Capítulo 2

«Me gustaría llegar a conocerte mejor, Grace». Ben recordó aquellas palabras que había pronunciado mientras descargaba un puñetazo contra la pared. ¿En qué diablos había estado pensando para haber dejado hablar a su instinto en vez de a su cerebro? Había pasado los cinco últimos días observándola de lejos, pero aun así había subestimado el impacto que acababa de sufrir de resultas de su primer encuentro. Solamente había querido mostrarse amable para empezar a ganarse su confianza, pero en lugar de ello se había sentido abrumado, desbordado. Sus luminosos ojos castaños le habían cautivado al instante. La adrenalina había empezado a circular por sus venas desde el mismo momento en que escuchó su tierna voz y se vio envuelto en su fragante perfume. Se había retirado, pero no lo suficientemente a tiempo. Ni siquiera una ducha helada había logrado atenuar el efecto que le había producido Grace Montgomery.

Era un pequeño consuelo, pero al menos había realizado un progreso sustancial en su misión, y eso que apenas había transcurrido una semana. Cuando Emma le telefoneara para escuchar de sus labios su informe diario, lo cual se produciría en unos cinco minutos, sería capaz de anunciarle que ya había conocido a su nieta. Ben paseó por el apartamento, pensativo. No había necesidad de que la anciana supiera que se había dejado seducir y cautivar por sorpresa. La descripción que Emma le había hecho de Grace no le había hecho justicia, y estaba absolutamente convencido de que si no llevaba cuidado, acabaría enamorándose perdidamente de su nieta: una mujer procedente de un mundo completamente distinto del suyo y, además, el objeto de su investigación.

La ética laboral de Ben era muy rígida.

Trabajaba duro, mantenía a su madre, ahorraba siempre que podía y se aseguraba de que sus clientes quedaran contentos para que pudieran solicitarle nuevos servicios. Y era esa ética la que no le permitía enredarse con la nieta de una cliente. Lo que tenía que hacer era concentrarse en su trabajo, en el que había adelantado ya mucho. Conocía la rutina habitual de Grace. No sólo sabía que tenía un trabajo a tiempo completo en un estudio de fotografía, sino también que dedicaba el tiempo de la comida y los fines de semana a frecuentar un parque que hacía frontera con una serie de barrios muy deprimidos de la ciudad.

Ben conocía bien aquellos barrios: se había criado en uno de ellos y sabía lo muy tentadora que podría resultar Grace para los delincuentes de aquel entorno. No le había importado en absoluto poner a Emma al tanto de lo que hacía su nieta para ganarse la vida, pero se contenía de revelarle el resto. Necesitaba investigar un poco más en otros aspectos de la vida de Grace para descubrir por qué frecuentaba aquella zona de la ciudad, cámara en mano. Cuanto antes consiguiera aquella información, antes terminaría con el caso… evitando así que su corazón se viera dañado por una mujer que, indudablemente, terminaría por cansarse de su nueva vida.

Porque tal vez Grace Montgomery había conseguido independizarse, pero más tarde o más temprano echaría de menos a la familia que había dejado atrás y ansiaría volver a su antiguo y cómodo estilo de vida. La lujosa decoración de su apartamento demostraba que no había renunciado por completo a su pasado. Y Ben no la envidiaba por pertenecer a aquel mundo. Simplemente no tenía ninguna intención de salir perdiendo cuando la novedad de aquella forma de vida perdiera todo interés para Grace.


Grace salió de la oscura estación de metro. La libertad que sentía al caminar a cielo abierto, disfrutando deleitada de la caricia de la brisa y del sol en la cara, era maravillosamente estimulante. Pasó al lado de la casa cerrada que antaño había sido un restaurante, saludó al puñado de niños que siempre solía ver en sus visitas al parque y rodeó la esquina que llevaba a su zona de juegos y deportes preferida.

Como era habitual a la hora de la comida, las canchas de baloncesto estaban llenas de chicos, y se detuvo frente a la verja de hierro forjado. Cerrando los dedos en torno a los fríos barrotes de metal, se dedicó a observar los partidos. Los rebotes de la pelota contra el aro se mezclaban con la algarabía de voces masculinas. Todos los jugadores iban vestidos con camisetas blancas, de modo que no resultó extraño que llamara su atención el único que iba de gris… y que no era otro que Ben Callahan. No podía equivocarse: era él, con aquella melena negra al viento mientras corría y aquel cuerpo que había memorizado desde el primer día que lo vio.

No sabía qué podía estar haciendo allí, y decidió averiguarlo. Pero no antes de haber inmortalizado aquel instante en una foto. Hacía una semana entera que no lo veía, y no tenía intención de dejar pasar la oportunidad de darse un verdadero festín viéndolo, admirándolo a placer. Enfocó la cámara, pero en aquel preciso instante todo el mundo dejó de jugar y se acercó al banco para tomarse un descanso… todo el mundo excepto Ben y un solitario jugador que permanecía bajo el aro.

A pleno sol, Ben se enjugó el sudor de la frente con el dorso del brazo. Un gesto típicamente masculino, pero no había nada de típico en Ben. Su poderosa presencia y la sensualidad de sus movimientos lo diferenciaban de los demás hombres. Y Grace estaba apreciando todo eso mientras se disponía a fotografiarlo. Hablaba con aquellos chicos como si conociera su lenguaje, como si hubiera sido plenamente aceptado por ellos. Y era extraño, porque nunca antes lo había visto allí, en las canchas. Se preguntó quién sería y por qué había aparecido tan de repente. ¿Conocería a los chicos del barrio porque trabajaba en la zona o acaso tenía familiares allí?

Pero antes de intentar averiguarlo, se dedicó a hacerle varias fotos. Cada vez que disparaba una era como si se fundiera con Ben, embebiéndose de cada matiz, de cada gesto suyo, como si lo estuviera sintiendo. El corazón se le aceleró como si fuera ella la que estuviera jugando al baloncesto. Mientras Ben corría explicándole algo al joven que se había quedado con él en la cancha, Grace no podía apartar la mirada de su cuerpo musculoso, rebosante de energía. La camiseta, empapada de sudor, se le había pegado a la piel. Finalmente bajó la cámara, aspirando profundamente: se había quedado sin aliento. Hasta ese momento Grace había estado buscando a la mujer que debía de ocultarse debajo de la joven educada y formal que había fabricado su padre juez y su aristocrática madre. Era ahora cuando estaba empezando a descubrir la sensualidad que latía en su interior, esperando a revelarse. Y Ben parecía ser el hombre destinado a guiarla en aquella nueva fase de su proceso de autodescubrimiento.

Todo lo que la hacía sentir era sincero y real, tan distinto al mundo artificial en el que se había criado… un mundo donde la gente escondía sus sentimientos, se casaba por compromiso, se despreocupaba de los niños y reprimía su propia sexualidad. A excepción de su hermano Logan, que había desafiado la tradición familiar para casarse por amor, el mundo de los Montgomery no era más que una farsa. Otra mirada a la cancha y se fijó una vez más en Ben, que con una mano en el hombro del chico parecía explicarle los secretos del baloncesto. No eran muchas las personas que se preocupaban por los críos de aquel vecindario, tan necesitados como estaban de guías y asesores. Entró en la pista y se le acercó por detrás.

– Hola, vecino.

– ¿Grace? -se volvió hacia ella, sorprendido.

– La misma que viste y calza.

– Sigue trabajando esos tiros en el aire. Dentro de un momento estaré contigo -le dijo al joven, entregándole el balón, antes de volverse nuevamente hacia Grace-. ¿Qué estás haciendo aquí?

Preguntándose por el motivo de la irritación que creía detectar en su tono, Grace arqueó una ceja y lo miró significativamente.

– ¡Vaya un recibimiento! Yo podría preguntarte a ti lo mismo. Resulta que yo soy una asidua de estas canchas. ¿Y tú?

– ¿Y esa cámara?

– Estoy trabajando. ¿Cuál es tu excusa? Porque si no te importa que te lo diga, me parece mucha causalidad que hayamos coincidido en el mismo barrio, con todos los que hay en esta ciudad.

Ben le sostuvo la mirada, señal de que no le estaba ocultando nada. Aunque Grace no lo conocía todavía lo suficientemente bien como para poder interpretar sus expresiones.

– No te enfades, Gracie -su profunda voz la aplacó, y no pudo evitar derretirse como un helado bajo el abrasador sol del verano-. Sólo estaba preocupado por encontrarte en un barrio como éste.

– Bueno, admito que no es uno de los mejores, pero la gente de aquí se merece disfrutar de las mismas pequeñas alegrías que el resto de los mortales -teniendo en cuenta que su preocupación por ella explicaba su anterior actitud, no le importó darle todas esas explicaciones-. Y para eso son estas fotos -señaló su cámara-, para ayudar a recaudar dinero para los chicos de este vecindario. Además, a sus madres les encantan. Fotografiar a sus hijos es lo menos que puedo hacer por ellas.

– ¿Por qué lo haces? -su voz sensual parecía envolverla como una tierna caricia-. ¿Es que perteneces a un ambiente más… privilegiado que la media?

– ¿Cómo lo has adivinado? -le preguntó a su vez Grace, súbitamente recelosa. Porque solamente se habían visto una sola vez y ella no le había revelado nada sobre su ambiente. Por supuesto que la decoración de su apartamento era muy lujosa, pero en su tono había detectado una certidumbre muy extraña.

De repente Ben la tomó suavemente de la barbilla, alzando su rostro al sol. El calor no tenía nada que ver con el sudor que le corría por la frente.

– Esa manera de hablar tuya tan cultivada es una buena pista. Al igual que este cutis tan exquisitamente cuidado.

«Así que me caló desde el primer día», se dijo Grace. Pero ante Ben no quería ser una niña rica y mimada: quería ser simplemente Grace. Y aún le quedaba alguna oportunidad de conseguirlo. Aspiró profundamente; el contacto de sus dedos la estaba abrasando por dentro.

– Eres muy observador.

– Dada mi profesión, estoy obligado a serlo -al ver que ella le lanzaba una mirada interrogante, agregó-: Soy investigador privado.

– ¿Es eso lo que estás haciendo aquí? ¿Trabajando en algún caso?

– Vaya, Grace, tengo la impresión de que estás eludiendo la pregunta que te hice hace unos segundos acerca de tu ambiente…

Grace sonrió. Aunque los dos estaban terriblemente interesados el uno por el otro, ninguno parecía interesado en ofrecer información sin recibir nada a cambio.

– Pues no, señor Sherlock Holmes. Digamos que sólo estoy equilibrando el juego. Si tú respondes a una pregunta mía, yo responderé a una tuya.

– No sabía que esto fuera un juego, pero jugaré de todas formas. Dado que soy nuevo en el edificio, le pregunté a la casera qué zonas debía evitar, y me mencionó este barrio. Atracos, tráfico de drogas… y niños desasistidos y necesitados de ayuda. Es por eso por lo que estoy aquí, jugando al baloncesto con ellos.

– Qué sorpresa, Ben. Nunca habría sospechado que tuvieras una vena tan altruista.

– No voy por ahí proclamándolo a los cuatro vientos -se echó a reír-, pero lo cierto es que yo crecí en un barrio como éste. Siempre que me mudo a otro, me gusta volver a mis raíces. Tu turno.

Grace estaba conmovida. No sólo tenía el físico del hombre de sus sueños, sino que además poseía un gran corazón.

– Vamos, contesta ya. ¿Procedes de un ambiente privilegiado? ¿Es por eso por lo que sientes la necesidad de visitar zonas como ésta sin ninguna… protección?

– No creo que necesite protección alguna -rió ella-. ¿Quién estaría interesado en molestarme?

– No subestimes tu valor, Grace.

Se estremeció, consciente de que acababa de tocar un punto débil. Ése era su mayor temor: que su valor como persona descansara solamente en su dinero y en su apellido familiar.

– Quiero decir que no podría llamar la atención de nadie, vestida con estos vaqueros y esta camiseta. Sin maquillaje ni joyas de ningún tipo -se encogió de hombros, esperando haber disimulado cualquier tipo de inseguridad que pudiera haber revelado.

– Para empezar, esa cámara podría venderse a buen precio en el mercado negro. Luego está ese cutis que antes te he mencionado -con un dedo le acarició suavemente una mejilla, haciéndola estremecerse.

– Puedo cuidar de mí misma.

– Sé que tal vez lo creas, pero…

– No lo creo, lo sé -le sujetó el dedo. De repente el deseo de sentir la caricia de aquellas manos en sus senos le resultó abrumadora. De alguna forma, sin embargo, consiguió encontrar la fuerza de voluntad necesaria para añadir-: Aprecio tu preocupación, pero la verdad es que tengo que irme. Quiero sacar algunas fotos antes de volver al trabajo.

– Todavía me debes algunas respuestas, Gracie -le recordó Ben, apartándose.

Se echó a reír, agradecida de haber salido con bien de aquel paso.

– Descuida -riendo, se dio media vuelta y salió de la cancha.

No había hablado en broma. Ben Callahan era la clave que necesitaba para descubrir su propia sensualidad, y ella tenía intención de intimar con él. Muy pronto.


Ben sacudió la cabeza mientras la veía alejarse, contoneando graciosamente las caderas. Su nombre le sentaba perfectamente. Y era por esa misma razón por la que no pintaba nada en aquel barrio. Diablos, a él no le apetecía nada frecuentar aquella réplica del problemático barrio en el que se había criado. Durante su infancia y adolescencia, siempre falto de dinero, las canchas de baloncesto habían sido su vía de escape. Cuantos más botes había dado al balón más posibilidades había tenido de olvidarse de que, al anochecer, tenía que volver a un apartamento vacío: sin padre, con una madre que trabajaba demasiado y con los vecinos discutiendo a gritos al otro lado de los tabiques de papel.

Había entablado amistad con los chicos que había conocido esa mañana, mientras esperaba allí a que apareciera Grace. Se había fijado especialmente en uno, León: si se concentraba lo suficiente en el juego y no en las calles, aquel crío muy bien podría salir de aquel lodazal. Pensó que ésa era una manera muy adecuada de ocupar su tiempo mientras duraba su misión, para no hablar de que ayudando a esos chicos se distraía de Grace. Por cierto, que la chica todavía no le había dado una razón convincente que justificara su recurrente presencia en aquel barrio. La admiraba por sus buenas intenciones. La respetaba por sus esfuerzos. Pero detestaría ver sus buenas obras recompensadas con problemas y disgustos.

«¿Y qué te importa a ti eso?», se preguntó de repente, dejando escapar un gruñido. Era eso precisamente lo que no quería: enredarse en su vida. Su trabajo consistía en investigar para su cliente. En lugar de ello estaba pensando demasiado en Grace; palabras como admiración y respeto asaltaban su mente cada vez que lo hacía. Pero no tenía sentido negar la verdad. Lejos del distanciamiento que se había prometido mantener, estaba empezando a preocuparse por ella. Y eso podía poner en riesgo su corazón, algo que no le gustaba en absoluto.

Lo mejor era concentrarse en su trabajo, había conseguido respuestas para todas las preguntas de Emma, y en un tiempo récord. Conocía la ocupación profesional de Grace y cómo empleaba su tiempo libre. Su abuela podía estar contenta: era una mujer adulta, inteligente, que podía cuidar perfectamente de sí misma. «Distanciamiento», se recordó una vez más mientras volvía a la pista. León le lanzó el balón, tomándolo por sorpresa, y Ben se puso a jugar. La palabra «distanciamiento» resonaba en su mente cada vez que efectuaba un disparo a cesta.

Pero de repente un agudo chillido femenino cortó el aire, elevándose por encima de las voces de la cancha. Ben sintió un doloroso nudo en el estómago. Soltando el balón, corrió hacia el lugar del que procedía la voz de Grace. La vio derribada en el suelo sujetando la correa de su cámara, que llevaba colgada del cuello, y de la que estaba tirando un chico alto, con una camiseta roja y raída, sin mangas. Tiraba de ella con tanta fuerza que había conseguido levantarla del suelo, mientras Grace, pequeña pero tenaz, no se resignaba a soltar su preciosa posesión.

– ¡Hey!

Al oír el grito de Ben, el chico soltó la correa, haciendo que Grace cayera nuevamente al suelo, de espaldas. Entre perseguir al atacante o atender a la víctima, Ben prefirió lo último. Se arrodilló a su lado.

– ¿Estás bien? -le retiró delicadamente las largas guedejas rubias que le caían sobre el rostro. Ignorar aquel delicioso contacto de seda no le resultó fácil.

– Lo estaré siempre y cuando no me sueltes un «ya te lo había dicho yo» -forzó una sonrisa.

– No tengo que hacerlo. Ya lo has hecho tú -le tendió la mano para ayudarla a levantarse.

Grace aceptó su ayuda, pero esbozó una mueca. Sujetándola de la muñeca, Ben le volvió el dorso de la mano para descubrir unas magulladuras en su palma.

– ¿Cómo está la otra?

Grace le enseñó la mano derecha, que tenía unas heridas similares.

– Nada que no pueda curarse con un poco de antiséptico.

– Sí -pero por dentro no se sentía tan tranquilo como aparentaba. Una incómoda sensación se alojó en su estómago a la vista de aquellas magulladuras, y era auténtico terror lo que sentía al imaginar lo que hubiera podido ocurrirle.

Vio que se pasaba una mano por los ojos, como si estuviera a punto de llorar. Así que no era tan valiente como había querido hacerle creer. Bien. En ese caso no tenía que preocuparse de que volviera a aquel barrio cuando él no estuviera presente. Eso aliviaba un tanto la dolorosa tensión que seguía sintiendo.

– No ibas a entregarle la cámara, ¿verdad?

– ¡Pues claro que no! Esa cámara cuesta una fortuna. No puedo permitirme comprar otra y, además, ese chico no tenía ningún derecho a tomar lo que no le pertenecía.

Ben se echó a reír ante aquella inocente proclamación del derecho a la propiedad.

– ¿Y cómo pensabas impedírselo?

– Si me hubiera agarrado la cámara, no habría podido dar dos pasos sin que yo le hubiera puesto la zancadilla. Pero tú me evitaste tener que hacerlo. Y, además, yo no solté la cámara, ¿no?

– Podía haberte partido el cuello.

– Pero no lo hizo, ¿ves? -se apartó la melena rubia de un hombro, mostrándole su delicado cuello de cisne.

Pero Ben no se dejó engañar, y le retiró la correa de la cámara para examinarle el cuello con atención.

– No parece tener mucho mejor aspecto que tus manos, Gracie. ¿Has pensado alguna vez en hacer un curso de defensa personal?

– Todavía no he tenido la oportunidad, pero encontraré tiempo… pronto.

Evidentemente le había mentido a su abuela. Ben no pudo menos que preguntarse en qué otras cosas le habría mentido, y qué más podía estar haciendo en aquel barrio.

– Gracias por tu ayuda, Ben -hundiendo los hombros, gran parte de su bravucona actitud desapareció con el temblor que sacudió por un instante su menuda figura. Para su sorpresa, dio media vuelta y se marchó.

– Hey.

– Así es como se habla a los caballos -pronunció ella sin volverse.

La alcanzó en dos zancadas. Aunque admiraba su carácter independiente, estaba demasiado preocupado como para dejarla sola. Diablos, quería estar con ella después de lo que acababa de suceder. Con las manos en los bolsillos, se puso a caminar a su paso. Podía percibir la necesidad que sentía de moverse, de dejar de pensar en el asalto que había sufrido. Probablemente todavía estaba bajo sus efectos, lo cual no era extraño. Pero aquel aturdimiento no tardaría en desaparecer, y Ben quería estar allí cuando recibiera plenamente el impacto de lo sucedido.

– ¿Adonde vas? -le preguntó.

– Al metro.

Ben sacudió la cabeza. No podía dejarla sola. Las otras veces que la había seguido, había tenido que meterse en un atestado vagón de metro y mantenerse a una prudente distancia. Ese día, para guardar las apariencias, había tomado su coche para ir al barrio.

– El metro no es seguro.

Grace se detuvo en seco y se volvió para mirarlo con expresión decidida.

– Siempre lo ha sido, al menos desde que tengo por costumbre venir aquí.

– También era seguro el barrio hasta hoy. Permíteme que te lleve yo. Tengo el coche en la esquina.

La gratitud relumbró por un instante en sus ojos, pero negó con la cabeza.

– No, gracias. Puedo volver a casa sola.

– Claro que puedes -incapaz de contenerse, extendió una mano para tocarle delicadamente una mejilla. Grace no sólo no se apartó, sino que ladeó la cabeza para dejarse acariciar.

Era tan suave… Su piel, su voz… pero no lo que albergaba dentro. Emma conocía bien a su nieta. Grace era dura. Y por mucho que se sintiera tentada de ceder, no se permitiría la debilidad de apoyarse en él.

– No hay nada malo en aceptar un poco de ayuda de vez en cuando.

– Ya lo sé.

– Entonces acepta la mía ahora -esbozó la más seductora de sus sonrisas-, y te prometo que no me quejaré si me dejas plantado más tarde.

Ben esperaba que lo hiciera. Porque no estaba seguro de contar con la fuerza de voluntad necesaria para alejarse de ella.

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