Capítulo 3

– Bueno, ha ido bastante bien.

Jamie dejó el maletín y una bolsa con comida en la casa de su abuela. Había pasado por el pueblo después de salir del rancho Flying M, y durante el trayecto de vuelta se dedicó a maldecir a William Chuck Jansen para sus adentros por haberle asignado el caso de los McCafferty.

– Ya que tienes que ir a Grand Hope de todas formas, he pensado que podrías echar una mano al bufete -le había dicho.

Ese día, Chuck se sentó en el borde de la mesa de Jamie y se dedicó a sonreír y a menear una pierna mientras hablaban. Llevaba traje, camisa y corbata, todo tan limpio y caro como de costumbre.

– Además, sería conveniente que Jansen, Monteith y Stone tuviera un contacto más directo con los McCafferty. John Randall fue un gran cliente del bufete, y los socios quieren mantener e incluso ampliar la relación con esa familia. Thorne McCafferty es millonario, y Matt, que parece un simple ranchero, parece haber heredado el talento para los negocios. En cuanto al tercer hermano…

Al recordar la conversación que habían mantenido, Jamie se acordó de que Chuck frunció el ceño antes de continuar.

– Bueno, en todas las familias hay una oveja negra. Se llama Slade. Ha sido piloto de carreras, ha participado en rodeos e incluso ha sido guía de esquí extremo. Le gustan las emociones fuertes y tiene un gran potencial, pero no ha conseguido nada hasta ahora… En cambio, su hermanastra, Randi, ha salido completamente a John Randall. No me extraña que lleve su apellido.

Jamie intentó obviar los comentarios sobre Slade y centrarse en los de su hermanastra. Le había parecido una mujer inteligente, atrevida y tan obstinada como todos los McCafferty.

– Escribe una columna en un periódico de Seattle; se llama Sola, Soltera o algo así -continuó Chuck-. Y Thorne mencionó que, cuando sufrió el accidente, estaba escribiendo un libro.

– Thorne McCafferty trabajó aquí, ¿verdad? -replicó Jamie.

– Sí, es cierto, estuvo con nosotros hace unos años; luego se mudó a Denver, aunque de vez en cuando nos hace algún favor. Pero volviendo a lo que te decía, he estado pensando que conviene afianzar nuestros negocios con los McCafferty… si lo hacemos bien, podríamos quedarnos con la parte que actualmente lleva el bufete donde Thorne trabaja -dijo Chuck, con un brillo competitivo en los ojos.

– ¿Pero no te ibas a jubilar?

– Dentro de un par de años -contestó Chuck, guiñándole un ojo-. Entretanto, ¿qué hay de malo en aumentar nuestras ganancias? Si mejoro mi posición en la empresa, mi jubilación también será mayor… podríamos comprarnos un velero y navegar a Tahiti o a las islas Fiji.

– Te recuerdo que yo tengo que trabajar.

– No si te casas conmigo.

A Jamie se le pusieron los pelos de punta. Chuck la estaba presionando últimamente y no estaba segura de querer marcharse con él. Durante muchos años, había pensado que el dinero era lo más importante del mundo; de hecho, creía que Slade la había dejado por Sue Ellen Tisdale porque ella era pobre y carecía del estatus de la otra mujer. Pero con el paso del tiempo, la realidad le había hecho cambiar de opinión.

– Aprovecha tu estancia en Grand Hope para pensarlo -le aconsejó Chuck-. No quiero presionarte, pero convertirte en la señora de Chuck Jansen no estaría tan mal.

– De acuerdo, lo pensaré -dijo ella, forzando una sonrisa.

– Hablaremos cuando vuelvas.

Al recordar la conversación que habían mantenido, Jamie pensó que se había metido en un buen lío. Chuck estaría esperando una respuesta afirmativa, pero no podía casarse con él. Era guapo, inteligente, amable y rico; su parte del bufete valía una millonada, sin contar sus acciones y sus dos casas. Pero también tenía una ex mujer amargada y tres hijos en edad de ir a la universidad, así que no querría tener más niños.

Se acordó del bebé de Randi McCafferty y sintió una punzada de envidia. Si se casaba con Chuck, se convertiría en la madrastra de tres adolescentes y no llegaría a tener un hijo propio ni a conocer el amor de un hombre que la volviera loca.

– Oh, basta ya -se dijo, en voz alta-. Eres patética, Parsons. Patética.

Empezó a sacar la comida de la bolsa y la distribuyó por el frigorífico y los armarios. Mientras lo hacía, pensó en su visita al Flying M y en el reencuentro con Slade. Había cambiado mucho en quince años. Ya no era un niño, sino un hombre; su cintura seguía siendo tan estrecha como recordaba, pero su pecho y sus hombros eran más anchos.

Se acordó del día que se bañaron desnudos y se ruborizó. No sólo había visto sus piernas musculosas y su trasero, ligeramente más blanco que el resto de su piel, sino algo más, una parte de la anatomía masculina que no había contemplado hasta ese momento.

Era normal que los años lo hubieran cambiado. El trabajo y el tiempo tenían ese efecto en la gente. Su cara se había vuelto más angulosa y tenía una cicatriz, pero sus ojos seguían siendo tan azules como el cielo de Montana.

También había notado que cojeaba un poco. Y en el fondo de sus ojos había una oscuridad que lo traicionaba, una sombra de dolor. Pero eso tampoco tenía nada de particular; a fin de cuentas, todo el mundo tenía sus propias heridas, más ocultas o más visibles.

Se preguntó qué habría pasado entre Sue Ellen y él y se dijo que seguramente sólo habría sido otra de sus conquistas. Los McCafferty tenían fama de mujeriegos.

– A quién le importa…

Se quitó el abrigo y lo colgó en el armario del vestíbulo, donde todavía estaba la aspiradora de su abuela. Los hermanos McCafferty siempre habían sido unos rebeldes. Thorne era el atleta de los tres; Matt, el seductor; y Slade, el jovencito temerario que subía a los picos más altos, descendía por los ríos más peligrosos y practicaba esquí extremo en las pendientes más inaccesibles a pesar de las protestas vehementes de su padre.

Sin embargo, ya habían pasado quince años desde entonces. Jamie había dejado de ser una joven rebelde y se había convertido en una mujer adulta con un título en Derecho.

Una mujer sensata. Sobre todo, sensata.

Y a veces se odiaba por ello.


– No me des sermones -dijo Randi, cuando Slade entró en el cuarto de estar.

Randi se había sentado frente al ordenador de Thorne. Tenía las gafas sobre la punta de la nariz, y el bebé descansaba en su cuna.

– ¿Es que he dicho algo?

– No hace falta que lo digas. Lo veo en tu cara. Eres un libro abierto, Slade.

Slade se apoyó en la mesa.

– Si tú lo dices… He venido para despejar el ambiente entre nosotros.

– Espera un momento, por favor -dijo ella, tecleando-. Ni te imaginas la cantidad de correo electrónico que puedo llegar a acumular…

Randi siguió unos segundos más con el ordenador. Cuando terminó, se giró hacia él con una sonrisa irónica y añadió:

– Me encanta que me quieras tanto, Slade, pero si vas a empezar otra vez con lo del padre del niño, olvídalo. Es cosa mía.

– Alguien intenta matarte, Randi.

– Y vosotros no dejáis de recordármelo. Thorne, Nicole, Matt y Juanita se pasan la vida dándome consejos; pero de ti esperaba otra cosa, Slade, esperaba comprensión.

– ¿Comprensión? ¿Sobre qué? Ni siquiera sé lo que debo comprender.

– Que necesito espacio, intimidad. Vamos, Slade, tú sabes mejor que nadie lo que se siente cuando toda la familia habla de ti, se preocupa por ti y te presiona todo el tiempo. Me están volviendo loca… Por eso te marchaste tú y me marché yo de Grand Hope.

– Bueno, siempre has estado loca -bromeó.

Randi se quitó las gafas y se recostó en la silla.

– ¿Ahora vas a hacer el payaso? -preguntó, mirándolo con sus ojos marrones-. ¿Qué pasa con ese detective privado?

– ¿Con Striker?

– Sí. He oído que es amigo tuyo.

– Lo es.

Ella frunció el ceño.

– Pues no me gusta que ande cotilleando por ahí.

– ¿Por qué?

– Porque no quiero que se dedique a hurgar en mi intimidad, en mi vida. Si es amigo tuyo, dile que se mantenga lejos.

– Lo siento mucho, Randi. Lo de contratarlo fue idea mía.

– Una mala idea. No lo necesitamos. Tenemos al departamento del sheriff… el inspector Espinoza está haciendo un buen trabajo. Kelly no debió dejar su empleo en la policía para marcharse con Striker.

Slade notó algo extraño en la inquina de su hermanastra.

– ¿Tienes algo contra Striker? ¿O contra los detectives privados en general?

– Contra él y contra los detectives en general. ¿No te basta con la policía?

– No.

– Pero…

– Kurt sólo intenta ayudarnos a encontrar a ese cerdo. Deberías cooperar un poco más. Te comportas como si ocultaras algo.

– ¿Como qué?

– Dímelo tú.

– Te lo diría si lo supiera. Cuando recobre la memoria, tú serás el primero en saberlo -aseguró.

– Sí, claro. Pues intenta concentrarte en asuntos más serios que mis relaciones sentimentales de hace quince años.

Randi entrecerró los ojos.

– Eso te ha molestado, ¿verdad? ¿Qué pasó entre Jamie y tú?

– No me acuerdo. No he pensado mucho en ello.

– Hasta ahora -puntualizó, con una sonrisa pícara-. ¿Y qué piensas hacer?

– ¿Hacer? Nada en absoluto.

Slade apretó los dientes al pensar en la abogada. Por primera vez desde la muerte de Rebecca, se sentía atraído por una mujer.

Como no quería hablar de ello, miró la pantalla del ordenador y preguntó:

– ¿En qué estás trabajando?

– Ahora sólo estaba revisando el correo -contestó ella-. Llevaba tanto tiempo sin conectarme que tardaré en ponerme al día. Pero necesito mi portátil. Este ordenador es de Thorne y no puedo trabajar mucho con él.

– No te preocupes, ha comprado otro. Lo traerán en cualquier momento.

– Eso resolverá algunos de mis problemas…

– ¿Dónde está tu portátil, por cierto?

Randi se mordió el labio.

– No lo sé… no puedo recordarlo… pero ¿por qué no se lo preguntas a Kurt Striker? He oído que la policía y él han estado en mi piso.

La hermanastra de Slade se pasó una mano por el pelo, que llevaba corto, y añadió:

– No quiero causaros problemas. Sé que intentáis ayudarme, pero es muy frustrante. Tengo la sensación de que es importante que vuelva a mi piso, eche un vistazo a mis cosas y encienda mi ordenador… no sé por qué. Puede que sólo contenga ideas para columnas de prensa, pero también cabe la posibilidad de que haya algo relevante, tal vez el motivo por el que quieren quitarme la vida.

– Tal vez, sí. Juanita me ha dicho que estabas escribiendo un libro.

– Es verdad, pero tampoco recuerdo de qué trataba.

– Entonces, tendremos que encontrar tu portátil. Striker se encargará.

– Striker. Genial -murmuró ella.

Slade se dirigió a la cocina, alcanzó el abrigo que había dejado en el gancho y salió al exterior. Hacía fresco y el cielo empezaba a oscurecerse. Las nubes amenazaban con más nieve, pero no le importó.

Subió a la camioneta y arrancó. No tenía ni idea de adónde ir. Quizá al pueblo, a tomarse una copa. Pero entonces, cayó en la cuenta de que lo que verdaderamente quería hacer era ver a Jamie de nuevo.

– Maldita sea…

Metió la primera y alcanzó su paquete de tabaco. La camioneta se deslizó un poco al pasar por una placa de hielo, y él pensó que sus relaciones con las mujeres siempre habían sido extremadamente problemáticas.

Pero no se iba a mentir a sí mismo. Quería ver a Jamie otra vez, y quería verla aquella misma noche.


Jamie se estremeció de frío mientras se ponía los vaqueros y su jersey preferido. Después, bajó a la cocina, sacó una cacerola, la fregó y puso a calentar una sopa de carne y verduras. Casi podía imaginar a su abuela sentada a la mesa y mirándola por encima de sus gafas.

– Te extraño mucho, abuela -dijo en voz alta.

Cuando se tomó la sopa, dejó el plato en la pila y siguió con la limpieza de la casa, habitación por habitación. Había estado a punto de contratar a una empresa para que se hiciera cargo, pero pensó que el ejercicio le vendría bien y que a Nita le habría gustado que lo hiciera personalmente. «Un poco de trabajo no hace mal a nadie», solía decirle cuando Jamie intentaba escabullirse de sus obligaciones.

Nita Parsons se había dado cuenta de que su nieta podía acabar mal, y había decidido no repetir el mismo error que había cometido con el padre de Jamie, un alcohólico que abandonó a su familia dos días después de que Jamie cumpliera ocho años. Cuando su madre se vio desbordada por una adolescente rebelde, Nita decidió intervenir. Y su intervención le había costado unas cuantas canas.

– Lo siento -susurró.

Jamie tenía intención de limpiar los suelos y las superficies de madera hasta dejarlos relucientes. Pintaría habitaciones con el tono amarillo suave que tanto le gustaba a Nita, y haría todas las reparaciones que se pudiera permitir.

Pero al final, vendería la casa.

Casi podía oír la expresión de disgusto de su abuela.

– Esta casa será tuya algún día, Jamie -le había dicho en cierta ocasión-. No la vendas nunca; la tierra es buena, y cuando el clima acompaña, saco lo necesario para alimentarme. Si eres lista y trabajas lo suficiente, sus diez hectáreas te sacaran adelante… no tendrás que preocuparte por pagar a un casero o a un banco. Yo he vivido épocas muy malas, incluidas dos guerras, y puedo asegurarte que los granjeros nos las arreglamos bien. Tal vez tuviéramos remiendos en la ropa y agujeros en los zapatos, pero nuestros estómagos estaban llenos y no nos faltó un techo.

Por aquel entonces, a Jamie le parecía todo tan aburrido que no hacía caso a Nita; y ahora, mientras limpiaba las telarañas del salón, se sintió culpable. Iba a vender la casa y a dejar a Caesar en manos de algún desconocido.

Se mordió el labio y miró la mecedora donde su abuela se sentaba a ver la televisión, la mesita de café que tendía a estar llena de revistas de crucigramas y jardinería y la estantería con las pipas de su abuelo, los libros y los álbumes de fotografías. En una de las esquinas estaba el viejo piano con su banco correspondiente, desgastado después de tantos años de alumnos que iban a verla para que les enseñara a tocar.

Nostálgica, miró hacia el exterior.

Una sombra pasó por delante de las persianas.

Su corazón se detuvo del susto. Pero enseguida vio una cara pequeña y dorada, de ojos verdes. Era el gato de su abuela, que se había encaramado al alféizar.

– ¡Lazarus!

Jamie sonrió, corrió hacia la entrada, abrió la puerta y encendió la luz del porche. El gato entró a toda prisa, huyendo del frío.

– ¿Qué estás haciendo aquí, viejo?

Lazarus caminó con ella hacia el salón y se frotó contra sus piernas. Jamie lo tomó en brazos y sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Cuando Nita murió, el animal quedó al cuidado de Jack y Betty Pederson, unos vecinos. No esperaba volver a verlo.

– Te has escapado, ¿verdad? Eres un mal chico…

Lazarus ronroneó con fuerza. Su abuela siempre decía que parecía un motor fueraborda.

– Ven, tengo algo para ti -murmuró.

Lazarus la siguió hasta la cocina, donde ella templó un poco de leche, para que no estuviera tan fría, y se la sirvió en un cuenco.

– Aquí tienes.

Acababa de pronunciar la frase cuando oyó pasos en el porche delantero. Un momento después sonó el timbre.

– Me parece que te has buscado un lío, Lazarus.

Jamie se apresuró a abrir. Esperaba encontrarse con Betty o con Jack; pero cuando se asomó por la mirilla de la puerta, vio los ojos azules de Slade McCafferty.

Загрузка...