Se encontraron en el vestíbulo del restaurante y siguieron a un joven amanerado de cabellos brillantes.
– Por aquí -les indicó.
Michael experimentó de nuevo una sensación de déjà vu al seguir a Bess como lo había hecho infinitas veces en el pasado, al mirar el ondular de su abrigo, el movimiento de sus brazos mientras se quitaba los guantes, al inhalar la débil estela de su perfume de rosas, el mismo que había usado durante años.
La fragancia era lo único que le resultaba familiar en ella. Todo lo demás era nuevo: la melena rubia con reflejos, que le llegaba casi a los hombros, la ropa cara, la seguridad en sí misma, la fragilidad. Todo esto lo había adquirido después del divorcio.
Se sentaron a una mesa junto a una ventana. Una lámpara de techo en forma de tazón y un foco color naranja daban un tinte especial a sus rostros, y en el exterior el brillo rosado del rótulo luminoso se reflejaba en la nieve. Ya se había retirado el gentío habitual de la hora de la cena, y un televisor colocado en algún rincón del bar transmitía un partido de hockey. La voz del comentarista se oía sobre la música de fondo.
Michael se quitó el abrigo y lo dobló sobre una silla vacía; Bess se dejó el suyo sobre los hombros.
Una camarera adolescente con la cabellera rizada se acercó y les preguntó si querían ver la carta.
– No, gracias. Sólo café -respondió Michael.
– ¿Dos?
Michael la remitió a Bess con una mirada.
– Sí, dos -contestó ella tras echar un rápido vistazo a la muchacha.
Cuando se quedaron solos, Bess fijó la mirada en las manos de Michael, enlazadas sobre el mantel individual de papel. Las tenía perfectas, bien formadas, con uñas cuidadas y limadas, y dedos largos. A Bess siempre le habían gustado. El vello oscuro que asomaba por los puños de la camisa las hacía parecer más blancas. Había una atracción innegable en el espectáculo de unas manos de hombre aseadas. Después del divorcio, en las circunstancias más extrañas e inesperadas -en un restaurante o en unos grandes almacenes-, Bess se había sorprendido alguna vez observando las manos de un desconocido y recordando las de Michael. Entonces despertaba a la realidad y se maldecía por haberse vuelto tan vulnerable a los recuerdos y a la soledad.
Desvió la mirada para posarla en el rostro de Michael, y hubo de admitir con pesar que todavía lo encontraba apuesto: cejas perfectas, atractivos ojos color avellana, labios carnosos y una espléndida cabellera negra. Reparó en unas pocas hebras plateadas sobre las orejas, sólo perceptibles bajo la luz directa.
– Bueno, la noche ha estado llena de sorpresas -comentó.
Michael rió entre dientes.
– Este es el último lugar donde esperaba terminar -agregó Bess- cuando acepté la invitación de Lisa.
– Yo también.
– No parece que la noticia te haya impresionado tanto como a mí.
– Quedé impresionado cuando me abriste la puerta.
– De haber sabido lo que Lisa se proponía, no habría acudido a la cena -afirmó Bess.
– Tampoco yo.
Se produjo un silencio.
– Escúchame, Michael, lo lamento mucho… Me refiero al intento de Lisa por revivir algo entre nosotros. Nuestra vajilla, el lomo, el budín de maíz, las velas… Tendría que haber sospechado que no nos gustaría.
– Fue una situación muy embarazosa.
– Sí, lo fue, y todavía lo es.
– Lo sé.
En ese momento les sirvieron el café; algo en que concentrarse en lugar del uno en el otro.
– ¿Oiste lo que me dijo Lisa cuando estábamos solas en la cocina? -preguntó Bess en cuanto se retiró la camarera.
– No. ¿Qué?
– En resumen su mensaje fue «crece, madre, durante seis años te has comportado como una criatura». Yo no tenía la menor idea de que le afectara tanto nuestro antagonismo. ¿Y tú?
– Lo he notado las veces en que me ha hablado de la familia de Mark, de lo unida que está y lo cariñosa que es.
– ¿Te ha hablado de eso?
Michael tomó un sorbo de café.
– ¿Cuándo? -inquirió Bess.
– No lo sé… En un par de ocasiones.
– Nunca me ha comentado que conversara contigo tan a menudo.
– Has levantado muchas barreras, Bess; por eso no te lo ha mencionado. Ahora mismo estás alzando otra. Deberías ver la expresión de tu cara.
– Bueno, me duele saber que charla contigo de esos temas y que los padres de Mark la conocen mejor que nosotros a él.
– Claro que duele, pero es lógico que cuenten más con la familia que se mantiene unida.
– ¿Qué opinas de Mark?
– No lo conozco muy bien -respondió Michael-. Creo que sólo he hablado con él en un par de ocasiones.
– No me lo explico -observó Bess-. ¿Cómo ha podido ocurrir esto, cuando llevan tan poco tiempo de noviazgo que apenas conocemos al muchacho?
– En primer lugar, no es un muchacho. Tienes que admitir, Bess, que ha afrontado la situación como un hombre. Esta noche me ha impresionado.
– ¿De veras?
– Ha estado al lado de Lisa, en lugar de dejar que ella sola anunciara la noticia. ¿No te parece digno de admiración?
– Supongo que sí.
– Además, por lo visto procede de una buena familia.
Bess había tomado una decisión cuando se dirigía al restaurante.
– No quiero conocerlos -aseguró.
– Oh, vamos, Bess, eso es ridículo. ¿Por qué no?
– No he dicho que me niegue a conocerlos. Lo haré, si no hay más remedio, pero no me apetece.
– ¿Por qué?
– Porque es duro estar con familias felices. Al verlas nuestro fracaso resulta más difícil de sobrellevar. Han conseguido lo que nosotros deseábamos tener y pensamos que tendríamos. Después de seis años, no he logrado vencer la sensación de fracaso.
Michael meditó un instante.
– Sí, sé a qué te refieres -reconoció-. Yo ya llevo dos desengaños.
Bess bebió un sorbo de café y miró a Michael con curiosidad.
– Me cuesta creer que vaya a preguntarte esto, pero ¿qué ha pasado?
– ¿Entre Darla y yo?
Ella asintió con la cabeza. Con la vista fija en su taza, Michael jugueteó con el asa.
– Fue un error desde el principio. Los dos habíamos sido infelices en nuestro matrimonio anterior y pensamos… bueno, ya sabes… Estábamos solos y, como acabas de decir, nos sentíamos fracasados. Parecía necesario iniciar otra relación y esforzarse para que saliera bien y de ese modo endulzar la amargura. Tardamos cinco años en comprender que en realidad nunca habíamos estado enamorados.
– Me temo que lo mismo le ocurrirá a Lisa -conjeturó Bess unos segundos después.
Michael la miró a los ojos mientras ambos reflexionaban sobre el futuro de su hija con el anhelo de que fuese más feliz que el suyo. Desde el otro lado de la barra les llegaba el zumbido plañidero de una licuadora. Michael esperó a que cesara para hablar.
– Sin embargo no nos corresponde a nosotros tomar una decisión por ella.
– Por supuesto que no, pero tenemos la responsabilidad de hacerle pensar en todos los hechos antes de dar el paso.
– ¿Qué hechos?
– Son demasiado jóvenes.
– Son mayores de lo que éramos nosotros cuando nos casamos y parecen saber muy bien lo que quieren.
– Eso dicen. ¿Qué otra cosa esperas que digan en estas circunstancias?
– No lo sé, Bess -respondió él con expresión meditabunda-. Parecen bastante seguros de sí mismos. Mark hablaba con sensatez. Ya habían decidido que querían tener hijos pronto, algo que el noventa por ciento de las parejas que se casan ni siquiera se plantean. Además, no veo nada malo en su manera de pensar. Como dijo Mark, ambos tienen un buen empleo, un hogar, el bebé tendrá dos padres que lo desean… Es un comienzo bastante sólido para un niño. Los padres jóvenes tienen más paciencia, salud y entusiasmo y después, cuando los hijos se van de casa, todavía están en edad de disfrutar de su libertad.
– ¿De modo que consideras que no deberíamos tratar de disuadirlos?
– Creo que es lo mejor. ¿Cuál sería la otra opción? ¿Aborto, adopción, o que Lisa se encargue sola de la criatura? Puesto que los dos se aman y quieren casarse, no tendría mucho sentido.
Bess suspiró y cruzó los brazos.
– Supongo que reacciono como una madre que quiere una garantía de que su hija será feliz. -Al cabo de unos segundos añadió-: Cuando nosotros contrajimos matrimonio, ¿no pensaste que sería para toda la vida?
– Por supuesto, pero no puedes aconsejarle que no se case por temor a que cometa los mismos errores en que tú incurriste. No sería realista. Lo que tienes que hacer es mostrarte sincera con ella y sobre todo contigo. Si tú…, supongo que debería decir si nosotros admitimos nuestros fallos y les prevenimos para que no caigan en ellos, tal vez consigamos redimirnos nosotros mismos.
Mientras Bess reflexionaba al respecto, se acercó la camarera y volvió a llenarles las tazas. Cuando se fue, Bess tomó un sorbo de su humeante café.
– Bien, ¿qué piensas de lo demás? -preguntó-. Me refiero a que entremos con ella en la iglesia y se ponga mi vestido.
Permanecieron unos minutos en silencio, con la mirada baja, como si se imaginaran ofreciendo una escena de armonía frente a unos doscientos invitados, algunos de los cuales sin duda habían estado presentes en su boda. La idea les repugnaba.
– ¿Qué opinas tú, Bess?
La mujer respiró hondo y suspiró.
– No fue nada agradable recibir una reprimenda de mi propia hija. Algunos de sus reproches me enfurecieron. Pensé: ¿Cómo te atreves a sermonearme, criatura inmadura?
– Y ahora ¿qué piensas?
– Bueno, estamos hablando, ¿no?
Ambos recordaron los seis años de silencio y cómo su enemistad había afectado a sus hijos.
– ¿Crees que podremos complacerla? -inquirió Michael.
– No lo sé…
Bess miró los automóviles del aparcamiento a través de la ventana y se imaginó avanzando con Michael por la nave de la iglesia otra vez; viendo su traje de novia en una ceremonia otra vez, sentada a su lado en el banquete de boda otra vez.
– No lo sé… -repitió más serena.
– Creo que no tenemos otra opción.
– Así pues, ¿quieres que acepte cenar en la casa de los Padgett?
– No nos cuesta nada disimular nuestro distanciamiento por un rato…, por el bien de Lisa.
– De acuerdo, pero primero deseo hablar con ella para asegurarme de que no se casa coaccionada y explicarle que, si toma otra decisión, tú y yo la apoyaremos.
– Por supuesto. Considero que es lo más conveniente.
– En cuanto al vestido, ¿qué debo decir?
Ese punto tocaba más de cerca al hogar que todos los demás.
– ¿Qué hay de malo en que se lo ponga?
– Oh, Michael… -La invadió una repentina confusión y desvió la mirada.
– ¿Piensas que porque lo usaste tú y el matrimonio no perduró trae mala suerte? ¿O que algún invitado lo reconocerá y considerará que es un error? Sé razonable, Bess. ¿Quién, salvo tú, yo y tal vez tu madre, se acordará del traje? Opino que deberías dejárselo. Así me ahorraré quinientos dólares…
– Siempre has sido masilla en sus manos.
– Sí, y me gusta.
– ¿Necesito mencionar que habrá que trasladar el piano otra vez?
– Soy consciente de ello.
– Eso trastocará su presupuesto.
– Yo lo pagaré. Cuando lo compré, me comprometí a abonar la factura de las mudanzas del piano.
– ¿Le prometiste eso? -preguntó Bess sin disimular su sorpresa.
– Sí, y le pedí que no te lo comentara, puesto que no hacías más que dar la lata por culpa del piano.
Bess estuvo a punto de soltar una carcajada. Se miraron y reprimieron las sonrisas.
– Está bien. Volvamos atrás, muchacho, a tu comentario sobre ahorrarte quinientos dólares. De ello deduzco que te ofrecerás a costear la boda.
– Ha sido muy noble por su parte no haber pedido ninguna ayuda, pero sólo un avaro permitiría que su hija desembolsara semejante cantidad de dinero cuando él gana unos cien mil dólares al año.
Bess enarcó las cejas.
– ¿Has dejado caer ese comentario con tanta elegancia sólo para asegurarte de que yo lo supiera? El caso es que a mí también me va bastante bien. No cobro cien mil al año, pero sí lo suficiente para que insista en pagar la mitad.
– De acuerdo; trato hecho.
Michael tendió la mano por encima de las tazas de café. Ella se la estrechó y los dos sintieron una sacudida familiar. Sus expresiones se tiñeron de creciente culpabilidad y se apresuraron a romper el contacto.
Michael se tocó el estómago.
– He tomado suficiente café para permanecer despierto hasta las tres.
– Yo también.
– ¿Nos vamos? -propuso él.
Bess asintió y los dos apartaron las sillas de la mesa.
– ¿Cómo está tu madre? -inquirió Michael mientras se ponían los abrigos.
– Infatigable como siempre. Sólo oírla me deja sin aliento.
Michael sonrió.
– Salúdala de mi parte, por favor. La he echado de menos.
– Lo haré. De todos modos, si se celebra la boda, no hay duda de que podrás saludarla personalmente.
– Y tu hermana, Joan, ¿todavía vive en Colorado?
– Sí. Sigue casada con ese imbécil y se niega a divorciarse porque es católica.
– ¿Os veis de vez en cuando?
– No muy a menudo. Ya no tenemos nada en común. Por cierto, Michael… -Bess vaciló. Por primera vez sus ojos reflejaron ternura-. Lamento mucho lo de tu madre…
– Y yo lo de tu padre.
Los dos habían perdido a uno de sus progenitores después del divorcio, pero a ella todavía le quedaba uno.
– Aprecié mucho que fueras al funeral -reconoció Michael-. Ella siempre te quiso.
Bess había acudido acompañada por los chicos, de la misma manera que Michael había asistido al entierro de su suegro, pero habían guardado las distancias y se habían limitado a presentar sus condolencias al otro. El vínculo con los suegros había sido uno de los más difíciles de deshacer.
– La muerte de mamá fue un golpe durísimo para mí -admitió Michael-. Siempre deseé haber tenido hermanos, pero ¿de qué sirven los deseos? Tengo cuarenta y tres años, de modo que ya debería haberlo aceptado.
Nunca le había gustado ser hijo único y muchas veces había hablado con Bess del tema. Ella, por su parte, habría querido llevarse mejor con su hermana. Había siete años de diferencia entre ella y Joan, por lo que en la infancia no habían compartido juegos ni amigas. En sus recuerdos, Joan parecía más bien un tercer progenitor. Cuando se casó y se mudó a Denver hubo muy pocos cambios en la vida de Bess y, si bien se escribían de vez en cuando, las cartas eran de compromiso.
Experimentaron una sensación extraña mientras permanecían allí parados, compadeciéndose por la soledad del otro y la pérdida de sus seres queridos. Ambos habían sabido sobrellevar la tristeza, pero esa empatía era una imposición, por lo que sintieron la necesidad de separarse.
– Bueno, es tarde. Debo marcharme -dijo Bess.
Salió del restaurante delante de él y por un instante notó la mano de Michael en su espalda.
Recuerdos…
Ya en el aparcamiento, Michael comentó:
– Todo indica que la boda nos obligará a mantenernos en contacto. Me he mudado… -Le entregó una tarjeta-. Aquí están mi nueva dirección y mi número de teléfono. Si no estoy ahí, deja un mensaje en el contestador o llama a la oficina.
– De acuerdo.
Bess se la guardó en el bolsillo del abrigo.
Vacilaron un instante. Buscaban las palabras para separarse, mientras esa despedida se fundía con otras cien de sus años de noviazgo…, los bailes y las fiestas de las noches de fin de año, seguidos por abrazos y besos apasionados en los escalones de la puerta de la casa de Bess. La evocación duró apenas unos segundos.
– Así pues, ¿telefonearás a Lisa? -preguntó Michael.
– Sí.
– Tal vez yo también la llame, sólo para hacerle saber que estamos de acuerdo.
– Está bien… Buenas noches.
– Buenas noches, Bess.
Una vez más se produjo un vacío momentáneo cuando ninguno de los dos se movió. Por fin dieron media vuelta y se encaminaron hacia sus respectivos coches.
Bess arrancó el motor y esperó a que se calentara. Michael se lo había enseñado mucho tiempo atrás: un automóvil dura más en Minnesota si se lo deja calentar en invierno. Eso fue en los años difíciles, cuando conservaban los vehículos durante cinco o seis años. Ahora ella podía permitirse comprar uno nuevo cada dos años. En la actualidad conducía un Buick Park Avenue. Aguardó para ver de qué marca era el de su ex marido, incapaz de contener la curiosidad. Oyó el rugido sordo de su motor cuando pasó detrás de ella y captó en el espejo retrovisor el resplandor fugaz de un techo plateado. Se dio la vuelta cuando él entró en el lago de luz que formaba un farol desde lo alto e identificó un Cadillac Seville. Así que era cierto… Le iba muy bien. Seis años atrás, de buena gana habría clavado alfileres en un muñeco que representara a Michael Corran. Esa noche, sin embargo, experimentó cierto orgullo porque alguna vez, hacía mucho tiempo, había elegido a un triunfador y ahora, enfrentados a una boda repentina, no tendrían necesidad de escatimar nada a su hija. Extrajo del bolsillo la tarjeta de Michael y encendió la luz del interior del coche. «Lake Avenue 5.011, White Bear Lake», leyó.
Conque se había mudado a White Bear Lake, a unos dieciséis kilómetros del barrio donde residía ella. ¿Por qué, si en los últimos cinco años había vivido en una zona residencial del oeste de Minneapolis? Demasiado cerca para que me sienta tranquila, pensó. Volvió a guardar la tarjeta en el bolsillo del abrigo y puso el vehículo en marcha.
Veinte minutos después enfiló el sendero en forma de herradura de la casa que ella y Michael habían compartido en Stillwater, Minnesota. Era un edificio georgiano de dos pisos en la Tercera Avenida, cerca del río St. Croix, con un mirador a cada lado de la puerta central, que estaba custodiada por cuatro columnas que soportaban un techo semicircular rodeado por una barandilla. Detrás de ésta, en el segundo piso había una enorme ventana panorámica desde donde se dominaba el jardín. Cuando la vieron, Bess había comentado a Michael que daba la impresión de estabilidad y seguridad, que era la clase de vivienda que aparecía en las ilustraciones de los libros infantiles, la clase de casa donde sólo podría vivir una familia feliz.
Se enamoraron de ella al instante. Una vez dentro, habían contemplado la magnífica vista del río St. Croix y, a lo lejos, Wisconsin. El emplazamiento era estupendo, en la cresta del risco, y un majestuoso arce se alzaba en el centro del patio posterior. Después de ver el lugar, los dos quedaron boquiabiertos de deleite.
Nada de lo ocurrido desde entonces había cambiado la opinión de Bess sobre la casa. Le seguía gustando, lo suficiente para efectuar los pagos por la mitad legal de Michael desde que Randy había cumplido los dieciocho años.
Aparcó el automóvil en el garaje doble adosado a la vivienda, bajó la puerta automática y se dirigió a la cocina por la entrada de servicio. Gracias a la prosperidad de su negocio, había realizado en ella importantes reformas. Ahora tenía armarios de formica blanca, suelo de vinilo azul marino y una alfombra color crema en el comedor contiguo. El nuevo mobiliario era una combinación de tonos azules y damasco, inspirada en la vista del río y los espectaculares amaneceres que se contemplaban desde el lado este de la casa.
Bess cruzó la cocina en forma de U y arrojó su abrigo sobre el sofá situado frente a una vidriera. Encendió una lámpara de pie, que tenía la base de cerámica torneada y una pantalla en forma de címbalo, y fue hasta la ventana para subir las persianas. El estampado de las cortinas era cargado arriba, sencillo abajo; espléndidas cenefas en ondas y flores azul y damasco, a juego con el tapizado de dos sillones y el largo sofá, con sus trece almohadones.
Bess observó el paisaje invernal por la ventana: el patio cubierto de nieve, con el arce ancestral, que montaba guardia; el sendero que descendía por el risco poblado de matorrales; el ancho río y, más allá, cerca de Wisconsin, a unos ochocientos metros de distancia, puntos luminosos de las viviendas que salpicaban las lomas oscuras, altas y boscosas.
Pensó en Michael…, en Lisa…, otra vez en Michael…, y en el nieto que había de nacer. En ningún momento habían pronunciado la palabra, pero había estado allí, entre ellos, en el restaurante, tan real como sus tazas de humeante café.
¡Dios mío, vamos a tener un nieto!
La idea estalló como un trueno en su cabeza, Se llevó la mano a la boca y se le formó un nudo en la garganta. Era difícil odiar a un hombre con quien se comparte un hito semejante.
Las luces al otro lado del río comenzaron a titilar y se dio cuenta de que tenía lágrimas en los ojos. Convertirse en abuelo era algo que sucedía a los otros. En los anuncios de televisión los representaban parejas de sesenta y cinco años, cabellos grises, caras redondas y sonrosadas, que horneaban pastelitos junto con los chiquillos, telefoneaban a sus nietos, abrían sus puertas en Navidad y recibían a dos generaciones con los brazos abiertos.
El hijo de Lisa, en cambio, tendría un abuelo joven, apuesto, recién divorciado, que vivía en White Bear Lake, y como abuela a una mujer de negocios, demasiado ocupada para cocinar pastelitos, que vivía en Stillwater.
Desde su divorcio Bess lamentaba con frecuencia la pérdida de la tradición y la unidad familiar, pero nunca tanto como esta noche, en que pensaba en el advenimiento de una nueva generación. Había conocido a sus abuelos, Molly y Ed LeClair, los padres de su madre, que habían muerto cuando ella estudiaba en el instituto. Al recordarlos se entristeció, ya que durante su infancia ellos habían vivido en Stillwater; en una casa sobre North Hill, a la que Bess iba en bicicleta para hurgar en el frasco de las galletitas de la abuela Molly u observar cómo el abuelo Ed pintaba sus pajareras. El anciano conocía trucos para atraer a las aves y se los había enseñado; una casita de techo inclinado, sin percha, con el fondo separable. En verano, sobre los jardines de la abuela Molly, siempre había pájaros revoloteando.
Los tiempos habían cambiado. El hijo de Lisa tendría que visitar a su abuela en su despacho, y a su abuelo sólo cuando tuviera edad suficiente para conducir.
Por otra parte, los pájaros habían desaparecido de Stillwater.
Bess suspiró y se apartó de la ventana. Se quitó el traje y lo dejó sobre el sofá. Vestida sólo con la blusa, las braguitas y las medias de nailon, encendió el fuego de la chimenea del comedor de diario, se sentó en el suelo y clavó la vista en las llamas. Se preguntó qué pensaría Michael acerca de convertirse en abuelo; dónde estaría Randy; qué clase de marido sería Mark Padgett; si Lisa en verdad lo amaba; si lograría soportar esa charada que Lisa le pedía que representara.
Sonó el teléfono y Bess miró su reloj de pulsera. Eran más de las once. Se acercó al teléfono, que descansaba en una mesa de vidrio que había entre dos sillas bajas de respaldo redondo y descolgó el auricular.
– ¿Diga?
– Hola.
– ¡Ah, hola, Keith!
Levantó la vista hacia el techo y se colocó un mechón detrás de la oreja.
– Has regresado tarde a casa.
– Hace apenas unos minutos.
– ¿Y bien? ¿Qué tal la cena con Lisa?
Bess se dejó caer en una silla y apoyó la cabeza en el respaldo.
– Me temo que no muy bien.
– ¿Por qué?
– Lisa me invitó para algo más que una simple cena.
– ¿Para qué más?
– ¡Oh, Keith! He estado llorando…
– ¿Qué pasa?
– Lisa está embarazada.
Keith dejó escapar un silbido.
– Quiere casarse dentro de seis semanas -añadió Bess.
– ¿Con el padre de la criatura?
– Sí. Se llama Mark Padgett.
– Recuerdo que alguna vez lo has mencionado.
– Mencionarlo, eso es todo. ¡Hace menos de un año que lo conoce!
– ¿Y qué hay de él? ¿También quiere casarse?
– Dice que sí.
– Entonces no entiendo… ¿Cuál es el problema?
Ese era uno de los inconvenientes de Keith: por lo general no comprendía sus problemas. Hacía tres años que salían juntos, y en todo ese tiempo nunca se había mostrado comprensivo cuando ella lo necesitaba. En particular se mostraba intolerante con sus hijos, lo que a menudo la irritaba. Él no tenía hijos, y algunas veces ese hecho creaba un abismo entre ellos que Bess no estaba segura de poder sortear jamás.
– El problema es que yo soy su madre. Quiero que se case por amor, no porque las circunstancias lo exijan.
– ¿Ella lo ama?
– Dice que sí, pero ¿cómo…?
– ¿Él la ama?
– Sí, pero…
– Entonces ¿por qué estás tan alterada?
– ¡Eso no lo soluciona todo, Keith!
– ¿Estás alterada porque te vas a convertir en abuela? ¡Eso es una estupidez! Nunca he logrado entender a la gente que se trastorna tanto por esas zarandajas…, por cumplir treinta años, o cuarenta, o por convertirse en abuelos. Me resulta bastante ridículo. Lo que importa es mantenerse activo y sano, sentirse joven por dentro.
– ¡No estoy alterada por eso!
– Bueno, entonces ¿por qué?
Arrellanada en la silla, con la barbilla apoyada en el pecho, Bess contestó:
– Michael también estaba allí.
Se produjo un breve silencio.
– ¿Michael?
– Lisa lo organizó todo, nos invitó a los dos y después salió del apartamento con una excusa para que nos viéramos forzados a hablar.
– ¿Y?
– Fue infernal.
– Bess, quiero ir a verte -dijo Keith con resolución tras una pausa.
– Son más de las once -repuso Bess.
– Esto no me gusta.
– ¿Qué haya visto a Michael? ¡Por el amor de Dios! En seis años no he mantenido una conversación civilizada con ese hombre.
– Tal vez no, pero ha bastado una sola noche para alterarte. Deseo verte.
– Keith, por favor…, tardarás una media hora en llegar aquí, y yo debo estar mañana temprano en el despacho para atender unos asuntos de contabilidad, Créeme, no estoy alterada.
– Has dicho que has estado llorando.
– No por Michael, sino por Lisa.
Por el silencio de Keith, ella previó su reacción:
– Me estás rechazando otra vez, Bess. ¿Por qué lo haces?
– Por favor, Keith, esta noche no. Estoy cansada y supongo que Randy llegará pronto a casa.
– No pienso quedarme toda la noche.
Aunque Bess y Keith mantenían relaciones íntimas, ella había establecido desde el principio que, mientras viviera con su hijo, él no dormiría nunca en su casa. A Randy ya le había afectado bastante la canita al aire de su padre. Aunque el muchacho podía suponer que tenía una relación amorosa, nunca se lo confirmaría con hechos.
– Keith, ¿podríamos reanudar esta conversación en otro momento? Créeme, he tenido un día muy duro.
Keith dejó escapar un suspiro de exasperación.
– Está bien -concedió-, sólo te llamaba para saber si querías cenar conmigo el sábado por la noche -añadió con acritud.
– ¿Estás seguro de que todavía lo deseas?
– Bess, a veces no entiendo por qué continúo contigo.
– Lo siento, Keith -se disculpó contrita-. Sí, por supuesto, me encantaría salir a cenar el sábado. ¿A qué hora?
– A las siete.
– ¿Voy con mi coche?
Keith vivía en St. Paul, a unos cincuenta kilómetros, y sus restaurantes favoritos se hallaban en esa zona.
– Ven a mi casa. Luego conduciré yo.
– De acuerdo. Ah, Keith…
– ¿Qué?
– Lo siento mucho, de veras.
Bess oyó el suspiro que Keith exhaló.
– Lo sé.
Después de colgar el auricular, Bess permaneció largo rato inclinada en la silla, con las puntas de los pies apoyadas en el suelo, los codos en las rodillas, la vista fija en el fuego de la chimenea. ¿Qué pretendía de Keith? ¿Lo utilizaba para escapar de su soledad? Un día, tres años atrás, él había entrado en su negocio cuando ella llevaba tres años sin un hombre; tres años en los que sus intentos por mantener relaciones ocasionales habían sido fallidos; tres años en los que había opinado que todos los hombres deberían estar en el fondo del mar. Entonces apareció Keith, un vendedor de telas, que arrastró hacia el interior del local una enorme caja de muestras de un metro por cincuenta centímetros y anunció que trabajaba en Robert Allen Fabrics y que ella había decorado el hogar de sus mejores amigos, Sylvia y Reed Gohrman; necesitaba hacer un regalo a su madre para el día de la Madre y, si ella quería echar un vistazo a las muestras mientras él examinaba su mercadería, tal vez ambos encontraran algo que les gustara. Si no, se iría y no volvería a verlo nunca más.
Bess se había echado a reír; Keith también. Al final compró un florero de cuarenta dólares, decorado con rosas de cristal, y ella lo envolvió para regalo.
– Su madre estará encantada.
– Mi madre nunca está encantada con nada -repuso él-. Es muy probable que venga para cambiarlo por esas tres ranas que sostienen esa esfera de vidrio.
– ¿No le gustan a usted?
Keith observó las tres repugnantes ranas de bronce, cubiertas por una pátina verde y con las patas delanteras levantadas sobre la cabeza para aguantar una bola de vidrio claro. Arqueó una ceja e hizo una mueca.
– Bueno, ésa es una pregunta intencionada, y usted todavía no me ha dicho qué le parecen mis muestras.
Ella las había mirado y le habían gustado. Keith le había asegurado que su compañía mantenía un riguroso control de calidad, retiraba de inmediato las telas defectuosas, proveía muestras gratis en lugar del catálogo completo -lo que requería que los dueños de los negocios firmaran un contrato por un año y aceptaran abonar todas las piezas- y permitía aplazar los pagos.
Bess quedó impresionada, y Keith se marchó consciente de ello.
Una semana después la llamó para preguntarle si le apetecía salir con él y sus amigos Sylvia y Reed Gohrman. A ella le atraía su estilo. Además, necesitaba una cita, y la presencia de amigos comunes le garantizaba que no tendría que luchar a brazo partido al final de la noche.
Él se había comportado con impecable cortesía: ninguna indirecta, ninguna insinuación sexual, ni siquiera un beso de despedida hasta el segundo encuentro. Se vieron durante seis meses antes de que la relación se convirtiera en íntima y a renglón seguido le pidió que se casara con él. Por espacio de dos años y medio, ella le dijo que no. Por espacio de dos años y medio, él se mostró cada vez más frustrado por su negativa. Bess intentó explicarle que no estaba dispuesta a correr otra vez ese riesgo, que sacar adelante su negocio se había convertido en su principal fuente de realización personal, que todavía tenía problemas con Randy y no quería imponérselos a un marido. La verdad era que no lo amaba lo suficiente.
Keith era agradable (un calificativo demasiado vago pero certero para describirlo), pero cuando estaban juntos ella sólo sonreía, nunca rebosaba de júbilo. Cuando la besaba, se sentía confortada, nunca apasionada. Cuando hacían el amor, quería la luz apagada, no encendida, y cuando terminaban insistía en irse a su casa, a su cama, para dormir sola.
Por supuesto, los hijos de Bess constituían otro problema. Keith había estado casado muy poco tiempo, cuando tenía algo más de veinte años y, al no tener hijos, siempre se mostraba un poco celoso de Lisa y Randy y un tanto egoísta en su manera de encarar muchos conflictos. Si Bess rechazaba una cita a causa de un compromiso previo con Lisa, se ofendía. Consideraba ridículo que no le dejara pasar la noche en su casa, dado que Randy tenía diecinueve años y no era tonto.
Había algo más… El codiciaba su casa.
La primera vez que entró en ella, se había quedado parado ante las puertas correderas de vidrio, contemplando el río y suspirando. «¡Qué maravilla…! -había exclamado-. Me entran ganas de poner una tumbona aquí y no moverme jamás.»
En primer lugar, Bess odiaba las tumbonas. Además sintió cierta irritación ante la mera sugerencia de que él se instalara en su hogar. Por un instante estuvo incluso en un tris de argüir que aún pertenecía a Michael. Después de todo era su ex esposo quien había pagado la vivienda y la había ayudado a amueblarla y decorarla. ¿Cómo se atrevía ese advenedizo a plantearse la posibilidad de usurpar el sitio que siempre había sido el favorito de Michael?
Había muchas facetas de Keith que le disgustaban, de modo que no podía evitar preguntarse por qué seguía viéndolo.
La respuesta era simple: se había convertido en un hábito y, sin él, se sentiría mucho más sola.
Suspiró y se acercó a la chimenea, retiró la pantalla metálica, movió los leños y miró cómo se elevaban las chispas. Se sentó frente al hogar, con los brazos alrededor de las rodillas.
Oh, Lisa, no empeores el error que ya has cometido, pensó. No es grato contemplar el fuego sola, deseando que las cosas hubieran sido diferentes.
Sintió un calor intenso y las braguitas de nailon parecían atraparlo y extenderlo sobre su piel. Hundió la frente en sus brazos. La casa estaba silenciosa y fría. Nunca había sido muy acogedora después de la marcha de Michael. Era su hogar y nunca renunciaría a él, pero debía reconocer que era triste, solitario.
Fuera habían desaparecido casi todas las luces del otro lado del río. Se levantó y se dirigió al comedor principal, deslizó los dedos por el respaldo de las sillas al pasar, atravesó una arcada que conducía al salón, que se extendía por toda el ala este de la casa, con la vista del río al fondo y una panorámica de la calle al frente. En un rincón había dos grandes ventanales y, en las sombras, un piano majestuoso, negro, brillante, silencioso desde que Lisa había llegado a la mayoría de edad y se había independizado. Sobre él reposaban retratos familiares enmarcados, que todos los jueves la asistenta retiraba para limpiar el polvo. En Navidad, un arreglo de globos de vidrio rojo y ramas verdes los desalojaba. Era la única función del piano.
Bess se sentó en la banqueta de ébano pulido y encendió una lamparita, que iluminó un atril vacío y la tapa del teclado cerrada. Pisó los pedales de bronce, fríos y suaves bajo sus pies enfundados en nailon. Entrelazó las manos sobre el regazo y se preguntó por qué había dejado de tocar. Tras la marcha de Michael, había repudiado el instrumento tanto como a su ex marido. ¿Acaso porque a él le gustaba tanto la música? ¡Qué infantil! De acuerdo, llevaba una vida muy ajetreada, pero había momentos, como ése, en los que ejecutar una melodía habría sido reconfortante.
Se incorporó y hojeó las partituras hasta que encontró la que buscaba.
La tapa del teclado hizo un ruido suave, aterciopelado, cuando la abrió. Las primeras notas vibraron en la habitación en penumbras. The homecoming, la canción de Lisa y de su padre. No se planteó por qué la había elegido. Mientras tocaba, sus dedos perdieron la rigidez, la tensión abandonó sus hombros y pronto empezó a experimentar una sensación de bienestar al comprobar que aún conservaba una aptitud que había permanecido adormecida demasiado tiempo.
No reparó en la presencia de Randy hasta que no terminó la pieza y él habló desde las sombras.
– Muy bien, mamá.
Bess se sobresaltó.
– ¡Randy! ¡Menudo susto me has dado! ¿Cuánto tiempo llevas ahí?
Con un hombro apoyado contra la pared, Randy sonrió.
– No mucho.
Entró despacio en el salón y se sentó en la banqueta a su lado. Vestía tejanos y una cazadora de cuero marrón muy desgastada. Tenía el pelo negro, como su padre, lo llevaba de punta en la parte superior untado de brillantina, unas ondas naturales le caían por la espalda más abajo del cuello. Randy atraía las miradas de la gente por el hoyuelo que se le formaba cuando sonreía; por su manera de inclinar la cabeza al aproximarse a una mujer. Lucía un pequeño aro de oro en la oreja izquierda, y tenía una dentadura perfecta, los ojos castaños, de pestañas negras. Había adoptado el estilo descuidado del cantante George Michael, y un aire indolente.
Sentado al lado de su madre, tocó un fa y mantuvo la tecla apretada hasta que la nota se redujo al silencio. Dejó caer la mano sobre su regazo, volvió la cabeza y esbozó una sonrisa perezosa.
– Hacía mucho que no tocabas -comentó.
– Es verdad.
– ¿Por qué lo dejaste?
– ¿Por qué dejaste tú de hablar a tu padre?
– ¿Por qué dejaste tú de hacerlo?
– Estaba enojada.
– Yo también.
Se produjo un breve silencio.
– Lo he visto esta noche -explicó Bess.
Randy desvió la mirada, pero mantuvo la sonrisa.
– ¿Cómo está el gilipollas?
– Randy, estás hablando de tu padre y no permitiré que emplees ese vocabulario.
– Te he oído llamarle cosas peores.
– ¿Cuándo?
Randy meneó la cabeza con gesto irritado.
– Vamos, mamá, reconócelo de una vez; lo odias tanto como yo y nunca lo has ocultado. ¿A qué viene todo esto? ¿De repente se te ocurre echarle flores?
– Yo no le echo flores. Sólo te he dicho que lo he visto; en el apartamento de Lisa.
Randy se rascó la cabeza.
– Ah, sí, es cierto… Supongo que Lisa ya te lo ha contado.
– Sí.
El joven miró a su madre.
– ¿Cómo reaccionaste? ¿Te dio un soponcio?
– Más o menos.
– A mí también me sorprendió la noticia, pero he tenido un día para pensar en ello y creo que todo le irá bien. Lisa está enamorada de Mark, y él es un buen muchacho. La quiere de verdad.
– ¿Por qué lo sabes?
Randy deslizó la uña del pulgar entre dos teclas.
– Voy a menudo a su casa. Lisa me prepara algo de cenar y vemos películas en vídeo juntos. Por lo general Mark está allí.
Otra sorpresa.
– Yo no sabía… que la visitabas -comentó Bess.
Randy apartó la mano del teclado y la dejó en su regazo.
– Lisa y yo nos llevamos muy bien. Me ayuda a aclararme las ideas.
– Lisa me ha explicado que has accedido a ser su padrino.
Randy se encogió de hombros.
– Y que te cortarás el pelo -añadió Bess. Randy chasqueó la lengua y sonrió.
– Eso te gusta, ¿eh, mamá?
– El pelo no me molesta tanto como la barba.
Randy y se la frotó. Era espesa y oscura, y sin duda atraía a muchas jovencitas.
– Sí, bueno, tal vez me la afeite.
– ¿Tienes alguna chica que vaya a echarla de menos? -preguntó Bess en son de broma.
Hizo ademán de pellizcarle la mejilla, y él se echó hacia atrás al tiempo que movía las manos como si hiciera kárate.
– ¡No me provoques, mujer!
Los dos fingieron prepararse para iniciar una pelea, después rieron y se abrazaron. No importaban los quebraderos de cabeza que él le causaba, pues momentos como ése eran su recompensa. Había algo maravilloso en tener un hijo adulto. Sus muestras de afecto la resarcían de su soledad, y gracias a él tenía a alguien de quien ocuparse, una razón para mantener la nevera llena. Probablemente ya era tiempo de echarlo del nido, pero detestaba la idea de perderlo, aunque no era frecuente que intercambiaran bromas como ésa. Cuando él se marchara, sólo quedaría ella en esa casa enorme, y habría que adoptar una decisión.
Randy la soltó y ella le sonrió con cariño.
– Eres un coqueto incorregible.
Él se llevó las manos al corazón.
– Me ofendes, mamá.
Bess decidió acabar con las chanzas.
– En cuanto a la boda… -dijo-, Lisa nos ha pedido a tu padre y a mí que entremos con ella en la iglesia.
– Sí, lo sé.
– Al parecer se celebrará una cena en la casa de los padres de Mark para que las dos familias nos conozcamos. -Hizo una pausa y, al ver que Randy permanecía en silencio, preguntó-. ¿Podrás soportarlo?
– Lisa y yo ya hemos hablado de eso.
Los labios de Bess formaron un «oh» silencioso. No cabía duda de que sus hijos mantenían una relación excelente.
– No te preocupes -agregó Randy-, no pondré en aprietos a la familia. -Tras mirar a su madre a los ojos inquirió-: ¿Y tú?
– No. Tu padre y yo charlamos después de salir del apartamento de Lisa. Hemos decidido respetar sus deseos. Hubo intercambio de ramos de olivo en son de paz.
Randy levantó las manos y se golpeó las caderas.
– Bueno, entonces… supongo que todo el mundo está feliz.
Cuando se disponía a ponerse en pie Bess lo cogió del brazo.
– Hay algo más.
Randy esperó con actitud indolente.
– Tu padre y Darla han iniciado el divorcio. Considero que debes saberlo.
– Sí, Lisa me lo comentó. El amor se acaba y se abandona, Curran. -Soltó una carcajada de amargura y agregó-: La verdad, mamá, me importa un bledo.
– Está bien. Ya te lo he dicho. Fin de la obligación maternal.
Randy se levantó de la banqueta y se detuvo en las sombras.
– Es mejor que tengas cuidado, mamá. Pronto llamará otra vez a tu puerta; así actúan los tipos como él… Necesitan tener una mujer y acaba de librarse de una. Ya te engañó una vez y espero que no le permitas hacerlo de nuevo.
– Randy Curran, ¿crees que soy idiota?
El muchacho dio media vuelta y se dirigió hacia la arcada que conducía al comedor. Antes de cruzarla se volvió hacia su madre.
– Bueno, cuando llegué estabas tocando su canción preferida.
– ¡Da la casualidad de que también me gusta a mí!
Sin dejar de mirarla, Randy dio unas palmadas sobre el marco de la puerta.
– Sí, mamá. Por supuesto.