– No necesito una niñera.
Randi miró a su hermano mientras se dirigía hacia la furgoneta que Larry Todd, el capataz, usaba cuando estaba en el rancho. Llevaba las llaves en una mano, y avanzaba con dificultad por culpa de la nieve.
Slade se mantuvo a su lado todo el tiempo, para asegurarse de que no se caía.
– ¿El médico te ha dado permiso para salir?
– Deja de meterte en mi vida, Slade.
– Randi…
– Y deja de comportarte como si fuera una niña de dos años. Si necesito el permiso de un médico, le diré a Nicole que me lo dé.
– No te lo daría.
– Lo entendería perfectamente. Pero lo he dicho serio: no me gusta que me trates como si fuera una niña.
– Pues deja de comportarte como una.
Randi alzó los ojos al cielo. Cuando llegó al vehículo, abrió la portezuela y se sentó al volante con un gesto de dolor.
– No estás recuperada, Randi.
– Estoy perfectamente -insistió ella-. Además, si me quedo aquí, me voy a volver loca… necesito salir un rato, aunque sólo sea para ir a Grand Hope.
– Entonces, te acompañaré.
– Excelente, ahora vas a ser mi guardaespaldas privado -se burló-. No es necesario, y lo sabes de sobra. Estaré bien.
Randi cerró la portezuela de golpe, pero Slade dio la vuelta a la furgoneta y entró en el vehículo cuando su hermanastra ya se había convencido de que la dejaría en paz.
– Por todos los diablos, Slade… Esto es ridículo. No, peor que ridículo.
– Tengo que comprar unas cosas en el pueblo.
– Sí, claro que sí -dijo, sin intención alguna de ocultar su sarcasmo-. Ponte el cinturón de seguridad, anda. La última vez que me senté a un volante, la cosa terminó fatal.
Randi puso en marcha los limpiaparabrisas y arrancó. Después, se miró en el retrovisor y pensó que, teniendo en cuenta las circunstancias, no tenía tan mal aspecto; ya le habían quitado los puntos de la mandíbula y la escayola de la pierna; las marcas de la cara habían desaparecido y su cabello, que le habían cortado en el hospital, empezaba a crecer.
Su escapada a Grand Hope no tenía más objetivo que, precisamente, su pelo. Quería ir a un salón de belleza y ponerse en manos de un profesional para que le arreglara aquel desastre y le diera un poco de estilo.
Encendió la radio, buscó una emisora con música y dijo:
– No sé por qué sigues aquí.
– Todavía hay que firmar los papeles de la venta.
– Y cuando los hayamos firmado, ¿qué harás? ¿Te marcharás otra vez?
Randi redujo la velocidad al llegar a la incorporación de la carretera principal y siguió adelante.
– No, aún no.
Slade miró por la ventanilla. La pradera estaba cubierta de nieve, y el río que lo cruzaba, completamente helado. Sólo había unas cuantas reses, que caminaban hacia el granero.
– No me digas que Jamie Parsons te ha hecho cambiar de opinión.
Randi había dado en el clavo. Slade había mentido a Jamie la noche anterior, cuando le dijo que siempre la había tenido en su recuerdo; pero era verdad que se sentía muy atraído por ella y que le intrigaba. Quería saber si bajo la apariencia fría y profesional de la abogada, seguía estando la adolescente apasionada y rebelde.
Sin embargo, el motivo principal de su estancia en Grand Hope no tenía nada que ver con Jamie. Necesitaba asegurarse de que su hermana llegaba con vida a su trigésimo cumpleaños. Y si la forma de conseguirlo era convertirse en su guardaespaldas personal, lo sería por mucho que molestara a Randi.
– No he decidido lo que voy a hacer -continuó-, pero me quedaré una temporada por aquí.
– Espero que no sea por mí.
– En parte.
– Pues no te molestes. Como ya he dicho, no necesito una niñera.
Slade la miró con dureza, como si la considerara una irresponsable, y obtuvo una respuesta típica de Randi.
– ¡Estoy hablando en serio, Slade! En cuanto pueda, me llevaré a Josh a Seattle. ¿Y qué vas a hacer entonces? ¿Seguirme?
– Lo decidiré en su momento.
– Maldita sea. Déjame en paz.
Él hizo caso omiso.
– No sé por qué estás tan empeñada en volver al Oeste.
– Porque para empezar, tengo un trabajo; y lo perderé si no vuelvo pronto. Además, también está el asunto de mi piso, del sitio al que llamo hogar. Y por último, tengo amigos, una vida social…
– Pero nadie que pueda cuidar del niño en tu ausencia -la interrumpió-. Ni siquiera tienes coche, Randi, y no puedes caminar sin cojear. Serías una presa fácil para quien pretende quitarte de en medio. Si quieres que te maten, eso es asunto tuyo; a fin de cuentas eres una mujer adulta y tomas tus propias decisiones; pero también eres madre.
– Slade…
– Ese niño depende totalmente de ti, porque ni tiene padre ni quieres decirnos quién es. Debes seguir con vida, Randi. Tienes que hacerlo por él.
– No me digas lo que tengo que hacer con mi vida.
– Desde mi punto de vista, sería mejor que tu hijo permaneciera aquí, en el rancho, entre gente que lo quiere. Tiene a sus tíos, a sus primos y a Juanita. Y dudo que tengas nada en contra de ella, porque nos crió a todos.
– No estoy segura de que eso hable en su favor.
– Sea como sea, el niño estaría a salvo en el rancho. ¿Por qué diablos quieres volver a una ciudad llena de desconocidos?
Randi agarraba el volante con tanta fuerza que los nudillos se le quedaron blancos.
– Porque es el sitio donde vivo.
– Sola. Y sin niñera.
– No sé, tal vez tengas razón… -admitió al fin, aparentemente angustiada-. Había pensado que, si volvía a Seattle, tal vez recuperaría la memoria. Todavía hay muchas cosas que no recuerdo, muchas lagunas que necesito llenar. Tengo que encontrar la forma de superar mi amnesia y recobrar mi vida.
Slade se preguntó si estaría siendo sincera. Todo parecía indicar que sí, pero Randi era una actriz magnífica y ya lo había engañado con anterioridad.
– ¿Recuerdas haber despedido a Larry Todd? -le preguntó.
Ella lo pensó durante un momento, suspiró y sacudió la cabeza.
– No. Y no me imagino despidiendo a Larry.
– Pues lo hiciste, y se enfadó mucho contigo. Thorne tuvo que hablar con él y convencerlo para que volviera con nosotros. Es un buen hombre, y ha sido el capataz del rancho durante años. ¿Por qué querías que se marchara?
– Ojalá lo supiera, Slade -respondió, frunciendo el ceño-. Desgraciadamente, hay muchas cosas que no recuerdo.
La música de la emisora de radio cambió en ese momento. Empezó a sonar una canción romántica, y Randi la quitó enseguida.
– ¿Tampoco recuerdas nada del libro que escribías?
Randi volvió a suspirar. Los limpiaparabrisas iban de un lado a otro, limpiando la nieve que caía.
– No, ya te lo he dicho… pero estoy segura de que siempre quise escribir un libro. Esto es desesperante, Slade. Mis recuerdos están envueltos en una niebla tan densa que no permite ver casi nada. Tengo que ir a casa, comprobar los archivos de mi ordenador, ir al despacho y…
– Dime qué recuerdas exactamente.
– Que saliste con Jamie Parsons.
Randi le lanzó una mirada de humor y Slade sonrió. Aunque su hermanastra fuera todo un problema, también era encantadora cuando quería.
– Bueno, bueno… no me refería a mi vida amorosa. ¿Qué recuerdas, Randi?
– Imágenes borrosas, desenfocadas. Y no creas que me acuerdo particularmente de tu relación con Jamie; es que recuerdo casi toda nuestra infancia y nuestra adolescencia. Me acuerdo de mamá y papá, de vosotros y de los problemas que me buscaba cuando salía en moto o a montar a caballo. Pero después de eso, sólo hay niebla.
El locutor de la emisora de radio dio el parte meteorológico.
Nieve, nieve y más nieve.
Lo normal en el invierno de Montana.
– Recuerdo algunas cosas recientes -continuó ella, mientras pasaban ante la antigua estación de ferrocarril-. Me acuerdo de mi trabajo en el Clarion; de mi jefe, Bill Withers, y de algunos de mis compañeros… sobre todo, de Sara y de Dave.
Slade reconoció los nombres. Bill Withers era el director del Clarion; Sarah Peeples, el crítico de cine del periódico; y Dave Delacroix, un columnista de la sección de deportes.
– ¿No te acuerdas de Joe Paterno?
Ella se mordió el labio e intentó recordar. Los campos habían quedado atrás y estaban entrando en Grand Hope por el puente que cruzaba el río Badger.
– Creo que también trabaja para el periódico, pero no recuerdo nada más.
– Es un fotógrafo que trabaja por su cuenta. Estuviste saliendo con él.
– Oh…
– Sí, oh.
– Ya veo que me has estado investigando. ¿Qué esperabas? ¿Que te confesara que es el padre de mi hijo? -le preguntó.
– Sólo intento ayudar.
Randi no dijo nada. Pero a continuación, cuando Slade mencionó los nombres de Brodie Clanton y Sam Donahue, ella alzó los ojos en gesto de desesperación. Brodie Clanton era abogado, y Sam Donahue, un vaquero.
– Hazme caso, Slade, no intentes trabajar nunca de detective privado. Eres tan sutil como un transporte de mercancías.
Randi detuvo el coche delante del salón de belleza Bob y Weave, aparcó en un sitio libre, salió de la furgoneta y se guardó las llaves.
– Y hablando de detectives privados, asegúrate de decirle a tu amigo Striker que le he contado todo lo que sé, absolutamente todo. Y que si recuerdo algo más, me pondré en contacto con él.
Randi caminó hasta la entrada de la peluquería. El establecimiento estaba lleno de mujeres en distintos estados de renovación. Una de las clientas tenía la cabeza echada hacia delante, mientras su esteticista correspondiente le afeitaba el vello de la nuca; otra tenía la cabeza llena de rulos, e incluso había una que llevaba papel de aluminio y que parecía una extraterrestre.
– Te esperaré en el pub Grub -dijo él.
– Cuando volvamos a vernos, seré una mujer completamente nueva.
– Mientras te mejoren… -declaró Slade, sonriendo.
– Lo intentaré. Pero mejorar la perfección es muy difícil.
Slade soltó una carcajada. Randi abrió la puerta de la peluquería y entabló conversación con Karla Dillinger, que además de ser la dueña del local también era la hermana de la prometida de Matt. Karla, que llevaba el pelo entre rubio y rojizo, miró a Slade como si lo considerara la encarnación del mal. Aunque Kelly Dillinger se iba a casar con uno de los McCafferty, era evidente que la peluquera tenía sus reservas al respecto. Cuando Slade le guiñó un ojo, ella se ruborizó y se apartó rápidamente del escaparate.
Él se metió las manos en los bolsillos y se alejó. Sólo había dado unos cuantos pasos cuando se fijó en un coche azul que estaba aparcado delante de la inmobiliaria local. Supo que era el utilitario de Jamie Parsons, y no tardó en comprobar que su antigua novia estaba dentro, sentada frente a una mujer rubia.
Consideró la posibilidad de entrar, pero no se le ocurrió ninguna excusa. En ese momento, vio que Jamie se levantaba y se colgaba el bolso del hombro. Ella debió de verlo, porque se puso tensa y adoptó un gesto de desaprobación.
Tras despedirse del agente inmobiliario, salió a la calle.
– McCafferty, tengo la sensación de que me estás siguiendo… -dijo sin preámbulos.
Slade no se molestó en sacarla del error.
– ¿En serio?
Jamie se acercó a su coche y lo abrió con el mando a distancia.
– ¿Qué quieres ahora? Y no me vuelvas a hablar del pasado, porque ya hemos discutido ese asunto.
Ella lo miró con una sonrisa fría y profesional, pero no engañó a Slade; en su expresión había algo más, una emoción que intentaba ocultar sin demasiado éxito.
– Sólo estaba paseando.
– Ya.
– Acabo de dejar a mi hermana en la peluquería y me dirigía a tomar una cerveza en el pub cuando he visto tu coche.
– Y has decidido esperarme.
– Exacto.
Slade se apoyó en el utilitario y miró a un par de adolescentes que llevaban mochilas en la espalda y se estaban lanzando bolas de nieve. Los dos jóvenes desaparecieron inmediatamente, entre risas.
– Jamie, te comportas como si te estuviera acechando…
– Espero que no, porque hay leyes contra ese tipo de cosas.
– No es mi estilo.
Jamie se relajó un poco.
– Lo sé, pero no entiendo lo que quieres de mí.
– Unos minutos de tu tiempo, nada más.
– Debes saber que mi tiempo es muy caro. Normalmente cobro doscientos dólares por hora, pero en tu caso estoy dispuesta a hacerte un precio especial… trescientos.
Jamie arqueó una ceja y él soltó un silbido.
– Vaya, sí que eres cara.
– Oh, vamos, tú te lo puedes permitir. Eres un hombre rico, un McCafferty.
– ¿Trescientos dólares a la hora? ¿Crees que los mereces?
Slade la miró de los pies a la cabeza. Llevaba vaqueros, jersey, abrigo largo y botas. Se había recogido el pelo en una especie de moño.
– Merezco cada centavo. ¿No te parece?
Jamie entró en su coche, cerró la portezuela y se marchó a toda velocidad.
Slade pensó que tal vez debía seguir su consejo y dejarla en paz. Pero no podía. Jamie se le había metido en la piel. Era todo un desafío. Y él, que nunca había huido de los desafíos, tampoco iba a empezar ahora.
Jamie se preguntó por qué diablos habría provocado a Slade. Podría haberse mostrado desinteresada, profesional o, simplemente, cortés y distante; pero desde su reencuentro con Slade McCafferty, se comportaba como una idiota. Su pulso se aceleraba cada vez que lo veía, y no se podía controlar. Se le había subido a la cabeza.
Arrojó su bolígrafo a la mesa del salón y alcanzó el folleto que había tomado de la agencia inmobiliaria. Sus pensamientos no estaban concentrados en la venta de la casa de su abuela ni en el contrato del rancho de los McCafferty ni en los misterios que rodeaban a la propia Randi. No. Todos sus pensamientos eran para Slade, Slade y sólo Slade. Y lo encontraba ridículo.
Echó un trago de café. Se le había quedado frío, así que fue a la cocina y tiró el contenido de la taza a la pila.
Jamie no había pensado en Slade durante quince años. Cuando su imagen se atrevía a interrumpir sus pensamientos, la expulsaba y rechazaba cualquier tipo de reflexión sobre lo que habían compartido y sobre lo que habían perdido.
Inconscientemente, se llevó una mano al estómago. De haber nacido, su hijo ya estaría en el instituto y, tal vez, aprendiendo a conducir; sería un deportista o un estudioso, y con toda seguridad, un rebelde. Pero lo perdió, y con él también desapareció el último resto de aquel verano maravilloso.
Slade salió de su vida.
Y había vuelto a entrar.
– Maldita sea… -se dijo-. ¿Qué puedo hacer, abuela?
Jamie sabía perfectamente lo que Nita habría dicho: lo mismo que le dijo en su momento; que Slade McCafferty era un chico problemático, que había salido tan rebelde como el resto de sus hermanos y que se alejara de él.
Al pensar en ello, sintió frío y subió la temperatura del termostato, pero no tuvo el menor efecto. Repitió la operación un par de veces, con el mismo resultado, y finalmente se acercó a la salida de aire del salón, puso una mano y comprobó que no estaba funcionando.
– Justo lo que necesitaba -murmuró.
Sacó la caja de herramientas de su abuelo y bajó por la escalera estrecha que daba al sótano. Lazarus, siempre curioso, le abrió camino.
El sótano estaba lleno de muebles viejos, polvo y telarañas. Originalmente, la casa había tenido una caldera; pero en algún momento de la década de 1970, la cambiaron por un sistema eléctrico de aire acondicionado. Jamie tocó el conducto de metal, que cruzaba el techo de la habitación. Estaba helado.
Se acercó al panel de control, se alumbró con la linterna de su abuelo y echó un vistazo a las especificaciones técnicas del aparato.
– Ahora sólo necesito un curso de ingeniería -dijo al gato.
Lazarus maulló como si la hubiera entendido, y justo entonces, sonó el teléfono.
Jamie dejó la caja de herramientas en el suelo, subió por la escalera, corrió hasta la cocina y llegó a tiempo de contestar.
– ¿Dígame?
– ¿Jamie?
Era una voz de hombre.
– Sí, soy yo.
– Soy Jack, tu vecino…
Jamie se relajó bastante al reconocerlo.
– Hola, Jack…
– Betty y yo recibimos el mensaje en el que decías que ibas a estar en casa de tu abuela. ¿Seguro que no necesitas ayuda con Caesar y Lazarus?
– No te preocupes, me las arreglaré.
Lazarus apareció entonces y se frotó contra sus tobillos mientras ella escuchaba a Jack. El vecino le dijo que podía quedarse tanto tiempo como quisiera con el gato, porque ellos ya tenían tres, además de dos perros, y por otro lado le haría compañía. En cuanto al caballo, le dio instrucciones sobre su alimentación y el ejercicio que necesitaba.
– Caesar ya no es tan joven como antes, y los viejos necesitan ciertas rutinas.
Jamie sonrió.
– Lo recordaré.
– Si hubiera dependido de mí, te habría dejado a Rolfe, nuestro pastor alemán de tres años; es un gran perro guardián, y mucho más adecuado como animal de compañía que un gato como ése.
– Descuida, Lazarus y yo nos llevamos bien -le aseguró.
Jamie miró por la ventana y vio que una camioneta se acercaba a la casa. Unos segundos después, sus faros iluminaron el jardín.
– Debo dejarte, Jack. Parece que tengo visita.
Jamie colgó y se inclinó sobre la pila para ver mejor el exterior. Era Slade McCafferty.
Otra vez.
Se dirigió a la entrada y abrió la puerta antes de que Slade pudiera llamar.
– Vaya, vaya, pero si es el señor McCafferty en persona -bromeó-. Lo tuyo se está convirtiendo en una costumbre.
– ¿De verdad?
– Sí. En una mala costumbre.
Él le dedicó una sonrisa devastadora.
– Y a ti te encanta, abogada. Admítelo.
– Ni en tus sueños.
– O en los tuyos -dijo él, sin dejar de sonreír.
Jamie sintió un escalofrío.
– No te adules tanto, Slade. Pero ¿a qué debo este honor?
Slade la miró y extendió una mano con tres billetes de cien dólares.