y espero que sea pronto.

– Y yo.

– ¿Has sabido algo de Striker?

Thorne se refería al detective privado que Slade había contratado.

– No. Le he dejado un mensaje esta mañana.

– ¿Confías en ese hombre?

– Le confiaría mi propia vida.

– Pero no le estás confiando la tuya, sino la de Randi.

– Déjalo ya, ¿quieres? -espetó, tenso.

Slade conocía a Kurt Striker y le había pedido que investigara los intentos de asesinato de Randi, su hermanastra. Kelly Dillinger, la prometida de Matt, colaboraba con él; había estado en el departamento del sheriff, pero ahora trabajaba por su cuenta.

– ¿Dudas de la capacidad de Kurt?

Thorne sacudió la mano.

– No, es que me siento frustrado con todo esto. Quiero que termine de una vez.

– Los dos lo queremos.

Slade estaba harto del rancho. Desde que sus padres se habían divorciado veinte años atrás, ya no le parecía su hogar. Pero se quedaría en Grand Hope hasta que la persona que perseguía a Randi y a su bebé recién nacido terminara entre rejas o en un ataúd, bajo tierra; eso le daba igual.

Necesitaba empezar de cero, olvidar lo de Rebecca, seguir adelante. Y tal vez, como su padre le había aconsejado, sentar cabeza y fundar una familia.

En el pasillo se oyeron pasos. Era Matt.

– Siento llegar tarde…

Matt llevaba en brazos a J.R., el bebé de Randi, la criatura de cabello rojizo y mirada de curiosidad que había conquistado el corazón de sus tíos.

– He tenido que cambiar los pañales a este chico -añadió.

Thorne rió.

– ¿Esa es tu excusa para llegar tarde?

– Es la verdad.

Slade sonrió y se sintió un poco mejor. El bebé, de apenas dos meses, era razón de sobra para permanecer en el rancho.

– Muy bien, pongámonos a trabajar -ordenó Thorne-. Además del papeleo de la venta de las tierras, voy a preguntar sobre el padre del niño… quiero saber qué derechos tiene.

– A Randi no le va a gustar nada -comentó Matt.

– Por supuesto que no. Pero últimamente no está contenta con nada.

Slade pensó que su hermano estaba en lo cierto, aunque el nerviosismo de Randi estaba plenamente justificado. Se sentía tan encerrada como él.

– Sólo quiero lo mejor para ella -continuó Thorne.

– Entonces, le disgustará más… -intervino Slade.

– Me da igual. Cuando llegue la señorita Parsons, sacaré el tema.

Slade apretó los dientes al pensar en Jamie Parsons. Nunca habría imaginado que se volverían a ver. Habían salido juntos durante una temporada y se había quedado con ganas de más, pero Slade había conocido a muchas mujeres antes y después de ella.

Randi apareció en el salón en ese momento; aún cojeaba por el accidente, pero caminó hacia Matt tan recta como pudo y le quitó al niño.

– ¿Por qué sospecho que estabais hablando de mí?

– Siempre crees que hablamos de ti a tus espaldas -se burló Matt.

– Y siempre es verdad -dijo ella, mirando a Slade.

– Sí, tienes razón.

– ¿Cuándo llega el abogado?

Thorne miró la hora.

– Dentro de quince minutos.

– Muy bien.

Randi besó a su hijo en la cabeza y Slade sintió una punzada de dolor. Cada vez que miraba a su sobrino, se acordaba de su tragedia personal.

Pero no sentía envidia de Randi. Su hermanastra había pasado por un infierno; además de las consecuencias físicas del accidente, había perdido la memoria. Sufría amnesia, o eso decía; porque Slade no estaba muy convencido: en el fondo, pensaba que Randi se lo había inventado para no tener que responder sobre la paternidad del niño ni, tal vez, sobre el accidente que había estado a punto de costarle la vida.

Como tantas veces, se preguntó qué habría pasado realmente en aquella carretera helada de Glacier Park. Lo único que Slade, sus hermanos y la policía sabían era que el todoterreno de Randi se había salido del camino. Desde luego, cabía la posibilidad de que el vehículo hubiera derrapado en una placa de hielo; pero Kurt Striker, el detective privado, estaba convencido de que otro coche, un Ford de color granate, la había echado de la carretera. La policía lo estaba investigando. Desgraciadamente, Randi era el único testigo y padecía de amnesia.

Como resultado del accidente, había dado a luz de forma prematura, se había roto la mandíbula y una pierna y había pasado una temporada en coma. Mientras sus hermanos intentaban averiguar lo sucedido, alguien se coló en el hospital, haciéndose pasar por un trabajador, y le inyectó insulina para rematarla. Randi había sobrevivido a duras penas, pero aquel maníaco seguía libre.

Slade apretó los puños y maldijo a su hermanastra para sus adentros. Si les hubiera dado algún nombre, si les hubiera contado algo cuando recobró la consciencia, habrían tenido alguna oportunidad.

Pero no. No recordaba nada.

O eso decía.

Slade estaba seguro de que intentaba proteger a alguien con su silencio. Tal vez a J.R., tal vez al padre del niño, tal vez a otra persona.

– Maldita sea… -dijo entre dientes.

Pensó que Thorne tenía razón. En tales circunstancias, convenía que hablaran con Jamie Parsons, del bufete de abogados Jansen, Monteith y Stone, para que intentaran localizar al padre del niño y se aseguraran de que no se presentaría un día a reclamar su custodia. Sin embargo, Slade habría preferido que el letrado con quien debían tratar no fuera, precisamente, Jamie Parsons.

Randi se sentó frente a Thorne y dijo:

– Aprovechando la visita del abogado, voy a interesarme sobre la posibilidad de cambiarle el nombre a mi hijo. J.R. no me gusta.

– Haz lo que quieras. Le pusimos ese nombre que había que poner algo en el certificado de nacimiento -explicó Thorne, mirando a su sobrino-. Pero J.R. me gusta; le queda bien…

– A mí también me gusta -afirmó Slade-. Como estabas en coma y no podías tomar una decisión, optamos por esas iniciales…

– De acuerdo, de acuerdo, fue útil en su momento y ahora todos lo llamáis J.R., pero quiero cambiárselo oficialmente a Joshua Ray McCafferty.

Randi miró a sus hermanos; pero si notó sus miradas inquisitivas, hizo caso omiso. La paternidad del niño era un tema delicado, especialmente para ella, que se negaba a dar nombres. Ni siquiera sabían si estaba saliendo con alguien, aunque imaginaban que no se había casado.

La primera vez que le preguntaron sobre el bebé, se limitó a decir que era suyo y que lo demás daba igual. Nadie la había sacado de sus trece, lo cual molestaba a Slade sobremanera porque sospechaba que entre el padre del niño y los intentos de asesinato había alguna relación.

– Es tu hijo y puedes ponerle el nombre que quieras -afirmó Thorne-, pero se supone que sólo vamos a hablar sobre la venta…

– ¿Lo dices por el abogado?

– Por la abogada -puntualizó-. Chuck Jansen nos envía a una de sus empleadas, Jamie Parsons. Es de aquí, por cierto.

– ¿Jamie, has dicho? -preguntó Randi.

Slade notó que su hermana entrecerraba los ojos como si estuviera atando cabos y sacando conclusiones. Pero ella apartó la mirada.

– Sí, vivía con su abuela en las afueras del pueblo.

– Ah, sí, Nita Parsons… me acuerdo de ella. Mamá se empeñó en que me diera lecciones de piano durante una temporada, y era una mujer muy rígida.

Ninguno de los hermanos hizo el menor comentario. No les gustaba recordar que la madre de Randi había sido responsable indirecta de que sus padres se divorciaran. John Randall se enamoró de Penelope Henley, mucho más joven, y se casó con ella después de divorciarse de la madre de Thorne, Matt y Slade. Randi nació seis meses más tarde. A Slade nunca le había gustado su madrastra, pero con el paso del tiempo, dejó de culpar a Randi de lo sucedido.

– Ahora que lo pienso… ¿no estuviste saliendo con Jamie?

– Sí, salimos unas cuantas veces -contestó Slade-. No fue nada importante.

Slade se metió las manos en los bolsillos, esperando que Randi cambiara de conversación. Pero insistió.

– Fue más que unas cuantas veces. Y estaba muy enamorada de ti.

– ¿En serio? -intervino Matt, con una sonrisa pícara-. No puedo creer que una mujer sea tan idiota…

– ¿Verdad? -se burló Randi.

– Qué gracioso -contraatacó Slade-. Pero me extraña que te acuerdes de tanto…

Randi lo miró con ira.

– Recuerdo fragmentos, nada más, Slade. Te lo he dicho mil veces. Aunque mi memoria mejora con los días -se explicó.

Slade seguía sin creerla.

– Entonces, deberías dedicar todos tus esfuerzos a recordar al tipo que quiere matarte -le aconsejó.

– ¿Es verdad que estuviste saliendo con esa abogada? -preguntó Matt.

– Fue hace mucho tiempo -contestó.

Slade miró a su hermano y se giró hacia la ventana. Un coche azul, pequeño, avanzó por el camino de la propiedad. Cuando su conductor quiso detenerlo, derrapó un poco y estuvo a punto de chocar con la camioneta.

Segundos después, una mujer alta salió del vehículo. Llevaba un maletín debajo del brazo y pareció dudar antes de dirigirse a la casa, pero tomó aire y avanzó por el camino de la parte delantera, que habían despejado de nieve.

Era Jamie Parsons. En carne y hueso.

Vestida con un traje negro, parecía la quintaesencia de la confianza y de la feminidad. Se había recogido el cabello en un moño, de manera que Slade pudo admirar sus pómulos altos, su mandíbula bien definida y su frente ancha; no distinguió el color de sus ojos, pero los recordaba perfectamente: eran de color avellana, aunque parecían verdes o incluso dorados cuando les daba el sol y se oscurecían cuando ella se enfadaba.

Durante un momento, volvió al día que pasaron juntos en el río, cerca de la poza donde Thorne había estado a punto de ahogarse.

Era una mañana terriblemente cálida, de verano, con flores por todas partes y olor a hierba y a heno recién segado. Él la retó a bañarse desnuda, y ella, con una expresión de malicia en sus ojos, se quitó la ropa y le ofreció una vista perfecta de sus senos firmes, sus pezones rosados y su pubis de vello rojizo. Fue sólo un instante, porque se metió en el agua enseguida y no pudo ver nada más; pero todavía oía su risa, melodiosa como el canto de una curruca.

Slade volvió a la realidad cuando Harold ladró desde el porche. El timbre de la puerta sonó a continuación.

– ¿No vas a abrir? -preguntó Matt.

Slade frunció el ceño y caminó hacia la entrada.

Juanita, el ama de llaves, estaba fregando y cantando en la cocina. Nicole, la esposa de Thorne, jugaba al ajedrez con sus hijas gemelas, de cuatro años; pero cuando oyeron el timbre de la puerta, las pequeñas salieron corriendo.

– ¡Abro yo!

– ¡No, yo!

Molly y Mindy aparecieron a toda prisa en el vestíbulo de la casa y forcejearon con el pomo de la puerta hasta que consiguieron abrirla.

Allí, en el porche, con aspecto profesional y gesto de sorpresa ante la presencia de las niñas, se encontraba Jamie Parsons, la abogada.

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