Capítulo 8

El vapor, mezclado con el excitante aroma a jazmín, llenaba el cuarto de baño. Grace no tenía necesidad de ningún afrodisíaco para encenderse con Ben, pero la seductora fragancia y el gel de baño estaban acentuando lo que ya había sido una extraordinaria experiencia.

Le habría gustado que aquello no tuviera nunca que terminar. Pero cuando el estremecedor clímax llegó a su fin y abrió los ojos, una sola mirada a la expresión asustada de Ben le confirmó que no había futuro para su relación. Y aunque no sabía exactamente por qué tenía, él tanto miedo a la intimidad y al compromiso, Grace era lo suficientemente perspicaz como para darse cuenta de que si no lo tranquilizaba y aceptaba ahora, perdería el poco tiempo que estuviera dispuesto a compartir con ella. Antes, con aquella desenfada retórica suya, había tenido que pronunciar las que quizá habían sido las palabras más difíciles de su vida. Pero aquellas palabras habían cumplido su objetivo: Ben todavía no se había apartado de su lado.

Pensaba utilizar sus patéticas dotes detectivescas para descubrir el origen de su fobia a los compromisos, pero todavía no: por el momento aún le tenía reservados algunos trucos.

– Todo listo -se acercó a la puerta entornada del cuarto de baño y lo llamó. Ben se había ofrecido a apagar todas las velas para prevenir cualquier posible incendio. Sospechando que necesitaba un momento para recuperarse y estar a solas, Grace había aceptado.

Para cuando se reunió con ella en el cuarto de baño, Grace ya se hallaba bajo el chorro de agua caliente de la ducha. Parecía más relajado y tranquilo que algunos minutos antes. Por supuesto, ella pretendía despejar todas sus preocupaciones y aligerarle todavía más de aquella tensión.

– El agua está en su punto. Vamos, entra -le dijo, decidida a mantener un tono desenfadado, juguetón.

Ben descorrió la cortina y entró en la bañera. Grace leyó en sus ojos el fuego de la pasión, un ardor que parecía revelarse en aquel instante en su plenitud. Extendió las manos y la tomó de la cintura.

– No importa cuántas veces me ordene a mí mismo mantener las manos alejadas de ti; no puedo hacerlo -le confesó con voz ronca de deseo.

– Dime otra vez por qué crees que debes mantener las distancias conmigo.

Ben se echó a reír.

– No recuerdo habértelo dicho una primera vez.

Grace no pudo reprimir una sonrisa ante su habilidad para escaparse cada vez que intentaba tenderle una trampa.

– Pues dímelo ahora.

– Ahora se me están ocurriendo cosas mucho mejores de que hablar.

Grace no podía. Quería respuestas y las quería en el momento… hasta que Ben se inclinó sobre ella y comenzó a lamerle delicadamente el cuello, cerca del hombro. Se estremeció ante aquel inesperado asalto y empezó a temblar cuando él empezó a descender cada vez más, paladeando el agua que corría por su pecho y por la curva de un seno, hasta llegar al endurecido y sensible pezón. El curso de agua terminó su recorrido resbalando entre sus piernas, y fue entonces cuando todos sus sentidos se conmocionaron violentamente, a la vez. Ben la agarró con más fuerza de la cintura, y lo que antes había hecho con la lengua pasó a hacerlo con los dientes, mordisqueándole un pezón, llevándose la rígida punta a los labios y succionándola con fuerza.

Luego le hizo darse la vuelta y la sentó en la bañera, de cara al chorro de agua que ahora resbalaba por su espalda. Acto seguido se arrodilló frente a ella, separándole las rodillas y colocándose entre sus piernas. Acunándole un seno con inmensa ternura, casi con reverencia, le preguntó:

– ¿Siempre estás tan receptiva?

Grace echó la cabeza hacia atrás, apoyándola en la pared de azulejo. Había estado con hombres, durante las escasas veces que había hecho el amor. Pero no: se había equivocado. Con ellos sólo había mantenido relaciones sexuales. Con Ben sí había hecho el amor.

Incluso en aquel instante, cuando sus cuerpos aún no se habían fundido, se sentía más cerca de él de lo que se había sentido nunca con ningún hombre. Su receptividad, como la llamaba Ben, estaba en proporción directa con los sentimientos y emociones que le provocaba.

– ¿Estás buscando una respuesta sincera?

Aquella réplica pareció sorprenderlo, y se apartó ligeramente.

– De lo contrario no te lo habría preguntado.

Grace se obligó a sonreír ante la disparidad de lo que él le estaba preguntando y lo que estaba dispuesto a su vez a darle.

– Vaya. Yo te contesto sinceramente y tú evitas responderme. Si quieres saber mi opinión, no me parece un trato muy justo.

– Eres una chica lista -sacudió la cabeza-. De acuerdo, te lo diré. Tú ahora me contestarás sinceramente, y yo responderé después a tu pregunta.

Grace se mordió el labio inferior y reflexionó sobre su oferta sabiendo que él estaba ganando tiempo, y que probablemente encontraría luego una excusa para eludir su pregunta. Ben todavía mantenía la mano sobre su seno, evitando estimularla directamente como antes pero seduciéndola y tentándola de todas formas.

– Necesito una respuesta, antes de que se enfríe el agua y tengamos que salir.

– Tú ganas -pronunció ella, tomando una decisión-. Te responderé. No, Ben. Nunca antes me he mostrado tan receptiva con ningún hombre. Nadie se había tomado tanto tiempo ni tanto trabajo conmigo para darme placer.

– Pues deberían haberlo hecho.

Grace sonrió al detectar su acusado tono de protección.

– Eres el primer hombre que ha separado a Grace, la mujer, del apellido y el dinero de la familia Montgomery. El primer hombre ajeno a esa parte de mi vida que ha sacado lo mejor que hay en…

Pero no tuvo oportunidad de terminar, porque Ben se inclinó hacia delante y le selló los labios con los suyos cortando su respuesta, probablemente porque temía las implicaciones. Con el corazón acelerado, Grace comprendió que no había querido escuchar nada más.

Su beso fue breve pero dulce, y Grace alcanzó a saborear su sabor único. Su latido acelerado empezó a convertirse en una pulsante necesidad que atravesaba su sexo. Como si lo hubiera percibido, Ben se incorporó y volvió a sentarse pero detrás de ella. Rodeándole la cintura con los brazos, su miembro erecto presionaba y empujaba contra la parte baja de su espalda. El agua seguía cayendo frente a Grace, estrellándose en sus rodillas y en su regazo, manteniéndola en calor.

– ¿Estás cómoda? -le susurró al oído.

– Sí, y curiosa también -respondió riendo.

– Me gusta tu falta de inhibiciones.

– Debe de estar relacionada contigo, porque jamás llegué a imaginarme a mí misma haciendo cosas… como ésta -añadió jadeando cuando Ben, sin previo aviso, le separó los muslos-. ¿Qué estás haciendo?

– Confía en mí, Gracie. Ahora respira profundamente y relájate.

Grace hizo lo que le pedía, aspirando y espirando profundamente, sintiendo cómo su cuerpo se iba liberando de sus temores. Escuchando el fuerte pulso del corazón de Ben latiendo contra su espalda, se sintió maravillosamente reconfortada. «Confía en mí», le había pedido. Y lo estaba haciendo. Quizá más de lo que debiera.

– ¿Mejor? -cuando ella asintió, le preguntó-: ¿Estás lista entonces?

– ¿Para qué? -echó la cabeza hacia atrás, apoyándola contra su pecho.

– Sigue apoyada en mí, corazón -la empujó hacia delante, lenta pero firmemente, hasta que el chorro de agua caliente fue cayendo en sus rodillas, en sus muslos, cada vez más arriba. Hasta que el agua cayó incesante y directamente sobre su sexo, resbalando por todos sus dulces pliegues y rincones.

Lo primero que sintió Grace fue una fuerte impresión, e instintivamente cerró las piernas, pero él se lo impidió.

– Respira profundamente -le musitó su seductora voz al oído-. Relájate. Disfruta.

Mientras hablaba, le retiró las manos de la cintura y empezó a acariciarla íntimamente. Sus dedos se acercaban cada vez más allí, hasta que le separó los húmedos pliegues y deslizó un largo dedo en su interior. El áspero contacto de su piel se mezcló entonces con el agua y con su propia humedad, lubricando su acceso hacia dentro, hacia fuera… Comenzó a seguir aquel ritmo con todo el cuerpo, girando en torno a aquella violenta punzada de deseo, separando más las piernas para sentirlo más profundamente…

– Sola no -la propia Grace no reconocía como suya aquella voz suplicante.

– Los preservativos están en el salón, y no voy a dejar de acariciarte ahora…

Siguió acariciándola con el dedo, mientras le apartaba delicadamente los finos pliegues con la otra mano. El agua repiqueteaba y resbalaba en aquellas zonas íntimas que nunca antes había expuesto a la luz, y las olas de placer eran tan increíbles, tan enormes, que apenas podía conservar la cordura.

– Cierra los ojos.

¿Acaso los había tenido abiertos? Ya no lo recordaba.

– Siéntelo -incrementó la fricción-. Estoy dentro de ti, Gracie. Sólo yo, sin el preservativo ni nada que nos separe.

Grace oía aquella fantasía, la sentía. La ola final la barrió por sorpresa y empezó a gritar; podía escuchar sus propios gritos mientras su cuerpo pivotaba en torno al de Ben, se retorcía, crepitaba, ondulaba sin cesar hasta la consumación definitiva.

Sólo entonces se dio cuenta de que había sido ella la destinataria de su fantasía, sin proporcionarle a su vez placer a él. Pero la noche aún no había terminado.


Ben la envolvió en una toalla y la tumbó sobre la cama. Grace se acurrucó contra su pecho y apoyó la cabeza en su hombro con un gemido satisfecho.

¿Había creído realmente Ben que no se sentiría afectado por su orgasmo? ¿Había creído que, al no hacerle el amor, podría guardar las distancias? ¿Había sido tan estúpido como para pensar que no se estaba enamorando perdidamente de la mujer a la que estaba engañando?

Después de arreglarle las almohadas, se dispuso a retirarse.

– ¿Adonde vas? -el pánico teñía la voz de Grace, provocándole una nueva punzada de culpa y arrepentimiento.

– A buscar una toalla. Te estoy poniendo el suelo perdido de agua -volvió al cuarto de baño y descolgó una toalla de la percha de la puerta. Luego se secó y recogió del suelo sus calzoncillos, con la vana esperanza de que aquella barrera de ropa le facilitara la contención que tanto necesitaba.

Cuando regresó a la habitación, Grace le estaba esperando tal y como la había dejado.

– Perdona. No quería alarmarte antes. ¿Puedo pedirte algo? Sé que no debería, pero esto… esto ha significado tanto para mí que…

– Puedes pedirme lo que quieras -le aseguró Ben, sin retractarse de una sola palabra. Se tumbó a su lado, aspirando deleitado su perfume.

«Lo que quieras», repitió para sí. Ansiaba sinceramente darle cualquier cosa que deseara.

– ¿Qué es?

– Quédate esta noche.

Al menos no le estaba pidiendo que se quedara toda la vida con ella. Ben sintió un nudo de emoción en las entrañas. Un compromiso para toda la vida. Lo único que nunca podrían llegar a compartir, por muy tentadora que le resultara esa perspectiva. Sacudió la cabeza para ahuyentar aquella fantasía.

– Creo que podrá ser. Sí.

– Gracias.

– No hay de qué. Pero antes de que nos acostemos, tendremos que secarte -y le abrió la toalla en la que antes la había envuelto.

Tenía la piel enrojecida por el agua caliente y por el raspado de su barba; el maquillaje hacía tiempo que ya había desaparecido y la melena despeinada le caía sobre la frente y las mejillas. Y aun así era la mujer más hermosa que había visto jamás.

– Hace frío -se estremeció.

– Entonces déjame calentarte -se reunió con ella en la cama, tomó la toalla y empezó a secarle las piernas, subiendo desde los dedos de los pies.

– Me estás mimando -murmuró ella.

– Sí.

– Y me gusta.

– ¿Es algo a lo que estás acostumbrada? -le preguntó Ben, imaginándose la vida llena de lujos que debía de haber llevado.

– La verdad es que no, aunque me crié en una casa-mausoleo que llamábamos «La Finca», y teníamos incluso criados. Pero también teníamos a Emma.

El cariño y el amor que emanaba su tono eran inequívocos. Después de haber conocido a la anciana, Ben podía entender muy bien el afecto que le profesaba Grace.

– Tu abuela -dijo mientras pasaba a secarle los tobillos.

– Mmm. Emma evitaba que nos maleducaran. No nos permitía aprovecharnos de los criados en nuestro propio beneficio. Logan y yo aprendimos a desenvolvernos solos.

Ben quería saber más cosas de su vida, y para ello siguió secándola con deliberada lentitud.

– Siempre hablas de Emma y de Logan, pero no del resto de tu familia. ¿Y tus padres?

Grace se medio incorporó para mirarlo, apoyándose sobre un codo.

– Voy a responder a tus preguntas, porque después de todo lo que hemos compartido, quiero sincerarme contigo. Pero, no te equivoques, la próxima vez te tocará a ti.

– De acuerdo -rió Ben-, continúa.

– Para mis padres lo único importante es el apellido Montgomery, el patrimonio, el dinero… sus hijos no. Se esperaba que fuéramos como mascotas entrenadas, listas para ser exhibidas cuando le conviniera a mi padre, el juez. El resto del tiempo nos ignoraba.

La tristeza y el dolor de la infancia de Grace resultaban evidentes en su voz. Ben sentía curiosidad por conocerla, pero no quería evocarle malos recuerdos que la deprimieran.

– ¿Realmente fue todo tan malo?

– Sí. Cuando tenía quince años, en el colegio, quise ser delegada de clase. Y decidí no decirle nada a mi familia hasta que ganara el puesto. Era mi manera de continuar con la tradición familiar de los Montgomery y, he de reconocerlo, ansiaba desesperadamente agradar a mi padre. Pero eso sólo fue otro fútil intento de buscar su atención.

– ¿Qué pasó?

– Alguien le habló de la competición y, cuando entré en el colegio, me encontré con que él ya había hablado con los profesores ofreciéndose a dar una conferencia sobre la manera más apropiada de conducir una campaña electoral de ese tipo. Y cuando el juez Montgomery habla, la gente le escucha.

– ¿Ganaste la campaña?

– Claro que sí, pero no por mis propios méritos. Porque mi padre el juez había convencido a todos los chicos presentes en la conferencia de que los Montgomery habían nacido para ser probos funcionarios públicos, y que un voto para Grace era un voto cívicamente responsable.

Ben se conmovió profundamente al imaginar la humillación que debía de haber sufrido delante de sus amigos y profesores. Grace había pasado toda su vida intentando complacer a un hombre imposible de complacer, y en el proceso se había perdido a sí misma. Pero se estaba recuperando de aquello, algo de lo cual él se sentía orgulloso.

– Seguro que no toda la gente creyó a tu padre.

– Quizá. Pero de todas formas votaron lo mismo. Mi padre recurrió a todas sus influencias. Como si no me hubiera considerado lo suficientemente inteligente como para ganar por mis propios méritos -explicó, emocionada.

– Te entiendo -pronunció Ben-. Y lamento de verdad haberte hecho revivir todo aquello al pedirte que me contaras esta historia.

– No lo sientas -le dijo Grace-. Si no hubiera querido que lo supieras, no lo habría compartido conmigo. Además, no todo fue tan malo. Tenía a Logan y Emma, que me querían por mí misma, por ser quien era. Y si conocieras a mi abuela, comprenderías lo que quiero decir.

– La adoras, ¿verdad?

Grace asintió. Con la punta de la toalla, Ben trazó entonces un sendero ardiente por la cara interior de sus muslos, haciéndola estremecerse.

– Ben.

– ¿Sí, Gracie?

– Sé perfectamente lo que pretendes.

– Eso espero.

Grace dejó escapar un suspiro de frustración.

– Te quieres librar de responder a mis preguntas.

– Falso. Simplemente me estoy aprovechando de tu fantástico cuerpo desnudo -se sentó entre sus piernas y, sirviéndose de la toalla, empezó a acariciarla íntimamente.

Ante sus primeras caricias, ella comenzó a gemir. Excitado por aquel sonido ronco y seductor, Ben se tumbó a su lado, atrayéndola hacia sí.

Grace sabía que había encontrado el paraíso en los brazos de Ben: ya encontraría más tarde respuestas a sus preguntas. Por el momento sólo quería sentir la fuerza de su excitación presionando contra su muslo, presa de un deseo casi doloroso, y se preparó para la nueva oleada de placer que estaba comenzado a anegarla. Pero en esa ocasión no quería ser ella la única que disfrutara, así que alzó la cabeza para señalar los preservativos que descansaban en la mesilla de noche.

Lo miró a los ojos y descubrió un oscuro brillo en sus profundidades. Los siguientes segundos transcurrieron en un remolino de expectación mientras Ben se despojaba de los calzoncillos y se ponía un preservativo. Por fin se reunió nuevamente con ella, arrodillándose y separándole las piernas.

– Incorpórate.

Grace no podía ignorar la orden y se apoyó en los codos para levantarse.

– Ahora mira.

Lo hizo, observando cómo se hundía suave y fluidamente en ella.

– Es tan erótico… -susurró sin dejar de contemplar la íntima fusión de sus cuerpos. Aquello era un verdadero festín para sus sentidos.

Ben comenzó entonces a moverse, haciendo el amor con ella. Porque Grace estaba convencida de que era eso lo que estaban compartiendo. Amor.

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