Capítulo 4

Grace bajó la cámara y la dejó sobre la cómoda. Estaba sudando y el corazón le latía a toda velocidad, consecuencia tanto de haber estado observando a Ben como de sus cavilaciones sobre el día que se avecinaba. Se desperezó, arqueando la espalda; tenía algunos músculos doloridos después del ataque que había sufrido el día anterior. Se estremeció al recordarlo y decidió que debía recuperar el coraje. Era lo que se imponía.

No podía vivir en Nueva York con miedo a pasear por la ciudad, ni dejar de frecuentar el barrio donde había hecho algunas amistades y encontrado una mina de fotografías perfectas para el folleto de CHANCES. Tenía que volver a aquel barrio, y la primera vez pensaba hacerlo sin cámara. Necesitaba enfrentarse con el problema que tenía, no buscarse más. Y necesitaba ir sola.

Para cuando salió del edificio, Ben todavía tenía el coche lleno de jabón. Así que cuando pasara de largo saludándolo con la mano él no podría hacer nada para detenerla. Pero bastó una sola mirada para que todas sus intenciones se disolvieran como jabón en el agua.

Se había quitado la camisa y lo primero que vio fue su espalda desnuda. Los músculos de sus hombros se tensaban y distendían mientras fregaba el coche con un trapo. Grace no podía seguir caminando y alejarse de él, por mucho que quisiera hacerlo. Ben era un misterio debajo de su exterior de tipo duro. Le había dicho que trabajaba como investigador privado. Una enigmática profesión para un hombre enigmático, un hombre al que admiraba por su capacidad de regresar a los barrios deprimidos como aquél en el que se había criado. Se necesitaban agallas para volver a las raíces; Grace lo sabía muy bien, pues aun seguía huyendo de las suyas. Se detuvo detrás de él.

– ¿Trabajando duro?

Ben se volvió, apoyando una mano en el espejo retrovisor.

– No creo que a esto se le pueda llamar trabajar. Sólo estoy disfrutando de mi día libre.

– Sé lo que quieres decir -hacía una mañana luminosa. Grace pensó que aunque había tenido intención de pasar su día libre haciendo fotos en el parque, también podía permitirse relajarse durante unas horas.

– ¿Adónde vas?

Grace sabía que le preocupaba que fuera al parque sola. Apreciaba su preocupación, pero no quería discutir. Además, ya había decidido aplazar su salida, así que alzó las manos a modo de burlona rendición.

– A ningún sitio del que tengas tú que preocuparte -«por el momento», añadió para sí. Rodeó el coche, deslizando una mano por el guardabarros-. Buen trabajo. ¿Ya has empezado con el interior?

– Aún no.

– Permíteme que te ayude -le dijo, arremangándose la camiseta.

– ¿Y tus manos? -le tomó una de ellas, y su cálido contacto la hizo estremecerse.

– Llevo las vendas.

Seguía sin soltarle la mano. Grace no sabía si él era consciente de ello, pero ella sí. Y junto a las deliciosas sensaciones que le suscitaba, una ola de determinación se alzó en su pecho. Había pasado su infancia y adolescencia reprimiendo sus deseos para representar el papel de «chica buena». Pero finalmente había soltado amarras y, gracias a Ben, tenía la oportunidad de probar la experiencia de ser… «mala». Dado que aquella oportunidad tenía un límite de tres semanas, debía obrar con audacia. Así que aspiró profundamente y acarició con el pulgar la callosa palma de Ben.

Ben retiró la mano con un gesto de sorpresa, y se volvió luego hacia el coche.

– Vale, ayúdame si quieres. Si es que estás segura de poder hacerlo.

– Lo estoy.

– Entonces a trabajar -le señaló el montón de artículos de limpieza que estaban en el suelo.

Grace se agachó para recoger un trapo seco y un frasco de líquido limpiador y subió al coche. Aunque había dejado la puerta abierta, se vio envuelta por el aroma de Ben, tan sexy y penetrante. La química sexual, algo que nunca antes había llegado a comprender, estaba funcionando. Y, como había llegado a ser habitual siempre que estaba cerca de él, empezó a arder por dentro.

¿Qué podría acabar con el rígido control de un hombre como Ben?, se preguntó mientras limpiaba el parabrisas. Se atrevió a mirarlo por la ventana y, para su diversión, lo sorprendió observándola. No era la primera vez que sucedía y, al cabo de algunos minutos, se dio cuenta de que tampoco fue la última. Finalmente bajó del coche.

– Hace mucho calor. Todavía estamos en primavera, pero debe de hacer casi treinta grados.

– Un día perfecto para lavar un coche -comentó Ben desde el otro lado, donde estaba limpiando los tapacubos.

– Aja. Una chica puede agarrar una buena sudada si no toma precauciones -haciendo acopio de coraje, se fue enrollando el borde de la camiseta para hacerse un nudo bajo los senos, como si fuera una especie de top-. Así está mejor -comentó, abanicándose con una mano.

Ben la miró detenidamente de arriba abajo, tal y como ella había esperado. Luego se quitó las gafas de sol.

– ¿Interesante? -le preguntó Grace con una sonrisa.

Vio que tensaba la mandíbula. Habría jurado incluso que aquel rígido control suyo se estaba resquebrajando.

Ben aspiró profundamente.

– Anda, sigue trabajando antes de que la casera del edificio me retire el permiso de lavar aquí el coche por escándalo público -musitó.

«Misión cumplida», se dijo Grace, con un suspiro de alivio. Estaba disfrutando seduciéndolo. Volvió a subir al coche.

– Hacía tiempo que no tenía la oportunidad de hacer algo así -le comentó-. Cuando mi hermano cumplió dieciséis años, le regalaron su primer coche. Un último modelo… -de repente se interrumpió. Había hablado sin pensar y se maldijo entre dientes.

¿Por qué todos aquellos pequeños sucesos de su infancia y adolescencia la avergonzaban ahora, después de haber conocido a Ben? Incluso después de haber renunciado a la cuenta que sus padres le habían abierto desde que era niña, seguía avergonzándose de su pasado, de su ambiente. Sacudió la cabeza. Bueno, al fin y al cabo la vergüenza no era algo tan malo, de hecho, era positiva. La enseñaría a ser humilde y a valorar todas aquellas cosas que ahora se estaba esforzando por conseguir.

– ¿Ultimo modelo de qué marca? -le preguntó Ben.

– Porsche -respondió con voz débil.

– Guau -silbó, admirado-. ¿Y qué le regalaron a la princesa cuando cumplió los dieciséis años?

– ¿La princesa? -exclamó Grace, como si no comprendiera la implicación de sus palabras.

– Sí, tú -se apoyó en el techo del coche-. La princesa Grace.

Tenía el rostro tan cerca del suyo que Grace sintió el impulso de acariciarle una mejilla, de saborear el tacto de su barba de varios días. De jugar con el fuego que él había avivado. Pero de pronto deseó que hubiera entre ellos algo más que una simple atracción sexual. Quería que Ben la apreciara y respetara tanto como ella le apreciaba y respetaba a él. Tal vez no supiera mucho de su vida, pero su carácter era lo suficientemente elocuente. Era como un caballero de brillante armadura, siempre dispuesto a ayudar a los débiles y a socorrer a las damiselas en apuros. Reprimió una carcajada, sabiendo como sabía que a Ben no le gustaría nada esa descripción. Por lo demás, ella no quería ser una inalcanzable princesa encerrada en una torre…

– ¿Es así como me ves?

Ben captó el tono de decepción de su voz y se sintió como un verdadero canalla por servirse de un tema tan delicado como aquél en su propio beneficio. Lo que no comprendía era por qué se avergonzaba tanto Grace del ambiente al que pertenecía, sobre todo cuando ya se había labrado una vida independiente.

– Princesa -murmuró, repitiendo la palabra-. ¿Es tan malo que te llamen eso?

– Si eso me pone fuera de tu alcance… -extendió una mano para acariciarle una mejilla-… sí que lo es.

Pero era allí precisamente donde tenía que estar Ben: fuera de su alcance. Por eso había utilizado a propósito el término «princesa».

– Te lo he llamado de la manera más amable y respetuosa posible -incluso a sus propios oídos aquella excusa sonaba de lo más patético.

– Ya, claro -gruñó, disgustada-. Mira, ésta no es la primera vez que me lo has llamado o que me lo has insinuado, así que voy a hablarte de mi ambiente, ¿vale? Procedo de una rica y aristocrática familia de Nueva Inglaterra, tal y como tú suponías. Pertenecemos a una tradición política ininterrumpida desde comienzos de siglo y no contamos con un solo caso de divorcio en nuestro historial. ¿Quieres saber por qué?

Al detectar la amargura de su tono, Ben se arrepintió de haber sacado a colación aquel tema. Detestaba la idea de haberle producido incluso el más leve dolor.

– ¿Por qué?

– Porque los Montgomery no se divorcian: lo aguantan todo -explicó disgustada-. Durante las cinco o seis últimas generaciones, los Montgomery siempre han hecho lo que se ha esperado de ellos. Siempre se han casado con la gente apropiada, por utilizar su palabra preferida. Como resultado ha habido matrimonios desgraciados, infidelidades, niños traumatizados… pero nada de eso tenía importancia mientras se guardaran las apariencias -sacudió la cabeza, consternada-. Mi hermano Logan fue el primero en romper el esquema, y yo me siento orgullosa de él. No porque haya traicionado su patrimonio, sino porque es feliz. En cuanto a mí, estoy trabajando en ello. Mientras tanto, sí, he aprendido el arte de parecer perfecta en público y quizá sea en eso donde encaje esa imagen de princesa que me has atribuido. Lo llevo tan dentro de mí que ni siquiera soy consciente de que me comporto así -le confesó suspirando de alivio, como si acabara de librarse de una enorme carga.

Ben no se engañaba. Que Logan hubiera sido capaz de liberarse no significaba que Grace pudiera hacer lo mismo. Aquella imagen de perfección que ella había aludido estaba presente en sus gestos, pero no tanto en su comportamiento, en sus actos. Lo cual no era precisamente lo único que le atraía de ella. Era asombroso que un mundo y un ambiente que siempre había sido objeto de su desdén hubiera formado a la mujer que tanto deseaba y admiraba. En aquel momento había una sombra de tristeza en sus ojos. Ansiaba estrecharla en sus brazos y ahuyentar los malos recuerdos que él mismo le había evocado.

– Y hay más -le dijo Grace.

– Te agradezco la sinceridad, pero no tienes por qué decirme nada.

– Claro que sí. Tienes que saberlo todo. Todo el dinero que posee mi familia no vale nada si terminas siendo una desgraciada o te pierdes a ti misma en el proceso -se ruborizó, aparentemente avergonzada por aquella confesión.

Ben estaba al tanto de los hechos por Emma. Y, por lo que sabía, casi podía llegar a creer que afortunadamente había escapado de aquel mundo. Casi. Grace estaba convencida de todo lo que le había dicho. Pero una vez que se encontrara a sí misma y consiguiera todo lo que estaba buscando, volver a la vida cómoda y regalada que había dejado atrás no sería tan difícil como podía parecerle. Era como una segunda naturaleza.

Sin embargo, en aquel instante ese mundo estaba lejos. Y lo que Ben tenía delante de sí era una mujer vulnerable. Una mujer que había hecho lo imposible: despertarle una emoción terriblemente profunda. Una razón más para dar marcha atrás. Le tomó una mano, apretándosela fugazmente. Por puro consuelo. Por una necesidad egoísta.

– Será mejor que sigamos trabajando.

Grace dejó escapar un profundo suspiro, como alegrándose de cerrar aquel tema, aunque sólo fuera por el momento.

– ¿Alguien te ha dicho alguna vez que eres un verdadero negrero?

Ben forzó una carcajada.

– Creo que me han dicho cosas peores -«mentiroso, por ejemplo», pensó disgustado, arrepintiéndose de haber elegido un oficio como el suyo.

Durante la siguiente hora trabajaron codo a codo. O, más bien, ella se dedicó a trabajar y él a admirarla. Admiraba la atención que ponía en los menores detalles, su diligencia al limpiar la guantera, la manera que tenía de balancear el trasero mientras eliminaba las manchas de la consola central… Sacudió la cabeza… Sin duda alguna, todos aquellos movimientos estaban calculados para llamar su atención. Y que el diablo se lo llevara si, de todas formas, no se sentía igualmente hipnotizado.

– Misión cumplida.

Grace salió del coche despeinada, desarreglada, nada que ver con la imagen de Grace Kelly con la que él había intentado describirla. Era tan hermosa, aristocrática e impresionante como lo había sido la joven princesa de Mónaco, pero, en aquel momento, tenía la ropa sucia y arrugada. Su Grace no era una princesa. Era real. Lo suficiente como para hacerle olvidarse del mundo al que pertenecía, así como del caso que tenía entre manos… si es que estaba buscando problemas. Y no lo estaba. Pero su cuerpo no parecía pensar lo mismo. Así como aquella parte de su cerebro que tanto apreciaba y admiraba a Grace Montgomery.

– Ya está. Huele a limpio que da gusto -le hizo una reverencia, como animándolo a que se asomara al interior del coche.

Pero lo que vio, cuando se inclinó Grace, fue el escote de su camiseta: dos redondeados y cremosos montículos encerrados en un delicado sostén de encaje. Sacudió la cabeza para distraerse antes de asomarse al interior del vehículo. Los viejos asientos brillaban de puro limpios, pero su cerebro seguía aferrado a Grace.

– Buen trabajo, Gracie.

– ¿De verdad? ¿Tú crees? Gracias -esbozó una radiante sonrisa.

– ¿Cuándo fue la última vez que te dijeron que habías hecho algo bien? -Ben estaba seguro de que su resentimiento con el ambiente del que procedía estaba relacionado con sus ocasionales accesos de inseguridad.

– Demasiado. Sobre todo procediendo de alguien que… me importa -admitió, ruborizándose.

Así que su instinto no le había fallado. Ben no tenía ninguna duda de que Emma había favorecido en todo lo posible la autoestima de Grace, pero a buen seguro que sus padres no habían hecho lo mismo. A juzgar por lo que le había dicho, la estrategia de su padre debió de haber dado resultado. Ben había tenido la inmensa suerte de que sus padres lo apoyaran emocionalmente y le expresaran siempre su amor. Pero al parecer Grace no había sido tan afortunada. Mientras admiraba su hermoso rostro, se alegró de haber podido contribuir en algo positivo a su vida, después de todo. Incluso aunque ella misma no se hubiera dado cuenta de ello.

– Bueno, tengo que marcharme ya.

– ¿Adónde? -le preguntó. Como si no lo supiera.

– Al parque. Y a las canchas de baloncesto. Hace sol y han anunciado lluvia para mañana -retrocedió un paso, impaciente por marcharse.

– Vale, dame diez minutos para cambiarme y te acompaño.

– No -negó con la cabeza-. Absolutamente no -volvió a retroceder-. Necesito hacer esto sola. Y sé que tú lo comprendes, o al menos que lo respetas. Si por lo menos pudieras hacer a un lado esos instintos de cavernícola y confiar en mí en esto…

– No puedo, Gracie -le habría gustado complacerla, aunque sólo fuera por lo mucho que ella lo deseaba, pero tanto su propia conciencia como su responsabilidad ante Emma se lo impedían. Debía y quería vigilarla, velar por ella.

– Ya suponía que no. Adiós, Ben.

Ben dejó escapar un gruñido. No había querido llegar a eso, pero Grace no le había dejado otra elección. Descolgó la manguera que estaba a su espalda.

– Grace -la llamó.

– ¿Qué? -le preguntó ella, volviéndose para mirarlo-. Ben, tengo que enfrentarme a mis miedos. Y no puedo hacerlo con un guardaespaldas al lado.

Tenía razón. Pero aun así no podía dejar que se marchara sola.

– ¿No me dijiste antes que solías lavar a mano coches con tu hermano?

– Pues… sí. ¿A qué viene eso?

– Oh, sólo quería recordarte los momentos divertidos de tu infancia -y, dicho eso, abrió el grifo del agua y la enchufó con la manguera.

Soltó un chillido al sentir el impacto del agua fría en el pecho y de inmediato se apresuró a arrebatarle la manguera, sólo que Ben fue más rápido. Tuvo más suerte la siguiente vez, ya que consiguió agarrar el tubo y tirar de él. El resultado fue que Ben se quedó con el grifo en la mano y la manguera cayó al suelo, moviéndose como una serpiente enloquecida y mojándolos a los dos.

Grace sabía que debería sentirse furiosa, pero lo cierto era que estaba demasiado ocupada riéndose a carcajadas. Durante aquellos breves instantes se sintió joven y libre; más libre de lo que se había sentido nunca. Ben cerró el grifo y se agachó para recoger la manguera del suelo.

– No creas que no sé que esto ha sido deliberado.

Ben se volvió hacia ella, con un malicioso brillo de diversión en los ojos.

– No me has dejado más opción.

La miró a los ojos antes de bajar la mirada, cuya dirección siguió Grace para descubrir que su sostén de encaje resultaba completamente visible a través de la tela de la camiseta. Se levantó una ligera brisa que la hizo estremecerse. La sombra de sus pezones se dibujaba con nitidez, destacando las dos erectas puntas, bajo la estupefacta mirada de uno y de otra. En aquel momento Grace habría apostado cualquier cosa a que el rígido control de Ben estaba a punto de estallar en mil pedazos. Y no podía decir que lo lamentara. Evidentemente había llamado su atención, y por muy incómoda y violenta que se sintiera, no tenía ninguna intención de cruzar los brazos sobre el pecho y arruinar aquel momento. Una «chica mala» jamás habría desaprovechado una oportunidad como aquélla.

– Hay una opción para todo, Ben -ambos sabían que se estaba refiriendo a la innegable atracción que existía entre ellos.

– Y yo voy a escoger la opción de marcharme antes de que esto se salga de madre -pronunció, volviéndose hacia el coche.

Pero Grace no estaba dispuesta a renunciar. No ahora. Lo agarró de una muñeca.

– ¿De qué huyes? -le espetó.

Pero varios vecinos habían empezado a entrar y a salir del edificio, así que Ben le propuso, mirando deliberadamente el frente de su camiseta.

– ¿No podríamos hablar de esto en un lugar más… discreto?

– Claro -Grace abrió entonces la puerta del coche. Había dejado plegado el asiento delantero, y se acomodó atrás. Y esperó.

Ben la miraba estupefacto.

– ¿Vas a reunirte conmigo o no? Porque me siento como una estúpida sentada aquí sola.

La expresión de Ben le indicó que no le divertían lo más mínimo sus bromas.

– Si no quieres, no hay problema -añadió ella-. Tú puedes entrar a casa a secarte mientras yo me voy al parque como tenía planeado.

– No vestida como si… como si no lo estuvieras.

– ¿Quieres ponerme a prueba? -le regaló la más dulce de sus sonrisas. Mojada como estaba, no tenía intención de ir a ninguna parte que no fuera su apartamento, y sólo si Ben la acompañaba. Pero con tal de que él acabara cediendo y se reuniera con ella en la intimidad del coche, estaba dispuesta a forzar un poco la mano. Finalmente, gruñendo, Ben se sentó al volante y encendió el motor.

– ¿Adónde vamos?

No le contestó. En lugar de ello arrancó y dobló la esquina del edificio hasta detenerse en el callejón que estaba justo detrás, tranquilo y solitario.

– Ya entiendo. Un sitio discreto -sonrió Grace-. Quizá me haya equivocado contigo y, después de todo, no estuvieras huyendo de mí…

Ben apagó el motor, salió del coche y se reunió con ella en el asiento trasero.

– De acuerdo, princesa. Jugaremos a tu manera. Ya tienes lo que querías. Ya me tienes solo para ti -la miró a los ojos-. Y ahora, ¿qué es lo que piensas hacer conmigo?

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