Capítulo 3

Al día siguiente, cuando Bess salió de casa para dirigirse a su negocio, el valle del río St. Croix yacía bajo un manto de bruma invernal. Era una mañana gélida, sin viento. Hacia el sur se elevaba un penacho blanco, inerte, de la alta chimenea de ladrillo de la central eléctrica de Northern States y la nube inmaculada se convertía en un envoltorio inmóvil suspendido contra el cielo de color peltre. Hacia el norte, la escarcha adornaba los cables del viejo puente levadizo de acero negro que conectaba Stillwater con Houlton (Wisconsin).

A Stillwater la llamaban la ciudad del río. Estaba encerrada en una hondonada rodeada de colinas boscosas, ríos, cañadas y riscos de piedra caliza que la empujaban hacia las aguas plácidas del río, de las que había tomado su nombre. Había sido la meca para los leñadores del siglo XIX que trabajaban en los pinares del norte y gastaban sus ganancias en las cincuenta tabernas y los seis burdeles, todos ellos desaparecidos mucho tiempo atrás. También habían desaparecido los magníficos pinos blancos, que antaño habían sido la fuente de riqueza de la población. No obstante, Stillwater hacía honor a su herencia de antiguos aserraderos, casas de huéspedes para los taladores y mansiones victorianas construidas por los comerciantes de maderas adinerados, cuyos nombres todavía figuraban en la guía telefónica local.

A primera vista parecía una ciudad de tejados -campanarios, buhardillas, agujas y torrecillas de las caprichosas estructuras erigidas en otro tiempo-, los cuales descendían hacia la estrecha parte baja de la localidad que bordeaba la orilla oeste del río.

Bess contempló el panorama mientras bajaba por la calle Tres, tras haber dejado atrás el viejo palacio de justicia. Giró a la derecha en Olive para enfilar Main Street, la vía comercial de alrededor de un kilómetro, que se extendía desde las cuevas de piedra caliza de la vieja fábrica de cerveza de Joseph Wolf al sur hasta las paredes del molino Staples al norte. Sus edificios eran del siglo pasado, ornamentados, de ladrillos rojos, con ventanas en arco en el segundo piso, faroles antiguos en la fachada y senderos estrechos. De ella partían veredas de guijarros que descendían hasta el río, a una manzana de distancia. En verano, los turistas paseaban por la ribera, disfrutaban de sus jardines de rosas, se sentaban a la sombra del torreón de la ciudad en Lowell Park o al sol, sobre el césped verde, mientras lamían cucuruchos de helado y observaban cómo las embarcaciones surcaban las aguas azules del St. Croix. Algunos realizaban recorridos turísticos en el Andiamo, el viejo barco de rueda de paletas, o se sentaban en los restaurantes de la orilla, bebían refrescos, comían bocadillos y admiraban la superficie rizada del agua desde la sombra de elegantes viseras de terciopelo mientras pensaban en lo fantástico que sería vivir allí.

Eso era en verano.

Ahora estaban en invierno.

Ahora, en pleno enero, las rosas habían desaparecido. Los barcos estaban en dique seco en los cinco puertos deportivos del valle. El Andiamo dormía rodeado de hielo. El carro de los helados tenía sus ventanitas cerradas, aseguradas con tablas de madera, y estaba cubierto por una cúpula de nieve. Las esculturas de hielo frente al Grand Garage habían perdido sus bordes perfectos y degenerado en vagos recuerdos de los barcos de vela y los ángeles que habían sido durante los bulliciosos días de Navidad.

Bess tomó su habitual madalena con café en el restaurante del club St. Croix, junto a una estufa, antes de dirigirse a su negocio. Se hallaba en Chestnut Street, a dos puertas de Main Street, en un edificio antiguo con dos jardineras azules en las ventanas, una puerta del mismo color y un letrero que rezaba: lirio azul, diseño de interiores, y una flor estilizada debajo de las palabras.

El interior era sombrío, pero olía a los popurrís y las velas aromáticas que vendía. La casa tenía noventa y tres años, era apenas un poco más ancha que un pasillo de hospital, pero profunda. La puerta principal estaba orientada al norte, por lo que el local era fresco en verano. Esa mañana se filtraba una corriente de aire helado.

Las paredes eran de color crema, a juego con la pintura del maderamen, y debajo de las molduras del techo había un ribete de lirios azules, del mismo tono que la moqueta. Dicha flor aparecía también en el logotipo que colgaba de la pared de la escalera, detrás del escritorio, y en las bolsas de papel que entregaban a los clientes.

La abuela Molly había cultivado lirios azules en su jardín de North Hill. Ya de niña Bess soñaba con montar un negocio y sabía cómo se llamaría.

Por entre el laberinto de lámparas, postales artísticas, atriles, marcos de bronce, muebles pequeños y plantas secas Bess se abrió paso hasta el pequeño mostrador situado junto a una antigua escalera empinada que conducía a un minúsculo desván; era tan reducido, de tan baja altura, que Bess tocaba con el pelo la chapa de estaño en relieve que cubría el techo. En los tiempos de apogeo de la ciudad, algún contable había pasado sus días allí, ocupado con los asientos en el libro mayor y los recibos de pagos en efectivo. Bess pensaba que el hombre debía de haber sido un enano o un jorobado.

Abrió la caja registradora y encontró varios mensajes que Heather le había dejado el día anterior, los recogió junto con su termo de café y subió por los peldaños. El lugar estaba tan atestado de cosas que se vio obligada a hacer equilibrio sobre un pie e inclinarse por encima de la maraña de objetos, rollos de papel y libros para encender primero una lámpara de pie y después el fluorescente sobre el escritorio. Como oficina, el desván era de todo punto inadecuado; sin embargo, cada vez que pensaba en dejar ese local para adquirir uno mayor, era precisamente esa pieza la que la hacía desistir. Tal vez eran las mañanas como ésa, cuando su estrecho lugar de trabajo recogía el calor que ascendía desde la planta baja y conservaba el aroma del café. O quizá era, sencillamente, que tenía carácter e historia, lo que ejercía una atracción especial sobre Bess. Sentía una ligera repulsión ante una oficina moderna en un cubículo aséptico.

Bess acostumbraba llegar temprano. Las horas entre las siete y las diez, cuando los teléfonos no sonaban y no había clientes alrededor, eran las más productivas de su jornada. En cuanto se abriera la tienda al público, no podría dedicarse a sus papeles.

Abrió el termo, se sirvió un café, leyó los mensajes de Heather, ordenó y archivó algunos documentos, hizo algunas llamadas telefónicas y logró realizar algunos diseños antes de que Heather llegara a las nueve y media.

– ¡Buenos días, Bess! -la saludó desde abajo.

– ¡Buenos días, Heather! ¿Cómo estás?

– Muerta de frío.

Bess oyó que se abría y cerraba la puerta del sótano. Heather había colgado su abrigo.

– ¿Qué tal la cena en casa de Lisa?

Bess, que estaba hojeando un catálogo de muebles, se detuvo. Heather conocía lo suficiente de su historia con Michael, de modo que no pensaba mencionarlo.

– Muy bien -respondió-. Va en camino de convertirse en una excelente cocinera.

La cabeza de Heather apareció tras la baranda y sus pasos hicieron crujir los escalones. Se detuvo en el último peldaño. Era una mujer de cuarenta y cinco años, cabellos rubio rojizo, muy cortos, peinados en un estudiado y moderno desorden, elegantes gafas de carey y uñas pintadas de rojo con minúsculas piedras de adorno que destellaban cuando movía las manos. De pómulos prominentes, boca sensual y vestida con despreocupada elegancia, causaba una primera impresión positiva en los clientes.

Bess contaba con tres empleados que realizaban media jornada, pero Heather era su favorita, así como la más valiosa.

– Tienes una cita a las diez.

– Sí, lo sé -repuso Bess, que empezó a reunir los materiales para la visita a domicilio.

– Y otra a las doce y media, y una tercera a las tres.

– Lo sé, lo sé.

– ¿Instrucciones para hoy?

Bess entregó a Heather varias notas, le indicó que pidiera papel de empapelar y controlara los pedidos que habían de llegar antes de marcharse, con la seguridad de que no habría ningún problema durante su ausencia.

Era un día agitado, como casi todos. Tres visitas a domicilio le dejaban poco tiempo para almorzar, de manera que compró un bocadillo de ensalada de atún entre dos citas y lo comió en el coche. Condujo desde Stillwater hasta Hudson (Wisconsin), después se dirigió al norte de St. Paul y regresó al Lirio Azul en el instante en que Heather cerraba el establecimiento.

– Has tenido nueve llamadas -informó Heather.

– ¡Nueve!

– Cuatro de ellas eran importantes.

Bess estaba tan exhausta que se dejó caer en un canapé de mimbre.

– Cuéntame.

– Hirschfields, Sybil Archer, Empapelados Warner y Lisa.

– ¿Qué quería Sybil Archer?

– Su papel para las paredes.

Bess lanzó un gemido. Sybil Archer era la esposa de un ejecutivo de 3M, que debía de creer que ella disponía de una estampadora de papel en el cuarto trastero y podía producir el material con sólo chasquear los dedos.

– ¿Qué quería Lisa?

– No me lo dijo. Sólo pidió que la telefonearas.

– Gracias, Heather.

– Bueno, voy al banco antes de que cierre.

– ¿Cómo ha ido el día? -inquirió Bess.

– Terrible. Ocho clientes en total.

Bess hizo una mueca de disgusto. La mayor parte de sus ingresos provenían de sus trabajos de diseño; si mantenía la tienda era principalmente por consideración hacia los clientes que adquirían objetos de decoración.

– ¿Alguno compró algo?

– Un almanaque de Cobblestone Way, unas pocas postales y un par de paños de cocina.

– Gracias a Dios por los veranos en una ciudad turística, ¿eh?

– Bien, nos vemos mañana. ¿De acuerdo?

– Gracias, Heather.

Cuando Heather se marchó, Bess se obligó a ponerse en pie, dejó el abrigo sobre el sofá y se dirigió al desván. Como de costumbre, no había dedicado a los proyectos de diseño todo el tiempo que habría deseado. Por lo general tardaba unas diez horas en dibujar los planos, y ese día apenas había dispuesto de tres.

Una vez arriba, se quitó los zapatos de tacón, se recogió el pelo sobre la nuca y se sentó en la silla del escritorio. Retiró el envoltorio de un bocadillo de pavo y verdura que había comprado en un supermercado y abrió la lata de gaseosa baja en calorías.

Al relajarse por primera vez desde la mañana se percató de lo cansada que estaba. Dio un mordisco al bocadillo y miró la pila de páginas que esperaban ser intercaladas en un catálogo de muebles desde hacía más de dos semanas.

Todavía las observaba cuando sonó el teléfono.

– Lirio Azul, buenas tardes…

– ¿Señora Curran?

– ¿Sí?

– Soy Hildy Padgett, la madre de Mark. -Su voz era afable, ni afectada ni tosca.

– Oh, sí, hola, señora Padgett. Me alegro mucho de que me haya llamado.

– Tengo entendido que Mark y Lisa cenaron con usted anoche y le comunicaron la noticia.

– Sí, así es.

– Bueno, al parecer están decididos a convertirnos en consuegros.

Bess dejó el bocadillo sobre el escritorio.

– En efecto, así parece.

– Quiero que sepa que Jake y yo no podríamos sentirnos más felices. Pensamos que el sol se eleva para iluminar a su hija. Cuando Mark la trajo por primera vez a nuestra casa, consideramos que era la clase de chica que nos gustaría como hija política. Cuando nos anunciaron que planeaban casarse, nos alegramos muchísimo.

– Es usted muy amable. Me consta que Lisa también les aprecia a ustedes muchísimo.

– Claro que nos sorprendió un poco saber que esperaban un bebé. Jake y yo tuvimos una larga charla con Mark para comprobar si estaba seguro del paso que iba a dar, y comprendimos que de cualquier manera tenía la intención de contraer matrimonio con Lisa, que los dos deseaban tener un hijo y se sienten muy felices.

– Sí, ellos nos dijeron lo mismo.

– Es maravilloso. Estos chicos parecen muy sensatos.

Una vez más Bess sintió una punzada de remordimiento, quizá incluso de celos, porque ella conocía a Mark y a Lisa como pareja mucho menos que esa mujer.

– Le seré franca, señora Padgett; yo apenas he visto a Mark, pero anoche, durante la cena, advertí que es un muchacho íntegro y era sincero al decir que desea ese matrimonio.

– Nosotros les hemos dado nuestra bendición, y ahora ellos quieren que nos conozcamos. Por eso propuse celebrar una cena aquí, en mi casa. Espero que el sábado por la noche le vaya bien.

– El sábado por la noche… -Tenía una cita con Keith, pero ¿cómo podía anteponer una vulgar salida a esta invitación?-. Me parece muy bien -concluyó.

– ¿Qué tal a las siete?

– Perfecto. ¿Puedo llevar algo?

– Al hermano de Lisa, eso es todo. Nuestros cinco hijos estarán presentes, de modo que tendrán oportunidad de conocerlos a todos.

– Es muy amable de su parte tomarse tantas molestias.

Hildy Padgett rió.

– ¡Estoy tan entusiasmada que me levanto de noche para hacer la lista de invitados!

Bess sonrió. La mujer parecía muy simpática y animada.

– Por otra parte -prosiguió Hildy-, Lisa se ofreció a ayudarme. Se encargará del postre, de manera que todo lo que usted tiene que hacer es estar aquí a las siete. Luego nos ocuparemos de que esos chicos emprendan el camino juntos como corresponde.

Cuando colgó, Bess quedó inmóvil en la silla, melancólica a pesar de los planes que acababa de trazar. Fuera había caído la noche y en las ventanas de abajo estaban encendidas las lámparas de bronce. Sus luces proyectaban las sombras de un helecho que colgaba en el escaparate. En el desván sólo estaba encendido el foco de escritorio, que arrojaba un cono amarillo sobre las hojas y el bocadillo a medio terminar en su rectángulo de papel blanco. Lisa tenía veintiún años, y estaba embarazada e iba a casarse. ¿Por qué se sentía tan triste? ¿Por qué se encontraba ahora añorando los días en que sus hijos eran pequeños?

Amor de madre, supuso; esa fuerza misteriosa que se presentaba en momentos inesperados y hacía aflorar la nostalgia. De pronto anheló estar con Lisa, tocarla, estrecharla entre sus brazos.

Se desentendió del trabajo que debía atender, se inclinó y marcó el número de Lisa.

– ¿Diga?

– Hola, cariño, soy yo.

– Hola, mamá. ¿Pasa algo malo? Te noto un poco alicaída.

– Un poco nostálgica, nada más. He pensado que, si no estás muy ocupada, podría ir a visitarte para charlar un rato.

Treinta minutos después, Bess entraba en el escenario donde se había encontrado con Michael la noche anterior. Cuando Lisa abrió la puerta, Bess le dio un abrazo más fuerte y algo más prolongado de lo habitual.

– Mamá, ¿qué ocurre?

– Supongo que me comporto como una madre típica, eso es todo. Estaba trabajando y de repente se me nublaron los ojos al recordarte de niña.

Lisa esbozó una sonrisa pícara.

– Era una criatura fantástica, ¿verdad?

Lisa tenía el don de provocar risas espontáneas. Bess prorrumpió en carcajadas, pero al mismo tiempo se secó las lágrimas que habían asomado a sus ojos.

Lisa la rodeó con un brazo y la condujo al salón.

– ¡Oh, mamá! Voy a casarme, no a encerrarme en un convento.

– Lo sé. Es sólo que no estaba preparada.

– Papá tampoco.

Se sentaron en el sofá cama y Lisa puso los pies en alto.

– ¿Qué tal os fue anoche cuando salisteis de aquí? -preguntó la joven-. Supuse que queríais hablar en privado.

– Fuimos a tomar un café y actuamos como personas civilizadas durante una hora.

– ¿Qué decidiste con respecto a Mark y a mí?

En el rostro de Bess se dibujó una expresión de ansiedad.

– Eres mi única hija y vas a casarte una sola vez; al menos eso espero.

– Por eso has venido, ¿verdad?, para asegurarte de que hago lo correcto.

– Tu padre y yo sólo queremos que sepas que, si por alguna razón prefieres no contraer matrimonio, nosotros te respaldamos.

Ahora fue Lisa quien se mostró ansiosa.

– Oh, mamá, quiero a Mark. Me siento feliz a su lado. Me hace desear ser mejor de lo que soy. Es como si… -Lisa cruzó las piernas, alzó la vista al techo mientras trataba de encontrar las palabras adecuadas, después miró a su madre y añadió al tiempo que movía las manos-: Es como si, cuando estamos juntos, desapareciera todo lo negativo. Me muestro más benevolente con la gente que me rodea, no critico, no me quejo, y lo curioso es que a Mark le sucede lo mismo.

»Hemos hablado mucho al respecto…, acerca de la noche en que nos conocimos. Cuando entramos en la sala de billar y nos miramos, ambos deseamos salir de allí, ir a algún lugar puro, tal vez a un bosque, o quizá oír una orquesta. ¡Una orquesta! ¡Ostras, mamá! -Alzó las manos-. Ya sabes cuánto me gusta la música moderna. El caso es que allí estaba yo, con todos los sentidos aguzados y nuevos caminos que se abrían ante mí y parecían invitarme. Sucedió algo… No puedo explicarlo. Nosotros sólo…

Se produjo un breve silencio.

– Simplemente nos sentimos diferentes -prosiguió Lisa con tono dulce-. Estábamos en ese ambiente alocado, lleno de ruido y humo, de tipos fanfarrones y exhibicionistas, y entonces nos topamos. Él me sonrió y dijo: «Hola, soy Mark.» A partir de esta noche nunca hemos sentido la necesidad de fingir o mentir al otro. Admitimos nuestras debilidades, y eso nos hace más fuertes. ¿No es fantástico?

Sentada en el otro extremo del sofá, Bess escuchaba la más conmovedora descripción del amor que jamás había oído.

– ¿Sabes qué me dijo un día? -Lisa estaba radiante mientras explicaba-: Dijo: «Tú eres mejor que cualquier credo que haya aprendido jamás.» Dijo que era un verso de un poema que había leído. Reflexioné algún tiempo sobre esas palabras… En realidad he meditado mucho al respecto y he llegado a la conclusión de que cada uno de nosotros es el credo del otro, y no casarse con alguien que piensa de esa manera sería una ignominia.

– ¡Oh, Lisa! -susurró Bess.

Se acercó a Lisa para abrazarla. ¡Su hija había encontrado el amor que toda mujer desea experimentar algún día! Era frustrante y al mismo tiempo gratificaba saber que Lisa había crecido tanto en tan poco tiempo sin que ella, su madre, lo advirtiera. Qué humillante era comprender que Lisa había aprendido a los veintiún años algo que ella ignoraba a los cuarenta. Lisa y Mark habían descubierto cómo comunicarse, habían encontrado el equilibrio entre ensalzar las virtudes y tolerar los defectos del otro, lo que se traducía no sólo en amor sino también en respeto. Era algo que Bess y Michael jamás habían logrado.

– Lisa, cariño, ahora que sé lo que sientes por él, soy muy feliz.

– Sí, sé feliz, como yo lo soy -repuso Lisa entre sus brazos-. Hay algo más que quiero decir… -Se apartó de Bess y añadió-: Sin duda te preguntarás cómo es posible que en estos tiempos una chica pueda ser tan estúpida como para quedar embarazada, cuando hay por lo menos una docena de maneras de evitarlo. ¿Te acuerdas de cuando fuimos a esquiar a Lutsen, antes de Navidad? Pues bien, ese fin de semana olvidé las píldoras anticonceptivas. Sabíamos muy bien el riesgo que corríamos si hacíamos el amor, de modo que hablamos del asunto. ¿Qué ocurriría si nos arriesgábamos y quedaba embarazada? Mark aseguró que quería casarse conmigo y que, si quedaba encinta, le parecería bien, y yo estuve de acuerdo. Así pues ya ves, mamá, cuando decimos que nos sentimos dichosos por tener un bebé, no es pura palabrería. No tienes por qué preocuparte. Mark y yo nos llevamos muy bien.

Bess le acarició la cara con profunda ternura.

– ¿Dónde he estado yo mientras tú crecías tanto?

– No lo sé.

– Yo sí; he estado ocupada en mi negocio. Ahora comprendo que he pasado demasiado tiempo en él y no te he dedicado a ti el suficiente en el último par de años. Si lo hubiera hecho, habría visto florecer esa relación entre tú y Mark y anoche no me habrías pillado desprevenida.

– Mamá, lo afrontaste muy bien.

– No, tú lo afrontaste muy bien, al igual que Mark. Tu padre quedó muy impresionado con él.

– Lo sé. Hoy he hablado con él. La madre de Mark lo ha llamado y me ha dicho que también pensaba telefonearte a ti; ¿lo ha hecho?

– Sí. Es encantadora.

– Sabía que te caería bien. Entonces ¿cenaremos juntos el sábado por la noche? ¿No hay objeciones?

– Ahora que sé lo que sientes, ninguna.

– Menudo alivio. Papá me ha explicado que charlasteis de lo demás, del vestido y de mi deseo de que entremos juntos en la iglesia. ¿Es así?

– Lo haremos.

– ¿Me dejarás usar tu vestido?

– Si te queda bien, sí.

– ¡Oh, mamá! Sé que temes que al ponerme tu traje caiga una especie de maleficio sobre mi boda, pero ésos son cuentos chinos. No son los vestidos los que hacen que un matrimonio salga bien, sino las personas. ¿De acuerdo?

– De acuerdo.

– El traje me gusta, es todo. Solía ponérmelo cuando no estabas en casa. Apuesto a que nunca te enteraste, ¿no es así?

– No, nunca.

– En cierto modo es culpa tuya por guardar algo tan irresistible en una zona prohibida. Algún día te contaré algunas de las travesuras que Randy y yo solíamos hacer cuando no estabais en casa.

Bess la miró con desconfianza.

– ¿Por ejemplo?

– ¿Recuerdas aquel manual sobre sexualidad que acostumbrabas esconder entre las sábanas, en el armario de la ropa blanca de tu cuarto de baño? Tenía ilustraciones de todas las posiciones. Nunca pensaste que nosotros sabíamos que estaba allí, ¿verdad?

– ¡Menudos diablillos!

– Sí, eso éramos. ¿Te acuerdas del jarrón que desapareció un día y no lograste encontrar? ¿El blanco con una cenefa de corazones rosas? Lo rompimos una noche mientras jugábamos a los monstruos en la oscuridad. Acostumbrábamos apagar todas las luces, y uno se escondía mientras el otro caminaba como Frankenstein, con los brazos abiertos. Una noche… ¡Zas!, adiós a tu florero. Como sabíamos que te enfadarías si te lo decíamos, guardamos los pedazos en un bote de zumo de tomate que luego arrojamos al cubo de la basura. Ya entonces sabía, mamá, que algún día tendrías más jarrones que un mercadillo, y no me equivoqué. Seguro que tienes más de veinte en tu negocio.

¿Cómo podía resistirse a soltar una carcajada ante tamaña impertinencia?

– Y entretanto yo os enviaba a las clases de catecismo y os enseñaba a ser unos chicos buenos y sinceros.

– En el fondo lo éramos. Mírame ahora. Voy a casarme con el muchacho a quien he puesto en un aprieto y voy a tener un hijo suyo.

– Se hace tarde -observó Bess-. Debo marcharme. Ha sido un día muy largo.

Lisa se levantó del sofá.

– Trabajas demasiado, mamá. Deberías dedicarte más tiempo.

– Ya lo hago -repuso Bess.

– ¡Oh, sí, seguro! Sospecho que, cuando Mark y yo tengamos el bebé, te tentaremos a menudo para que bajes de tu pequeño desván. ¿Te imaginas? Mi mamá convertida en abuela. ¿Qué piensas de eso?

– Creo que mi pelo necesita un tinte.

– Ya te acostumbrarás a la idea. ¿Qué le parece a papá convertirse en abuelo?

– No hemos hablado de eso.

– Noto cierta frialdad en tu tono.

– Cambiando de tema, debo decirte que la treta que empleaste anoche fue muy desagradable.

– Sin embargo funcionó.

– Hemos establecido una tregua mientras duren los festejos de la boda. Nada más.

– ¿Ah, sí? Randy me ha contado que anoche, cuando llegó a casa, estabas tocando The homecoming.

– ¡Por el amor de Dios! ¿Es que ya no tengo vida privada?

Las dos se dirigieron a la puerta del apartamento.

– Sería fantástico que papá y tú vivierais juntos otra vez y nos visitarais, a nosotros y a vuestro nieto. Además, ya no os pelearíais por las tareas de la casa y los chicos, porque ahora somos adultos y tienes una señora de la limpieza. Por otro lado, como ya has acabado tus estudios universitarios, papá ya no te regañaría por eso, y puesto que se ha separado de Darla…

– Lisa, estás delirando. -Bess se puso el abrigo-. Estoy dispuesta a tratar a tu padre con cortesía, eso es todo. Además, te olvidas de Keith.

– No me hagas reír mamá. Hace tres años que sales con él, y Randy me ha explicado que ni siquiera pasas las noches con él. Hazme caso, Bess, ese tipo no es para ti.

– No sé qué te ocurre esta noche, Lisa, pero te muestras agresiva y creo que lo haces adrede.

– Estoy enamorada, y quiero que todo el mundo lo esté también -respuso Lisa antes de darle un beso-… Nos veremos el sábado por la noche. ¿Sabes la dirección?

– Sí. Hildy me la dio.

– No te olvides de llevar a mi hermanito.

Cuando se dirigía a su coche, Bess ya no se sentía triste. Lisa tenía en verdad el don de hacer que la gente se riera de sus propias flaquezas. Por supuesto, Bess no tenía la menor intención de reanudar su relación con Michael, pues, como había dicho, había que tener en cuenta a Keith. Al pensar en él frunció el entrecejo; sin duda no le gustaría nada que anulara la cita del sábado por la noche.

Cuando llegó a casa, y una vez que se hubo quitado el traje y las medias, lo llamó desde el teléfono de su dormitorio.

– ¿Diga? -contestó Keith después del quinto timbrazo.

– Keith, soy Bess. ¿Te he interrumpido?

– Acabo de salir de la ducha.

No había -y nunca había habido- ninguna insinuación sexual que siguiera a un comentario como ése. Era una de las cosas que Bess echaba de menos en esa relación; aun así, nunca se había atrevido a dar el primer paso y, como él no tomaba la iniciativa, faltaba la réplica pícara, íntima.

– Si lo prefieres te llamo más tarde.

– No, no, está bien. ¿Qué pasa?

– Keith, lamento mucho decirte que he de cancelar nuestra cita del sábado por la noche.

Se produjo un silencio, y Bess supuso que Keith había dejado de secarse con la toalla.

– ¿Por qué?

– Los Padgett celebran una cena en su casa para que las dos familias nos conozcamos.

– ¿Te han preguntado si tenías algún compromiso?

– A todos les iba bien esa fecha. Pensé que no estaría bien pedir que la aplazaran sólo por mí. Además, puesto que falta poco tiempo para la boda, pensé que no convenía retrasar el encuentro.

– Supongo que tu ex estará allí…

Bess se frotó la frente.

– Oh, Keith…

– ¿Estará allí?

– Sí.

– ¡Oh, magnífico!

– Por el amor de Dios, Keith, se trata de la boda de nuestra hija. No puedo eludir a Michael sin ningún motivo.

– ¡No, por supuesto que no! -le espetó Keith-. Muy bien, Bess, cuando tengas tiempo para mí, llámame.

– Keith, espera…

– No… no… No te preocupes por mí -replicó con sarcasmo-. Haz lo que consideres oportuno con Michael. Lo entiendo.

Bess detestaba el tono desabrido que adoptaba cada vez que sentía celos del tiempo que dedicaba a sus hijos.

– Keith, no te enfades, por favor.

– Tengo que colgar, Bess. Estoy mojando la alfombra.

– Está bien, pero pronto.

– Por supuesto -concedió con acritud.

Cuando colgó, Bess se frotó los ojos. A veces Keith se comportaba como una criatura malcriada. ¿Por qué siempre planteaba las cosas como si ella tuviera que elegir entre sus hijos y él? Una vez más se preguntó por qué seguía saliendo con él. Quizá sería mejor para los dos romper de una vez esa relación.

Dejó caer los brazos y pensó con fastidio en los planos que había traído a casa y la aguardaban sobre la mesa del comedor. Detestaba trabajar cuando estaba de mal humor, pues temía que su enojo se reflejara en los diseños.

Suspiró, se puso de pie y bajó para trabajar dos horas más.

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