Capítulo 9

Febrero pasó deprisa. La boda se acercaba, y Lisa telefoneaba a Bess cada día.

«Mamá, ¿no tendrás una pluma de escribir de las antiguas en tu tienda? Ya sabes…, de las que se usan para el libro de los invitados.»

«Mamá, ¿dónde puedo comprar unas ligas?»

«Mamá, ¿crees que la tarta tiene que ser de nata, o puedo pedir una de mazapán?»

«Mamá, hay que pagar un anticipo para los arreglos florales.»

«¡Mama, he engordado otro kilo ¿Qué pasa si el vestido me queda demasiado estrecho?»

«Mamá, Mark cree que deberíamos tener copas especiales de champán, grabadas con nuestros nombres y la fecha, ¡pero yo lo considero una tontería, ya que estoy embarazada y ni siquiera puedo beber alcohol!»

«Mamá, ¿todavía no has comprado tu vestido?»

Como no lo había hecho, Bess reservó una tarde en su agenda y llamó por teléfono a Stella.

– Faltan sólo dos semanas para la boda y Lisa ha puesto el grito en el cielo cuando se ha enterado de que todavía no tengo vestido. ¿Y tú? ¿Ya te lo has comprado?

– Aún no.

– ¿Quieres que vayamos de compras?

– Creo que sería lo mejor.

Fueron en coche al centro de Minneapolis. Curiosearon todo el camino desde el conservatorio hasta Dayton’s y Gavidae Commons, donde la suerte les sonrió en Lillie Rubin. Stella, con absoluto desprecio por la imagen de abuela, escogió un atrevido modelo de tela plateada con una falda con tres volantes. Bess, en cambio, eligió un vestido recto mucho más serio, de seda cruda color melocotón, con una falda en forma de tulipán. Cuando salieron de los probadores, Bess echó una ojeada a su madre.

– ¡Espera un momento! -exclamó-. ¿Quién es la abuela?

– Tú. Yo soy la bisabuela -respondió Stella mientras se miraba al espejo-. Me gustaría saber por qué las madres de las novias llevan trajes insípidos que las hacen parecer mayores y semejan cortinas. ¡Bien, éste responde a mi estado de ánimo!

– Es muy llamativo.

– Tienes razón, lo es. Gil Harwood vendrá conmigo a la boda.

– ¿Gil Harwood?

– ¿Parezco una bailarina?

– ¿Quien es Gil Harwood? -preguntó Bess.

– Un hombre que hace que se me endurezcan los pezones.

– ¡Mamá! -exclamó Bess.

– Me estoy planteando tener una aventura con él. ¿Qué opinas?

– ¡Mamá!

– No he mantenido ninguna relación con un hombre desde que murió tu padre y considero que debería hacerlo antes de que se me sequen todas las aberturas. Hice un pequeño experimento la última vez que salí con Gil y te aseguro que no eran sus arterias las que se endurecían.

Bess se echó a reír.

– Mamá, eres una descarada.

– Mejor descarada que senil. ¿Crees que debería preocuparme por el sida?

– Tú eres la descarada. Pregúntale a él.

– Buena idea. ¿Cómo andan las cosas entre tú y Michael?

– ¿Han decidido las señoras?

La pregunta de la dependienta salvó a Bess de contestar, aunque sintió cierto nerviosismo ante la mención del nombre de su ex esposo y captó la mirada socarrona de Stella, quien advirtió que algo la perturbaba.

Compraron los vestidos y, después de adquirir unos zapatos que combinaran con ellos, subieron al coche. Mientras Bess conducía, Stella reanudó la conversación interrumpida.

– ¿Cómo andan las cosas entre tú y Michael?

– Mantenemos una relación muy cordial.

– ¡Oh, qué desilusión!

– Como ya te expliqué, mamá, no deseo volver con él, pero hemos aclarado algunas cosas.

– Por ejemplo…

– Los dos admitimos que podíamos habernos esforzado un poco más por salvar nuestro matrimonio.

– Michael es un buen hombre, Bess.

– Sí, lo sé.


Bess tuvo pocas oportunidades de encontrarse con el «buen hombre» después de ese día. Fue a su apartamento cuando los empapeladores estaban a punto de terminar su labor pero Michael no estaba allí. Al día siguiente lo telefoneó para preguntarle si estaba satisfecho con el trabajo.

– Más que satisfecho. Es perfecto.

– Me alegro de que te guste.

– Sin embargo, huele a pis.

Bess prorrumpió en carcajadas. Había olvidado lo divertido que era Michael cuando se lo proponía y cómo, sin el menor esfuerzo, siempre había conseguido hacerla reír.

– Entonces ¿no te gusta? -preguntó.

– La verdad es que me encanta.

– Bien. Escucha, han empezado a llegar las facturas de los muebles. Calculo que te las entregarán a mediados de mayo. Todavía no sé nada sobre el sofá, pero estoy segura de que tardará más tiempo. En cuanto sepa algo te informaré.

– De acuerdo.

A continuación Bess cambió de tema.

– Michael, necesito hablar contigo sobre los gastos de la boda de Lisa. Ya se han pagado algunas facturas, pero no todas. ¿Cómo quieres que lo arreglemos? Yo ya he abonado ochocientos dólares, de modo que ¿por qué no pagas lo mismo y agregas dos mil más? Yo daré otro tanto para que Lisa lo ingrese en su cuenta corriente y saque el dinero a medida que lo necesite. Después, lo que sobre, si es que sobra algo, nos lo repartiremos.

– Perfecto.

– Tengo los recibos, de manera que te los enviaré para que…

– ¡Por el amor de Dios, Bess! Confío en ti.

– Ah…, bueno…, gracias, Michael. Entonces, no tienes más que mandarle el cheque a Lisa.

– ¿De verdad crees que sobrará algo de dinero?

Bess rió entre dientes.

– Es probable que no.

– Ahora eres más realista.

– En cualquier caso no me importa gastarlo, ¿y a ti?

– En absoluto. Es nuestra única hija.

Tras este comentario guardaron silencio. Ambos desearon poder anular la parte negativa de su pasado y recuperar lo que alguna vez habían tenido. Bess experimentó cierta excitación y reprimió el impulso de preguntarle qué había hecho, dónde estaba, qué llevaba puesto; la clase de preguntas que delatan a un enamorado.

– Entonces, supongo que nos veremos en el ensayo de la boda -dijo.

Michael se aclaró la garganta y habló con voz apagada.

– Sí… seguro.

Cuando Bess colgó el auricular, echó la silla del escritorio hacia atrás, se mesó el pelo y exhaló un largo suspiro.


El automóvil de Randy estaba tan sucio como una jaula de pájaros; todo lo que caía al suelo, ahí se quedaba. El día de la cena de los novios y del ensayo, llevó el baqueteado Chevy Nova ‘84 al lavacoches y arrojó a la basura recipientes de hamburguesas, calcetines sucios, correspondencia sin abrir, cartas sin enviar, recibos de estacionamiento, una rosquilla seca, latas de cerveza vacías y una vieja zapatilla de deporte Adidas.

Pasó el aspirador, introdujo las alfombrillas en la máquina de lavar, vació los ceniceros, limpió las ventanillas y la carrocería y compró un ambientador azul en forma de árbol de Navidad para colgarlo en el interior.

Después condujo hasta Maplewood Mall, donde se compró un par de pantalones en Hal’s y un jersey en The Gap, volvió a casa para ponerse sus auriculares y escuchar I want to know what love is, de Foreigner, mientras tocaba la batería y soñaba con Maryann Padgett.

El ensayo estaba programado para las seis. Cuando faltaban quince minutos, su madre le preguntó si quería que lo llevara a la iglesia en su coche.

– Lo siento, mamá, pero tengo planes para después.

Sus planes consistían en preguntar a Maryann Padgett si podía acompañarla a casa.

Cuando entró en St. Mary y vio a Maryann, tuvo la impresión de que le faltaba el aire. Se sintió igual que cuando tenía nueve años y solía colgarse cabeza abajo de los columpios durante cinco minutos y luego trataba de caminar derecho. La muchacha lucía un abrigo azul marino, sencillo y recatado, zapatos azul marino de tacón bajo, y Randy supuso que debajo llevaría un discreto vestido de domingo. Hablaba con Lisa con palabras decorosas y apropiadas. Probablemente en verano iba a los campamentos para leer la Biblia y en invierno editaba el diario de la escuela.

Randy nunca había deseado tanto impresionar a alguien.

Lisa lo vio y lo saludó.

– Hola, Randy.

– Hola, Lisa.

El joven dedicó una inclinación de la cabeza a Maryann, con la esperanza de que no se notara su nerviosismo.

– ¿Dónde está mamá? -preguntó Lisa.

– Debe de estar al llegar. Cada uno ha venido en su coche.

– Tú y Maryann seréis los primeros en entrar en el templo.

– Oh, estupendo.

– Estaba explicándole a Lisa que nunca he asistido a una boda -comentó Maryann.

– Yo tampoco.

– Es emocionante, ¿verdad?

– Sí, lo es.

Bajo su nuevo jersey de tejido acrílico, Randy se sentía acalorado y tembloroso. Maryann tenía una carita de duende travieso, ojos azules muy grandes, boca sensual y un lunar diminuto sobre el labio superior. No llevaba ni una pizca de maquillaje.

El vestíbulo estaba lleno de gente, y Lisa se alejó de ellos para charlar con alguien.

– ¿Siempre has vivido en White Bear Lake? -preguntó Randy para romper el silencio.

– Sí.

– Yo solía ir a los bailes que se organizaban en la calle en el verano, durante los días de Manitou. Contrataban a algunas bandas muy buenas.

– ¿Te gusta la música?

– Me apasiona. Quiero integrarme en un grupo.

– ¿Qué instrumento tocas?

– La batería.

– ¡Oh! -La joven meditó un momento y agregó-: Los músicos llevan una vida muy dura, ¿no?

– No lo sé. Nunca he tenido oportunidad de comprobarlo.

En este momento llegó el padre Moore y empezó a organizar el ensayo. Todos entraron en la iglesia, dejaron los abrigos en los bancos del fondo y, en efecto, Maryann lucía un vestido de bibliotecaria recatada de color oscuro con cuello blanco de encaje. Sin rizos artificiales en el pelo, ofrecía una imagen de antaño que cautivó a Randy. Seguía turbado por la visión de la joven, cuando alguien le puso una mano en el hombro.

– Hola, Randy, ¿cómo va todo?

Dio vuelta y, al ver a su padre, su expresión se endureció.

– Bien.

Michael apartó la mano y saludó a la muchacha.

– Hola, Maryann.

– Hola -repuso ella sonriente-. Estábamos comentando que ésta es la primera boda a la que asistiremos Randy y yo.

– Supongo que también lo es para mí, aparte de la mía, claro está.

Michael esperó, y miró a Randy y, como éste permanecía en silencio, decidió alejarse.

– Bueno… nos veremos más tarde.

Randy lo siguió con la mirada.

– Aparte de su boda… -repitió con sarcasmo-. Querrá decir de las dos…

– ¡Randy! -murmuró Maryann-. ¡Es tu padre!

– No me lo recuerdes.

– ¿Cómo puedes tratarlo de esa manera?

– Yo no hablo al viejo.

– ¿No le hablas? ¡Es terrible! ¿Cómo es posible?

– No le hablo desde que tenía trece años.

Maryann lo miró como si el joven acabara de poner la zancadilla a una anciana.

El padre Moore pidió silencio y empezó el ensayo. Randy estaba irritado con Michael por haber interrumpido su conversación. Después de pensar todo el día en Maryann Padgett, de haber limpiado el coche por ella, de vestirse con ropa nueva por ella, de desear impresionarla, todo se había venido abajo con la aparición del viejo.

¿Por qué no me deja en paz? ¿Por qué tiene que tocarme, hablarme, hacerme aparecer como un imbécil delante de esta chica, cuando el imbécil es él? Yo he venido aquí con la intención de demostrar a Maryann que puedo ser un caballero, charlar amigablemente con ella para conocerla un poco e invitarla a salir. Entonces llega el viejo y jode todo el plan.

Durante el ensayo, Randy observó a su madre y a su padre mientras avanzaban por la nave uno a cada lado de Lisa y se sentaban en la primera fila. Poco después le tocó subir al altar y colocarse de cara a los invitados, con lo que no tuvo más remedio que verlos, juntos, como una pareja feliz. ¡Menuda farsa! ¿Cómo podía su madre estar sentada a su lado como si nunca se hubieran separado, como si la familia no se hubiera roto por culpa de él? Ella podía decir que también era responsable del divorcio, pero no tanto como Michael, y nadie convencería a Randy de lo contrario.

Cuando terminó el ensayo en la iglesia, todos se trasladaron a un restaurante llamado Finnegan’s, donde los Padgett habían reservado un salón privado para la cena de los novios. Randy fue solo en su coche, llegó antes que Maryann y la esperó en el vestíbulo. La puerta se abrió y entró la joven, que hablaba con sus padres con una sonrisa en el rostro.

Cuando lo vio, su sonrisa se hizo más tenue.

– Hola otra vez -saludó Randy.

Se sintió cohibido al advertir que ella había adivinado que estaba aguardándola.

– Hola.

– ¿Te molesta si me siento a tu lado?

Ella lo miró a los ojos.

– Sería mejor que te sentaras junto a tu padre, pero no me molesta.

Randy se ruborizó. Al ver que Maryann hacía ademán de quitarse el abrigo, dijo:

– Permíteme que te ayude.

Lo colgó junto con el suyo y los dos siguieron a los padres de ella hasta el salón reservado, donde había una mesa larga. Mientras caminaba detrás de ella, Randy le miraba el cuello blanco redondo, el oscuro cabello, que le caía lacio hasta los hombros, con las puntas levantadas. Pensó en escribir una canción sobre su melena, una composición lenta y sugerente.

Le retiró la silla y se sentó a su lado en un extremo de la mesa, lejos de sus padres.

Mientras comían, Maryann hablaba con su padre, acomodado a su derecha, y reía. A veces charlaba con Lisa y Mark, o se inclinaba para comentar algo a su madre o a una de sus hermanas. En ningún momento dirigió la palabra a Randy.

– ¿Me pasas la sal, por favor? -pidió él. Ella obedeció con una sonrisa tan forzada que él deseó que no se la hubiera dedicado.

– Excelente comida -observó él.

– Sí. -Maryann tenía la boca llena y los labios brillantes. Se los secó con una servilleta antes de añadir-: Mis padres querían una cena más sofisticada, pero no podían permitírselo, y Mark dijo que estaba bien.

– Se nota que tu familia se lleva muy bien.

– Sí, es cierto.

Randy deseaba prolongar la conversación. Hizo una mueca y miró el plato de Maryann.

– Te gusta el pollo, ¿eh? -observó.

La muchacha había comido toda la carne y dejado la guarnición. Se echó a reír y sus miradas se encontraron.

– Oye -agregó él con un nudo en el estómago-, estaba pensando que tal vez podría llevarte a tu casa.

– Tendré que pedir permiso a papá.

Hacía años que Randy no oía nada semejante.

– Entonces ¿te gustaría? -preguntó con asombro.

– En cierto modo sospechaba que me lo pedirías.

Se volvió hacia su padre y se recostó en la silla para que Randy oyera el intercambio de palabras.

– Papá, Randy se ha ofrecido a llevarme a casa en su coche. ¿Te parece bien?

Jake palpó su audífono.

– ¿Qué? -preguntó.

– Que Randy quiere acompañarme a casa.

Jake se inclinó para mirar a Randy.

– Muy bien, pero recuerda que mañana tienes que madrugar.

– Ya lo sé, papá. Llegaré temprano -aseguró antes de volverse hacia Randy-. ¿Conforme?

– ¡Directamente a casa! -prometió Randy levantando la mano derecha.

Cuando terminó la comida, los invitados se despidieron. Randy entregó el abrigo a Maryann, abrió la pesada puerta de vidrio y cruzaron juntos el aparcamiento cubierto de nieve.

– Este es el mío -indicó cuando llegaron a su Chevy Nova.

Dio la vuelta para abrirle la portezuela y esperó hasta que se hubo sentado para cerrarla. Se sentía ansioso por mostrarse galante y cortés.

Minutos después, mientras ponía en marcha el motor comentó:

– Los muchachos ya no suelen hacer estas cosas… Me refiero a abrir las puertas del coche. -Lo sabía muy bien, puesto que él nunca lo hacía-. De hecho a algunas chicas no les gusta, porque creen que deben defender su independencia.

– Es lo más estúpido que he oído en la vida. A mí me encanta -afirmó Maryann.

Randy arrancó. Se sentía eufórico y decidió que, si ella se mostraba tan sincera, él también podía ser franco.

– Debo reconocer que nunca tengo ese detalle, pero lo haré a partir de ahora.

Ella se ciñó el cinturón de seguridad, otra cosa que él rara vez hacía. Sin embargo esta vez tanteó alrededor, encontró la hebilla sepultada bajo el asiento y la abrochó. Graduó la calefacción, y el ambientador con forma de árbol de Navidad comenzó a girar.

– Huele muy bien aquí dentro -comentó ella-. ¿Qué es?

– Esa cosa -respondió señalando el árbol.

Se dirigió hacia White Bear Avenue. Aunque habría sido más directo tomar la I-95 hasta la 61 y rodear el lago por el oeste, avanzó hacia el este y condujo a treinta kilómetros por hora por la zona residencial, donde estaba permitido ir a cincuenta.

– ¿Puedo preguntarte algo? -inquirió cuando estaban a medio camino de la casa de Maryann.

– ¿Qué?

– ¿Qué edad tienes?

– Diecisiete. Soy mayor de edad.

– ¿Sales con alguien?

– No tengo tiempo. Formo parte del equipo femenino de baloncesto, trabajo en el diario de la escuela y estudio mucho en los ratos libres. Quiero iniciar una carrera, tal vez medicina o derecho, y he presentado una solicitud en la Universidad Hamline. Mis padres no pueden pagarme la matrícula, de modo que tendré que solicitar una beca, lo que significa que debo mantener altas mis calificaciones.

Si él le hubiera hablado de sus resultados en la escuela secundaria, Maryann le habría pedido que detuviera el automóvil y la dejase allí mismo.

– ¿Y tú? -preguntó ella.

– ¿Yo? No; no salgo con nadie.

– ¿Vas a la universidad?

– No. Sólo terminé la escuela secundaria.

– Me has dicho que quieres tocar la batería.

– Sí.

– ¿En una banda de rock?

– Sí.

– ¿Y mientras tanto?

– Mientras tanto, trabajo en un almacén mayorista. Empaqueto nueces recién tostadas, cacahuetes, pistachos y castañas. Es una gran empresa, que recibe pedidos de los lugares más distantes de Estados Unidos. La época de Navidad es la más ajetreada; es para volverse loco.

Maryann se echó a reír mientras él pensaba en cuán distintas eran sus ambiciones. Permanecieron un rato en silencio hasta que Randy exclamó:

– Hostia, parezco un fracasado.

– Randy, ¿puedo ser franca contigo?

– Claro.

– Me gustaría que no emplearas ese vocabulario delante de mí. Me ofende.

Era lo último que él hubiera esperado. Ni siquiera se había dado cuenta de que lo había dicho.

– De acuerdo, perdóname.

– Y en cuanto a que eres un fracasado…, bueno, no es más que un estado de ánimo. Siempre he considerado que si una persona se siente fracasada, debería hacer algo al respecto; estudiar, buscar un trabajo diferente, hacer algo para elevar su autoestima. Ese sería el primer paso.

Cuando llegaron a la casa de Maryann, Randy estacionó en la calle y dejó el motor en marcha. Había muchos automóviles en la entrada; de los padres de ella, de Lisa, de Mark. Todas las luces de la vivienda estaban encendidas. Las cortinas del salón estaban descorridas y vieron a la gente que se movía en el interior.

Randy apoyó el pecho contra el volante, juntó las manos entre las rodillas y clavó la vista en un farol, a unos seis metros de distancia.

– Escucha, sé qué opinas que soy un imbécil por no llevarme bien con mi padre, pero tal vez te gustaría conocer el motivo.

– Por supuesto.

– Cuando yo tenía trece años, él tuvo una aventura amorosa y se divorció de mi madre para casarse con otra. Todo se desmoronó después de eso; el hogar, la escuela…, en especial la escuela, y en cierto modo quedé a la deriva.

– Todavía sientes lástima de ti mismo.

Randy volvió la cabeza para mirarla.

– Él destrozó nuestra familia.

– ¿De verdad lo crees?

Randy esperó a que continuara mientras la observaba con recelo.

– Aunque no te guste, debo decirte que cada uno es responsable de sí mismo. No puedes culparle de tu fracaso en los estudios, aunque resulte más fácil responsabilizarle.

– Hostia, conque él no tiene la culpa de nada.

– Has vuelto a usar esa expresión. Si la repites, me voy.

– ¡De acuerdo, lo siento!

– Sabía que te molestaría oírlo. Tu hermana lo ha superado, y también tu madre; ¿por qué tú no?

Randy se recostó en el asiento.

– ¡Joder, no lo sé!

Antes de que él se diera cuenta de lo que había dicho, Maryann se apeó, cerró la portezuela de un golpe, bordeó un montículo de nieve y se dirigió hacia la casa con paso firme. Randy salió del vehículo y exclamó:

– ¡Maryann lo siento! ¡Se me ha escapado!

Cuando la puerta de la casa se cerró, aporreó el techo del coche con los puños y maldijo a voz en grito.

– ¡Joder, Curran! ¿Cómo se te ocurre intentar ligar con esa mojigata neurótica?

Subió de nuevo al automóvil, aceleró el motor y arrancó a gran velocidad. Bajó la ventanilla, arrancó el árbol de Navidad, se cortó un dedo al romper el hilo, y arrojó el ambientador a la calle mascullando una palabrota.

Dobló una esquina a cuarenta kilómetros por hora, estuvo a punto de derribar una boca de incendios, pasó dos semáforos en rojo y exclamó a voz en cuello:

– ¡A la mierda, Maryann Padgett!

A los pocos minutos estacionó el coche, sacó del bolsillo la marihuana, fumó unas caladas y esperó a que lo invadiera la euforia.

Poco después sonreía al tiempo que murmuraba:

– A la mierda, Maryann Padgett…


Mientras Randy acompañaba a Maryann, Lisa se despedía de sus padres.

Primero dio un beso a Michael.

– Te veré mañana, papá.

– Claro que sí. -Él se emocionó de pronto y la estrechó en un abrazo muy prolongado-. Supongo que pasarás la noche en casa con mamá.

– Sí. Hemos llevado todas mis cosas al apartamento de Mark.

– Me alegro. Me gusta pensar que esta noche estarás allí, con ella.

– Eh, papá -le susurró Lisa al oído-, debes perseverar. Creo que estás ganando puntos con mamá. -Se apartó de él y sonrió.

– Buenas noches a todos. Te veré en casa, mamá.

Michael ocultó su sorpresa mientras Lisa salía por la puerta con Mark.

– Lisa parece muy feliz -comentó Michael mientras ayudaba a Bess a ponerse el abrigo.

– Creo que lo es.

El resto de los Padgett se despidieron y partieron. Michael y Bess eran los últimos que quedaban en el lugar. Se hallaban cerca de la puerta de vidrio poniéndose los guantes y abotonándose el abrigo.

– Además, creo que hay algo entre Randy y Maryann -observó Michael.

– Han estado juntos toda la noche.

– Ya me he fijado.

– Es una chica muy guapa, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Por qué siempre son las madres quienes hacen primero esa observación? -inquirió Bess.

– Supongo que porque quieren chicas guapas para sus hijos. En realidad a los padres nos ocurre lo mismo.

Bess miró a Michael a los ojos. Tenían que irse, seguir a los demás y decir buenas noches.

– Maryann es muy joven; todavía está en la escuela secundaria -explicó Bess.

– He visto que ha pedido permiso a su padre para irse con Randy.

– ¿No es bonito ver un detalle de los de antes?

– Sí, lo es.

En los ojos de Bess apareció una expresión dulce.

– Es una familia maravillosa, ¿no te parece?

– Pensaba que te molestaba estar con familias maravillosas.

– No tanto como antes.

– ¿Por qué ese cambio?

Ella no respondió. El restaurante cerraba sus puertas. Alguien pasaba un aspirador, y las camareras ya se marchaban. Lo razonable era que ellos también se fueran y dejaran de jugar con sus sentimientos. Sin embargo, se quedaron.

– ¿Sabes qué? -dijo Michael.

– ¿Qué? -susurró Bess.

La intención de él había sido decir: «Me gustaría ir yo también a casa contigo», pero lo pensó mejor.

– Tengo una sorpresa para Lisa y Mark -anunció-. He alquilado una limusina que pasará a buscarlos mañana.

– ¿No lo habrás hecho de verdad? -exclamó Bess con los ojos desorbitados.

– ¿Por qué? ¿Qué…?

– ¡Yo he hecho lo mismo!

– ¿Hablas en serio?

– No sólo eso. ¡Tuve que pagar cinco horas por adelantado! ¡Y no hay posibilidad de que me reembolsen el dinero!

– A mí me sucede lo mismo.

Se echaron a reír y se miraron con buen humor. En ese momento se acercó el gerente del restaurante.

– Disculpen, pero estamos cerrando.

Michael retrocedió un paso con expresión culpable.

– ¡Oh, lo siento!

Por fin salieron al aire helado de la noche y oyeron cómo detrás de ellos echaban la llave.

– Bien -murmuró Michael, y su aliento se convirtió en una bola blanca en el aire gélido-, ¿qué vamos a hacer con esa limusina adicional?

Bess se encogió de hombros.

– No lo sé.

– ¿Qué te parece si vamos a la iglesia en una limusina blanca? -propuso él.

– ¡Michael! ¿Qué dirá la gente?

– ¿La gente? ¿Qué gente? ¿Quieres que trate de adivinar lo que diría Lisa? ¿O tu madre? De hecho, podríamos dar una sorpresa a StelIa y pasar por su casa para que nos acompañe.

– Ella ya tiene acompañante. Irá a recogerla.

– ¿Tiene un acompañante? ¡Me alegro por ella! ¿Lo conozco?

– No. Se llama Gil Harwood. Mamá afirma que tendrá una aventura con él.

Michael se detuvo de pronto y se echó a reír.

– ¡Oh, Stella, tú sí sabes sacarle jugo a la vida! -A continuación dedicó a Bess una sonrisa galante-. Bueno…, ¿y tú?

– ¿Si quiero tener una aventura? -respondió sonriente.

– No, si te apetece dar un paseo en limusina -aclaró Michael.

– Ohhhh… ¿Si quiero viajar en limusina? ¡Claro que sí! Sólo una estúpida declinaría una invitación como ésa, sobre todo si ha pagado por el alquiler.

Michael sonrió con satisfacción.

– Bien, entonces la tuya llevará a Lisa, y la mía, a nosotros. Pasaré a buscarte a las cinco menos cuarto. Llegaremos a tiempo para las fotografías.

– Perfecto. Estaré lista a esa hora.

Se encaminaron hacia el aparcamiento.

– Mi coche está por este lado -indicó Michael.

– El mío por aquél.

– Nos vemos mañana, entonces.

– Sí.

Se despidieron y cada uno se dirigió hacia su automóvil. La noche era tan fría que les castañeteaban los dientes. Cuando llegaron a sus vehículos, abrieron la portezuela y se miraron a través del aparcamiento casi vacío.

– ¡Ah, Bess!

– ¿Qué?

Fue un momento brillante y claro, de esos que los amantes recuerdan años después. No había ninguna razón en particular para ello, excepto que Cupido parecía haber disparado su flecha y aguardaba expectante para ver qué diablura podía surgir.

– ¿Considerarías una cita lo de mañana? -exclamó Michael.

La flecha se clavó en el corazón de Bess, que sonrió y contestó a voz en grito:

– No, pero Lisa sí lo hará. ¡Buenas noches, Michael!

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