Capítulo 6

– Con eso puedo comprar una hora, ¿no?

– Sólo era una broma, Slade. Nunca se me ocurriría…

Rápido como una serpiente, Slade la tomó de la mano y le puso los trescientos dólares en la palma.

Después, miró la hora y dijo:

– El tiempo corre.

– Me estás tomando el pelo, ¿verdad?

– Ni mucho menos.

Como aquello no iba a ninguna parte, Jamie se apartó y dejó que entrara en la casa.

– Muy bien, pasa si quieres. Pero será mejor que vengas bien abrigado, porque la calefacción ha dejado de funcionar.

– Tal vez pueda arreglarla.

– Si lo consigues, estaré siempre en deuda contigo.

Los ojos de Slade brillaron.

– ¿En deuda? -preguntó con una sonrisa maliciosa-. Me gusta cómo suena eso. De acuerdo, trato hecho.

Slade miró el termostato, comprobó que no funcionaba y preguntó:

– ¿Dónde está el aparato? ¿En el sótano?

– Sí. La escalera está en la cocina, junto a la despensa…

Slade se puso en marcha antes de que Jamie terminara la frase. Al llegar al sótano, tuvo que inclinarse para no darse en la cabeza con los tubos.

– Es un trasto bastante viejo -dijo él.

Alcanzó la linterna, sacó un destornillador de la caja de herramientas y abrió el panel.

– ¿Puedo ayudarte?

– Sí, reza.

– Qué gracioso…

– ¿Cuándo fue la última vez que limpiasteis los filtros?

– No tengo ni idea.

– Hum…

Slade empezó a hacer ajustes, y como Jamie no quería sentirse una mujer completamente inútil, subió a la cocina, metió los trescientos dólares en uno de los tarros de cristal de su abuela y preparó café.

Por desgracia, las tazas que había usado la noche anterior estaban en la pila, sucias. No tuvo más remedio que fregarlas con agua fría mientras oía golpes y tintineos procedentes del sótano.

Un par de minutos después, Slade gritó:

– Prueba otra vez con el termostato. Enciéndelo y apágalo otra vez.

– Sí, señor…

Jamie obedeció. Varias veces. Sin éxito.

Al cabo de un rato, Slade apareció en la cocina con el ceño fruncido.

– Me rindo -dijo-. Es una lástima, pero me temo que no vas a estar en deuda conmigo.

– Qué alivio.

– Ya me imagino.

– ¿No puedes arreglarlo?

Slade alcanzó un paño y se limpió las manos.

– No, no puedo. Tendrás que llamar al servicio técnico.

– Ya había llegado a esa conclusión. Pero toma, por tus esfuerzos…

Jamie le dio una taza de café.

– No he sido de gran ayuda.

Ella rió.

– Bueno, no te lo echaré en cara.

– Menos mal, porque ya tienes demasiadas cosas en mi contra.

Ella probó su café, arrugó la nariz y le echó un poco de leche.

– No tengo nada contra ti, Slade. Ya hemos hablado de eso, y no quiero mantener otra vez esa conversación.

– ¿Y si yo quiero?

– Recuerda que estás en mi casa.

– Sólo es tuya hasta que la vendas.

– Pero de momento, lo es.

– ¿No has pensado en quedártela como segunda casa, para pasar tus vacaciones? -preguntó él.

Jamie contempló el paisaje helado a través de la ventana. No lo hizo por disfrutar de las vistas, sino por mantener el aplomo y contener las emociones que Slade despertaba en ella. Era un hombre demasiado sexy.

– Reconozco que es una idea tentadora, pero si quisiera tener una casa para pasar las vacaciones, elegiría un lugar de clima menos gélido. Tal vez Hawai, Palm Springs o las islas Bahamas, por ejemplo.

– Blandengue…

– Puede que sea una blandengue, pero al menos no moriría por congelación.

– Podrías quedártela y alquilarla.

Jamie devolvió el cartón de leche al frigorífico.

– No, es mejor que la venda.

– Y que te evites preocupaciones, claro.

Ella asintió.

– En efecto.

– Pero entretanto, es verdad que te vas a quedar helada -dijo él-. Veamos si podemos calentar este sitio… ¿Hay leña?

– Creo que sí. En el porche o en el garaje.

Él caminó hacia la salida, dispuesto a volver con un montón de leña y a encender un fuego; pero la perspectiva de compartir espacio con él entre el crepitar de las llamas le pareció demasiado romántica, demasiado íntima para su gusto. Si Slade ya le gustaba mucho en circunstancias normales, cualquiera sabía lo que podía pasar.

– Soy perfectamente capaz de encender un fuego, gracias.

– No lo dudo, pero como no he podido arreglarte la calefacción, tengo que hacer algo para curar mi orgullo herido.

– ¿Orgullo herido? ¿Tú? Venga ya, Slade…

Él sonrió y sus ojos azules brillaron con picardía. A continuación, dejó la taza en la encimera, imitó malamente el «volveré» de Arnold Schwarzenegger en Terminator y salió por la puerta trasera.

– Sólo están los troncos. No hay astillas -dijo ella.

Por la puerta entró una ráfaga de viento helado.

– Pero las habrá -afirmó él-. ¿Tienes un hacha?

– Supongo que sí -contestó, frotándose los brazos-. Antes la había… Imagino que estará en el garaje.

– ¿Y dónde está la llave?

Jamie lo miró. Allí, en mitad del porche, medio tiritando y con la cara enrojecida por el frío, Slade McCafferty se parecía enormemente al adolescente del que se había enamorado, al jovencito que no había podido olvidar.

– Buena pregunta…

– Intenta encontrarla, anda.

Jamie pensó que debía pedirle que se marchara, que debía rechazar su ayuda e insistir en que ella era perfectamente capaz de cortar leña; sobre todo, porque Slade se comportaba como si todavía fueran amigos y no hubieran transcurrido quince años. Pero la casa se estaba quedando helada y no le apetecía nada discutir, de manera que entró en la despensa y buscó la llave. La encontró en uno de los estantes que, en vida de su abuela, siempre estaban llenos de tarros de mermelada.

Le dio la llave a Slade y dijo:

– No hace falta que lo hagas. Puedo hacerlo yo.

– Descuida, seguro que mañana tendrás que hacerlo tú sola.

Jamie alcanzó su abrigo y se lo puso, pensando que estaba cometiendo un enorme error con él. Cuando llegó al garaje, Slade ya había encendido las luces. Estaba mirando el viejo Chevrolet de su abuela, que en realidad era de su abuelo y que Nita no había querido vender porque aquel coche era el orgullo de su difunto marido.

Ella pasó un dedo por la carrocería. En los viejos tiempos, lo limpiaban todas las semanas; pero ahora estaba sucio y había perdido el brillo.

– Es todo un clásico -dijo él, caminando lentamente a su alrededor.

– Supongo que sí. Era de mi abuelo.

– Y ahora es tuyo.

– Desde luego.

– No lo vendas nunca.

Jamie rió y se frotó las manos.

– Hablas como mi abuela…

– Lo dudo mucho.

Slade sonrió de tal forma que Jamie entró en calor al momento. Nerviosa, miró el banco de trabajo con las herramientas de jardinería de su abuela y dijo:

– No tengo ni idea de lo que voy a hacer con el coche. Tenía intención de venderlo todo… la casa, los muebles y hasta al viejo Caesar.

– ¿Caesar? -preguntó él, sorprendido-. ¿Sigue vivo?

– Vivo y coleando.

Slade sonrió de nuevo.

– Me alegro por él -afirmó-. Pero ¿de verdad lo quieres vender?

Ella se sintió enormemente culpable.

– No puedo meterlo en mi piso, Slade.

– La chica que yo conocí no vendería nunca ese caballo.

– La chica que conociste se ha convertido en una mujer -le recordó.

Él admiró sus piernas, sus caderas, su cintura, sus pechos y, por último, sus ojos.

Ella tragó saliva y se obligó a mantener su mirada.

– Eso es verdad. Y eres preciosa, Jamie; una mujer preciosa.

Jamie se sintió halagada, pero contuvo la emoción.

– Gracias, Slade. Sin embargo, será mejor que no intentes nada conmigo. No te funcionaría -le advirtió-. He aprendido que no se puede vivir en el pasado; supongo que por eso quiero vender la casa y todos estos objetos. Me precio de no compadecerme ni de vivir en la nostalgia.

– Toda una profesional, según veo.

– Así es.

– ¿No te llegaste a casar?

– Eso no es asunto tuyo.

– ¿Tampoco tuviste hijos?

Jamie sintió una punzada en el corazón.

– No.

– Pero tu novio, ese abogado, querrá tenerlos contigo…

Ella no dijo nada.

– ¿He tocado un tema delicado?

– Sólo personal.

Slade caminó hasta los leños y eligió uno de pino.

– Déjame que lo adivine… él no quiere hijos.

– Chuck tiene tres hijos. Dos de ellos van a la universidad y el tercero está terminando sus estudios en el instituto… pero espera un momento. ¿Por qué te lo estoy contando? Como ya he dicho, no es asunto tuyo.

– He pagado por una hora de tu tiempo, ¿recuerdas? Y por adelantado.

Jamie lo miró con cara de pocos amigos. Slade supo que no debía presionarla y dio unos golpecitos en la capota del Chevrolet

– Está bien, está bien… pero hazme caso; no vendas este coche.

– ¿Ahora eres asesor financiero?

– Soy aprendiz de todo y maestro de nada. Y hoy, por ti, también soy técnico de reparaciones y corredor de bolsa.

La sonrisa de Slade fue tan intensa y le llegó tan hondo que tuvo que hacer un gran esfuerzo por mantenerse tranquila. Emocionalmente, Slade era una pesadilla para ella. A pesar de lo que había sucedido años atrás, todavía se sentía atraída por él y quería saber cómo serían sus besos y sus caricias.

Sin darse cuenta, se excitó. Había perdido hasta el hilo de la conversación, pero carraspeó y sacó fuerzas de flaqueza.

– ¿Técnico de reparaciones? Pues no has tenido tu mejor noche.

Él volvió a sonreír.

– De todas formas, soy mejor técnico que corredor de bolsa.

– Si tú lo dices…

– Claro que sí. No he conseguido arreglarte la calefacción, pero te prometo que tendrás un fuego. En cuestión de artesanía tengo mucho talento. Es mi lado primitivo.

– ¿Cromagnon? ¿O neandertal?

– Elige tú.

Slade vio el hacha colgando de la pared y la alcanzó.

– Un poco de los dos -contestó ella.

– Como gustes…

Slade colocó el leño sobre un tronco y le pegó un hachazo.

El leño se partió en dos piezas que cayeron al suelo del garaje. Él alcanzó una de ellas, la puso en el tronco y volvió a golpear, con idéntico resultado.

– ¿Qué te había dicho? Soy un genio con estas cosas.

Cuando terminó con el primer leño, tomó un segundo y siguió adelante hasta que apiló un buen montón de astillas y el ambiente se llenó de polvo y aroma a madera.

– ¿Suficiente?

– Sí, gracias.

– De nada.

Slade dejó el hacha donde la había encontrado y cargó con las astillas mientras ella se encargaba de dos trozos más grandes.

Al llegar al salón, él comprobó el tiro de la chimenea.

– Puedo hacerlo yo, no te molestes.

– Lo sé, lo sé. Pero no es ninguna molestia.

– Slade, no quiero que…

– ¿Pretendes echarme de tu casa? -preguntó.

– Sí.

– Pues no te va a servir.

– Debería.

Slade miró la hora en su reloj de pulsera. Ella notó la sombra de barba que le oscurecía la cara y el pelo que le caía sobre la frente, a pesar de sus intentos reiterados por apartarlo.

– Todavía me debes unos cuantos minutos.

– No voy a quedarme con tu dinero, Slade.

Satisfecho con el tiro, Slade puso unas hojas de periódico entre las astillas y las prendió fuego. Después, retrocedió y contempló su trabajo.

– Debería hablarte de Sue Ellen.

– ¿No habíamos quedado en olvidar ese asunto?

– No, tú quedaste en eso, no yo.

– Lo que vayas a decir no va a cambiar las cosas…

– Nunca se sabe.

– Lo sé.

– Tienes miedo de la verdad, Jamie.

Slade la miró a los ojos.

– En absoluto -espetó ella, súbitamente enfadada-. Además, todo eso es irrelevante. Lo que pasó entre nosotros…

– Ah, sí, esa aventurilla, como dices tú -se burló.

– Exacto. Y ha pasado mucho tiempo. Olvídalo de una vez.

– No puedo… -declaró-. Desde que has vuelto, no dejo de pensar en ello.

– Oh, vamos…

– Es verdad.

– Hubo una época en la que habría dado cualquier cosa por ganarme tu interés, Slade, pero esa época terminó hace mucho. No sé lo que quieres decir, pero no quiero oírlo.

Slade notó que estaba mintiendo, y no se dejó engañar.

– Puede que no se trate de mí, abogada, sino de ti.

– ¿Quieres que sea tu confesora? -preguntó ella, perpleja-. Después de quince años, ¿pretendes que te escuche tranquilamente mientras me cuentas por qué me sedujiste y me abandonaste después por esa niña rica? No, gracias. No soy tu sacerdote.

– No me fui con ella porque fuera rica.

Jamie buscó otra estrategia.

– Entonces, sería porque era más atractiva o más excitante o más…

– No, nada de eso. Me fui con ella porque era más… segura. Con Sue Ellen sabía lo que podía esperar. Pero contigo…

– ¿Qué?

– Me asustabas, Jamie. Cada vez que te retaba a algo, lo hacías y luego me retabas a mí. Estábamos en rumbo de colisión.

– Pensaba que esas cosas te gustaban…

– Y era verdad. Me gustaban mucho, muchísimo. Pero íbamos tan deprisa y todo era tan excitante y tan peligroso…

– Eso debería decirlo yo, Slade. Si no recuerdo mal, tú eras el que siempre me estaba incitando, animando. Siempre estabas intentando convencerme de que los dos éramos invencibles -le recordó-. Tú me dabas miedo a mí, McCafferty. Me asustabas. Y me encantaba.

– A mí también.

En el silencio posterior, Jamie recordó cien imágenes distintas y una docena de buenos motivos para decirle que saltara por un precipicio o se marchara al infierno, pero al final se mordió la lengua.

Le gustara o no, Slade era un cliente.

– Sí, yo también lo recuerdo de ese modo -continuó él-. Pero independientemente de lo que pasara entonces, el hecho es que tú y yo nos vamos a ver a menudo durante dos semanas. Es mejor que aclaremos las cosas, Jamie, que apartemos los obstáculos del camino.

Jamie no dijo nada.

– ¿De acuerdo? -insistió él.

– Está bien, adelante. Si tanto te importa, suelta lo que tengas que decir.

Jamie se sentó en un brazo del sofa de su abuela e intentó recobrar su aplomo de siempre, ese aplomo que se esfumaba cada vez que se encontraba con Slade. Aquel hombre la sacaba de quicio.

– Magnífico.

Ella pensó que no había nada de magnífico en todo el asunto. Temía lo que pudiera suceder. Incluso en ese momento, era incapaz de apartar la vista de sus piernas y de su trasero. Slade se había acercado a la chimenea para calentarse y ella no desperdiciaba la oportunidad.

Pero por otra parte, no podía negar que su antiguo novio era sexualidad en estado puro, desde el hoyuelo leve de su barbilla hasta la increíble anchura de sus hombros. Recordaba haberse aferrado a aquellos brazos fuertes y haber sentido el calor de su cuerpo, tan parecido al suyo. Aunque habían pasado quince años, Jamie no se había sentido tan excitada con ningún otro hombre.

De repente, la habitación le resultó demasiado pequeña, demasiado íntima. Si no hubiera sido por el frío, habría abierto las ventanas de par en par.

Slade la miró entonces. Ella carraspeó e intentó comportarse como si estuviera en un tribunal, sin emociones, tranquilamente.

– Muy bien -dijo ella, casi sin aliento-. Esta es tu oportunidad de explicarte. Habla, antes de que cambie de opinión.

Él se puso serio.

– En primer lugar, debes saber que nunca estuve enamorado de Sue Ellen Tisdale.

– Podrías haberme mentido, Slade. De hecho, pensé que me habías mentido.

Lazarus saltó a su regazo. Jamie acarició al gato e intentó contener las emociones que había albergado durante tanto tiempo.

– Nunca te mentí, pero engañé a todos y seguramente también me engañé a mí mismo -le confesó, en voz baja-. Me pareció lo más correcto.

– Como ya he dicho, es agua pasada.

Slade tardó unos segundos en hablar; y cuando lo hizo, los músculos de su cuello se habían tensado y la miraba de una forma extraña e intensa. Por primera vez, Jamie comprendió que aquello le resultaba muy difícil.

– ¿Quieres saber la verdad? La pura y simple verdad, Jamie, es que tú eras la chica a quien yo quería.

Jamie tuvo que contenerse para no reír.

– ¿Yo? Oh, por favor, no me cuentes historias. ¿A qué viene eso? ¿Es algún tipo de broma cruel?

A pesar de lo que había dicho, Jamie habría dado cualquier cosa por creer a Slade; pero supuso que estaba mintiendo.

– No es ninguna broma.

Ella sacudió la cabeza.

– No sé qué pretendes, Slade, pero está fuera de lugar. Mis sentimientos no te importaron nada en su momento; si me hubieras querido, me habrías conseguido al instante… estuve loca por ti.

– Entonces, admites que fue más que una aventura…

– Fue un enamoramiento juvenil -puntualizó-. Mira, no sé qué te pasa, pero todo esto es una locura, una verdadera locura.

Jamie recordó las largas noches del pasado, en las que había llorado estúpidamente por la marcha de Slade, esperando que recapacitara y que volviera con ella, rezando para que apareciera de repente, le declarara su amor y le pidiera disculpas por haber cometido la peor equivocación de su vida. Parecían escenas de una película mala de serie B.

– Olvidemos que hemos mantenido esta conversación. No importa si nuestra relación fue una aventura o algo más. Terminó, Slade. Y ha pasado mucho tiempo.

Él frunció el ceño.

– Si tú lo dices, abogada…

– Yo lo digo.

– En tal caso, no hay más que hablar.

Slade se dirigió hacia la salida; pero al pasar por delante de Jamie, la tomó del talle y la levantó del sofá.

– ¡En! ¿Qué estás haciendo?

– ¿Sabes una cosa, Jamie Parsons? Eres la peor mentirosa que he conocido en toda mi vida; y eso no es nada bueno, teniendo en cuenta que te dedicas a la abogacía. Se supone que los abogados tenéis talento para manipular la verdad.

– Yo no he mentido.

– Estupideces.

– En serio, Slade…

– Has mentido. Y quieres que te bese.

El azul de los ojos de Slade se volvió más oscuro y seductor. El pulso de Jamie se volvió irregular.

– ¿Qué? ¡No!

Jamie forcejeó para apartarse de él.

– Te lo has estado preguntando -insistió Slade-. Quieres saber si todavía me deseas.

– Tu arrogancia es asombrosa…

– No es lo único asombroso que tengo.

– Por favor, Slade, suéltame.

La petición de Jamie resultó poco creíble, porque ya no intentaba liberarse de su abrazo. Por mucho que le disgustara, adoraba su contacto físico, el calor de su cuerpo y el olor de su colonia.

Bajó la mirada a sus labios y le parecieron duros, finos como una hoja de afeitar, casi crueles.

– Vamos, Jamie, admítelo. Quieres saberlo.

– Tú eres quien quiere saberlo.

La cara de Slade estaba tan cerca que notó las distintas capas azules en el iris de sus ojos y hasta vio que su cicatriz tenía un tono blanquecino.

– Eso es verdad, y todavía nos quedan unos cuantos minutos de mi hora. Sugiero que los aprovechemos.

– ¿Besándonos?

– Por supuesto.

Antes de que Jamie pudiera respirar, los labios de Slade se apretaron contra los suyos. Ella cerró los ojos y se dejó hacer durante unos segundos, sintiendo las caricias de su lengua, recordando lo mucho que lo había amado, todo lo que habría hecho con tal de conquistar su amor.

Pero no podía permitirlo.

– Basta, Slade -dijo, empujándolo-. Esto no está bien. Los dos lo sabemos.

– ¿Ah, sí?

Slade no hizo ademán de soltarla; pero Jamie apretó los dientes, se resistió con más voluntad y logró apartarse.

– Sí, claro que sí. Ya no soy una adolescente con fantasías románticas, y no voy a cometer los mismos errores que cometí en el pasado. ¿Conoces el dicho del gato escaldado? Pues bien, ese gato soy yo.

Jamie se apoyó en la pared e intentó convencerse de que no lo hacía porque sus piernas amenazaran con doblarse.

– ¿Crees que te voy a escaldar?

– Exacto.

A duras penas, Jamie caminó hasta la cocina, sacó los trescientos dólares del tarro, regresó al salón y le metió los billetes en el bolsillo de la chaqueta.

– Tu tiempo ha terminado -dijo.

Slade sacó el dinero con intención de devolvérselo, pero ella alzó una mano para impedírselo.

– No, ni lo pienses.

Él sonrió con malicia, como un diablo.

– Eres una mujer muy dura, abogada.

– Y me precio de ello.

– Yo también me acuerdo de un dicho, Jamie. ¿Cómo era? Ah, sí… Más dura será la caída.

– Eres un canalla.

– Y me precio de ello.

Jamie se cruzó de brazos.

– No sólo eres un canalla. También eres insoportable.

– Eso me han dicho.

Slade le guiñó un ojo y caminó hacia la puerta con tranquilidad, como si supiera que, más tarde o más temprano, se saldría con la suya.

Cuando llegó a su destino, abrió y dijo:

– Buenas noches, abogada. Que duermas bien.

– Lo haré.

– ¿Sola?

– Así es como quiero dormir.

El aire frío se coló en la casa.

– ¿En serio? Me pregunto qué pasaría si…

– Pues deja de preguntarte -replicó, acercándose a él con paso firme-. Ah, por cierto, eres un neandertal.

Slade la miró con desconcierto.

– ¿Cómo?

– Antes has dicho que no sabías si eras cromagnon o neandertal. Sólo he querido aclarártelo.

– Muchas gracias… -dijo con humor.

– Y hasta nunca -murmuró ella.

Slade cerró la puerta al salir. Jamie lo miró por la ventana y vio que se detenía un momento, antes de llegar a su vehículo, y encendía un cigarrillo. La llama del mechero iluminó los ángulos acerados de su perfil contra la oscuridad de la noche.

Aquel hombre tenía algo increíblemente sexy, absolutamente inolvidable.

Molesta, echó la persiana. Pero sabía que no serviría de nada, porque cuando oyera el motor de su camioneta, volvería a pensar en lo sucedido y sabría que le había mentido a él y a sí misma.

Su relación con Slade McCafferty no era cosa del pasado. No estaba cerrada. Y con toda seguridad, nunca lo estaría.

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