Capítulo 10

El teléfono sonó en el mismo momento en que Ben entró en su apartamento. La visita que le había hecho a su madre le había levantado el ánimo; algo normal, ya que parecía que no había nada que pudiera minar la moral de aquella mujer. El aparato sonó una vez más. El hecho de saber que probablemente se trataba de Emma amenazaba con echar a perder su mejorado estado de ánimo, pero, por otra parte… ¿qué sentido tenía retrasar lo inevitable?

– Callahan -descolgó el auricular.

– ¡Buenas tardes! -la alegre voz de Emma resonó al otro lado de la línea, alta y clara.

– Hola, Emma -deliberadamente omitió cualquier frase que incluyera la palabra «bueno».

– ¿Se acostó muy tarde anoche?

– ¿Significa esa pregunta que me estuvo llamando esta mañana?

– Sí. Quería advertirle de que el hermano de Logan pretendía hacerle a Grace una visita sorpresa, pero supongo que lo descubrió de la peor manera posible, ¿verdad?

– ¿Perdón?

Ben estaba a punto de ahogarse en su propio sentimiento de culpa. La anciana no podía conocer lo que estaba pasando entre Grace y él. Si era así, le quitaría el caso y el apartamento en un santiamén. Y, evidentemente, una vez que Logan estaba al tanto de las actividades nocturnas de Ben, existía la posibilidad de que Emma también lo estuviera…

– Estuve llamando desde las nueve. No estaba en casa anoche, ni a primera hora de la mañana, ni durante toda la tarde… Ha estado muy ocupado. De todas formas supongo que sabrá que Logan y Cat hicieron una aparición repentina… porque sigue vigilando de cerca todos los movimientos de Grace, ¿verdad?

– Por supuesto -Ben sacudió la cabeza-. Quiero decir, sí, sé que ha venido su nieto.

Ben se había sentido con libertad de visitar a su madre sabiendo que Logan y Cat mantendrían entretenida a Grace durante todo el día. No había tenido que preocuparse de que se le ocurriera ir al parque o meterse en otro lío con el hermano mayor de Kurt.

– Logan es un hombre maravilloso -comentó Emma-. Me costó un poco que se relacionara con Catherine, pero tengo que reconocer que estuve a la altura de ese desafío.

– Por supuesto.

– ¿Qué hay de Grace?

Al escuchar ese nombre, a Ben se le contrajo el estómago de necesidad, de anhelo. Y de una culpa inmensa. No tenía ganas de revelar ninguna información sobre la vida privada de Grace a Emma. A su cliente. A la persona a la que debía lealtad. No quería informar a Emma de que Grace tenía muchas amistades, o de que sacaba fotografías para un folleto solidario, un trabajo admirable. Ni siquiera quería revelarle que era feliz. Aquello le parecía una traición de la peor especie.

Pero ya había aceptado un adelanto para sus gastos en la misión, había comenzado a vivir en un apartamento cuya renta pagaba Emma y había puesto a su madre en una lista de espera para conseguir atención personalizada, en una residencia mucho más cómoda que la que tenía. Profesionalmente hablando, le había prometido a Emma el mejor de los servicios. Pero, a un nivel personal, a su madre le había prometido todavía más. Estaba obligado para con las dos. Negándose a plantearse dónde podía encajar Grace en un escenario semejante, se concentró de nuevo en la conversación con su abuela.

– Ya casi he terminado con la misión. Tengo toda la información necesaria para que se quede tranquila por lo que respecta a su nieta. Sólo necesito un día o dos más para rematarlo todo -«para acechar al atacante del parque e informar a la policía de sus actividades», añadió Ben para sí. Una vez que la policía empezara a vigilar a aquel tipo, su trabajo habría tocado a su fin-. Cuando llegue ese momento, le entregaré un informe definitivo.

De repente Emma profirió un extraño sonido, como si se ahogara, y empezó a toser.

– ¿Se encuentra bien? -le preguntó Ben.

– Sí -siguieron unos segundos de silencio, durante los cuales la anciana debió de beber unos tragos de agua-. Perdone. Lo que quería decir es que estoy impresionada por la rapidez con que ha ejecutado su trabajo.

Ben se imaginó en aquel momento a Grace yaciendo desnuda bajo su cuerpo. Emma no sabía ni la mitad de lo que había pasado.

– Gracias.

– No necesito un informe escrito. Con su palabra me vale.

– Se lo agradezco, pero siempre cierro mis casos así. Bueno, me ha encantado trabajar para usted. Como ya le he dicho, dentro de un par de días le entregaré en persona toda la información necesaria.

Colgó el auricular y se dedicó a ordenar todo lo posible el apartamento. Pero su mirada vagaba incesantemente hacia la puerta, como si pudiera ver lo que estaba sucediendo al otro lado del pasillo, en el piso de enfrente. Le desgarraba el deseo de volver a ver a Grace. De repente, el teléfono sonó de nuevo.

– Creía que ya habíamos terminado… -pronunció nada más descolgar.

– Te has equivocado de persona, hombre.

– Hola, León.

Ben escuchó atentamente el motivo de la llamada de León y maldijo entre dientes. La punzada de culpa que antes había experimentado adquirió otro significado. Grace había vuelto al parque. Aquel carácter tan independiente que tenía la iba a llevar a la tumba… sobre todo si algo le había sucedido. Colgó violentamente el teléfono y salió del apartamento a toda velocidad.


Cuando llegó, Ben se encontró con la escena que León le había descrito: un enjambre de gente arremolinada frente a un edificio, con un coche de policía aparcado delante. Estaba sudando de miedo. Y no dejó de sudar hasta que logró ver a Grace, sana y salva. Sin embargo, muy a pesar suyo, todavía no logró acercarse a ella.

– Hey, hombre.

Al escuchar aquella voz, se volvió hacia el chico larguirucho y avispado a quien debía eterna gratitud.

– ¿Qué ha pasado, León?

– A tu chica se le da muy bien meterse en problemas. Se presentó de pronto con su cámara colgada al cuello, preguntando a todo el mundo cosas como si alguien había visto a Bobby, cuando todo el mundo sabe que Bobby no quiere que le vea nadie. Y luego sacó a su hermano pequeño, cuando todo el mundo sabe que Bobby tiene a Kurt para que le haga los recados, si sabes lo que quiero decir…

– Aparentemente nadie quiere acercarse demasiado a Bobby -Ben musitó una maldición.

– Así es -asintió León-. Como te estaba diciendo, esa chica se quedó sola con Kurt y luego fue Bobby quien se quedó a solas con ella.

– ¿Qué sucedió? -inquirió Ben, con un nudo en el estómago.

– Hubo suerte. La señora Ramone conoce bien a su hijo y avisó a la poli.

– Antes de que alguien resultara herido…

– Sí, y antes de que me vean por aquí, me largo ahora mismo…

– Ya nos veremos en las canchas, León.

Luego se concentró en Grace. La multitud ya se había dispersado y los agentes de policía estaban subiendo al coche patrulla cuando Ben se acercó al viejo edificio. No pretendía recriminarla en público, pero cuando estuvieran a solas…

– Hola, Gracie.

– ¡Ben! -se levantó rápidamente de donde estaba sentada-. ¿Qué estás haciendo…? No importa.

Evidentemente estaba sorprendida de verlo. Y evidentemente también percibió en seguida su sombrío humor, porque retrocedió un paso con gesto inseguro y volvió a sentarse. Le lanzó una inocente sonrisa a la que Ben, en otras circunstancias, habría sido incapaz de resistirse.

– ¿Conoces a la señora Ramone? -miró a la señora que se encontraba su lado-. Es la madre de Kurt. ¿Te acuerdas de Kurt? ¿El niño de la foto que te enseñé?

– Recuerdo la foto -pronunció entre dientes-. Encantado de conocerla, señora Ramone -estrechó la mano de la mujer, deteniéndose en la expresión cansada y llorosa de su rostro prematuramente envejecido.

La señora le explicó que Grace se había presentado en su casa, con la foto incriminadora en la mano. Con el mayor tacto posible Grace le había presentado la prueba de que su hijo mayor estaba enredado en asuntos de drogas, explicándole que la idolatrización que le profesaba Kurt podía acarrearle serios problemas. Luego se había llevado a Kurt a comprarle un helado. Fue de regreso a casa cuando se encontró con Bobby Ramone.

– Pero la policía estaba esperando, y yo les había entregado la foto. Tienen a Bobby detenido -dijo Grace-. En cuanto a Kurt, hay un programa escolar que le servirá de gran ayuda para salir adelante.

Seguía nerviosa después de lo sucedido, lo cual no era de extrañar. Ben, por su parte, acababa de aprender algo trascendental sobre ella. Dejando a un lado su carácter imprudente, Grace tenía un gran corazón… y por eso la amaba.

Fue en aquel preciso instante cuando tomó conciencia de su amor por ella. La miró con los ojos muy abiertos y expresión temerosa, como si todavía quisiera echarle en cara que hubiera corrido un riesgo tan grande, a la vez que ansiaba estrecharla entre sus brazos y sentir que estaba a salvo. Podría luego decirle lo orgulloso que se sentía de ella y…

Pero no haría nada de eso. Porque no tenía ningún derecho sobre Grace Montgomery. No cuando su relación entera estaba basada en una gran mentira… su mentira. Un engaño que sólo él podría corregir. Y lo corregiría. Tenía que hacerlo si quería dar una oportunidad a su futuro.

Sabiendo que no podía hablar con Grace, no mientras aquel doloroso nudo en la garganta amenazara con ahogarlo, Ben se volvió hacia la madre de Kurt.

– Si me necesita para algo, llámeme -sacó de su cartera una tarjeta de presentación y se la entregó-. Tengo algunos contactos con servicios sociales que tal vez puedan servirle cuando liberen a su hijo. Intentaré que Bobby consiga un trabajo decente.

La mujer lo abrazó, emocionada. Y Ben también se emocionó. Aquella mujer le recordaba demasiado su origen. Pero era como si los recuerdos de su triste pasado no le dolieran ya, simplemente estaban allí, existían. Y Ben tenía la sensación de que era a Grace a quien tenía que agradecérselo. Por comprenderle. Por haberle aceptado como la persona que antaño había sido.

– ¿Lista para irnos? -le tendió la mano a Grace.

Lo miró con expresión insegura, hasta que finalmente aceptó su mano y dejó que la ayudara a levantarse.

– Si estás pensando en gritarme, te advierto que tengo los oídos muy sensibles -le advirtió.

Ben se echó a reír, aunque su estado de ánimo no era precisamente de lo más desenfadado.

– Tienes muchas cosas muy sensibles -le murmuró al oído-. No esperaba que tus oídos no lo fueran. Pero, no te equivoques, vas a tener que escuchar lo que tengo que decirte.

Grace alzó los ojos al cielo, pero no dijo nada.


– Le encontraron cocaína a Bobby Ramone. Con los cargos de posesión y tráfico de droga, me temo que va a estar encerrado una temporada -le comentó Grace.

Vio que Ben seguía tensando la mandíbula. No había abierto la boca durante todo el trayecto en metro y, en aquel momento, cuando se encontraban frente al edificio de apartamentos, Grace esperaba aligerar un poco el ambiente antes de que cada uno se metiera en su piso. Suponía que aún no había asimilado la repentina aparición de su hermano y, evidentemente, había empezado a retraerse de nuevo. Por lo demás, todavía estaba demasiado furioso con ella.

– No te engañes con Bobby. Si confiesa y le da a la policía alguna pista sobre el pez gordo, no tardará en regresar a las calles y tú volverás a estar como antes -el humor de Ben no podía ser más sombrío.

– Si hubieras estado por aquí, yo te habría avisado de que tenía intención de ir al parque -le comentó Grace, tentando su suerte y cruzando los dedos.

No era necesario que supiera que había tenido que enfrentarse a aquel asunto ella sola. No había tenido más remedio. Por muy asustada que se hubiera sentido, era algo que había tenido que resolver sin ayuda. Para demostrarse que era capaz de cuidarse a sí misma y de intervenir en el mundo sin el dinero o el respaldo de la familia Montgomery Sin la ayuda de Ben.

– No me mientas -añadió Ben sin soltarle la mano, mientras la guiaba hacia la entrada del edificio-. Y tampoco te mientas a ti misma diciéndote que esto ya ha terminado. Porque no terminará hasta que yo no me asegure de ello.

Percibiendo la necesidad que sentía de estar al control de la situación, Grace asintió.

– De acuerdo.

El silencio se prolongó entre ellos mientras subían en el ascensor, y Grace renunció a intentar encontrar una forma de arreglar las cosas mientras él no se tranquilizara. Porque Ben seguía paralizado de miedo por dentro al pensar lo cerca que había estado ella de sufrir algún daño. Hasta que la adrenalina no dejara de correr por sus venas, no tenía nada más que decir. De repente, cuando dobló la esquina del pasillo, se detuvo en seco.

Un desconocido se encontraba frente a la puerta del apartamento de Grace, con una maleta en la mano, un equipo de música en el suelo y una camilla plegable apoyada contra la pared.

– ¡Marcus! -exclamó Gracie con una mezcla de sorpresa y deleite, y se apresuró a lanzarse a sus brazos.

– No me digas que te has olvidado de la tradicional sorpresa de cumpleaños de tu abuela -el hombre fingió un tono ofendido.

Ben se aclaró la garganta.

– ¿Y qué sorpresa es ésa, si se puede saber?

– Oh, Marcus Taylor, masajista. A su servicio -se volvió hacia él, tendiéndole la mano.

Masajista. Una intrusión que en absoluto necesitaba Ben. De todas formas le estrechó la mano, seguro de una cosa: de que no podría soportar el pensamiento de que aquel hombre tocara a Grace. No le importaba que ese tipo se ganara la vida con sus manos, ni lo muy profesional que pudiera ser. No iba a ponerle las manos encima a Grace.

– ¿Cuánto le pagan por una sesión? -le preguntó mientras se llevaba una mano a la cartera.

– ¡Ben! -le recriminó Grace, ofendida, en el mejor tono indignado de los Montgomery.

Ignorando aquella protesta Marcus citó una suma verdaderamente astronómica, y sólo por una hora de trabajo.

– Voy a proponerle algo -le dijo Ben mientras contaba el dinero que tenía y se lo iba entregando billete a billete-. La señorita y yo queremos estar solos. Seré yo quien le haga ese masaje. Esto debería cubrir el alquiler del material y algo más. Tómese la tarde libre, haga el favor.

Grace asistió a aquel diálogo, o más bien monólogo, con la boca abierta.

– ¿Grace? -Marcus se volvió hacia ella, desorientado.

A modo de incentivo adicional, Ben añadió un último billete de cien dólares al fajo que ya le había dado.

– Vaya, lo cierto es que me viene muy bien para comprarle a mi novia el anillo de compromiso del que se ha encaprichado… -comentó el hombre, algo avergonzado.

– Al menos lo empleará en un buen fin -repuso Ben.

Miró a Grace. Sus cálidos ojos castaños se habían oscurecido de placer y se echó a reír. Con una risa cantarina, contagiosa. Ben pensó irónico que disponía de otros medios para salirse con la suya, pero aquél era sin duda el más efectivo. Y, por lo que se refería a su cartera, el sacrificio valía la pena.


Ben la había echado del dormitorio mientras se preparaba. En aquel instante Grace paseaba nerviosa de un lado a otro del salón, hirviendo de expectación y deseo. No se hacía ilusiones. Aún seguía furioso, pero al menos había sentido celos de Marcus. Lo suficiente para sobornarlo.

Se estremeció, consciente de que por mucho que amara su recién conseguida independencia, también la encantaba la posesiva actitud de Ben. Siguió esperando mientras él se encargaba de su sorpresa de cumpleaños, incapaz de creer que se hubiera olvidado del ritual de Emma. Cada año desde que cumplió los dieciocho, Emma había enviado a su masajista particular a su nieta a modo de regalo especial, con el lema «si cuidas bien tu cuerpo, lo demás vendrá solo». Como Grace padecía de jaquecas desde que era niña, generalmente provocadas por la tensión de vivir bajo las reglas de una familia tan estricta y con tantas y constantes discusiones, Emma había insistido en que siguiera aquel particular método de cura. Lo que había empezado como una forma de terapia se había convertido en un regalo de cumpleaños del que Grace disfrutaba plenamente… y que ansiaba recibir todos los años.

– Venga -la llamó de pronto Ben-. La camilla ya está lista. Te he dejado la sábana encima de la cama. Saldré cuando te hayas cambiado.

Grace sintió un delicioso cosquilleo en su interior mientras entraba en el dormitorio. Ben se había metido en el cuarto de baño a esperar allí a que se desvistiera, tal y como habría hecho Marcus. Se desnudó, ignorando los estremecimientos que la recorrían. Porque sabía que aquello no iba a ser un simple masaje…

Envuelta en la sábana, se tumbó boca abajo en la camilla.

– Ya está -gritó, y apoyó la cabeza en los brazos, esperando.

La puerta del cuarto de baño se abrió.

– ¿Qué música prefieres? -le preguntó Ben.

– Mmm… la cascada -nada la relajaba más que el lejano estruendo de la cascada acompañado de unos acordes de violín.

Ben puso en el equipo la cinta adecuada y bajó la intensidad de las luces hasta dejarlas en penumbra. A los pocos segundos Grace reconoció el exquisito aroma del aceite de coco. Estaba cada vez más expectante. Por fin las grandes y cálidas manos de Ben empezaron a hacer su trabajo, comenzando por los pies y trazando lentos círculos en sus plantas, relajando músculos que no sabía que tenía. La tensión empezó a abandonar poco a poco su cuerpo…

Prosiguió con los tobillos y las pantorrillas, tomándose su tiempo antes de llegar a los muslos… donde la relajación cedía su turno a la excitación sensual. Sus largos dedos resbalaban por la cara interior de sus piernas ascendiendo cada vez más, explorando lugares que ningún masajista se habría atrevido a tocar.

– No estoy muy segura de que esto responda a la definición habitual de «masaje».

– Bueno, pensé que podríamos forzar un poquito las reglas -deslizó un dedo por su húmedo sexo, arrancándole un gemido-. Al fin y al cabo, mañana es tu cumpleaños -se acercó más, hasta abanicarle el oído con su cálido aliento-. A no ser que tú tengas alguna objeción.

– Ya te dije que durante demasiado tiempo siempre fui una buena chica.

La acarició íntimamente una vez más antes de retirarse y romper todo contacto, Grace se estremeció, frustrada.

– Tranquila -le dijo él con una voz ronca que consiguió inflamarla aun más.

Grace alzó la cabeza a tiempo de ver cómo se untaba nuevamente los dedos de aceite. Un brillo de pasión y deseo fulguraba en sus ojos. ¿Eran imaginaciones suyas o había creído distinguir un violento dolor en aquella mirada, una desesperación que no creía posible?

Sabía que Ben no había planificado aquella intimidad. De hecho, desde la llegada de su hermano, probablemente lo que había planificado era retirarse, retraerse de nuevo. Aquel interludio debía de ser su manera de aligerar la tensión que había vivido antes, cuando ella estuvo en peligro. Grace también era consciente de que su propia y abrasadora necesidad era, en cierta medida, un desahogo de miedo y adrenalina.

Volvió a sentir las manos de Ben en sus caderas y sus nalgas, acercándose de nuevo a aquel inexplorado territorio de su cuerpo. Una inesperada punzada de gozo y alegría la atravesó al ver la satisfacción que brillaba en sus ojos. Tal vez la desesperación que antes había vislumbrado en su mirada se debía a la necesidad que sentía de aprovechar al máximo el poco tiempo que le quedaba.

Ese descubrimiento la impulsó a querer ofrecerle todo lo que tenía. Todo y más. De esa manera, cuando abandonara su vida, jamás olvidaría a Grace Montgomery. Lo miró con avidez, devorándolo con los ojos.

– Sólo he sido mala contigo -una seductora sonrisa se dibujó en sus labios.

En esa ocasión Ben deslizó los dedos todavía más profundamente dentro de su sexo, en una caricia lubricada por el aceite de coco y por su propia y femenina humedad.

– ¿Qué tal?

– No está mal… pero puedes hacerlo mejor.

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