Capítulo 6

El jueves fue al salón de belleza. Pidió que le aclararan las raíces, le cortaran las puntas y la peinaran. Esa noche se pintó las uñas y tardó casi quince minutos en decidir qué se pondría a la mañana siguiente. Eligió un vestido de lana dorado, con el talle ceñido, falda de vuelo y un cinturón ancho con una gran hebilla dorada. Por la mañana lo completó con un pañuelo de colores, pendientes de oro y unas gotas de perfume. Después lanzó una mirada crítica al espejo.

«Todavía eres una mujer atractiva, mamá.»

En algunos momentos de su vida Bess Curran se había considerado una mujer atractiva, pero jamás se había sentido como tal en los seis años transcurridos desde que Michael la había rebajado de esa categoría. Por mucho que se acicalase, siempre encontraba alguna imperfección en su aspecto. Por lo general era su peso.

Cinco kilos menos, pensó, y mi figura sería perfecta.

Irritada con Michael por crearle ese permanente descontento, y consigo misma por perpetuarlo, apagó la luz y salió de la habitación.

Llegó a White Bear Lake cinco minutos antes de la hora convenida y se acercó al edificio de Michael. Quedó impresionada al observarlo de cerca a plena luz del sol. El letrero rezaba: chateauguet. El sendero para los automóviles describía una curva entre dos olmos gigantescos y proseguía entre robles. Un par de abetos flanqueaban la entrada, más altos que los cuatro pisos que custodiaban. La construcción, de ladrillos blancos, con toldos de un azul brillante, formaba una V. Tenía aparcamiento subterráneo, balcones blancos, faroles de carruaje de bronce, y vidrio en profusión. Los áticos estaban coronados por tejados de dos aguas.

Con todo, lo más impresionante era el lago. Bess se sorprendió imaginando la vista que descubriría desde el apartamento de Michael.

El vestíbulo olía a limpiador de alfombras aromatizado, tenía las paredes empapeladas con muy buen gusto, un ascensor y una pequeña hilera de buzones junto con un teléfono de seguridad. Descolgó el auricular y llamó al piso de Michael.

– Buenos días, Bess. ¿Eres tú? -contestó él de inmediato.

– Buenos días. Sí, soy yo.

– Enseguida bajo.

Oyó el zumbido del ascensor antes de que las puertas se abrieran sin ruido y apareciera Michael, vestido con un pantalón de pinzas gris con finísimas rayas de un verde azulado, como la camisa, y un elegante suéter de punto blanco. Las prendas eran de primera calidad y conjuntaban perfectamente. Desde que se había convertido en diseñadora de interiores, Bess se fijaba en detalles como ése. La ropa de Michael estaba bien elegida, incluso los mocasines, de suave piel negra. Se preguntó quién la habría escogido, dado que Michael era casi daltónico y no sabía combinar con gusto los colores.

– Gracias por venir, Bess -dijo mientras mantenía abierta la puerta del ascensor-. Ven, subamos.

Bess entró en ese espacio de un metro veinte por uno ochenta y aspiró la fragancia de su colonia inglesa, tan familiar.

– ¿Cómo se pronuncia el nombre de este lugar? -preguntó para romper el hielo.

– Chatogué -respondió Michael-. El siglo pasado había aquí un gran hotel con ese nombre. También se llamaba así un caballo de carrera que ganó el derby de Kentucky años atrás.

– Chatogué -repitió ella-. Me gusta.

Salieron a un vestíbulo idéntico al de la entrada. Michael le indicó su apartamento, cuya puerta estaba abierta.

Tan pronto como hubo cruzado el umbral Bess experimentó un gran alborozo. ¡Espacio! ¡Espacio suficiente para hacer las delicias de cualquier diseñador! El recibidor, con una moqueta de un malva grisáceo, era más amplio que la mayoría de los dormitorios. Carecía de muebles y sólo contaba con una gran araña moderna. Más adelante la pieza se ensanchaba y había otra lámpara de las mismas características que la anterior.

Michael tomó su abrigo y lo colgó.

– Bueno, aquí tienes… -Extendió los brazos y señaló dos puertas a la derecha-. Estas son las habitaciones de los invitados, cada una con su propio baño.

Eran del mismo tamaño y tenían ventanas muy amplias. Una estaba vacía, y en la otra había una mesa de dibujo y una silla. Bess dejó la cartera sobre el suelo del vestíbulo y siguió a Michael con una cinta métrica y un bolígrafo en la mano.

– ¿Estas ventanas dan al norte?

– Más bien al noroeste -respondió él.

Bess decidió que tomaría notas y medidas después de haber recorrido todo el piso. Avanzaron hasta un espacio interior octogonal, en cuyo centro colgaba la segunda araña. Había cuatro puertas y parecía ser el eje central del apartamento.

– El arquitecto llama a esta pieza galería -explicó Michael.

Bess dio una vuelta en redondo y miró hacia arriba, a la lámpara.

– Es imponente… o puede serlo.

Habían entrado por la puerta del vestíbulo y Michael le señaló las otras.

– Cocina, salón comedor, trascocina, y tocador. ¿Qué prefieres ver primero?

– El salón -respondió Bess.

Al atravesar el umbral recibió un baño de luz. La habitación estaba orientada al sudeste, tenía una chimenea de mármol en la pared norte, otra araña en el extremo sur y dos juegos de puertas correderas de vidrio -una de tres hojas y la otra de dos-, que daban a la terraza, desde donde se dominaba el lago helado. Entre ambas, la pared formaba un ángulo obtuso.

– Estoy impresionada, Michael. Esta sala no es rectangular, ¿verdad?

– No. Todo el edificio tiene forma de flecha, y esta estancia está en la punta.

– ¡Oh, qué maravilla! Si supieras cuántas habitaciones rectangulares he diseñado, comprenderías lo mucho que me entusiasma ésta. Muéstrame el resto -añadió.

La cocina con alicatado blanco, muebles de formica y vigas de roble claro, se comunicaba con un comedor que tenía unas puertas correderas que daban a la terraza con vistas al lago que rodeaba todo el apartamento. El dormitorio principal, que estaba separado del salón por una pared y compartía el cañón de su chimenea, también tenía acceso a la terraza, además de un armario empotrado y un cuarto de baño tan grande que se podía jugar un partido de baloncesto en él. Este olía a las lociones que usaba Michael. Sobre el tocador había una maquinilla de afeitar eléctrica, un cepillo de dientes y un tubo de dentífrico. La puerta de la ducha estaba mojada y al lado colgaba una espantosa toalla de playa con dibujos de fuegos artificiales en colores chillones sobre fondo negro. No había ninguna manopla o esponja; él siempre se enjabonaba con las manos. Bess se enojó consigo misma por recordar ese detalle.

En el dormitorio echó una rápida ojeada a los colchones, cuya visión despertó en ella antiguos recuerdos. Al parecer Michael no se había llevado nada de la casa que había compartido con Darla. Hasta las mantas eran nuevas, como lo demostraban las marcas todavía visibles de los dobleces. ¡Qué ironía!, pensó Bess. Es probable que termine eligiendo otra vez su colcha. Ya imaginaba la habitación con la ropa de cama y las cortinas a juego.

– Esto es todo -dijo Michael.

– Debo reconocer que estoy impresionada -afirmó Bess.

– Gracias.

Regresaron al amplio comedor.

– El edificio está muy bien integrado en el paisaje -explicó Bess-, y es admirable el modo en que el arquitecto aprovechó los árboles, la orilla del lago y el pequeño parque contiguo… Es preciso tener todos estos elementos en cuenta para realizar el diseño interior. En realidad, el exterior se traslada al interior a través de estas magníficas cristaleras, al tiempo que los árboles otorgan privacidad.

Bess midió el largo de la habitación mientras admiraba la vista a través de las ventanas y Michael permanecía de pie junto a la chimenea, con las manos en los bolsillos del pantalón.

– Es curioso -meditó Bess en voz alta-. Los clientes a menudo se sorprenden al saber que los arquitectos y los diseñadores de interiores raras veces nos llevamos bien. El motivo es que ellos no toman en consideración el espacio interior y en consecuencia, nosotros debemos resolver los problemas que no se solucionaron durante la edificación. En este caso no es así. Este hombre sabía muy bien lo que hacía.

– Le comentaré que lo has dicho -repuso Michael sonriente-. Trabaja para mí.

Bess lo miró desde el extremo opuesto del salón.

– ¿Tu construiste el edificio?

– No exactamente. Urbanicé la propiedad. El municipio de White Bear Lake me contrató y me encargó la construcción.

Bess arqueó las cejas en un gesto de aprobación.

– No tenía idea de que te ofrecieran proyectos tan importantes. ¡Felicidades!

Michael inclinó la cabeza en una simpática muestra de humildad y orgullo combinados.

Bess supuso que el edificio debía de valer varios millones de dólares, y si el ayuntamiento le había propuesto el trabajo, debía de ser porque se había ganado una brillante reputación. De modo que los dos… Michael y ella… habían hecho grandes progresos desde su separación.

– ¿Te importaría enseñarme el resto de las habitaciones mientras charlamos? -preguntó Bess.

– En absoluto.

– De esa manera me familiarizo con las distintas piezas, me fijo en cómo incide la luz y qué espacio debe ser llenado.

Se miraron sonriendo y se dirigieron a la galería, donde se detuvieron debajo de la araña. Bess apoyó su carpeta contra la cadera.

– Ahora pasemos a las preguntas. Me temo que he hablado demasiado cuando tendría que ser al revés. Estoy aquí para escucharte.

– Adelante, pregunta.

– ¿Elegiste tú la moqueta?

Bess había notado que era igual en todas las salas, salvo en la cocina y los baños. Le sorprendía que Michael hubiera escogido ese color.

– No, estaba aquí cuando me instalé. Lo que sucedió fue que vendieron este piso a un matrimonio mayor llamado Sawyer. La señora Sawyer eligió la moqueta y la hizo colocar, pero antes de que se mudaran el marido murió y ella decidió quedarse donde estaba.

– ¿Te gusta?

– No está mal -respondió Michael.

– No pareces muy convencido.

Michael apretó los labios y examinó el suelo.

– Puedo vivir con ella.

– Asegúrate de que así sea antes de que diseñemos el interior, y ten presente que el color influye en tu energía, en tu productividad, en tu capacidad para relajarte, al igual que influye en la luz y el espacio. Tienes que rodearte de colores con los que te sientas cómodo.

– Puedo vivir con ella -repitió él.

– Si lo deseas es posible suavizar el tono, hacerlo más masculino resaltando el gris sobre rosa, o bien intercalando algunos tramos en negro. ¿Qué te parece?

– De acuerdo.

– ¿Tienes alguna muestra de la moqueta que pueda llevarme?

– En el armario de la entrada, sobre el estante. Te la daré antes de que te vayas.

– ¿Te gustan las paredes revestidas de espejos?

– ¿Aquí?

Michael alzó la mirada. Todavía estaban en la galería octogonal.

– Un espacio como éste ganaría mucho con espejos -explicó Bess-. El reflejo de la araña en cuatro paneles crearía un efecto espectacular.

– Sin duda. Déjame pensarlo.

A continuación entraron en la habitación con la mesa de dibujo.

– ¿Aquí es donde trabajas?

– Sí.

– ¿Cuándo?

– En especial por las noches. Durante el día estoy en la oficina.

Bess se acercó a la mesa.

– ¿Trabajas…? -De pronto se interrumpió. Pegada con cinta adhesiva a un flexo había una fotografía de sus hijos, tomada en el patio trasero de la casa cuando contaban siete y nueve años, después de una batalla con agua. Los dos tenían pecas y sonreían con los ojos entrecerrados bajo el intenso sol del vera no. A Randy le faltaba un diente incisivo y el cabello de Lisa estaba mojado.

– ¿Me preguntabas si trabajo…? -recordó Michael. Bess sabía muy bien que había notado su reacción, pero su visita era profesional y no había lugar para los comentarios personales.

– ¿Trabajas todas las noches?

– Últimamente, sí.

No agregó que lo hacía desde que Darla y él se separaron, pero no tuvo necesidad de mencionarlo. Era evidente que se sentaba en esa habitación y lamentaba algunas cosas.

– ¿Necesitarás tener un escritorio en esta habitación? -preguntó Bess.

– Sería conveniente.

– ¿Archivadores?

– No hace falta.

– ¿Estanterias?

– Quizá -contestó Michel.

– De acuerdo… Sigamos.

Entraron en la otra habitación de invitados, luego en el aseo; volvieron a la galería, pasaron a la cocina y regresaron al salón.

– ¿Te gusta el art déco, Michael?

– Lo encuentro un poco adusto, pero he visto algunas cosas que me han atraído.

– ¿Y el vidrio? Por ejemplo, mesas con superficie de vidrio en lugar de madera.

– Cualquiera de las dos está bien.

– ¿Celebrarás fiestas en la habitación?

– Tal vez.

– ¿A cuántas personas invitarías, más o menos?

– No lo sé -respondió Michael.

– ¿Tal vez doce?

– No lo creo.

– ¿Seis?

– Supongo que sí.

– ¿Serán fiestas formales o informales?

– Informales, probablemente.

– Comidas…

Bess fue hasta el extremo de la habitación, donde estaba la lámpara de araña, estudió el cambio de luz sobre la alfombra e imaginó el espacio amueblado.

– ¿Organizarás comidas para seis? -inquirió.

– ¿Por qué no? Antes solía hacerlo.

– ¿Utilizarás la chimenea?

– Sí.

– ¿Verás la televisión en esta sala?

– No.

– ¿Te gustaría tener aquí un equipo de música?

– Sería mejor en el comedor contiguo a la cocina.

– ¿Prefieres las líneas verticales o las horizontales?

– ¿Qué?

Bess lo miró y sonrió.

– Por lo general esta pregunta siempre desconcierta a mis clientes. Las líneas horizontales resultan relajantes, y las verticales, estimulantes.

– Verticales.

– Ah… estimulante. ¿Acostumbras levantarte temprano o tarde?

– Temprano.

Bess ya lo sabía, pero tenía que preguntar.

– ¿Y qué sueles hacer al acabar el día? ¿Ves la televisión?

– Pues… -Michael vaciló.

– ¿Sueles salir de noche?

Él se rascó la nuca y sonrió con picardía.

– Hubo una época en que trasnochaba con frecuencia, pero es curioso cómo te cambian los años.

Bess sonrió y a continuación observó el techo.

– ¿Qué opinas de esta araña?

Él se acercó y la miró con detenimiento.

– Me recuerda los gajos de un pomelo -respondió.

Bess se echó a reír.

– ¿Gajos de pomelo?

– Sí, esas piezas de cristal ahumado… ¿No tienen la forma de gajos de pomelo?

– Demasiado finos, tal vez. ¿Te gusta?

– Humm… -murmuró meditabundo-. Sí, me gusta bastante.

– A mí también.

Bess anotó que el vidrio de las mesas debía ser ahumado antes de pasar al comedor contiguo a la cocina. Esta habitación dominaba un alto montículo de álamos americanos -ahora sin hojas- y un pequeño parque con un torreón. Por suerte no había columpios, innecesarios para un edificio habitado por gente mayor y adinerada.

– ¿Qué actividades se realizan en el parque? -preguntó Bess.

– Picnics en verano, supongo.

– ¿No se organizan recitales de música, ni paseos en barca?

– No. Las lanchas navegan en la playa del condado o en el club de vela White Bear.

– ¿Te comprarás una?

– Puede ser. He pensado en ello.

– Hay muchos veleros en el lago, ¿verdad?

– Sí.

– Debe de ser una delicia contemplarlos desde aquí, o desde la terraza.

– Sí, lo es.

Bess hizo una anotación y se encaminó lentamente hacia el mostrador que dividía la cocina, donde una terrina de manteca de cacao, una hogaza de pan y algunas latas de conserva formaban la despensa de Michael. Apartó la mirada de la lastimosa colección porque le acometió un agudo deseo de desempeñar el papel de ama de casa, y a ninguno de los dos le convenía.

– ¿Utilizarás mucho la cocina? -preguntó de espaldas a Michael.

Él tardó en contestar.

– No.

Bess se volvió para dejar la carpeta sobre el mostrador.

– ¿Tienes alguna afición?

– Las mismas que hace seis años; la caza y la vida al aire libre, pero para eso tengo mi cabaña.

– ¿Sufres alguna alergia?

Michael frunció el entrecejo en un gesto de sorpresa.

– ¿Alergia?

– Algún tejido o material -explicó Bess.

– No.

– Entonces sólo queda preguntarte por tu presupuesto.

– No me lo he planteado. Lo que consideres oportuno. Lo dejo en tus manos. Te tengo confianza.

– ¿Todo el apartamento?

Michael miró en derredor con cierta indecisión.

– Supongo que sí.

– ¿La habitación de los invitados también?

Michael la miró.

– Detesto las habitaciones vacías.

– Yo también -coincidió Bess-. Además, es la primera sala que se ve al entrar en el vestíbulo.

De pronto Bess sintió el impulso insensato de acercarse a él, darle una palmada en la espalda y decirle: «No te preocupes, Michael, te llenaré el apartamento para que no estés tan solo.» Sin embargo sabía muy bien que una casa llena de objetos no podía sustituir a un hogar lleno de gente.

– Necesitaré tomar algunas medidas -añadió-. ¿Tendrías inconveniente en ayudarme?

– En absoluto.

– He tratado de hacer un bosquejo de la disposición de la planta, pero es tan extraña que me resulta difícil.

– Tengo algunos planos en mi oficina. Se dibujaron para los encargados de la venta. Te enviaré uno.

– Oh, eso me será muy útil. Entonces, empecemos con las medidas.

Pasaron los veinte minutos siguientes midiendo las salas, puertas y ventanas. Una vez que hubo tomado nota, Bess se puso la carpeta bajo el brazo y enrolló la cinta métrica.

Regresaron al vestíbulo, donde Michael tomó el abrigo de Bess y la ayudó a ponérselo.

– Y ahora ¿qué? -preguntó.

– Haré un plano de cada pieza en papel milimetrado. Después miraré catálogos para elegir el mobiliario, las cortinas, el papel pintado… Reproduciré los muebles a escala en plástico magnético para que podarnos disponerlos sobre el plano del piso. Cuando todo eso esté terminado, te llamaré para concertar una cita. Por lo general me reúno con los clientes en mi negocio después de cerrar para evitar interrupciones. Además tengo allí todos los muestrarios y si algo de lo que propongo no te gusta podemos buscar otra cosa.

– Entonces, ¿cuándo tendré noticias tuyas?

Bess ya se había abotonado el abrigo y estaba poniéndose los guantes.

– Empezaré a trabajar en ello sin pérdida de tiempo para presentarte el proyecto dentro de una semana, ya que estás viviendo en condiciones bastante espartanas. -Le dedicó una sonrisa profesional y le tendió su mano enguantada-. Gracias Michael.

Él se la estrechó.

– ¿No te olvidas de algo?

– ¿De qué?

– Los cuarenta dólares por los gastos de desplazamiento.

– ¡Ah, eso! Fijé esa suma para disuadir a la gente solitaria que sólo desea un poco de compañía para una tarde… Te asombraría saber cuántos hay de ésos. Sin embargo salta a la vista que necesitas los muebles, y no eres un desconocido.

– Los negocios son los negocios, Bess, y si hay que pagar, lo haré.

– De acuerdo. Lo incluiré en la factura.

– De ninguna manera. Espera aquí.

Michael se dirigió a la habitación que tenía la mesa de dibujo, y ella lo observó desde el vestíbulo a través de la puerta. Cogió la carpeta y la cartera, y entró en la sala, donde Michael extendía un cheque.

Bess miró la foto de sus hijos por encima de los hombros de Michael.

– Eran adorables cuando tenían esa edad, ¿no es cierto? -susurró.

Él dejó de escribir, miró un instante la fotografía y arrancó el cheque antes de volverse hacia Bess.

– Sí, eran adorables.

Se hizo el silencio mientras los dos miraban a sus hijos, captados en un día sin zozobras. Michael la miró, y Bess lo notó a pesar de que continuaba con la vista clavada en el retrato.

– Michael, yo…

Mientras trataba de encontrar las palabras adecuadas, sus miradas se cruzaron.

– El sábado visité a mi madre y mantuvimos una larga charla… -Hizo una pausa-. Le conté lo difícil que me resulta verte otra vez. Según ella, eso obedece a que me haces analizar mi conducta y plantearme la responsabilidad que tuve en el divorcio.

Michael aguardó a que continuara.

– Creo que te debo una disculpa, por predisponer a los chicos contra ti.

Algo había cambiado en los ojos de Michael… Tal vez un rápido rapto de cólera reprimida. Aunque no movió un músculo, parecía más rígido mientras la miraba de hito en hito.

Bess posó la vista en sus guantes.

– Juré que nunca mezclaría los negocios con mi vida privada, pero esto me atormenta y, al ver la fotografía, me he dado cuenta de que… bueno, de que tú también los quieres y de cuánto debes de haber sufrido al estar lejos de ellos. -Se interrumpió y lo miró a los ojos-. Lo siento, Michael.

Michael reflexionó durante unos segundos antes de hablar.

– Te odié por eso, Bess. Tú lo sabes -murmuró.

Ella desvió la mirada hacia la mesa de dibujo.

– Sí, lo sé -admitió.

– ¿Por qué lo hiciste?

– Porque me sentía herida y agraviada.

– Pero lo que ocurrió entre nosotros no tenía por qué afectarles a ellos.

– Lo sé, ahora lo sé.

Tras un largo silencio Bess agregó:

– Mi madre dijo algo más. -Hizo acopio de coraje para continuar-. En su opinión, cuando volví a la universidad te coloqué en el último lugar de mi lista de prioridades y por eso buscaste otra mujer. ¿Es cierto eso, Michael?

– ¿Tú qué crees?

– Te he hecho una pregunta.

– No pienso contestarla. No vale la pena. Es demasiado tarde.

– Entonces es cierto.

Michael le entregó el cheque.

– Gracias por venir, Bess. Lo siento, tengo que ir a mi oficina.

Bess sintió que le ardían las mejillas mientras cogía el cheque.

– Lo lamento, Michael. No debería haber sacado el tema a colación. No es el momento apropiado.

Michael le abrió la puerta y de pronto la cerró.

– ¿Por qué lo has sacado a relucir Bess?

– No lo sé. Últimamente no me entiendo a mí misma. Tengo la impresión de que hay muchas cosas que no aclaramos en su momento y con frecuencia me remuerde la conciencia. Supongo que debo asumir lo que hice y olvidarlo. Para eso sirven las disculpas, ¿de acuerdo?

Michael la miró con expresión severa y ella asintió.

– De acuerdo. Disculpas aceptadas.

Bess no sonrió, no habría podido. Él tampoco.

Michael le entregó una muestra de la moqueta y la acompañó a la salida, a prudente distancia, y pulsó el botón del ascensor. La puerta se abrió al instante.

– Gracias por venir -dijo.

Bess entró en la cabina, se volvió para ofrecerle una sonrisa conciliadora y vio que él ya regresaba al apartamento. La puerta del ascensor se cerró y mientras descendía Bess se preguntó si al disculparse había contribuido a que la situación entre ellos mejorara o empeorara.

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