Capítulo 13

Faltaban pocas horas para el amanecer. Jamie observó el aparcamiento del hospital desde las ventanas. Había dejado de nevar.

Y aún no sabía nada de Slade.

Se apoyó en el marco y echó un sobre de leche en polvo en el café. Sabía que Slade seguía con vida porque si le hubiera pasado algo, se lo habrían dicho. Pero no tenía noticias de él.

Miró las puertas dobles de la planta de Urgencias por enésima vez y cruzó los dedos para que alguien, quien fuera, un médico, una enfermera, cualquier persona, apareciera y le diera algún tipo de información. Sólo sabía que, además de las quemaduras y del humo que había respirado, también había sufrido daños en la espalda.

Estaba desesperada. Se preguntó dónde estaría Nicole, por qué no había ido a verla. Tampoco sabía gran cosa de Thorne.

Jamie había llegado cinco minutos después de la ambulancia y, al no ser familia directa de los McCafferty, los empleados del hospital se la quitaron de encima. Desde entonces habían pasado varias horas, y ya estaba agotada. Pero marcharse a casa no habría servido de nada. No podría descansar. No sin conocer el estado de Slade.

Pensó en lo que habían hecho durante los últimos días. Lo vio con el hacha, aquella primera noche, cortando madera; lo vio el día en que salieron a buscar el árbol de Navidad, con las niñas; y naturalmente, rememoró cada segundo de su encuentro amoroso en el pajar del establo, el mismo edificio donde había estado a punto de perder la vida.

Sintió un nudo en la garganta y quiso llorar.

Pero no podía. Debía mantener la calma. Cabía la posibilidad de que Slade la necesitara.

Se sentó en una de las sillas; un segundo después, oyó que la llamaban.

Era Chuck.

– ¡Jamie!

Su ex jefe avanzaba por el pasillo, hacia la sala de espera. Eran las cuatro y cuarto de la mañana y estaba afeitado y perfectamente vestido con unos pantalones de color caqui, el jersey que ella le había regalado las Navidades anteriores y una chaqueta de lana. Si hubiera llevado una gorra, cualquier habría dicho que iba a jugar al golf.

– Acabo de enterarme -declaró.

– ¿Cómo?

Chuck la miró con preocupación.

– Matt me ha llamado por teléfono. Pensó que debía saberlo… Thorne McCafferty es amigo mío -contestó.

Jamie cerró los ojos por un momento.

– Matt está muy preocupado por ti -continuó él-. Bueno, Matt y su prometida… ¿cómo se llamaba?

– Kelly.

– Sí, en efecto, la mujer que se casará con él en cuanto las cosas vuelvan a la normalidad -dijo Chuck, intentando bromear para animarla-. Creo que la hermana de Thorne está a punto de llegar. Por lo visto, estaba esperando a que llegara la niñera, o el ama de llaves, y se quedara con los niños.

– Comprendo.

– ¿Te encuentras bien?

– Más o menos -respondió.

– ¿Y Thorne?

– No sé nada, pero estaba bien cuando lo dejé. Espero que Nicole aparezca en algún momento y me informe.

– Por lo que Matt me ha dicho, Slade se ha llevado la peor parte. Tengo entendido que Thorne entró en el establo a sacar a su hermano.

– Sí, eso parece, pero no sé nada más. Sólo sé que Thorne entró, lo sacó de entre las llamas y lo dejó en el exterior. Slade perdió la consciencia rápidamente.

Chuck se sentó junto a Jamie.

– Estás enamorada de él, ¿verdad?

Jamie asintió.

– Creo que sí. Bueno, creo que…

– Descuida, Jamie, no tienes que darme explicaciones -la interrumpió, mirándola con cariño-. Siempre supe que lo nuestro no saldría bien, que yo no era lo que tú querías; pero esperaba que… en fin, dejémoslo. Sólo espero que sepas lo que haces.

– Lo sé, Chuck.

– Entonces, te deseo suerte.

Jamie tuvo la impresión de que Chuck iba a decir algo más, pero las puertas dobles se abrieron a continuación y apareció Nicole, con expresión muy seria.

Jamie salió a su encuentro.

– Lo siento, no he podido venir antes.

– ¿Cómo está Slade?

– Saldrá de ésta. Ha sufrido heridas de poca importancia y quemaduras de segundo grado en la cara y en las manos, pero no es eso lo que preocupa a los médicos.

– Entonces, ¿qué es?

– Su espalda, Jamie. Tiene dañada una vértebra. Podría tener problemas en la médula espinal -contestó.

Jamie osciló de tal manera que Chuck se acercó y la tomó del brazo.

– ¿Es muy grave? -acertó a decir.

– Todavía no lo sabemos.

– ¿Está consciente?

– No.

– ¿Y qué pronóstico tiene? -intervino Chuck.

– Es pronto para saberlo, pero el doctor Nimmo es un neurocirujano magnífico y se mantiene en contacto con los mejores médicos del país. Os aseguro que mi cuñado está en buenas manos.

– ¿Cuándo podré verlo? -preguntó Jamie.

– Cuando los médicos terminen con él -respondió Nicole-. Pero podrían tardar bastante… será mejor que te vayas a casa y descanses un poco. Aquí no puedes hacer nada más. Te prometo que te llamaré en cuanto sepamos algo.

– Quiero quedarme.

– ¿Para qué? No tendría sentido. No serías de ayuda -explicó Chuck.

– Tal vez no, pero me sentiré mejor.

Chuck suspiró.

– Él ni siquiera sabrá que estás aquí.

– Eso es cierto -dijo Nicole-. Márchate y descansa unas horas.

– No, no, echaré una cabezada aquí, en la sala de espera -insistió Jamie, tozuda-. Si se produce algún cambio en su estado, avísame.

Nicole asintió.

– Por supuesto.

– Gracias, Nicole…

Chuck intentó convencerla de que volviera a casa de su abuela, pero Jamie se mantuvo en sus trece.

– Jamie, piénsalo un poco. Deberías…

– No insistas, Chuck. No me vas a convencer.

Jamie se apoyó en la ventana. Chuck dijo algo sobre bajar a la cafetería y llevarle algo para desayunar, pero ella no tenía hambre.

Miró la hora otra vez, observó el movimiento del segundero y, mientras el tiempo pasaba, cayó en la cuenta de que durante muchos años no había hecho otra cosa que huir de la verdad, del hecho inequívoco de que estaba enamorada de Slade McCafferty.

Siempre lo había amado. Y probablemente, siempre lo amaría.


– Tienes que afrontarlo de una vez, Randi. Alguien te ha querido enviar un mensaje, y no se anda por las ramas.

La voz de Kurt Striker sonó seca y contundente. Sus ojos, verdes como el jade, se clavaron en ella mientras bajaba por la escalera.

Randi lo maldijo para sus adentros, pasó a su lado y se dirigió al salón. Los artificieros ya habían comprobado la casa y los bomberos habían extinguido el fuego del establo, del que sólo quedaban los restos y la cinta amarilla de la policía.

Matt había llamado a Larry Todd, el capataz, que apareció poco después. Los dos hombres y Kelly se estaban encargando de reunir el ganado y de resguardar a los caballos en el granero del rancho.

Había sido una noche terrible. Thorne y Slade seguían en el hospital; dos de los caballos habían muerto; el rancho estaba patas arriba y los niños todavía no se habían recuperado de la impresión sufrida.

– ¿Es que no me has oído? Todo esto es por ti, Randi.

Randi pensó que Striker no la dejaría en paz. Vestido con unos pantalones vaqueros y una chaqueta de cuero, el detective privado se había acercado a la chimenea para avivar los rescoldos. El salón tenía un aspecto tan agradable y familiar como de costumbre, pero si miraba más allá del árbol de Navidad, por la ventana, la realidad se imponía con la imagen de la destrucción.

– No estoy tan segura de que esté relacionado conmigo. Puede haber sido un accidente -insistió ella.

– He hablado con el jefe de bomberos. Están prácticamente seguros de que ha sido provocado. Por lo visto, pusieron una bomba conectada a la puerta, para que se activara cuando alguien la abriera. Slade no tuvo la menor oportunidad.

– Qué horror…

Kurt cruzó la habitación y se detuvo a milímetros de Randi.

– Es posible que tengas razón. Es posible que el atentado no esté relacionado contigo, sino con alguien que quiere hacer daño a tu familia en general; pero teniendo en cuenta lo que te ha pasado, creo que ha sido por ti.

Striker se pasó una mano por la nuca, pero sin apartar la vista de sus ojos.

– Reacciona de una vez, Randi. Deja de jugar con las vidas de tus hermanos y de tus sobrinas. Deja de jugar con la vida de tu propio hijo.

Randi estalló sin poder evitarlo. No podía pensar con claridad, pero no necesitaba las acusaciones y las sospechas de aquel hombre.

– ¡Yo no estoy jugando con ellos! -exclamó.

– Sólo te pido que nos ayudes a atrapar a ese canalla.

– ¿Crees que no quiero ayudaros? Striker no contestó.

– Haré todo lo que esté en mi mano, todo lo que pueda -continuó ella, enfadada y cansada de tanta acusación-. ¿Qué quieres saber?

– Todo. Todo lo que recuerdes de tu vida antes del accidente. Quiero saber en qué estabas trabajando en el periódico de Seattle. Quiero saber de qué trata el libro que estabas escribiendo. Quiero saber por qué despediste a Larry Todd. Quiero saber qué hacías en esa carretera de Glacier Park. Y por supuesto, quiero saber el nombre del padre de tu hijo.

Randi tragó saliva con inseguridad. Striker notó que no estaba dispuesta a decírselo y la agarró de los brazos, implacable.

– No más mentiras ni medias verdades ni amnesias falsas. No tenemos tiempo para más estupideces. Es una suerte que Slade y Thorne sigan vivos, Randi, y también lo es que tú sobrevivieras en el hospital; pero la suerte se acaba siempre, en algún momento… y la próxima vez, alguien podría morir.


Alguien tenía un martillo y le estaba dando golpes en la cabeza. Y esa misma persona había decidido que sus pulmones le ardieran como si estuvieran en llamas.

Eso fue lo primero que Slade pensó, pero enseguida se acordó del incendio y de sus imágenes, tan claras como si estuvieran a todo color.

Recordó el fuego, los caballos, la voz de Thorne, la viga que lo había atrapado y hasta la expresión de la cara de Jamie Parsons cuando lo vio en el exterior del edificio.

Abrió un ojo y vio barrotes de metal, cortinas y un montón de monitores a su alrededor. Por el aspecto del lugar, llegó a la conclusión de que estaba ingresado en el Hospital Saint James, el mismo hospital adonde habían llevado a Randi después del accidente de coche.

– ¿Señor McCafferty?

Slade intentó concentrarse en la enfermera que se inclinaba sobre él. La mujer sonrió de forma agradable y le tocó un brazo.

– ¿Qué tal se encuentra?

– Fatal -respondió.

La garganta le quemaba y apenas podía hablar. Quiso sentarse, pero descubrió que la espalda le dolía terriblemente y que no podía mover las piernas.

– Tendremos que ajustar su medicación para el dolor -dijo la mujer-. Acabo de llamar al médico. Supongo que aparecerá en cualquier momento.

Slade intentó mover las piernas otra vez, con el mismo resultado. Además, tuvo la sensación de que la enfermera lo miraba de forma extraña, como si le ocultara algo importante.

– Mis piernas…

– Ha sufrido un severo traumatismo en la espalda. El doctor se lo contará cuando llegue.

– ¿Un traumatismo? ¿En la espalda?

Slade apretó los dientes con fuerza y se estremeció.

– El médico…

– Olvídese del médico -la interrumpió-. ¿Me está diciendo que estoy paralizado? Dígame la verdad, por favor.

La enfermera se mantuvo en silencio.

– ¡Quiero hablar con el médico ahora mismo! -exclamó él, perdiendo la paciencia-. Y llame a mi cuñada, la doctora Nicole Stevenson, es decir, Nicole McCafferty.

Otra enfermera apareció a los pies de la cama cuando Slade empujó el colchón para incorporarse un poco.

– El médico le ha administrado unos sedantes.

– ¡No quiero sedantes! Maldita sea… ¿estoy paralítico y encima quieren sedarme para que me quede dormido?

Con un esfuerzo supremo, Slade logró sentarse en la cama.

– Señor McCafferty, por favor. Tranquilícese un poco.

Slade se miró las piernas e intentó moverlas de nuevo, pero no lo conseguía. Mientras las enfermeras le administraban los sedantes por vía intravenosa, él apartó la sábana y vio que sus piernas seguían allí, como siempre.

Algo más tranquilo, pensó que estaba soñando, que el establo seguía en su sitio, que Diablo Rojo esperaba su comida y que él despertaría en su habitación.

– ¿Dónde diablos está el médico? Llámelo y…

Slade se sintió súbitamente cansado. Justo entonces apareció Nicole.

– ¿Slade? ¿Cómo estás?

– Dímelo tú -contestó, casi incapaz de hablar-. ¿Estoy…? ¿Estoy paralítico? Dime la verdad.

Nicole lo miró durante un segundo.

– Es pronto para decirlo. Hay un problema con una de tus vértebras, pero el doctor Nimmo está haciendo lo que puede. Va a consultarlo con otros especialistas.

– Pero… existe la posibilidad…

Slade empezaba a quedarse dormido.

– No pensemos en eso ahora.

Él cerró los ojos y se preguntó cómo sería su vida si perdía la capacidad de mover las piernas. La imagen de Jamie le vino a la cabeza; pensó que era una mujer preciosa, inteligente, con éxito, una mujer con quien no podría hacer el amor, ni tal vez tener hijos, si se confirmaba el peor de los pronósticos.

Segundos después, se quedó dormido.


– Quiero ver a Slade.

Ya no estaba cansada. Cuando supo que Slade había recuperado la consciencia, Jamie sintió tal descarga de adrenalina que se levantó de la silla, como empujada por un resorte, y se enfrentó a Nicole. Chuck se había llevado a Thorne al rancho, pero Nicole se había quedado en el hospital para consultar la situación con el neurólogo y para informar a Jamie sobre el estado de Slade.

– Si está despierto y dejan entrar a las visitas, quiero verlo -insistió.

Nicole frunció el ceño.

– Ahora está dormido. Sólo ha estado consciente durante unos minutos. Las enfermeras le han administrado un sedante para el dolor.

– No me importa -declaró Jamie, que no pensaba rendirse-. Nicole, por favor, intenta ponerte en mi lugar… necesito ver a Slade. Sé que no soy de la familia, pero pensé que te las arreglarías para que me dejaran entrar.

– Podría conseguirlo, sí.

Nicole la miraba con preocupación. Llevaba una bata de médico.

– Pues consíguelo.

– ¿Seguro que estás preparada?

– Seguro.

– Sólo podrás quedarte unos minutos.

Jamie respiró a fondo.

– Lo comprendo.

– Muy bien, lo haré, pero con una condición: estarás con Slade un par de minutos y después te irás a casa a descansar. Ordenes del médico.

– De acuerdo, lo haré. Pero déjame entrar.

Nicole hizo un gesto hacia el ascensor.

– La Unidad de Vigilancia Intensiva está en la tercera planta. Su cama está en la sala común, separada de las contiguas por unas cortinas. Te acompañaré para asegurarme de que te dejan pasar.

– Gracias, Nicole.

Entraron en el ascensor y salieron en la planta de la UVI. Jamie se estremeció al ver que Slade estaba vendado, entubado y completamente inmóvil. Tenía cortes, rasguños y quemaduras por toda la cara.

– Oh, Slade… -murmuró.

– ¿Estás bien? ¿Seguro que quieres verlo?

Jamie asintió.

– Entonces, te dejaré un momento a solas con él.

Nicole se alejó hacia el mostrador de las enfermeras.

Jamie se acercó a la cama, se mordió el labio y repitió el nombre del hombre de quien se había enamorado.

– Slade… Soy yo, Jamie. He venido a ver cómo te va.

Sus ojos se llenaron de lágrimas. Slade estaba allí, tumbado, incapaz de moverse, y cabía la posibilidad de que no recobrara el movimiento de las piernas.

Lo tomó de la mano y añadió:

– Te pondrás bien, ya lo verás.

No podía soportar la idea de que quedara confinado a una silla de ruedas, de que ya no pudiera esquiar ni escalar picos ni descender por ríos de montaña ni conducir coches de carreras ni hacer ninguna de esas cosas que tanto le gustaban.

Pero tenía que ser fuerte. Por él.

Por los dos.

– Hay algo que quería decirte desde hace tiempo, vaquero -declaró, intentando mantener la compostura-. Te amo, Slade. Sé que te parecerá una locura, pero creo que siempre te he amado. Y quiero que sepas que estaré aquí, contigo, cuando despiertes.

Slade no movió un párpado, ni un solo músculo. Las palabras de Jamie no tuvieron ningún efecto milagroso. Siguió tumbado, inconsciente.

Jamie vio que Nicole la miraba y supo que su tiempo había terminado.

– Volveré -le prometió, conteniendo las lágrimas a duras penas-. No te vayas a ninguna parte. Espérame aquí.

Cuando se alejó, Jamie se secó las lágrimas con el dorso de la mano y permitió que Nicole la acompañara fuera de la UVI.

– Se recuperará -dijo Nicole.

– ¿Pero cuándo? -preguntó, prácticamente fuera de sí-. Oh, discúlpame, Nicole… tenías razón al suponer que esto me resultaría doloroso. Gracias por haberme dejado entrar.

Nicole sonrió.

– Ve a casa y duerme un poco. Quién sabe… puede que cuando te despiertes, Slade vuelva a ser el de toda la vida y hayamos descubierto quién puso la bomba en el establo del rancho. Te llamaré si se produce algún cambio.

– Gracias de nuevo.

Jamie pulsó el botón del ascensor y añadió:

– Como médico, ¿crees que Slade volverá a caminar?

– No lo sé -respondió, aparentemente sincera-, pero está con uno de los mejores especialistas en la materia. Pondría mi vida y las vidas de mis hijas en manos del doctor Nimmo. Además, Slade es un McCafferty. Si hay un hombre que pueda sobrevivir a esto, es él. Ha pasado por cosas peores, Jamie. El año pasado estuvo a punto de morir en un accidente de esquí. ¿Lo sabías?

Jamie asintió.

– Sí, me lo dijo.

– Yo no estaba entonces en la familia, pero Thorne me lo contó después. Sus heridas eran graves, aunque lo que llevó peor fue la muerte de Rebecca y de su bebé. Desapareció mucho tiempo. Se culpaba por no haber podido salvarlos.

Jamie se quedó helada. Sabía lo del accidente, pero era la primera noticia que tenía sobre el niño.

– ¿Insinúas que se llevaron al niño a esquiar?

– No. Rebecca estaba embarazada de cuatro o cinco meses. Pero ¿no me has dicho que Slade te lo había contado?

– No me dijo lo del bebé. Sólo sabía que había perdido a un ser querido.

El ascensor llegó y las puertas se abrieron.

– Te mantendré informada -afirmó Nicole-. Te lo prometo.

Jamie se sintió más angustiada que nunca. Slade había perdido dos hijos; primero el suyo, y luego, el de Rebecca.

Cuando llegó al piso bajo, salió del hospital y se dirigió al aparcamiento. Una vez allí, miró hacia la tercera planta, se abrochó el abrigo para protegerse del frío y vio que tenía una brizna de heno en la tela, un recuerdo de sus momentos de amor en el pajar.

Empezaba a nevar otra vez. Jamie entró en el coche y arrancó.

Habría dado cualquier cosa para que Slade volviera a caminar.

Cualquier cosa.

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