Capítulo 10

Slade detuvo el trineo delante de la casa, miró hacia el establo y frunció el ceño.

– ¿Has visto eso?

– ¿Qué? -preguntó Jamie.

– En el establo hay alguien… no es Larry Todd, nuestro capataz; ni Adam Zollander, un empleado nuestro; ni ninguno de mis hermanos -declaró él, con voz tensa.

– Yo no veo a nadie…

– Porque ahora no se ve a nadie. Pero lo he visto.

Slade bajó del trineo y añadió:

– Lleva dentro a las niñas. Voy a echar un vistazo.

– ¿No vamos a meter el árbol? -preguntó Molly.

– Después.

– Pero…

– He dicho que lo meteré después -insistió Slade-. A no ser que convenzáis al tío Matt o a Thorne para que se encarguen ellos… pero entretanto, entrad en la casa. Aquí hace demasiado frío.

Jamie decidió intervenir y las llevó hacia la puerta.

– Vamos, niñas. Puede que Juanita tenga algo para vosotras en la cocina.

Jamie y las pequeñas entraron en la casa. Slade llegó el granero, abrió la puerta y buscó en el interior, pero sin encender la luz. Cabía la posibilidad de que alguien estuviera acechando con una pistola, y no quería facilitarle el tiro.

Alcanzó una horca, se agachó y caminó pegado a la pared. Uno de los caballos relinchó con nerviosismo. Un ratón cruzó a toda prisa y desapareció. Slade creía haber oído pasos, pero sus ojos empezaban a acostumbrarse a la penumbra del establo, iluminado débilmente por las luces del exterior, y no distinguía ninguna silueta sospechosa.

Cuando llegó al compartimento de Diablo Rojo, se detuvo. El caballo movió la cabeza y resopló con enfado, como si pensara que Slade había perdido el juicio.

Llegó al final y entró en el cuarto donde guardaban los arreos. Tampoco había nada, de modo que se dirigió a la escalerilla que llevaba al pajar y empezó a subir. Pero en ese momento, la puerta se abrió de par en par y las luces se encendieron.

– ¿Qué diablos estás haciendo?

Era Matt.

Slade se relajó un poco.

– Me ha parecido ver a alguien -explicó.

– ¿Y qué pretendes? ¿Sorprenderlo y matarlo? Por Dios, Slade, ¿por qué no has venido con el rifle de papá?

– Porque no estaba seguro.

– Y has decidido armarte con una horca.

– Exactamente.

Matt sonrió y caminó hacia un estante donde había unos guantes de cuero y unos cepillos para los caballos.

– A veces no hay quien te entienda, Slade. Pero sospecho que estás más nervioso de la cuenta desde que esa abogada se presentó en el rancho.

– ¿Qué quieres decir con eso?

Matt se puso los guantes y se dirigió a la salida.

– Tú sabrás, hermano. Pero te dejaré a solas con tu hombre invisible… yo tengo que meter el árbol en la casa. Las niñas se están poniendo pesadas.

– Muy bien, vete -dijo, enfurruñado.

– Después, desengancharé a General y me encargaré del trineo.

– Gracias.

– De nada.

Matt salió del granero. Slade se sentía como un idiota, pero decidió comprobar el pajar. Cuando llegó arriba, sólo vio balas de heno amontonadas hasta el techo. No se oía nada, no se movía nada y nada parecía fuera de lugar.

Empezó a bajar, sintiéndose más estúpido que antes, y se llevó un buen susto al ver que la puerta estaba entreabierta.

– ¿Slade?

Era la voz de Jamie.

– Estoy aquí…

Slade saltó de la escalerilla y caminó hacia ella.

– ¿Has visto algo?

– Sólo a Matt. Una visión terrorífica, por cierto.

Jamie sonrió.

– A veces puedes ser muy gracioso…

– Me lo tomaré como un cumplido, abogada. ¿Vienes conmigo al pajar?

Ella dudó y frunció el ceño.

– ¿Y qué hay de las gemelas? Te están esperando.

– Que esperen un poco más.

– No sé si debemos…

– ¿Tienes miedo?

– ¿De qué? ¿De ti?

Los ojos de Jamie brillaron. Slade sabía que era incapaz de resistirse a un desafío.

– No, de nosotros.

– Ya te he dicho que…

– Sí, sí, ya lo sé -la interrumpió-. Vamos, Jamie, ya es hora de que firmemos un armisticio. No te haré daño. Y no muerdo… es decir, sólo muerdo tan fuerte como las damas quieran, claro está…

– Déjalo, McCafferty, ahórrate las explicaciones.

Jamie subió por la escalerilla. Cuando llegó arriba, se sintió completamente fuera de lugar con sus pantalones de lana, su jersey y su abrigo.

– Siéntate -ordenó él, señalando una bala de heno.

– Muy bien.

Jamie se sentó.

– Y ahora que estoy sentada, ¿querías decirme algo?

Slade se acomodó junto a ella.

– Sí. Quería decirte que me he divertido mucho esta tarde.

– Ah…

– ¿Tú no?

– Sí, bueno… las niñas estaban encantadas y hacía siglos que no salía al campo a cortar un árbol de Navidad. Normalmente, los compro.

– Sabes de sobra que no me refería a eso.

Ella lo miró, pero apartó la vista enseguida, como si de repente estuviera interesada en las vigas y en las plumas y las deposiciones de un búho que se solía encaramar en el ventanuco redondo de la parte superior.

– Me refería a ti y a mí, a la tarde que hemos pasado juntos -continuó él-. Aunque suene un poco cursi…

– Sí, suena un poco cursi -dijo ella.

Él rió y la tomó de la mano.

– Puede ser, pero lo digo en serio.

Slade la miró un momento y la besó. Ella soltó un gemido de protesta, pero se aferró a él y se entregó a sus caricias sin resistencia alguna.

– Slade…

– ¿Qué, cariño?

– Esto no es buena idea.

– Tal vez…

– De hecho, es una idea terrible.

– Quizá.

– Nos arrepentiremos más tarde.

– No, eso, nunca.

Slade le acarició los hombros y le desabrochó los botones del abrigo. Después, la empujó suavemente y los dos terminaron tumbados sobre el suave heno del suelo.

– Por favor, escúchame…

Él se apoyó en un codo.

– Te escucho.

– Esto… tú y yo… es un juego peligroso, Slade. Deberíamos mantener las distancias.

– Lo dices por ese tipo, claro.

– ¿Por quién?

– Por tu jefe.

– Ah, Chuck…

– Sí, Chuck.

– No, no lo digo por él -declaró Jamie con sinceridad.

– Sea como sea, no me importa. Aquí sólo estamos tú y yo, Jamie.

Slade no quería hablar ni de su novio ni del pasado ni de nada más. Estaban allí, juntos, solos, un hombre y una mujer. La deseaba. Más de lo que había deseado a nadie. Por primera vez en mucho tiempo, por primera vez desde la muerte de Rebecca.

Cerró los ojos, suspiró y la besó otra vez.

La ropa empezaba a molestarle. Se quitó el abrigo e introdujo las manos por debajo del jersey de Jamie. Su piel estaba suave, caliente, y ella soltó un gemido cuando sintió que los dedos de Slade ascendían hacia sus senos.

– Yo… no sé…

– Ssss…

Slade empezó acariciarle un pecho.

– Oh…

Jamie cerró las manos en sus hombros y se arqueó. Él le subió el jersey, se lo quitó por encima de la cabeza y siguió besándola. Después, descendió nuevamente y tocó el sostén con la punta de la lengua. Jamie lo guió hacia uno de sus pezones. Slade liberó el seno del sostén y lo lamió.

– Slade…

Jamie le apretó la cabeza contra su pecho.

– Tranquila -dijo él-. No tenemos prisa.

Sin embargo, Slade la miró a los ojos y vio que Jamie no podía esperar más. Estaba ansiosa, excitada, preparada.

Quería hacer el amor, y quería hacerlo en ese momento.

Slade se apartó de ella y empezó a desabrocharse la camisa.

– Me deseas, abogada. Admítelo.

– Y tú me deseas a mí.

– Oh, sí…

Slade le desabrochó el pantalón, se lo quitó y le besó el estómago. Jamie le dejó hacer y se estremeció al ver que introducía una mano por debajo de sus braguitas y que empezaba a quitárselas. Pensó que aquello era un error, un error de dimensiones catastróficas; recordó lo que había pasado quince años antes y se dijo que debía resistirse. Pero no lo hizo. Su respiración se había acelerado y todo su ser parecía concentrado en el lugar que Slade acariciaba en ese momento, en el lugar húmedo y privado donde sus piernas se unían.

Separó los muslos y arqueó las caderas hacia arriba.

– Deja que te haga el amor, Jamie…

Ella se retorció, dominada por el deseo. Slade la lamió tan dulce y apasionadamente que Jamie sintió un nudo en la garganta y sus ojos se llenaron de lágrimas. Ya no podía ni quería detenerse. Necesitaba más, mucho más.

– Slade… -rogó.

Slade introdujo la lengua en su cálido interior.

– Oh…

Jamie se estremeció y se movió entre convulsiones, cubierta de sudor. Slade se quitó rápidamente los pantalones y se puso sobre ella. Sus besos ya no eran suaves, sino salvajes. Sus manos ya no eran dulces, sino firmes y llenas de deseo.

Ella pasó los brazos alrededor de su cuello y sintió sus músculos duros, tensos, mientras lo besaba.

Ya no estaba asustada. Ya no tenía inhibiciones. Aquello era lo único que le importaba; aquel lugar y aquel hombre, Slade McCafferty.

– Eres increíble, Jamie…

Slade llevó las manos a su trasero, la levantó un poco y la penetró, mirándola a los ojos.

Ella gimió.

Slade salió de su cuerpo y volvió a entrar.

– Oh, Slade…

Ella se aferró a su amante y siguió sus movimientos una y otra vez, cada vez más deprisa; hasta que tuvo la impresión de que el universo giraba alrededor del lugar donde sus cuerpos se conectaban, hasta que no pudo pensar en nada más que aquel placer puro, primario, animal; hasta que el sudor cubrió sus cuerpos a pesar del frío.

– Jamie… Oh, Jamie…

Jamie alcanzó el clímax. Él siguió adelante un poco más y se derrumbó sobre ella, jadeando, totalmente agotado por el esfuerzo.

No podía creer que estuvieran allí, en el pajar de los McCafferty, después de tantos años. Slade le acarició el cabello y Jamie pensó que definitivamente había cometido el segundo error más importante de su vida, después de enamorarse de él en su adolescencia.

Parpadeó, confusa, e intentó controlar sus emociones. Ya no tenía remedio.

Slade se apoyó en un codo y la miró con una sonrisa en los labios.

– Vaya, vaya…

– Me has quitado las palabras de la boca -ironizó ella, ruborizada-. No sé lo que me ha pasado. De verdad, no lo sé.

– Yo sí lo sé.

– No me refiero a eso, al sexo…

– Ni yo.

– Mira, Slade, ha sido muy divertido, pero… será mejor que me vaya.

Los ojos azules de Slade brillaron con malicia.

– ¿Tan pronto?

– Ya conoces mi lema: ama deprisa y márchate. Ah, no, espera un momento… ése no es mi lema, es el tuyo -respondió.

La sonrisa de Slade desapareció.

– Jamie, intenté explicarte que…

– Y no te dejé hablar -lo interrumpió-. Lo sé.

– Exacto. No me dejaste.

Jamie se arrepintió de lo que había dicho.

– Está bien, de acuerdo. No he debido decirlo. He cometido un error.

– El error lo cometí yo al abandonarte.

Jamie sintió una angustia irrefrenable. Pero no podía derrumbarse ahora; no después de tanto tiempo de haber afrontado el dolor a solas, sin nadie.

– Slade, no tienes que…

– Sé que no estoy obligado a decirlo, pero quiero. ¿No es eso de lo que siempre os quejáis tanto algunas mujeres? ¿De que los hombres no expresamos nuestros sentimientos? Pues bien, quiero expresar los míos -declaró-. Me equivoqué contigo. Entonces no me di cuenta, pero ahora lo sé.

Jamie se mantuvo en silencio.

– ¿No has oído lo que he dicho?

– Claro que te he oído. Perfectamente -contestó.

Ella casi no podía respirar. Estaba tan emocionada que había empezado a llorar.

– ¿Qué te ocurre?

– Nada.

– No mientas.

– Maldita sea, Slade…

– ¿Qué ocurre, Jamie? Sé que me estás ocultando algo.

– Nada, no importa.

Jamie se enjugó las lágrimas.

– Sea lo que sea, es evidente que te importa.

– Ha pasado mucho tiempo.

Slade entrecerró los ojos.

– ¿Qué pasa? Hay algo más, ¿verdad? Algo que yo no sé.

Jamie intentó liberarse, pero Slade se lo impidió.

– Qué pasa, Jamie… Cuéntamelo, abogada. Sé que me ocultas algo importante.

Jamie tomó aliento y sacó fuerzas de flaqueza.

– Está bien. Si te empeñas en saberlo, te lo diré -dijo-. Cuando me dejaste, estaba embarazada.

– ¿Cómo?

Slade palideció.

– ¿Estabas embarazada?

– Sí.

– Pero ¿qué pasó con el bebé? ¿Dónde está…?

– Lo perdí, Slade. Sufrí un aborto espontáneo -respondió.

– ¿Cómo es posible?

Los ojos de Slade se habían vuelto tan oscuro como la noche.

– No lo sé. Simplemente, ocurrió. Pero no tiene sentido que te preocupes ahora por eso… era asunto mío, no tuyo.

– ¿Que no era asunto mío?

– Tú te habías marchado, ¿recuerdas? Te alejaste de mí y dejaste de formar parte de mi vida. No me llamaste ni una vez. No me escribiste, no pasaste a verme… ¿Y por qué? Porque yo no te importaba. Admítelo.

– No, no fue por eso…

– ¿Ah, no? Entonces, ¿por qué fue? Lo único que sé es que me abandonaste y te marchaste con otra mujer. Yo me quedé sola, embarazada y sin saber qué hacer con mi vida -le confesó.

– Si me lo hubieras dicho…

– ¿Si te hubiera dicho lo del bebé? ¿Habría cambiado algo? Si te marchaste con Sue Ellen fue porque querías estar con ella. ¿Insinúas que habrías seguido conmigo de haber sabido que estaba embarazada?

Slade alcanzó su ropa y se empezó a vestir. Su cara se había enrojecido por la rabia y el disgusto.

– Cometí un error, Jamie.

– Los dos lo cometimos, y acabamos de repetirlo hace un momento. Pero será mejor que lo olvidemos y que volvamos a nuestras vidas -declaró ella.

Jamie se vistió a toda prisa y bajó por la escalerilla. El frío exterior la golpeó con la fuerza de una galerna. No podía creer que le hubiera dicho la verdad a Slade. Se arrepentía de haberlo hecho.

Caminó hacia su coche, intentando abrirse camino entre la nieve, y cayó en la cuenta de que su maletín y su bolso estaban en la casa. Subió al porche y miró por la ventana, hacia el salón. Las niñas estaban jugando junto al árbol de Navidad, y Thorne miraba a su esposa con tanto cariño que el corazón de Jamie se partió en mil pedazos.

Se mordió el labio e intentó contener las lágrimas. Por el rabillo del ojo, vio que Matt llevaba a General hacia el establo. Él y Kelly se casarían pronto, y seguramente darían más niños a la familia McCafferty.

Tenía que marcharse de allí.

Tenía que irse enseguida.

No soportaba otro minuto con aquella familia perfecta.

– ¡Jamie, espera!

Era Slade. Caminaba hacia ella a toda prisa.

Jamie entró en la casa sin llamar. Se oía música navideña y las voces de las niñas.

– Quiero poner los adornos… -dijo Molly en ese momento.

– Todavía no puedes. Deja que ponga antes las luces -declaró Nicole.

– Tened paciencia -intervino Thorne-. Tengo una idea… ¿por qué no comprobáis si las luces funcionan y dejáis los adornos para después? Os echaré una mano.

Jamie pensó en el bebé que había perdido y estuvo a punto de romper a llorar otra vez. Alcanzó el bolso y el maletín y volvió a mirar hacia el salón.

Thorne encendió las luces de Navidad en ese momento.

– Oh… -dijo una de las pequeñas.

– Es precioso… -declaró la otra.

Jamie ya no pudo soportarlo más.

Se giró hacia la salida con intención de marcharse, pero la puerta se abrió de golpe en ese instante y se encontró ante el metro ochenta de Slade McCafferty.

– Discúlpame…

Jamie intentó salir, pero él la agarró y se lo impidió.

– Todavía no te vas.

– Suéltame, McCafferty.

Justo entonces oyeron el motor de un coche, que frenó en seco y se detuvo.

– Y ahora, ¿qué pasa? -dijo Slade.

Jamie pudo ver al hombre que bajaba del vehículo. Y el corazón se le encogió.

Chuck Jansen había llegado.

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