Capítulo 3

Grace le entregó las llaves a Ben para que abriera la puerta del apartamento. Estaba demasiado cansada para hacerlo ella y, además, le escocían terriblemente las magulladuras que tenía en las palmas de las manos. No estaba preparada para analizar detenidamente la prueba que había tenido que pasar ese día: el asalto del que había sido víctima antes de que Ben ahuyentara a su agresor.

De repente recordó la amenaza que había recibido: «Mantente alejada de esa barriada, o de cualquier otra». Cuadró los hombros. No iba a ceder a ninguna amenaza sólo porque se hubiera llevado un susto de muerte. Grace procedía de una familia compuesta por personas voluntariosas que lograban lo que se proponían, costara lo que costara. Esa tal vez fuera su única virtud. Decidió que, después de curarse esos arañazos, se desembarazaría de Ben. Su fuerte presencia la tentaba a apoyarse demasiado en él, a perder la independencia que había empezado a ganarse a pulso.

Ben entró y se hizo a un lado para dejarla pasar. Estaba despeinado y hacía bastante que no pisaba una peluquería, pero aun así seguía siendo el hombre más guapo que había conocido en su vida… Al diablo con su independencia. Apoyarse en Ben no le haría ningún daño. De hecho, eso era algo que probablemente le encantaría, y evidentemente la compañía de Ben hacía parecer mucho menos real la amenaza de peligro.

– Puedes dejar las llaves y la cámara encima de esa estantería.

– Tienes que curarte esas heridas -al ver que asentía, Ben le preguntó-: ¿Dónde tienes el antiséptico?

Que alguien cuidara de esa forma de ella era una novedosa experiencia, lo cual probablemente aumentaba su atractivo. A excepción de su abuela, nadie de su familia la había hecho sentirse querida y valorada por lo que era. Su madre lo había intentado, pero siempre había fracasado por la intervención de su padre. Y salvo su hermano Logan, ningún hombre de su familia la había hecho sentirse mimada o apreciada. De hecho, su padre, con sus imposibles exigencias y expectativas, había conseguido rebajarle la autoestima e incrementar su inseguridad.

Pero Ben la había ayudado a levantarse y la había llevado hasta su coche, haciéndola sentirse a salvo, segura. Después de haberlo visto con los chicos en el parque y de la preocupación que le había demostrado, ahora estaba segura de que no solamente se sentía atraída hacia él desde un punto de vista sexual. Ben le suscitaba una inmensa gama de sentimientos, y ninguno de ellos platónico: todos eran bien sólidos y reales.

– ¿Grace? El antiséptico.

– Está en la cocina. En el armario, a la izquierda del microondas.

Ben rebuscó en el armario y encontró un frasco de antiséptico para los arañazos, algodón, pomada con antibiótico y un curioso paquete de vendas, que examinó con atención.

– ¿Vendas para niños? ¿De colores y con dibujos? -inquirió, extrañado.

– Bueno, tenía que comprar material de botiquín para casa y… -se ruborizó-… eso era lo único que tenían en la tienda.

Ben se echó a reír, suavizada de repente su expresión, y un delicioso hoyuelo se dibujó en su mejilla derecha. En un impulso, Grace extendió una mano para tocárselo. Sintió el tacto cálido de su piel, áspera por la barba de varios días. Ben suspiró profundamente y ella dejó caer la mano.

– No juegues con fuego, Gracie. A no ser que quieras…

– ¿Quemarme? -le sostuvo la mirada-. Admito que me gusta la idea. Siempre tuve que ser una niña buena, nunca crucé ninguna calle sin un adulto al lado y jamás jugaba con cerillas. Estoy harta de ser buena. Quiero jugar con fuego.

Algo en él la impulsaba a mostrarse atrevida, a perder el pudor: era un sentimiento muy placentero. Ben apoyó entonces delicadamente las manos en sus caderas. Y antes de que ella pudiera adivinar lo que pretendía, la alzó en vilo y la sentó en el mostrador de la cocina.

– Primero vamos a ver esas manos y ese cuello.

Grace sonrió. Sí, primero le permitiría que le curara las magulladuras. Así tendría oportunidad de preguntarle quién era y a qué se dedicaba. Se moría de curiosidad.

– Enséñame las palmas de las manos -Ben necesitaba desesperadamente distraerse de la proposición tan tentadora como inocente que había recibido unos minutos antes.

Grace hizo lo que le pedía. Ben se lavó antes las manos en el fregadero y le limpió cuidadosamente los arañazos con algodón empapado en antiséptico.

– Se te dan bien estas cosas. ¿Tienes mucha práctica?

Ben reconoció aquel intento de Grace por distraerse del dolor que debía de estar sintiendo, al tiempo que procuraba sacarle alguna información.

– No tuve hermanos pequeños a los que curar y cuidar, si es eso lo que me estás preguntando.

Con los pulgares le extendió cuidadosamente la pomada por las palmas de las manos. El impulso de besárselas resultó abrumador. Sentía la necesidad de envolverla en sus brazos y protegerla de todo daño: algo que no tenía nada que ver con el caso que le habían encargado…

– ¿Qué me dices de los niños? -le preguntó ella.

Sorprendido por aquella pregunta tan directa, Ben le presionó una mano sin darse cuenta, arrancándole un gemido de protesta.

– Perdona. Grace, si quieres saber algo, sólo tienes que preguntármelo.

– Supongo que tienes razón -reconoció, azorada.

– Digamos que necesitas ensayar más tu talento para la investigación -rió él.

– Menos mal que te tengo a ti para que me asesores -se interrumpió Grace-. A no ser que haya por ahí una esposa o una novia de la que yo no sepa nada… -una mezcla de curiosidad y esperanza se dibujó en sus ojos castaños.

– No hay ninguna, e hijos tampoco. Pero con la palabra «ensayar» me refería a métodos más sutiles de conseguir información -abrió el paquete de vendas, de aspecto ridículo con tantos colores y dibujos de dinosaurios, y le protegió las heridas lo mejor que pudo-. Después iré a la farmacia de guardia para conseguirte unas vendas mejores.

– Oh, no es necesario. Podré sobrevivir con estas hasta mañana.

Ben ignoró sus protestas. Un viaje a la farmacia era su único medio para escapar a aquella situación.

– Vale, veamos ahora ese cuello…

Grace esbozó una mueca ante la perspectiva de que repitiera la misma operación con la quemadura que le había dejado la correa de la cámara en la piel.

– Creo que prescindiremos del antiséptico y pasaremos directamente a la pomada.

– Menos mal -suspiró de alivio.

– A ver…

Mientras se apartaba la melena para descubrirle el cuello, Grace abrió las piernas para que se acercara más a ella. Seducido por su fragante aroma, Ben comprendió que se hallaba en serios problemas e intentó tocarla lo menos posible.

De repente Grace cerró las piernas, envolviéndolo con su calor. Pudo sentir cómo se estremecía. Ben se vio obligado a aclararse la garganta antes de hablar, e incluso entonces su voz sonó como un ronco murmullo.

– ¿Prescindimos también de las vendas?

Grace volvió la cabeza de manera que su rostro quedó a sólo unos milímetros del suyo, con sus labios peligrosamente cerca. Una voz interior le ordenaba a Ben que se apartara, pero su cuerpo se negaba a obedecer. Ya había abierto la boca para hablar, para prevenir lo inevitable, cuando ella se aprovechó de su indecisión y le acarició los labios con los suyos.

Ardiente, dulce, exigente, generosa… Ben se vio asaltado por un inmenso remolino de emociones y sentimientos en el preciso instante en que sintió la caricia de su lengua. «Al diablo con la prudencia», se dijo mientras atendía aquel tácito ruego, besándola al fin en los labios. Grace gimió y él se embebió de aquel sonido, enterrando los dedos en su cabello de seda.

Pero todavía le quedaba una veta de cordura: su buen sentido le aconsejaba que se detuviera antes de que las cosas llegaran demasiado lejos. Y la sujetó de la muñeca, reclamando su atención. Grace echó hacia atrás la cabeza; con un brillo de deseo en los ojos lo miró fijamente, como si quisiera hipnotizarlo… hasta que el timbre del teléfono lo devolvió a la realidad. Ben intentó apartarse, pero ella seguía reteniéndolo con las piernas.

– Déjalo. Tengo contestador -pronunció, sin dejar de mirarlo y respirando tan aceleradamente como él.

Tres timbrazos después y se escuchó la voz de Grace pidiendo al autor de la llamada que dejara el mensaje, seguida de un pitido. La voz que pudieron oír a continuación era la de Emma, y Ben no pudo sentirse más culpable.

– Hola, Grace. Hace mucho tiempo que no sé nada de ti. Me gustaría saber cómo te las estás arreglando en esa inmensa ciudad. ¿Has conocido últimamente a alguien interesante? Ya sabes que no me importaría que me dieras un nieto antes de que me vaya al otro mundo. Y si eso es mucho pedir, ¿por qué no me das, en vez de eso, alguna pizca de información sobre tu vida? Después de todo, la mujer que te crió debería… -un pitido interrumpió el mensaje de Emma, ya que se había pasado del tiempo establecido.

Grace aflojó la presión de sus piernas en torno a su cintura y Ben aprovechó la oportunidad para apartarse. Vio que ella señalaba el teléfono.

– Lo siento -pronunció con voz temblorosa-. Emma, mi abuela, sigue conservando el don de la oportunidad.

– Parece una mujer de carácter.

– Oh, desde luego. La verdad es que es encantadora, y se preocupa mucho por mí.

– ¿Qué quería decir? ¿Que fue ella la que te crió?

– Sí. Ella era la única persona adulta de mi casa que se interesaba continuamente por mi hermano y por mí. La adoro -añadió con conmovedora ternura.

Ben pensó que la relación que Grace mantenía con Emma era semejante a la que él tenía con su madre, por lo que podía entender muy bien sus sentimientos hacia aquella mujer.

– Entonces yo diría que tienes mucha suerte de poder contar con ella.

– Pues, en las presentes circunstancias, no diría yo tanto… -rió Grace.

Teniendo en cuenta que Emma le había devuelto a la realidad, recordándole su trabajo y la relación que debería mantener con Grace, Ben se alegraba terriblemente de que hubiera recibido aquella llamada.

– Pero tu abuela tiene una buena razón para preocuparse, ¿no te parece? -intentó llevar la conversación al tema de la llamada de Emma.

– La verdad es que, hasta hoy, no había tenido ninguna -pronunció con tono ligero.

Su desenfadada risa no logró engañarlo. El ataque de aquella tarde la había afectado más de lo que le habría gustado admitir. ¿Por qué si no habría querido liberar su adrenalina con aquel maravilloso beso que le había dado?

– ¿Por qué no la visitas de cuando en cuando para tranquilizarla? -le preguntó Ben, siguiendo el curso de la conversación. Detestaba mentirle, aunque fuera de una manera tan sutil.

– Vive en Boston.

– Ah, claro. Tú eres de Nueva Inglaterra. Eso explica tu acento.

– Nacida y criada en Hampshire, Massachusetts. Pero la verdad es que no tengo ganas de hablar de mí.

– ¿Entonces de qué te gustaría que hablemos? -le preguntó Ben, arqueando una ceja-. Y no me digas que de ese beso, porque nunca debió haber sucedido -«por muy fantástico que haya sido», añadió para sí. Ser sincero con Grace era la única manera que tenía de evitar caer de nuevo en una situación tan comprometida.

– ¿Ah, sí? -cruzó las manos sobre el pecho-. ¿Puedes explicarme el motivo?

– Porque me aproveché de que estabas herida.

– Más bien fui yo quien se aprovechó de ti -sonrió-. Pero en lugar de andarme con rodeos, voy a decirte exactamente de qué quiero que hablemos. Quiero que hablemos de ti -apoyándose con ambas manos en el mostrador, saltó el suelo. Y en seguida esbozó una mueca de dolor.

– ¿Estás bien?

– Sí. Tendré que tener un poco de cuidado durante los próximos días.

– Dispones del fin de semana. A no ser que también tengas que trabajar.

– Trabajo en un estudio fotográfico de retratos, pero libro el sábado y el estudio cierra los domingos… lo que me recuerda que necesito avisarlos de que no iré a trabajar esta tarde.

– Adelante -Ben le señaló el teléfono. Mientras ella hacía la llamada, una oleada de alivio lo inundó. Durante los dos días siguientes ya no tendría que seguirla y vigilar sus movimientos, porque se quedaría en casa.

– El dueño del estudio es muy comprensivo -le informó Grace cuando colgó el auricular-. Hoy me quedaré descansando. Mi otro compromiso es un proyecto autónomo al que dedico mi tiempo libre, así que puedo permitirme relajarme un poco por estos días.

Ben sentía curiosidad por el proyecto que le había mencionado, pero era su bienestar lo que más le preocupaba.

– ¿No estarás pensando en volver a ese parque, verdad?

Grace cuadró los hombros y alzó la barbilla con gesto decidido.

– ¿Existe alguna razón por la que no debiera hacerlo?

– ¿No es obvia?

– No pienso dejarme asustar por ningún pequeño maleante. Yo no cedo a amenazas.

– ¿Amenazas? -inquirió Ben, alarmado-. ¿Hay algo que no me has contado, Grace?

Abrió la boca para hablar, pero la cerró al momento, tensando la mandíbula. Al parecer estaba decidida a esconderle lo que no le había dicho en el parque. Ben se dijo que si pretendía ocultarle algún secreto, estaba muy equivocada.

– ¿Grace?

Se mordió el labio inferior, el mismo que había besado con tanta pasión apenas unos minutos antes. Ben reprimió un gemido para concentrarse en lo más importante de todo: su seguridad.

– ¿Sabes? Lo estás haciendo otra vez -le dijo ella-. Estás cambiando de tema.

– Tú estás haciendo lo mismo.

– Pero es de ti de quien estamos hablando -sonrió, acercándosele-. Y estás eludiendo la petición que te he hecho antes. Quiero saber cosas de ti.

Ben meneó la cabeza, exasperado. Emma tenía razón. Grace necesitaba que alguien velara por ella. Tanto si le gustaba como si no, tendría que vigilarla de cerca hasta que supiera más de las amenazas que le había mencionado, y hasta descubrir lo que había detrás del asalto de aquel día. De repente aquel ataque no le parecía tan casual como le había parecido en un principio.

– Pregunta. Soy un libro abierto.

– Bien, entonces no te importará decirme cuánto tiempo vas a quedarte en ese apartamento que está enfrente del mío.

– No me importaría decírtelo si no sospechara que albergas algún motivo oculto. ¿Qué estás tramando, Gracie?

Grace se le acercó todavía más, hasta que Ben pudo aspirar su aroma y prácticamente saborear sus labios brillantes.

– Sólo quiero saber cuánto tiempo dispongo para seducirte.


Seducirlo. Grace había pronunciado aquella única palabra con tanta certidumbre que incluso veinticuatro horas después Ben todavía seguía excitado. Y lo peor de todo era que no creía que pudiera resistirse a un ataque frontal, abierto. Un ataque que se produciría más tarde o más temprano. Ahora Grace sabía que disponía de tres semanas para actuar… o no actuar, si él se salía con la suya.

Después de aquella declaración de intenciones, Ben había respondido a su pregunta para después retirarse a toda prisa. Grace debería haber captado la indirecta. Pero en vez de eso se había reído de él, indicio de que no contemplaba aquella retirada como un fracaso. Y teniendo en cuenta los sentimientos que se le estaban amotinando en su interior, tenía motivos más que suficientes para considerarse victoriosa.

Si solamente se hubiera tratado de su sexualidad, Ben estaba convencido de que habría podido mantener su distancia profesional. Pero en lugar de ello se encontraba frente a una mujer hermosa a la que respetaba tanto como admiraba. Renunciar a la cuenta que le había abierto su familia cuando le habría resultado mucho más fácil llevar una vida cómoda y regalada, o dedicar su tiempo libre a tareas solidarias, confirmaba que era una mujer valiente y generosa. Y aunque la noche anterior había logrado retirarse a tiempo, no estaba nada seguro de tener la fuerza de voluntad necesaria para volver a hacerlo.

Lo que Grace ni sabía ni comprendía eran las razones de aquella retirada. No se lo había preguntado aún, pero lo haría. Y Ben no podría explicárselo sin revelarle que le habían pagado para investigarla: algo que jamás sucedería, ya que estaba obligado a no traicionar la confianza de un cliente. La confianza que Emma había depositado en él estaba antes que sus sentimientos personales.

Sin embargo, tampoco quería tener que enfrentarse a la cólera de Grace cuando descubriera que la había engañado. Ya se sentía bastante culpable en aquellos momentos, y la culpa era un sentimiento que le era ajeno siempre que estaba investigando algún caso. Otro indicio de que había errado el camino. En aquel instante descolgó la manguera de la boca de riego del exterior del edificio y se acercó a su coche. Allí, en la zona de aparcamientos, había suficiente sitio libre para lavarlo. Era una forma de distraerse. Y Ben necesitaba aquella distracción más que su viejo Mustang un buen lavado.

Abrió el grifo y empezó a regar el coche con la manguera. Mientras se agachaba para levantar el cubo con el agua jabonosa, experimentó la incómoda sensación de que lo estaban observando. Intentó ignorarla, pero era imposible.

Era una sensación que crecía por momentos.

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