Bess y Keith comieron en Lido’s, en una mesa bajo un árbol plantado en una maceta que estaba adornado con pequeñísimas luces. La sopa milanesa estaba espesa y bien condimentada, y el pollo a la parmesana exquisito, y la pasta era casera. De postre tomaron helado.
– Y bien… -dijo Keith mientras miraba a Bess. Los cristales de sus gafas eran tan gruesos que le agrandaban los ojos. Tenía la cara redonda, los cabellos de color arena y tan ralos que las luces del árbol se reflejaban entre las hebras de pelo-. Esperaba que mencionaras a Michael -añadió.
– ¿Por qué?
– ¿No es evidente?
– No; no lo es. ¿Por qué debería hablar de Michael?
– Bueno, lo has visto en los últimos días, ¿no es así?
– Sí, lo he visto tres veces, pero no por los motivos que al parecer tú supones.
– ¿Tres veces?
– Con los preparativos de la boda de Lisa, es difícil eludirlo.
– Bien, una vez os encontrasteis en el apartamento de Lisa; otra, en la casa de tus futuros consuegros -enumeró Keith con los dedos-. ¿Cuándo fue la tercera vez?
– Keith, no me gusta que me interroguen.
– Es lógico que lo haga. Esta es la primera cita que me concedes desde que él reapareció en escena.
Bess se llevó una mano al pecho.
– Estoy divorciada de él; ¿lo has olvidado?
Keith tomó un trago de vino.
– La que parece haberlo olvidado eres tú -repuso-. Todavía estoy esperando oír por qué os reunisteis en esa tercera ocasión.
– Si te lo digo, ¿cambiaremos de tema?
Keith la miró con fijeza y asintió.
– Fui a ver su apartamento. Me ha encargado que lo decore. Bien, ¿podemos terminar el postre e irnos?
– ¿Vienes a mi casa esta noche? -preguntó Keith. Bess notó que la escrutaba. Comió un poco de helado y lo miró a los ojos.
– No lo creo.
– ¿Por qué?
– Porque mañana tengo mucho que hacer. Quiero levantarme temprano para ir a misa. Además, Randy me tiene preocupada. Creo que debería dormir en mi casa.
– Antepones todo y a todos a mí.
– Lo siento, Keith, pero…
– Tus hijos, tu trabajo, tu ex esposo, todos están antes que yo.
– Me exiges demasiado -repuso ella con dulzura.
Keith se aproximó y le susurró al oído:
– Me acuesto contigo, ¿no tengo ningún derecho?
Bess descubrió que no le importaba la irritación de Keith y que cada vez estaba más harta de librar esa batalla.
– No, lo siento, pero es imposible.
Keith se echó hacia atrás y apretó los labios.
– Te he pedido muchas veces que te cases conmigo.
– He estado casada, Keith, y no quiero pasar por eso nunca más.
– Entonces ¿por qué sigues saliendo conmigo?
Ella meditó antes de contestar.
– Pensaba que éramos amigos.
– ¿Y si no es suficiente para mí?
– Te corresponde a ti decidirlo.
El helado de Keith se había derretido en la copa hasta convertirse en un nauseabundo lodo verde.
– Creo que es mejor que nos vayamos -propuso él tras exhalar un suspiro.
Se levantaron y salieron del restaurante como dos personas bien educadas; él le puso el abrigo tras recogerlo en el guardarropa, luego le sostuvo la puerta para que pasara y, al llegar al coche, le abrió la portezuela y esperó a que se sentara. Después de abrocharse los cinturones de seguridad se dirigieron en silencio al edificio de Keith, pues Bess había dejado su automóvil estacionado delante de la entrada. Keith se detuvo frente a la puerta del garaje y bajó para abrirla. Cuando hubo aparcado y desconectado el motor, Bess se quitó el cinturón, pero ninguno se movió. Reinaba la más completa oscuridad.
Bess se volvió hacia él y apoyó la mano sobre el asiento, entre los dos.
– Keith, creo que deberíamos romper nuestra relación.
– ¡No! -exclamó él-. Temía que lo sugirieras, porque yo no lo deseo. Por favor, Bess… -La abrazó, pero las gruesas ropas de invierno que llevaban le impedían estrecharla-. Tú nunca me has brindado una oportunidad -continuó-. Siempre te has mantenido distante. Tal vez sea por mi culpa y, si es así, trataré de cambiar. Podríamos solucionar nuestros problemas juntos, vivir felices. Por favor, Bess…
La besó con pasión. Bess experimentó cierta repugnancia y deseó librarse de él. Él se apartó y le sostuvo la cabeza con las manos, con la frente pegada a la de ella.
– Por favor, Bess… -susurró-, llevamos juntos tres años. Ya tengo cuarenta y cuatro, y no quiero buscar otra mujer.
– Keith, basta ya.
– No, por favor, no te vayas. Por favor, ven a mi casa. Acuéstate conmigo… Bess, por favor.
– Keith, ¿es que no te das cuenta? Mantenemos esta relación por mutua conveniencia, por comodidad.
– No. Yo te amo. Quiero casarme contigo.
– Yo no puedo casarme contigo, Keith.
– ¿Por qué?
Bess no deseaba herirlo más.
– Por favor, no me obligues a decirlo.
Keith estaba tan desesperado que hablaba con tono suplicante.
– Yo sé por qué, siempre lo he sabido. Sin embargo, conseguiré que me correspondas si me das una oportunidad. Seré como tú quieras… pero no me dejes…
– ¡Keith, basta ya! Te estás humillando.
– No me importa.
– No pretendo que lo hagas. Tienes mucho que ofrecer a una mujer. Lo que ocurre es que yo no soy la mujer apropiada.
– Bess, por favor…
Trató de besarla otra vez mientras intentaba acariciarle los pechos.
– Keith, no…
El forcejeo se tornó feroz, y Bess lo empujó con fuerza.
– ¡Basta!
Keith se golpeó la cabeza contra la ventanilla. En el interior del vehículo se oía la respiración agitada de ambos.
– Bess, lo siento.
Ella cogió su bolso y abrió la portezuela.
– He dicho que lo siento.
– Tengo que irme.
Al apearse Bess notó que las piernas le temblaban. Salió del garaje y recibió con regocijo el aire frío en la cara. Se dirigió hacia su automóvil y, al oír que se abría la portezuela del coche de Keith, echó a correr.
– ¡Bess espera! ¡Nunca te he ofendido, Bess…! -exclamó.
Bess entró en su vehículo y hurgó en el bolso en busca de las llaves sin dejar de temblar. Por fin se alejó del lugar y, pocos minutos después, se percató de que sus manos se aferraban con fuerza al volante, que tenía la espalda rígida y las lágrimas rodaban por sus mejillas.
Detuvo el automóvil en el arcén, apoyó la frente contra el volante y esperó a que desaparecieran las lágrimas y los temblores.
¿Qué le había ocurrido? Sabía muy bien que Keith nunca la ofendería, y sin embargo su contacto le había producido repugnancia y temor. ¿Tendría él razón? ¿Acaso ser su amante le daba derecho a esperar más de ella? Siempre se había mantenido alejada de él; con frecuencia había antepuesto su familia a su relación con él, e incluso a veces su negocio.
Además, empezaba a sospechar que tal vez Michael desempeñaba un papel importante en su repentino deseo de cortar los lazos con Keith. Había sido él quien le había pedido disculpas, pero quizá fuera ella quien se las debía.
Durante la semana siguiente pensó demasiado en Michael. Mientras hojeaba catálogos de papel pintado y muebles, se le presentaba la imagen de sus habitaciones vacías y recordaba el eco de sus voces en ellas. Veía su toalla húmeda, su cepillo de dientes y, en especial, sus colchones sobre el suelo. Aunque estaba divorciada de él, era imposible olvidar todo cuanto sabía de él. A veces lo imaginaba en situaciones íntimas, cotidianas, que sólo una esposa o una amante pueden conocer; con únicamente una toalla alrededor de las caderas y el cutis irritado después de afeitarse, o con el pelo mojado tras una ducha. Se lo representaba vestido con un traje antes de partir hacia el trabajo, guardándose la cartera, que sólo contenía unos billetes, el carnet de conducir y un par de tarjetas de crédito, pues detestaba abultar demasiado el bolsillo. Por último lo veía abrir el corta plumas que siempre llevaba consigo y limpiarse las uñas. Lo hacía todas las mañanas, sin falta. En todos los años que lo conocía, muy raras veces lo había visto con suciedad debajo de las uñas; ésa era una de las razones por las que le gustaban tanto sus manos.
Había postergado a siete clientes para trabajar en el diseño del apartamento de Michael. Sabía qué le gustaba: los sofás largos para tumbarse, sillones de reposabrazos gruesos y divanes a juego, el diario USA Today con el desayuno, las chimeneas encendidas a la hora de la cena, los helechos, la piel legítima, la luz difusa.
Conocía las cosas que le disgustaban: las alfombras, los tapetes de adorno, las plantas colgadas del techo, el desorden, el amarillo y el naranja, los cables de teléfono de más de tres metros, ver la televisión durante las comidas.
Le resultaba difícil recordar un trabajo del que hubiese disfrutado tanto o diseñado con tanta seguridad. Qué ironía que ahora conociera mejor sus gustos que cuando había decorado la casa que habían compartido. Además, le había dado carta blanca en cuanto al presupuesto.
El jueves lo llamó por teléfono.
– Hola, Michael, soy Bess. Ya he terminado los planos. Puedes pasar por mi negocio y examinarlos conmigo.
– ¿Cuándo te va bien? -se apresuró a preguntar él.
– Como ya te expliqué, procuro concertar las citas una vez que he cerrado el local para evitar interrupciones. ¿Qué tal mañana a las cinco?
– Perfecto. Allí estaré.
Al día siguiente, viernes, Bess se fue a su casa a las tres y media. Se lavó la cara, volvió a maquillarse, se retocó el peinado, cambió la ropa que llevaba puesta por un traje recién planchado y regresó al negocio con el fin de disponer los materiales para la presentación y mandar a casa a Heather diez minutos antes.
Cuando Michael entró, estaban encendidas las luces del escaparate, el interior olía a café recién preparado y en el fondo del local, alrededor de un conjunto de muebles de mimbre, estaba el material que Bess quería enseñarle: telas colgadas, catálogos de papel pintado y fotografías.
Bess oyó el ruido del tráfico que se coló dentro al abrirse la puerta y salió al encuentro de Michael.
– Hola, Michael -saludó sonriente-. ¿Cómo estás? Espera un minuto, voy a echar la llave.
Avanzó zigzagueando para sortear las mercancías almacenadas en el reducido espacio, donde sólo quedaba libre un estrechísimo pasillo. Cerró la puerta con llave y dio la vuelta al letrero de ABIERTO. Al regresar vio que Michael examinaba las paredes, de las que colgaban grabados enmarcados y tapices, mientras se desabotonaba el abrigo. Con su presencia, el establecimiento parecía de pronto atestado, ya que sus dimensiones eran mucho más adecuadas para mujeres.
– Has sacado mucho provecho de este local -comentó Michael.
– Está demasiado lleno, y el desván es insoportable en verano, pero cuando pienso en deshacerme de él, me pongo nostálgica y cambio de idea. Hay algo que me retiene aquí.
Bess advirtió que él también acababa de acicalarse para ese encuentro; lo dedujo por el aroma sutil de la colonia inglesa.
– ¿Quieres que te guarde el abrigo? -preguntó.
Era de gruesa lana gris y Bess notó que pesaba cuando se lo entregó junto con una suave bufanda de cuadros. Al pasar junto a él para colgar el abrigo tras la puerta del sótano la envolvió una vaharada de aromas; no sólo el olor de la colonia, sino una combinación de cosméticos, de aire fresco, de su automóvil, de él mismo…, uno de esos legados fragantes que un hombre deja en la memoria de una mujer.
Respiró hondo y dio media vuelta.
– Tengo todo preparado aquí, al fondo -indicó mientras se encaminaba hacia los asientos de mimbre-. ¿Te apetece un café?
– La verdad es que sí. Hace mucho frío fuera.
Esperó de pie delante del canapé hasta que ella dejó las tazas y los platitos sobre una mesa auxiliar y se sentó en un sillón a la derecha de él.
– Gracias.
Michael se desabrochó un botón de la americana al tomar asiento. El canapé era bajo, de modo que las rodillas le quedaban levantadas. Bebió un sorbo de café mientras ella abría un sobre de papel manila y sacaba los planos de las habitaciones.
– Empezaremos con el salón. Te mostraré primero el papel pintado que he elegido para que puedas imaginarlo como fondo de los muebles mientras te los describo.
Rodeada de muestras, le presentó su propuesta para el salón; empapelado en crema, malva y gris, persianas verticales, sillones frente a la chimenea, mesas con superficie de vidrio ahumado y macetas con plantas.
– Creo recordar que te gustaba el helecho que teníamos y lo regabas cuando yo me olvidaba, de manera que he pensado en incluir plantas como elemento decorativo.
Alzó la vista y observó que él estudiaba la colección de muestras y después la miraba.
– Creo que me gusta.
Bess sonrió y reanudó la exposición de sus sugerencias: para el comedor formal, una mesa con superficie de vidrio ahumado y armazón de bronce, rodeada de sillas con el asiento y el respaldo tapizados; para el vestíbulo, una escultura de cristal tallado sobre una consola de diseño audaz, flanqueada por un par de elegantes sillas tapizadas; para la galería, paredes revestidas de espejos y un pedestal debajo de la araña donde se expondría la escultura que él eligiera; para el despacho, un escritorio, una silla, un aparador, un flexo y librerías; para la habitación de los huéspedes, una cama art déco, un tocador lacado de color crema, y cortinas en tonos lavanda, para el dormitorio principal, un juego de tres piezas en laca negra de estilo art déco, junto con candelabros y una silla tapizada. Sugirió, además, que la colcha, el papel de las paredes y las cortinas tuvieran el mismo estampado.
Se reservó para el final la sala de estar, donde propuso colocar un suntuoso sofá de piel italiana a lo largo de toda la pared y curvado en las dos esquinas.
– La piel italiana es la más fina que hay en el mercado -explicó Bess-. Es cara, pero vale la pena y, como me diste carta blanca con el presupuesto, pensé que podrías disfrutar de algo muy lujoso.
– Hummm… podría.
Michael examinó la fotografía del sofá curvado. Ella reconoció la expresión de codicia en su rostro.
– Dices que es caro… ¿Cuánto cuesta?
– Te lo diré después; por ahora sumérgete en la fantasía. El golpe de gracia vendrá al final de la presentación, de modo que, si no te importa esperar…
– De acuerdo, como tú digas.
– El sofá está disponible en crema o negro. Cualquiera de los dos colores iría bien, pero opino que el crema es mejor para la sala de estar. Además, en los tonos oscuros se ve el polvo. Ven aquí, te enseñaré el mueble para el equipo de música y la televisión.
Era amplio, con puertas que al cerrarse dejaban a la vista una superficie sólida, pulida, de roble blanqueado.
– Está de moda la madera blanqueada. Es suntuosa y sin embargo informal; por eso creo que podríamos emplearla también para la mesa y las sillas del comedor de la cocina.
Había más aspectos que considerar: papel pintado, muestras de telas y madera, la disposición de los muebles. A las siete y media Bess advirtió que Michael estaba cansado.
– Sé que te he abrumado con tantas propuestas pero, lo creas o no, aún hay más. Todavía no hemos escogido los elementos decorativos, como jarrones, cuadros, lámparas y estatuillas, pero pienso que hemos hecho bastante. Con la mayoría de la gente sólo hablo de una habitación en cada visita.
Michael dejó caer los hombros y suspiró.
Bess puso sobre la mesa, delante de él, un fajo de papeles sujetos con un clip.
– Aquí están las malas noticias que estabas esperando; un desglose minucioso, habitación por habitación, artículo por artículo, con una asignación para otros complementos que seleccionaré sobre la marcha…, siempre con tu aprobación, por supuesto. El importe total asciende a 76.300 dólares.
Michael torció el gesto.
– ¡Caramba!
Bess prorrumpió en carcajadas.
– ¿Lo encuentras divertido? -preguntó él.
– No; me ha hecho gracia la cara que has puesto.
Michael se mesó el pelo y resopló.
– Setenta y seis mil… Bess, dije que confiaba en ti…
– Ten en cuenta que sólo el sofá ya cuesta ocho mil. Si lo prefieres, renunciaremos a él, y los espejos de las paredes de la galería, que valen quince mil. Además, los artículos que he elegido son de diseñadores de primera clase, los que fijan las pautas en la industria.
– ¿Cuánto debo pagarte a ti?
Bess señaló el fajo de papeles.
– Está todo ahí. Un diez por ciento directo. La mayoría de mis colegas te cobraría el precio de mayorista más el diez por ciento de flete, además de setenta y cinco dólares la hora por el tiempo que les lleven el diseño y las consultas. Te aseguro que esas horas pueden elevar mucho la cuenta. Por otro lado, el término «precio de mayorista» es arbitrario, pues dicen la suma que quieren. Mi precio incluye flete y entrega, y te recuerdo que por gastos de desplazamiento sólo te cobraré cuarenta dólares. Así pues, puedes hablar con otros profesionales y comparar las tarifas si así lo deseas.
Bess se sentó mientras Michael estudiaba con atención la lista. Al cabo de unos minutos ella se levantó, volvió a llenarle la taza de café y regresó a su silla, cruzó las piernas y esperó en silencio hasta que Michael terminó de leer.
– Ha subido mucho el precio de los muebles, ¿verdad? -observó él.
– Sí, pero también ha mejorado nuestra posición social. Ahora diriges tu propia empresa y tienes mucho éxito. Es lógico que tu hogar lo refleje y supongo que, con el tiempo, recibirás más y más clientes en tu casa. Si la decoras como te he sugerido, recibirán una buena impresión de ti.
Michael la miró sin pestañear, y Bess reprimió el impulso de desviar la vista. La luz de la lámpara de pie confería un brillo plateado a su pelo y le teñía de dorado las mejillas. Era muy apuesto, y ella había asociado ese atractivo con la infidelidad y por eso, con toda premeditación, había elegido a un hombre más bien feo, como Keith. Ahora se daba cuenta de ello.
– ¿Cuánto dices que vale el sofá de piel? -preguntó él.
– Ocho mil.
– ¿Cuánto tiempo tardarán en enviarlo?
– Los pedidos suelen recibirse al cabo de doce semanas. En este caso no llegará antes de dieciséis, porque lo mandan desde Italia en barco y el trayecto dura unas cuatro semanas. No te negaré que en los últimos tiempos ha habido algunos problemas debidos a huelgas en los puertos, por lo que podría demorarse un poco más. Por otro lado, tal vez tengamos suerte y el fabricante tenga una pieza lista en el color que queremos; entonces la recibiríamos en unas seis semanas.
– ¿Tiene alguna clase de garantía?
– ¿Contra defectos de fabricación? Por favor, tratamos con nombres de gran categoría, no con mercachifles. Garantizan la calidad de sus productos.
– ¿Y qué hay del papel pintado y las cortinas? ¿Cuánto tiempo tendré que esperar por ellos?
– Los pediré sin demora, y los cortinajes deberían estar instalados en seis semanas. El empapelado es mucho más rápido, tal vez dos semanas.
– ¿Te encargas de todo eso?
– Por supuesto. Varios empapeladores trabajan para mí, de modo que no tienes que ocuparte de nada de eso. Lo único que tienes que hacer es dejarles una llave.
El presupuesto descansaba todavía en el regazo de Michael, que echó un vistazo a la primera página.
– Debo advertirte -añadió ella- que tendré que ir con frecuencia a tu apartamento para supervisar el empapelado y la colocación de las cortinas. Si hay algo mal, quiero solucionarlo antes de que lo descubras tú. También iré a ver los muebles en cuanto los lleven para asegurarme de que la gama de colores es correcta. ¿Tienes algún inconveniente?
– No.
Bess juntó todos los planos del piso y los guardó en un sobre de papel manila.
– Es mucho dinero, Michael, lo sé, pero cualquier diseñador de interiores te cobrará mucho más. Además, estoy en ventaja respecto a ellos, pues te conozco bien.
Sus miradas se encontraron mientras ella se sentaba en el borde de la silla, con una pila de papeles sobre las rodillas.
– Es probable que tengas razón -concedió Michael.
– Siempre te ha gustado la piel, por lo que te volverás loco con ese sofá italiano. Te encantarán la alfombra delante de la chimenea, los espejos en la galería y lo demás.
A ti también, pensó él. Michael también la conocía bien y sabía que ésos eran los colores, estilos y diseños que a ella le gustaban. Por un instante se entregó a la fantasía de que Bess había diseñado el lugar para los dos, como ya lo había hecho una vez.
– ¿Puedo tomarme un tiempo para pensarlo?
– Por supuesto.
Se levantaron y, mientras Bess recogía la taza y el platito del café, Michael miró su reloj.
– Son casi las ocho y me muero de hambre. ¿Y tú?
– ¿No has oído los gruñidos de mi estómago?
– ¿Te apetecería…? -Se interrumpió y meditó unos segundos antes de añadir-: ¿Te apetecería cenar conmigo?
Ella podía haber declinado la invitación con la excusa de que tenía que guardar los catálogos y muestras, aunque en realidad los necesitaría para los pedidos si él decidía contratar sus servicios. Podía haber dicho que prefería ir a casa para estar con Randy, aunque era poco probable que su hijo estuviera allí un viernes a las ocho de la noche. Podía, sencillamente, haber dicho que no sin dar ninguna explicación, pero lo cierto era que disfrutaba en su compañía y no le importaba pasar otra hora con él.
– Podríamos ir a Freight House -sugirió.
Michael sonrió.
– ¿Todavia sirven esa deliciosa cazuela de pescado y marisco?
– Como siempre -respondió ella con una sonrisa.
– Entonces vamos.
Salieron del Lirio Azul, cuyo escaparate seguía iluminado. El viento era tan fuerte que hacía oscilar las farolas de la calle y los cables.
– ¿Vamos en coche? -preguntó Michael.
– Es difícil encontrar aparcamiento cerca de allí en un fin de semana. Será mejor que caminemos, si no te importa.
El restaurante se hallaba a sólo dos manzanas. Durante el trayecto, las intensas ráfagas los empujaban, les levantaban los bajos del abrigo y Bess hacía equilibrio sobre sus tacones altos para evitar caer de bruces. Michael la tomó del codo y la sostuvo con firmeza mientras avanzaban deprisa con el cuerpo inclinado. Cruzaron Main Street y, cuando doblaron hacia Water Street, el viento cambió de dirección, se coló entre los edificios y formó remolinos. Bess se sentía confortada por el contacto de la mano de Michael.
El Freight House era un edificio de ladrillos rojos, una verdadera reliquia del pasado frente al río y las vías del ferrocarril, de espaldas a Water Street, con seis puertas en forma de arco muy altas, a través de las cuales se introducían y sacaban las mercaderías en los tiempos en que tanto el comercio ferroviario como el fluvial eran florecientes. Dentro, las amplias ventanas daban al río y a una inmensa plataforma de madera, donde en verano se colocaban mesas con sombrillas de colores para que los clientes cenaran al aire libre. Ahora, en el riguroso febrero, en el alféizar de las ventanas había hielo y los parasoles estaban plegados y atados, como una flotilla de veleros al costado de un muelle. En el interior olía de maravilla y reinaba un ambiente cálido.
Mientras se desabrochaba el abrigo, Michael pidió una mesa a la recepcionista, quien consultó un libro abierto sobre un atril.
– Habrá una libre dentro de unos quince minutos. Pueden sentarse en el bar si lo desean. Yo les avisaré.
Sin quitarse los abrigos se sentaron en dos taburetes ante una pequeñísima mesa cuadrada.
– Hacía mucho tiempo que no venía aquí -comentó Michael.
– Yo tampoco vengo a menudo; sólo de vez en cuando para comer.
– Si mal no recuerdo, fue aquí donde celebramos nuestro décimo aniversario.
– No, fuimos a Colonias Amana.
– Ah, sí, es cierto.
– Mamá se quedó al cuidado de los chicos y pasamos allí un largo fin de semana.
– Entonces ¿qué aniversario festejamos aquí?
– El undécimo, tal vez. No estoy segura. Mezclo unos con otros.
– Sin embargo, cada año hacíamos algo especial ¿no lo recuerdas?
Bess sonrió por toda respuesta.
Se acercó una camarera y puso dos posavasos sobre la mesa.
– ¿Qué quieren tomar? -preguntó.
– Yo una cerveza -respondió Michael.
– Para mí lo mismo.
– Todavía te gusta la cerveza, ¿eh? -preguntó Michael cuando se retiró la camarera.
– ¿Por qué debería haber cambiado?
– Oh, no lo sé. Oficio nuevo, imagen nueva. Tienes el aspecto de una persona acostumbrada a beber champán.
– Lamento decepcionarte.
– No es una decepción, en absoluto. Hemos tomado muchas cervezas juntos.
– Humm… sí, en las noches tórridas de verano, cuando nos sentábamos en la terraza y mirábamos los barcos en el río.
La camarera les sirvió lo que habían pedido y, después de una breve discusión sobre quién invitaba, cada uno pagó la suya y rechazaron los vasos para beber directamente de la botella.
Una vez que los dos hubieron tomado un buen trago, Michael miró a Bess con fijeza.
– ¿Qué haces ahora en las noches tórridas de verano? -preguntó.
– Por lo general estoy en casa, atareada con los diseños. ¿Qué haces tú?
Michael pensó un momento.
– Con Darla, nada memorable. Los dos trabajábamos muchas horas…, de hecho daba la impresión de que sólo compartíamos el mismo techo. Ella salía a comprar o iba a la peluquería. A veces, cuando mamá vivía, yo iba a su casa para cortar el césped. Es curioso, porque yo tenía un jardinero que se ocupaba del mío. Después de sufrir el infarto, mamá no podía realizar grandes esfuerzos, de modo que la visitaba una vez por se mana y pasaba la segadora.
– ¿Darla no te acompañaba?
Michael frotó con la uña del pulgar el borde de la etiqueta de su botella y rasgó un trocito.
– Es extraño lo que ocurre con las segundas esposas, nunca llegan a integrarse en la familia de uno.
Bebió otro trago y la miró a los ojos. Bess bajó la vista mientras él observaba la marca que había dejado la cerveza en el carmín de sus labios, sus piernas cruzadas… Caramba, era preciosa.
– Como buena católica -añadió Michael-, mi madre no creía en el divorcio, de manera que en realidad nunca reconoció mi segundo matrimonio. Trataba a Darla con cortesía, pero le suponía un esfuerzo tremendo.
Bess alzó la mirada y vio que Michael todavía la observaba.
– Supongo que sería muy duro para Darla -conjeturó ella.
– Sí, en efecto. -De pronto chasqueó los dedos y abandonó su actitud meditabunda, como si alguien le hubiera propinado un codazo en la espalda-. Sí, es cierto, fue muy duro para ella.
En ese momento regresó la camarera.
– Su mesa está lista, señor Curran.
Les condujo a un reservado iluminado por una única lámpara. Mientras Bess leía con atención la amplia carta, Michael la abrió, la ojeó durante cinco segundos y volvió a cerrarla. Ella notó que la observaba.
– ¿Qué ocurre? -preguntó.
– Estás estupenda -respondió él.
– Oh, Michael, basta.
– De acuerdo, estás fatal.
Bess rió con timidez.
– No has dejado de mirarme desde que entramos.
– Lo siento -se disculpó él sin apartar la vista-. Por lo menos esta vez no te has enojado cuando te he dicho que estás estupenda.
– Me enfadaré si continúas así.
Se acercó una camarera para tomar nota.
– Yo quiero pollo asado y una cazuela de mariscos -pidió Michael.
Bess abrió los ojos como platos. Ella había elegido los mismos platos. Eso solía suceder con frecuencia cuando estaban casados, y ellos se reían de cómo sus gustos se habían vuelto tan parecidos. Entonces hacían cábalas sobre cuándo empezarían a parecerse físicamente, como les ocurre, según se dice, a las parejas que llevan muchos años de matrimonio. Por un instante Bess consideró la posibilidad de cambiar su elección, pero al final se negó a dejarse intimidar.
– Yo comeré lo mismo.
Michael la miró con desconfianza.
– Sé que no lo creerás, pero ya lo había decidido antes de que tú pidieras.
– ¡Oh! -exclamó él.
Les sirvieron las cazuelas de mariscos y ambos empezaron a comer.
– Vi a Randy el sábado pasado -explicó Michael-. Le invité a almorzar, pero no aceptó.
– Sí, ya me lo comentó.
– Sólo quería que supieras que estoy intentando reconciliarme con él.
Bess apartó la cazuela en cuanto hubo terminado el marisco y, cuando Michael también acabó, la camarera se acercó para retirar los dos platos. Michael esperó a que se fuera para hablar.
– He reflexionado desde la última vez que charlamos.
Bess tuvo miedo de preguntar. La conversación adquiría un cariz personal.
– Acerca de culpas…, compartidas por los dos. Supongo que tenias razón al pedirme que te ayudara en la casa. Mientras estudiabas en la universidad, debí haberte echado una mano. Ahora comprendo que no era justo esperar que lo hicieras todo sola.
Bess esperaba que agregara «pero» y esgrimiera excusas. Al ver que no lo hacía, se sintió gratamente sor prendida.
– ¿Puedo preguntarte algo, Michael?
– Por supuesto.
– Perdona la indiscreción; ¿alguna vez ayudaste a Darla en las tareas domésticas?
– No.
– Las estadísticas demuestran… -afirmó Bess tras mirarlo unos instantes con aire burlón- que los segundos matrimonios no duran tanto como los primeros, entre otras razones porque la gente comete los mismos errores.
Michael se sonrojó y no hizo ningún comentario. Terminaron la cena en silencio.
En el momento de abonar la cuenta, cada uno pagó su parte.
Cuando se disponían a salir del restaurante, Michael abrió la puerta y la sostuvo para que Bess pasara.
– He decidido encomendarte la decoración de mi apartamento -anunció a sus espaldas.
Bess esbozó una sonrisa fugaz y se volvió hacia él.
– ¿Por qué? -preguntó.
– Porque eres la persona indicada. ¿Qué hay que hacer? ¿Firmar un contrato o algo parecido?
– Sí, algo parecido.
– Entonces, hagámoslo.
– ¿Esta noche?
– Dado que te conduces como una mujer de negocios, apuesto a que ya tienes un contrato listo para firmar en tu establecimiento. ¿Es así?
– En efecto, lo tengo.
– Entonces, vamos.
La tomó del brazo con firmeza y echaron a andar. Cuando doblaron la esquina, los embistió un viento tan violento que los hizo tambalear.
– ¿Por qué haces esto? -preguntó Bess.
– Tal vez me guste verte curiosear en mi casa -respondió él.
Bess se detuvo al instante.
– Michael, si ésa es la única razón…
Él la obligó a seguir caminando.
– Era sólo una broma, Bess.
Mientras abría la puerta del Lirio Azul, Bess esperó que lo fuera.