Randy llegó a casa a las dos y cuarto de la madrugada, estacionó ante el garaje y miró con asombro el Cadillac Seville. ¿Qué diablos hacía su padre allí? Alzó la vista hacia la ventana del dormitorio de su madre, vio la luz encendida, meneó la cabeza con irritación y cerró de un golpe la portezuela de la camioneta.
Una vez dentro, observó que la araña del vestíbulo estaba encendida, así como también las luces del pasillo de la planta superior. Había algo diseminado sobre los escalones. Subió por ellos para echarle un vistazo y descubrió una caja vacía de preservativos y su contenido disperso sobre dos peldaños. Cogió uno, lo miró con curiosidad y continuó ascendiendo con cautela. Pasó junto a una prenda de ropa y, cuando llegó arriba, espió el corredor desde una esquina. En el suelo yacían unos pantalones, zapatos, el albornoz de su madre. Advirtió que la puerta del dormitorio de Bess estaba abierta de par en par, y la luz, encendida.
– ¿Mamá? -llamó.
No hubo respuesta.
Avanzó, se detuvo en el umbral y preguntó:
– ¿Mamá, estás bien?
Tampoco esta vez obtuvo respuesta. Entonces entró.
Su madre y su padre yacían en el lecho abrazados, desnudos, apenas cubiertos hasta las caderas por la colcha. El brazo de Michael enlazaba la cintura de Bess, con la mano cerca de sus pechos. Por el aspecto de la habitación, habían disfrutado de una noche de pasión. Las almohadas estaban diseminadas alrededor de la cama, que parecía haber sido arrasada por un ciclón. Había un sobre vacío de un preservativo en el suelo, junto con un pañuelo sucio.
Randy notó que se le encendían las mejillas y, cuando se disponía a marcharse, Michael despertó, levantó la cabeza y lo vio bajo el marco de la puerta. De inmediato miró a Bess, que todavía dormía, y le tapó los pechos desnudos con la colcha.
– ¿Randy?
– ¡Qué caradura, viejo! -masculló con desprecio-. Venir aquí de esta manera.
– Eh, Randy, espera un minu…
Sin embargo el muchacho ya se había ido, y sus pisadas resonaban en el pasillo.
Bess despertó y parpadeó.
– ¿Qué hora es? -balbuceó con tono soñoliento.
– Las dos y cuarto. Sigue durmiendo.
Bess se incorporó y empezó a tirar de la colcha.
– Metámonos debajo.
– Bess, Randy está en casa.
– ¿Y qué? Entonces ya se ha enterado. Apaga la lámpara y arrópate.
Michael obedeció.
Por la mañana despertó con la sensación de que alguien lo observaba. En efecto, así era. Cuando abrió los ojos, encontró a Bess con la cabeza apoyada en la única almohada que quedaba en la cama, contemplándolo.
Se la veía feliz.
– Hola -dijo.
– Hola.
– ¿Dónde está tu almohada?
La cabeza de Michael descansaba sobre el colchón.
– Creo recordar que la arrojamos al suelo.
Bess sonrió con satisfacción.
– Así que nos pillaron, ¿eh?
– Así es.
– ¿Entró aquí?
– Sí.
– ¿Dijo algo?
– Dijo: «Eres un caradura, viejo.»
La sonrisa de Bess se tomó maliciosa.
– Tiene razón.
– Escucha, nuestro hijo está hecho una verdadera furia.
– ¿Qué vamos a decirle?
– Diablos, no lo sé. ¿Se te ocurre alguna idea?
– ¿Qué tal «los cuarentones también entran en celo»?
Michael se sentó en el borde de la cama y se desperezó.
Bess se enderezó para revolverle el cabello.
– Es muy probable que no se levante hasta las nueve o más tarde.
– Entonces me quedaré hasta las nueve o más tarde -afirmó Michael.
– No es necesario. Ya hablaré yo con él.
– No es contigo con quien estará furioso. No permitiré que hagas el trabajo sucio, mientras yo me escapo con el rabo entre las piernas.
Bess deslizó la mano por su espalda y Michael la miró por encima del hombro.
– ¿Alguna vez pensaste, cuando lo tuvimos, que terminaríamos dándole explicaciones por nuestro comportamiento?
Bess esbozó una sonrisa.
Michael se levantó, completamente desnudo, y ella lo observó dirigirse al cuarto de baño. Al ver que dejaba la puerta abierta sonrió y evocó algunos momentos agradables de la vida matrimonial. Contempló cómo Michael se apoyaba sobre el tocador, se miraba en el espejo y se frotaba los ojos.
– ¿Sabes cómo adiviné que tenías una relación amorosa? -preguntó Bess desde el dormitorio.
– ¿Cómo? -preguntó él al tiempo que abría un cajón. Sacó el cepillo de dientes de Bess y empezó a usarlo.
– Adquiriste la costumbre de cerrar la puerta del baño.
Desde la cama, Bess observó que dejaba de cepillarse los dientes y se escondía el cepillo en la espalda. A continuación Michael asomó la cabeza en el dormitorio.
– ¿En serio?
– Sí.
Bess estaba tendida de costado, con la cabeza recostada sobre un brazo doblado y una sonrisa en los labios. Michael salió del baño y caminó hacia ella para sentarse sobre el colchón.
– Pues ya ves… -Le tocó la nariz con el mango del cepillo y prosiguió-: La he dejado abierta. ¿Eso no prueba nada?
Se miraron sonrientes durante largo rato. Había llovido durante la noche. El aire fresco de la mañana entraba por la ventana abierta y portaba un ligero olor a humedad. Era uno de esos instantes de máxima pureza que raras veces se presentan en una relación, sin duda el más idílico para Michael y Bess desde su divorcio. Ella no deseaba empañarlo.
Acarició los brazos de Michael con suavidad al tiempo que hablaba.
– Escucha, no quiero mentir a Randy diciéndole que nos vamos a casar otra vez. Necesito algún tiempo para reflexionar. Esto…, la relación que hemos empezado… es sólo eso, una relación íntima, nada más. Si Randy se niega a aceptarlo, no podemos hacer nada. En todo caso no pienso justificarme con una mentira. ¿Lo entiendes?
Michael se apartó de ella y le dio la espalda.
– Desde luego que sí. Quieres acostarte conmigo, nada más.
Bess se sentó y le tocó la espalda.
– No, Michael.
Él se levantó, recogió los calzoncillos, se los puso y siguió el rastro de prendas que todavía decoraban el pasillo y los escalones. Cuando volvió, estaba medio vestido, traía el albornoz de Bess y un puñado de preservativos. Los arrojó sobre la cama junto con la caja vacía.
– Ahí tienes.
Se abotonó la camisa e introdujo los faldones en el pantalón con movimientos bruscos.
– Consérvarlos a mano, porque te prometo que volveré, pues me temo que no seré capaz de resistirme. Daremos un ejemplo maravilloso a nuestros hijos, ¿verdad, Bess?
– ¡Michael, fuiste tú quien vino! ¡Yo no he ido hacia ti, de modo que no me eches la culpa de lo ocurrido.
– Quiero casarme contigo, maldita sea, y tú prefieres tener una relación… ¡Bueno! ¿Qué clase de…?
– ¡No he dicho eso! -interrumpió Bess, que se levantó de la cama y se echó el albornoz sobre los hombros-. No deseo cometer otra vez el mismo error. Eso es todo.
– Así pues, nos encontraremos una vez, tal vez dos, por semana, haremos el amor y después repetiremos esta misma escena. Yo diré «hagámoslo como es debido», y tú te enojarás. Pues bien, no estoy dispuesto a aceptarlo. Quiero lo mismo que Lisa, ¡que vivamos juntos para siempre!
Bess se paró delante de él, un poco enfadada, un poco arrepentida y muy atemorizada. A pesar de que ambos habían reconocido su responsabilidad en el fracaso de su matrimonio, lo cierto era que Michael le había sido infiel una vez y la herida continuaba abierta.
– Michael -dijo con serenidad-, no quiero discutir contigo.
– De acuerdo. Yo te he buscado en dos ocasiones. Ahora es tu turno. Verás cómo se siente uno al tener que rogar.
Se dirigió hacia la puerta a grandes zancadas.
– Michael… -llamó ella con tono suplicante, pero él ya había cruzado la puerta. Bess salió al pasillo-. ¡Michael!
Él replicó a voz en grito desde la escalera:
– ¡Di a Randy que lo llamaré y le explicaré lo sucedido!
Desde abajo llegó la voz de Randy.
– No necesitas llamarme. Estoy aquí.
Michael descendió con paso vacilante por los peldaños y vio a Randy, que vestía sólo unos tejanos. A Michael le asombró ver, por primera vez, la densa mata de vello en el pecho de su hijo.
– Randy… lamento que te hayamos despertado.
– No me cabe duda de que lo lamentas.
– No interpretes mal mis palabras. Quería hablar contigo sobre esto. No pensaba marcharme y dejar que tu madre te explicara lo que ha sucedido.
– ¿Ah, sí? Pues la verdad es que me lo ha parecido. ¿Por qué no la dejas en paz de una vez?
– Porque la amo.
– La amas… ¡No me hagas reír! Supongo que también la amabas cuando la engañaste con otra mujer y la abandonaste. ¡Supongo que también nos querías a Lisa y a mí!
Michael comprendió que no serviría de nada expresar el afecto que les profesaba. Permaneció en silencio y Randy prosiguió.
– Fue una manera muy singular de demostrar a tus hijos que los amabas. ¿Quieres saber cómo se siente uno cuando su padre le abandona? Dolido, así es como se siente.
– Yo no te abandoné.
– ¡No lo niegues! Dejaste a tu esposa y a tus hijos. Yo tenía trece años. ¿Sabes acaso cómo piensa un chico de trece años? Supuse que yo tenía la culpa, que debía de haber hecho algo malo para que te fueras, pero no sabía qué. La idea me obsesionaba hasta que mamá me explicó que tenías otra mujer. Entonces me entraron ganas de romperte la cara, pero era muy pequeño y flaco. Ahora estás aquí, acabas de salir de su cama… Tal vez debería atizarte.
Desde lo alto de la escalera llegó la voz furiosa de Bess.
– ¡Randy!
El muchacho miró hacia arriba con expresión glacial.
– Es un asunto entre él y yo, mamá.
– ¡Discúlpate ahora mismo!
– ¡Y un cuerno!
– ¡Randy! -exclamó Bess, que comenzó a bajar por los peldaños.
Randy la miró con una mueca de incredulidad.
– ¿Por qué te pones de su parte? ¿No te das cuenta de que te está utilizando otra vez? Dice que te ama… ¡menuda mentira! ¡Es probable que le dijera lo mismo a la mujerzuela con quien se casó, pero tampoco consiguió salvar su matrimonio! Es un fracasado, mamá, y no te merece. Eres una estúpida al permitirle entrar aquí.
Bess lo abofeteó en la cara.
El joven la miró azorado, con los ojos llenos de lágrimas.
– Lamento mucho haberte pegado -reconoció Bess-. Nunca lo había hecho, pero no puedo consentir que nos hieras a tu padre y a mí. Ninguno de nosotros está libre de culpas, pero es posible hablar con respeto y buena educación de todas esas cosas. Creo -agregó más serena- que nos debes una disculpa.
Randy la miró de hito en hito. Luego observó a Michael, dio media vuelta y se encaminó hacia su dormitorio.
Bess se llevó las manos a las mejillas y notó que le ardían. Se volvió hacia Michael, que estaba abatido y cabizbajo. Bess le rodeó el cuello con los brazos.
– Michael, lo siento -murmuró con voz trémula.
– Esperaba que sucediera desde hace tiempo.
– Sí, pero eso no hace que duela menos.
Lo mantuvo abrazado durante un rato con la intención de confortarlo.
Michael se apartó por fin y habló con la voz que brada.
– Es mejor que me vaya.
– Yo hablaré con él en cuanto se calme.
Michael asintió con la cabeza.
– Yo…
No sabía qué hacer; apuntarse a otro curso de cocina, comprar otro terreno para edificar, elegir una escultura para su galería. Una lucha vana, frenética, de un hombre que buscaba llenar de sentido su vida, cuando éste sólo podía provenir de las personas, no de las cosas.
– Hasta pronto, Bess.
Al salir, cerró la puerta tras de sí sin hacer ruido.
En su habitación, Randy estaba sentado en el borde de la cama de agua, inclinado, con la cabeza apoyada en las manos.
Lloraba.
Deseaba tener un padre, una madre, quería que lo amaran, pero ¿por qué tenía que resultar tan doloroso? El divorcio de sus padres lo había lastimado mucho. ¿Por qué no se le permitía descargar toda la furia que había acumulado a lo largo de los años? ¿No se daban cuenta de que actuaban como unos imbéciles al iniciar una relación por conveniencia? No planeaban volver a casarse. No; ni siquiera lo habían mencionado. No, era pura lujuria, y su madre era tan culpable como su padre. Él no quería que ella fuese culpable. ¡Maldita Lisa por insistir en que hicieran las paces! ¡Lisa! Había sido ella quien había insistido en que pusieran fin a la guerra fría.
Había sido malo guardarse lo que pensaba durante todos esos años, pero expresar sus sentimientos tampoco lo había hecho sentirse mejor. Había visto el dolor reflejado en la cara de su padre cuando le había reprochado su conducta. Al fin y al cabo eso era lo que siempre había querido, herirlo de la misma manera en que él lo había herido. Si de verdad lo había deseado, ¿por qué lloraba ahora como una criatura?
Maldito seas, papá, ¿por qué nos dejaste? ¿Por qué no te quedaste con mamá y resolviste el problema?
¡Estoy tan confundido! Desearía tener a alguien con quien hablar, que me escuche y me haga entender con quién estoy enojado y por qué. Maryann. ¡Dios, Maryann, te respeto tanto! Quería demostrarte que no era como mi viejo, que podía tratarte como a una princesa, que nunca te pondría una mano encima, que era digno de ti.
Sin embargo no lo soy. Suelto tacos siempre que abro la boca, fumo marihuana, bebo mucho y me acuesto con cualquier chica que se me pone delante. Mi padre no me quiere lo suficiente para estar cerca de mí, y mi madre me abofetea.
¡Que alguien me ayude a comprender qué sucede! Interrumpió sus pensamientos al oír que Bess golpeaba su puerta con suavidad. Se secó los ojos con la sábana, se puso en pie y fingió que estaba ocupado con los controles del reproductor de discos compactos.
– ¿Randy? -llamó Bess en voz baja.
– Sí, está abierta.
La oyó entrar.
– ¿Randy?
Él esperó.
– Lo siento -dijo Bess.
Los ojos de Randy volvieron a llenarse de lágrimas.
– Sí… bueno…
– No debí abofetearte. ¿Randy?
Como el muchacho no despegó los labios, Bess se acercó y le puso una mano en el hombro.
– Randy, quiero que sepas que tu padre me ha pedido que me case con él y he dicho que no.
Él parpadeó, y las lágrimas rodaron por sus mejillas. Quedó de espaldas a ella, con el mentón sobre el pecho.
– ¿Por qué?
– Porque tengo miedo de que me lastime otra vez, como tú.
– Nunca le pediré disculpas. ¡Nunca!
Bess retiró la mano de su hombro y suspiró. Al cabo de unos minutos la posó de nuevo sobre la piel desnuda de su hijo.
– Randy, tu padre te quiere mucho.
Él permaneció callado mientras se esforzaba por reprimir el llanto.
– Sé que no lo crees, pero es cierto. Y tú también le quieres a él. Por eso te sientes tan herido en este mismo momento. -Tras una pausa Bess agregó-: Tendréis que hablar algún día, sin rencor, de vuestros sentimientos. Por favor, Randy, no esperes demasiado tiempo.
Lo besó en el hombro y se marchó.
Al quedarse solo Randy rompió a llorar. Imaginó que iba al apartamento de su padre, llamaba a la puerta y sin pronunciar palabra se arrojaba a sus brazos y lo estrechaba hasta hacerle crujir los huesos. ¿Cómo se las arreglaba la gente para hacer las paces después de haber sufrido tanto?
Extrajo del equipo de música una casete de The Edge con la que había practicado y la reemplazó por una del grupo de rock Mike and the Mechanics. Buscó la canción que le apetecía escuchar se colocó los auriculares, y se sentó ante la batería, con los dos palillos en una mano, demasiado aturdido para usarlos.
Todas las generaciones
culpan a la anterior…
Era una canción triste, desgarradora, que había escrito alguien después de la muerte de su padre. The living years, se titulaba.
Todas sus frustraciones vienen a golpear a tu puerta…
Sé que soy prisionero de todo cuanto apreciaba mi padre.
Sé que soy un rehén de todas sus esperanzas y temores.
Ah, ojalá hubiera podido decírselo
Cuando vivía.
Randy permaneció sentado, escuchando los lamentos de un hijo que había esperado hasta que fue demasiado tarde para hacer las paces con su padre. Tenía los ojos cerrados, los palillos en la mano, mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas.
Esa noche The Edge tocaba en un club llamado The Green Light. Randy estuvo más silencioso que de costumbre durante los preparativos. Cuando las luces estuvieron instaladas y los instrumentos listos, los músicos dejaron las guitarras en el escenario y se dirigieron a la barra para pedir bebidas. Todos menos Pike Watson, que se detuvo junto a Randy, que permanecía sentado detrás de la batería.
– Te noto un poco triste esta noche -comentó.
– Estaré bien en cuanto empecemos a tocar.
– ¿Has tenido problemas con alguna de las piezas? Eh, eso lleva tiempo.
– No; no es eso.
– ¿Has discutido con tu chica?
– ¿Qué chica?
– Problemas en casa, supongo.
– Sí; en cierto modo así es.
– Bueno, diablos…
Pike puso los brazos en jarras y meditó unos segundos. Al cabo exclamó:
– ¿Necesitas algo para levantarte el ánimo?
– Tengo algo.
– ¿Hierba? Yo me refiero a algo que te anime de verdad.
Randy se puso en pie y se encaminó hacia la barra.
– Yo no tomo esa mierda, tío.
– Bueno, pensé que tal vez te apetecería. -Pike aspiró por la nariz.
Randy tomó dos cervezas y una dosis de marihuana antes de que empezara la sesión, pero la combinación sólo pareció aletargarlo. El público se mostraba tímido y actuaba como si la pista de baile fuese una zona prohibida. En el descanso Randy fumó otro canuto, pero tampoco consiguió animarlo; ni siquiera la música lo logró. En la tercera pausa fue al baño y encontró a Pike solo, esnifando cocaína de un minúsculo espejo a través de un billete de dólar enrollado. Pike lo miró sonriente.
– Tienes que probarla, en serio. Aleja cualquier preocupación.
– ¿Sí?
Randy observó cómo Pike se humedecía un dedo, lo aplicaba al polvo y se lo frotaba en las encías.
– ¿Cuánto?
– El primer golpe va por cuenta mía -respondió, y le ofreció una pequeña bolsa de plástico con polvo blanco.
Randy la miró, tentado no sólo de quitarse el abatimiento, sino también el rencor que sentía hacia sus padres. Tendía la mano para cogerla cuando la puerta se abrió de golpe y entraron dos hombres charlando y riendo. Pike reaccionó con rapidez y se la guardó junto con el espejito en el bolsillo.
Después de la noche en que Randy los sorprendió en la cama, Michael dejó de llamar a Bess, y aunque lo extrañaba muchísimo, también ella se negó a telefonearlo. Llegó el verano que en Stillwater era una época para los enamorados. Adolescentes de Minneapolis y St. Paul inundaban la ciudad con sus coches deportivos descapotables; los jóvenes del lugar paseaban por los muelles los viernes por la noche; estudiantes de vacaciones bailaban en Steamers; los fines de semana las lanchas dejaban una estela brillante en el agua; los turistas caminaban en la oscuridad por la orilla del río cogidos de la mano.
Por la tarde, la cancha de voleibol frente a la Freight House era una masa de brazos y piernas de jóvenes bronceados. Las terrazas de los restaurantes cercanos al río estaban atestadas. El viejo puente levadizo detenía el tráfico para dejar pasar a los veleros. Las tiendas de antigüedades hacían espléndidos negocios. El carrito de palomitas de maíz despedía un olor irresistible.
Un sábado muy caluroso Bess asistió a la fiesta que Barb y Don organizaron en su casa, junto a la piscina. Se compró un traje de baño nuevo con la esperanza de que Michael acudiera. Sin embargo no fue. Al parecer había declinado la invitación al enterarse de que iría ella.
Un hombre llamado Alan Petrosky, que se presentó como criador de caballos de Lake Elmo, la sometió a una incesante persecución que la irritó hasta el punto de que deseó arrojarlo al agua con las botas de vaquero incluidas.
Don y Barb lo advirtieron y se acercaron para rescatarla. Don le dio un abrazo fraternal.
– ¿Cómo estás? -preguntó con naturalidad.
Bess reprimió las lágrimas.
– Muy confundida y sola.
Barb la tomó de la mano.
– Sube conmigo al dormitorio; allí no nos molestarán.
En cuanto entraron en la habitación, Barb preguntó:
– ¿Cómo están las cosas entre tú y Michael?
Bess rompió a llorar.
A principios de agosto, presa de la desesperación, lo había llamado con el pretexto de que en una galería de Minneapolis se exponían unas piezas escultóricas preciosas. Él se mostró brusco, casi descortés, y se abstuvo de hacerle preguntas personales y agradecerle su interés.
Bess se entregó a su trabajo. Anunció a Randy que quería oírlo tocar, y él dijo que no creía que los bares donde actuaba fueran de su estilo. Asistió a una reunión organizada por las hermanas de Mark para Lisa con motivo de su próxima maternidad, lo que sólo sirvió para recordarle que pronto sería una abuela que se enfrentaba sola a la vejez. Keith llamó para decirle que la echaba de menos, que quería volver a verla. Ella se negó.
La vida se hizo monótona para Bess mientras que todos cuantos la rodeaban parecían disfrutrar del verano. Vio una estatuilla que habría quedado magnífica en el comedor de Michael, pero no se atrevió a telefonearlo por miedo a que otra vez la tratase con brusquedad. Peor aún, ¿y si en un momento de debilidad ella le sugería que pasaran juntos otra noche?
El sexo… Bess habría pensado, dada su inminente condición de abuela, que era inmune a él. Tenía fantasías sexuales con Michael. Comprendía que había roto su relación con Keith porque, en comparación con Michael, él era un terreno abandonado. Michael, en cambio, era un huerto exuberante, lo que sin embargo no justificaba que una mujer de cuarenta años se pusiera en ridículo atiborrándose de fruta madura. Como había afirmado la última vez que habían hecho el amor, ya no eran adolescentes. No obstante, no podía alejar de sí la necesidad de estar con él.
El 9 de agosto Bess cumplió cuarenta y un años. Randy, que ese día partía hacia Dakota del Sur para participar en un festival de jazz que duraría tres días, lo olvidó. Lisa telefoneó para felicitarla y le explicó que había encargado un regalo para ella que no había llegado aún, que lo recibiría el fin de semana y se reunirían entonces. Stella, que se había marchado a la isla San Juan, al norte de Seattle, para disfrutar de dos semanas de vacaciones en compañía de tres amigas, le había enviado una postal que llegó el día anterior con el mensaje: «Me gustaría que estuvieras aquí.»
El cumpleaños de Bess cayó en un jueves, y tenía citas durante toda la tarde, pero hizo lo posible por regresar al negocio antes de que Heather se fuera, para preguntarle si había recibido alguna llamada.
– Cuatro -contestó Heather.
Ninguna era de Michael, y Bess subió al desván al tiempo que se decía que no tenía por qué sentirse decepcionada. Ella era responsable de su propia felicidad, y los demás no tenían la obligación de procurársela.
Sin embargo… ¡era su aniversario!
Recordó los que había pasado en compañía de Michael. El primero después de contraer matrimonio él la había llevado a remar al río Apple y había sacado un pastel de una nevera que flotaba entre sus canoas, sujeta a ambas, mientras se bamboleaban corriente abajo. Cuando cumplió los treinta, él organizó una fiesta sorpresa en casa de Barb y Don, y Bess estuvo de mal humor mientras se dirigían allí porque pensaba que la celebración era en honor de la hija de sus amigos, Rainy, que cumplía cuatro años al día siguiente.
Otro más…, no recordaba con precisión cuál. ¿Treinta y dos? ¿Treinta y tres? Michael le regaló una pulsera, que ella había admirado en el escaparate de una joyería, y se la entregó cuando se encaminaban a un restaurante para cenar. Estaba en un estuche de terciopelo negro y era una sencilla cadena de oro, que todavía conservaba.
En cambio ese día no había pulseras, estuches de terciopelo negro ni postales de felicitación en el buzón; nadie con quien navegar o cenar; nadie que la sorprendiera con una fiesta.
Cuando regresaba a casa se detuvo en una tienda y compró dos piezas de pollo, patatas con salsa y una porción de tarta de limón, todos alimentos con muchas calorías. Los comió sola en la terraza mientras contemplaba los veleros que surcaban el río y deseaba estar en uno de ellos.
Cumpleaños… Ah, cumpleaños. Se sentía más sola que nunca, abandonada por todos.
Al caer la tarde salió al jardín y arrancó las malas hierbas de los arriates que había plantado con tanto esmero y que luego había descuidado al regresar a la universidad. Se rompió una uña y se disgustó. Decidió tomar un baño, se puso una mascarilla facial y se examinó el cutis con ojo crítico después de quitársela.
Cuarenta y uno… ¡Oh, Dios! Su piel empezaba a marchitarse como la de una tía solterona.
Cuarenta y un años y ningún regalo, ninguna llamada.
Se le formaban unas pequeñas arrugas en la comisura de los párpados.
A las once apagó la televisión y la luz de su dormitorio y se acostó con las ventanas abiertas. Oyó el canto de miles de grillos y el débil aleteo de las mariposas nocturnas; olió la humedad que se colaba desde el jardín; recordó noches como ésa, cuando tenía dieciséis años e iba al cine con un grupo de amigos; siempre tenía compañía en esa época.
Oyó que llegaban a casa los vecinos de enfrente, Elaine y Craig Mason, cuarenta años de matrimonio, quizá más. Cerraron las portezuelas del coche y caminaron hasta la entrada de su hogar hablando en voz baja. Luego se hizo el silencio. Bess apiló las almohadas y se reclinó contra ellas incapaz de conciliar el sueño, con la vista fija en los arabescos de sombras que proyectaban las ramas de los arces.
De pronto sonó el teléfono. A Bess le pareció que su cuerpo recibía una descarga eléctrica y notó que el corazón se le aceleraba. Los números rojos del reloj digital marcaban las 11.07 cuando descolgó el auricular con un único pensamiento. ¡Dios, que sea Michael!
– Hola, Bess.
Al oír la voz familiar advirtió que le picaban los ojos.
– Hola.
Se recostó de nuevo contra las almohadas y acarició el receptor como si se tratara del mentón de Michael.
Fuera, los grillos seguían con su canto vibrante mientras entre Michael y Bess se producía un silencio demasiado prolongado. Ella dedujo que no estaba muy satisfecho consigo mismo por haber claudicado y haberla llamado después de jurar que no volvería a hacerlo.
– Es tu cumpleaños, ¿eh?
– Sí.
Bess se frotó los ojos para contener las lágrimas.
– Felicidades.
– Gracias.
Permanecieron varios segundos en silencio.
– ¿Has hecho algo especial? -preguntó Michael por fin.
– No.
– ¿No lo has celebrado con los chicos?
– No.
– ¿Lisa no te ha visitado?
– No. Me ha dicho que nos reuniremos pronto, tal vez el fin de semana, y Randy está en Dakota del Sur, tocando con su grupo.
– ¡Vaya con los chicos! Tendrían que haber organizado algo.
Bess se secó la nariz con la sábana y se esforzó por adoptar un tono natural.
– ¡Oh, qué más da! Es sólo un cumpleaños. Habrá muchos más.
Por favor, Michael, ven y abrázame, añadió para sus adentros.
– Tienes razón, pero eso no les disculpa.
Se produjo otro silencio. Bess se preguntó si estaría en el dormitorio, qué llevaría puesto, si la luz estaba encendida. Lo imaginó en ropa interior, tendido en la oscuridad encima de las mantas, con una rodilla levantada y las puertas del balcón abiertas.
– Yo… eh… por fin he conseguido solucionar el problema que tenía en Victoria y Grand. Pronto comenzarán las obras.
– ¡Oh, qué bien! -exclamó con falso entusiasmo-. Me alegro mucho por ti -concluyó con tono más dulce.
¿Por qué está cada uno en su dormitorio, Michael?, pensó Bess. Sabía que si no sacaba un tema de conversación interesante, él colgaría. Miró las sombras que proyectaban los árboles al tiempo que se devanaba los sesos.
– Mamá está de vacaciones en Seattle.
– Seattle… -Hizo una pausa-. Entonces ¿tampoco ha estado contigo?
– No, pero me ha mandado una tarjeta. Lo está pasando en grande con sus amigas.
– Siempre consigue divertirse.
Bess se tendió de costado, con el auricular apretado contra la almohada, y se ovilló sobre la cama mientras enroscaba el cable del teléfono alrededor del dedo índice. ¡Oh, lo echaba tanto de menos!
– ¿Sigues ahí, Bess?
– Sí.
– Bueno, escucha, yo… -Se interrumpió para aclararse la garganta-. He considerado que debía llamarte… ya sabes, la fuerza de la costumbre… -Michael rió con tristeza-. Estaba pensado en ti, nada más.
– Yo también pensaba en ti.
Él quedó en silencio, Bess comprendió que esperaba que le pidiese que se reuniera con ella. Sin embargo, se sentía incapaz de articular palabra. Temía que sólo deseara verlo por razones sexuales, porque le abrumaba la soledad, acababa de cumplir cuarenta y un años y le espantaba la posibilidad de pasar el resto de su vida sola. Si él acudía y hacían el amor, ella lo estaría utilizando, y las mujeres decentes no tratan así a los hombres, ni siquiera a los ex maridos. Además, ¿qué diría ella si después Michael le pedía que se casaran?
– Oye, lo siento… es tarde…, tengo que dormir.
– Sí, yo también.
Bess se cubrió la cara con la mano, cerró los ojos y se mordió el labio para reprimir los sollozos.
– Adiós, Bess.
– Adiós, Michael… ¡Michael, espera!
Se incorporó en su desesperación mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas. Sin embargo él ya había colgado. Sólo el canto de los grillos le hacía compañía mientras lloraba.