Allí estaba, sentado en su maldita mecedora como si fuera un trono.
Slade McCafferty notó un sabor amargo en la boca cuando miró a través del parabrisas de su camioneta, lleno de insectos aplastados, y vio el amplio porche delantero de la casa que había sido su hogar durante los primeros veinte años de su vida.
El viejo, John Randall McCafferty, estaba más tieso que el palo de una escoba. Hasta cierto punto, Slade lo respetaba por su obstinación, por su tenacidad, por su empeño en salirse con la suya frente a la opinión de todos sus hijos; pero no le había salido bien: el mayor de los hermanos, Thorne, era un abogado de éxito que se había hecho millonario y que tenía su propia empresa en Denver; el segundo, Matt, se había marchado y había adquirido una propiedad cerca de la frontera de Idaho; y Randi, la hermanastra de Slade y la más pequeña de todos, vivía en Seattle y escribía columnas en un periódico de la ciudad.
Sólo quedaba él, Slade.
La oveja negra de la familia.
El rebelde.
El que siempre se metía en líos.
Pero le daba igual lo que pensaran.
Cuando salió de la camioneta, sintió tal punzada en la cadera que hizo una mueca de dolor. Incluso notó que la piel se le tensaba en la cicatriz, apenas visible, de la cara: un recordatorio de heridas aún más profundas, heridas que no había conseguido superar.
Se detuvo para encender un cigarrillo y empezó a subir por la pradera de hierba seca y escasa, todo un testimonio de la aridez del clima. Era mayo, pero la primavera había resultado más cálida de lo habitual y había llovido poco.
John Randall se mantuvo en silencio, meciéndose en su asiento mientras observaba a su hijo con ojos entrecerrados. Una brisa, feroz como el aliento del diablo, agostaba la pendiente sobre la que se asentaba el rancho. La casa, de dos pisos de altura y con un reborde verde oscuro en las ventanas, había sido refugio, campo de batalla y prisión; al menos, desde el punto de vista de Slade.
Dio una calada profunda a su cigarrillo, sintió el humo en los pulmones y miró al hombre que lo había engendrado.
– Hola, padre.
Sus botas resonaron en los escalones del porche. Harold, el viejo perro de caza de John Randall, alzó su cabeza canosa y movió el rabo, golpeándolo contra los tablones del suelo.
– Hola, hijo.
Pasaron un par de segundos. Sólo se oía el rabo del perro.
– Pensé que no vendrías -continuó John.
– Dijiste que era importante.
Slade pensó que su padre no tenía buen aspecto. Lo único que quedaba de su pelo eran unos cuantos mechones plateados que apenas le cubrían la calva; sus ojos, antaño de color azul eléctrico, se habían apagado; sus dedos se habían vuelto nudosos y su debilidad física quedaba patente en el simple hecho de que estuviera sentado en la mecedora, junto a la puerta. Pero su carácter de hierro seguía presente en la fuerza de su mandíbula y en su recta espalda.
– Lo es. Siéntate.
John Randall señaló un banco situado debajo de una ventana. Slade se quedó de pie y se apoyó en la barandilla, con el sol detrás.
– ¿Qué ocurre? ¿Qué era tan urgente?
– Que quiero un nieto.
– ¿Cómo?
A Slade se le hizo un nudo en la garganta.
– Ya me has oído. No me queda mucho tiempo, Slade; me gustaría marcharme a la tumba sabiendo que has sentado la cabeza, que has fundado una familia y que nuestro apellido no se extinguirá.
– Creo que deberías hablar con mis hermanos. No soy la persona más adecuada para eso -replicó.
Slade hablaba en serio. No era persona adecuada; y mucho menos entonces, después de lo que había pasado.
– Ya he hablado con Thorne y Matt. Te toca a ti.
– No tengo intención de…
– Sé lo de Rebecca -lo interrumpió-. Y lo del bebé.
Slade tuvo la sensación de que una manada de caballos se desbocaba en su cabeza. Hasta su cicatriz parecía latir.
– Sí, bueno, tendré que vivir con ello -declaró, clavando los ojos en su padre-. Pero preferiría estar en el infierno.
– No fue culpa tuya.
– Eso he oído -ironizó.
– No puedes castigarte hasta el fin de tus días -afirmó su padre, más compasivo de lo que Slade lo creía capaz-. Se han ido. Fue un accidente terrible, una pérdida muy dolorosa… pero la vida sigue.
– ¿Tú crees? -se burló, con amargura.
– Sí, por supuesto que sí. No permitas que la tragedia te arruine la vida.
John Randall se llevó una mano al bolsillo del chaleco y sacó su reloj. Era de oro y plata, y tenía grabado el símbolo del Flying M, su rancho, el orgullo y la alegría de toda su existencia.
– Toma, quiero que lo tengas tú -añadió.
– No, quédatelo.
El anciano sonrió con ironía y le puso el reloj en la palma de la mano.
– Adónde voy a ir, no me servirá de nada. Tómalo. Así tendrás un recuerdo mío -dijo-. Y no malgastes la vida, porque es más corta de lo que crees; ya es hora de que superes el pasado. Echa raíces en algún sitio y búscate una mujer.
– Me pides un imposible.
Una mosca pasó junto a la cabeza de John Randall, que la apartó de un manotazo.
– Hazme un favor, Slade; deja de ir de un lado para otro y averigua lo que quieres. Lo sepas o no, necesitas una mujer, una compañera, la madre de tus hijos.
– No eres el más adecuado para hablar de eso.
Slade tiró el cigarrillo al suelo y lo apagó con el tacón de la bota.
– He cometido muchos errores, es verdad -admitió su padre.
Slade no dijo nada.
– Pero los cometí porque era joven y estúpido -añadió.
– ¿Como yo ahora? ¿Eso es lo que intentas decir?
– No. Simplemente espero que aprendas de mis equivocaciones.
– ¿Equivocaciones? -preguntó-. ¿Te refieres a tus dos matrimonios? ¿O a tus dos divorcios?
– Puede que ambos.
Slade alzó la mirada y contempló las colinas del rancho. El viento había levantado una nube de polvo que se arremolinaba alrededor del viejo tractor.
– Y crees que debo casarme, claro.
– Sí, lo creo.
– No puedo creer que tú, precisamente tú, me digas eso. Si no recuerdo mal, tus matrimonios te dejaron sin blanca -le recordó.
John Randall suspiró.
– El dinero no me importaba, hijo; pero traicioné a una mujer buena y dejé a mis hijos en la estacada. Perdí vuestro respeto, y eso… bueno, es difícil de asumir -le confesó-. No me interpretes mal; volvería a actuar del mismo modo. Si no hubiera hecho lo que hice, no habría tenido a tu hermana.
– ¿Acaso estás diciendo que mereció la pena?
– Sí -contestó-. Espero que algún día puedas perdonarme; pero sobre todo, espero que encuentres a una mujer que te haga creer de nuevo en el amor.
– No cuentes con ello.
Slade se apartó de la barandilla y dejó el reloj en el regazo de su padre.