La banda terminó de tocar treinta minutos después de la medianoche. Tardaron una hora en cargar los instrumentos y cinco más en regresar desde Bemidji. Randy llegó a casa a las siete y encontró a su madre dormida y una nota sobre su cama.
Lisa ha tenido una niña, Natalie, a las cinco de esta mañana. Las dos están bien. No voy a ir al negocio, pero espero verte más tarde en el hospital. Besos, mamá.
Sin embargo, Randy no podría ir esa tarde al hospital. Dormía cuando su madre se marchó. Se levantó a las doce y cuarto a fin de prepararse para el festival de jazz de esa tarde, que empezaba a las dos en White Bear Lake.
Las celebraciones en St. Paul y Minneapolis eran agotadoras. Cada pequeño barrio de los alrededores de las Ciudades Gemelas organizaba una fiesta en verano. Todos ofrecían las mismas diversiones: parques de atracciones, desfiles, bingo, concursos de barbas y bailes en las calles, algunos de los cuales tenían lugar por la noche, pero muchos, como el de ese día, estaban programados para la tarde. Las bandas, lo agradecían por que de ese modo disfrutaban de una noche libre para entregarse al sueño o escuchar a otro grupo, la afición de todo músico profesional.
El centro de White Bear Lake era muy agradable…, con árboles que flanqueaban las veredas, fachadas de comercios pintadas en colores pastel, banderines colgados de los edificios y la plaza típica de las ciudades pequeñas.
Había vallas a lo largo de Washington Street y un quiosco para la banda en el extremo sur frente a un edificio de correos de finales del siglo XIX rodeado de césped y arriates. Mientras el grupo se preparaba, las niñas se sentaban en la hierba para lamer un helado o mascar barritas de regaliz. Chicos de doce o catorce años, ataviados con gorra verde con visera y pantalones cortos de color rosa, maniobraban sus monopatines hacia atrás y adelante y saltaban con destreza los gruesos cables eléctricos que serpenteaban por el suelo. El viento arrastraba consigo los sonidos de un parque de atracciones emplazado a varias manzanas de distancia. Flotaba en el aire el olor de las salchichas que se asaban en un carrito.
Randy apiló un par de tambores y los sacó de la parte trasera de la camioneta. Al darse la vuelta vio que un muchacho de unos doce años lo miraba. El chico llevaba gafas de sol con montura rosa y patillas negras, peinado estilo punki y zapatillas de deporte con unas lengüetas casi tan grandes como el monopatín que sostenía contra la cadera.
– ¡Oye! ¿Tú tocas eso? -preguntó con tono arrogante.
– Sí.
– ¡Es estupendo!
Randy sonrió y subió por los escalones que conducían al escenario. Cuando regresó a la camioneta, el muchacho continuaba allí.
– Yo también toco la batería.
– ¿Si?
– En la banda de la escuela.
– Es una buena manera de aprender.
– Todavía no tengo una, pero algún día me la compraré y entonces… ¡cuidado conmigo!
Randy sonrió y prosiguió con su tarea.
– ¿Quieres que te ayude? -se ofreció el chaval.
Randy volvió y lo miró de la cabeza a los pies. Era un pequeño punki de aspecto recio, que llevaba una camiseta con un dibujo de Dick Tracy muy holgada. Su actitud pasota le recordó a sí mismo a esa edad, la época en que su padre se marchó de casa.
– Sí, ven aquí. Lleva este taburete. Después vuelve a por los platillos. ¿Cómo te llamas?
– Trotter. -Tenía la voz áspera.
– ¿Eso es todo? ¿Solamente Trotter?
– Es suficiente.
Trotter era trabajador. Subía y bajaba a toda prisa por los escalones cargado con lo que Randy le indicaba. En realidad, el chico era un regalo para Randy, pues estaba destrozado después de haber dormido sólo cuatro horas y tomado demasiada marihuana la noche anterior. ¡Cómo necesitaba unas dieciséis horas de descanso!, pero había sido imposible durante toda la semana, pues aparte de los viajes habían ensayado mucho. Le aguardaban cuatro horas de actuación, apenas se tenía en pie.
Con la ayuda del pequeño Trotter, todo el equipo llegó al escenario.
– ¡Gracias Trotter! Eres un buen chico. Toma, te los regalo por echarme una mano.
Le entregó un par de palillos azules. El niño los cogió con los ojos muy abiertos y los miró con reverencia.
– ¿Para mí?
Randy asintió con una sonrisa.
– ¡Guau…! -exclamó maravillado antes de alejarse agitando los palillos.
– ¡Eh, muchacho! -exclamó Randy.
Trotter se dio la vuelta mientras hacía girar entre los dedos un palillo como si fuese una hélice.
– Quédate. Esta tarde interpretaremos algo especial para ti.
Trotter sonrió y desapareció de la vista.
Pike Watson salió de detrás del escenario con un estuche de guitarra.
– ¿Quién era el punki?
– Se llama Trotter. Es un chico con grandes sueños. Quiere ser batería.
– ¿Le has dado los palillos?
Randy se encogió de hombros.
– ¡Qué diablos! Me gusta mantener vivos los sueños. Por cierto, no le he comentado que si quiere trabajar con una banda tendrá que aprender a dormir y conducir al mismo tiempo.
– Estás decaído, ¿eh?
Randy meneó la cabeza como si quisiera espabilarse.
– Sí, mucho.
– Escucha, te pasaré algo que te animará. Tengo una sustancia muy buena aquí dentro… -añadió mientras daba unos golpecitos en el estuche de la guitarra.
– No. Me deja bastante fastidiado.
– ¿Cómo lo sabes? Esnifas un poco y te conviertes en Batman, tío. Puedes detener trenes y armar revoluciones.
Randy se mostraba escéptico.
– No; no lo creo.
Pike hizo una mueca maliciosa.
– Te garantizo que se te irá el cansancio. Tocarás como Charlie Watts.
– ¿Cuánto?
– Tu primer toque corre de mi cuenta.
Randy se frotó el pecho y ladeó la cabeza.
– No sé si…
Pike levantó las manos.
– Bien, si tienes miedo de volar…
– ¿Qué efecto tiene? ¿Te sientes más? -preguntó Randy.
– Qué va, tío. Al principio te notas un poco raro, ansioso… ya sabes, pero después estás como en las nubes.
Randy se pasó las manos por la cara y suspiró.
– ¡Qué diablos…! Siempre he querido tocar como Charlie Watts.
Esnifó la cocaína de un espejo, en la parte posterior de la camioneta de Pike, minutos antes de que empezara el concierto. Notó un picor en la nariz y se la estaba frotando cuando se dirigió al escenario. Se sentía eufórico e invencible.
Randy tocó varias piezas con los ojos cerrados y, cuando los abrió, vio a Trotter en primera fila, en medio de la calle, sentado sobre su monopatín con la vista clavada en él a la vez que golpeaba los palillos azules sobre sus rodillas. Era evidente que lo admiraba, y Randy se sintió complacido. Entre el público había también unas jovencitas vestidas con pantalones brillantes muy ajustados y camisetas ceñidas que dejaban al descubierto unos centímetros de estómago. Randy siempre reconocía a las que eran un blanco fácil. Para conquistarlas sólo tenía que devolverles la mirada un par de veces, regalarles una sonrisa, colocarse cerca de ellas durante el descanso y esperar a que las jovencitas se aproximaran. Tras una breve conversación, se aseguraría de dedicarles una canción, y ya las tendría en el bote.
Ese día, sin embargo, la dedicatoria era para Trotter. Randy acercó los labios al micrófono y anunció:
– Quiero dedicar esta canción a un pequeño colega que nos ha echado una mano. Trotter, es para ti, muchacho.
El chaval sonrió de oreja a oreja. Mientras el grupo interpretaba Pretty woman, Randy disfrutó observando la expresión de admiración con que lo miraba el muchacho.
Minutos más tarde, cuando empezaban otra canción, Randy se sintió de pronto atacado por un ilógico acceso de aprensión. Notó que se le aceleraba el pulso y la aprensión se transformó en miedo. Se dio la vuelta para pedir ayuda a Pike, pero sólo vio su espalda.
¡Dios santo, el corazón! ¿Qué le ocurría? Le latía con tal fuerza que parecía a punto de salírsele del pecho. Trotter lo miraba… A Randy le faltaba el aire… Era difícil seguir tocando. Había gente por todas partes… Tenía que acabar la pieza… Lo invadió una ansiedad vertiginosa…
La canción terminaba… ¡Pike! Todo dentro de él vibraba… ¡Pike! La cara de Pike apareció entre él y la muchedumbre…
– Cálmate, tío. Es normal al principio… Te pones un poco tenso, como asustado. Se te pasará en un minuto.
– ¡No, no! Me encuentro fatal… El corazón… -susurró mientras apretaba la mano de Pike.
El guitarrista masculló con furia:
– ¡Basta ya, tío! Hay un montón de personas mirándonos. ¡Enseguida te sentirás mejor! ¡Ahora danos la entrada!
Tic, tic, tic… Golpeó con los palillos el borde de su Pearl… Trotter agitaba los suyos mientras lo miraba.
Muchacho lárgate de aquí… No quiero que veas esto…
Maryann, yo quería cambiar por ti…
El corazón le latía cada vez más deprisa… Todo le daba vueltas…, vueltas… El suelo parecía elevarse y de pronto su cabeza se estampó contra él. Con el taburete entre las piernas, miró hacia el cielo azul…
La banda tocó algunos compases más hasta que se dieron cuenta de que la batería no sonaba. Cuando la música cesó, el público se puso de puntillas para mirar el escenario y se oyeron murmullos de preocupación.
Danny Scarfelli fue el primero en acercarse a Randy. Se inclinó hacia él sin soltar el bajo.
– ¿Qué te pasa?
– Llama a Pike… ¿Dónde está Pike?
Danny apoyó su guitarra contra un tambor y se puso en pie de un salto.
Randy estaba envuelto en una bruma de miedo. El sonido de su corazón le retumbaba en los oídos.
Por fin apareció la cara de Pike, enmarcada por el cielo azul.
– Pike, es el corazón… Creo que me estoy muriendo… Ayúdame…
Oía voces alrededor.
– ¿Qué le pasa?
– ¿Tiene epilepsia?
– ¡Llamen al 911!
– Aguanta, Randy.
Pike bajó del escenario y echó a correr.
– ¿Dónde hay un teléfono? ¿Alguien sabe dónde hay un teléfono? -Vio a un policía que se acercaba a él corriendo-. Oficial…
El agente continuó corriendo hacia el escenario, y Pike dio media vuelta para seguirlo.
– ¿Alguien sabe qué le ocurre? -preguntó el policía, que se había agachado junto a Randy.
Pike no contestó. Los demás tampoco.
– El corazón… -balbuceó Randy.
El oficial desengachó la radio de su cinturón y pidió ayuda.
Numerosas caras rodeaban a Randy, que las miraba aterrorizado. Aferró a Danny por la camisa.
– Llama a mi madre -murmuró.
Felices, ignorantes de lo que ocurria a quince kilómetros de distancia en White Bear Lake, Bess y Michael se encontraron en el hospital. Se dieron un beso rápido y entraron en la habitación de Lisa cogidos de la mano. Ella y Natalie estaban solas. La flamente madre dormía, y la recién nacida lloriqueaba en la cuna. El lugar estaba lleno de flores y olia un poco a la carne con cebolla que habían servido a Lisa, cuyos restos aún no habían retirado.
Bess y Michael se asomaron desde la puerta antes de acercarsede puntillas a la cuna para contemplar a su nieta.
– ¡Oh, mírala, Michael! -susurró Bess-. ¿No es hermosa? ¡Hola, preciosa! ¿Cómo estás hoy? Estás mucho más bonita que anoche.
Los dos tendieron la mano para arropar y acariciar a Natalie.
– Hola, damita -murmuró Michael-. Los abuelos han venido a verte.
– Michael, mira… La boca es igual a la de tu madre.
– ¡Mamá se habría sentido tan dichosa!
– Y papá.
– Tiene más pelo del que pensaba.
– ¿Crees que estaría bien que la cogiéramos en brazos?
Michael le dedicó una sonrisa de complicidad, y Bess deslizó las manos por debajo de la suave franela rosa y levantó de la cuna a Natalie. La contemplaron con un amor puro, embargados una vez más por una sensación de plenitud, convencidos de que con esa criatura dejaban su marca en el futuro.
Michael se inclinó para besarla en la frente.
– Ya verás cuando tengas un par de años. Algunas noches dormirás en nuestra casa, y nosotros te mimaremos y malcriaremos. ¿No es verdad, abuela?
– Claro que sí, y algún día, cuando tengas edad suficiente, te contaremos cómo gracias a tu nacimiento tu abuelo me propuso matrimonio y volvimos a vivir juntos. Por supuesto, omitiremos el episodio de los preservativos y cómo tu abuelo los desparramó sobre los escalones, pero…
Michael sofocó una carcajada.
– ¡Bess, estos oídos son muy delicados!
– ¿Qué estáis murmurando? -intervino Lisa.
La miraron por encima del hombro. Lisa esbozaba una sonrisa soñolienta.
– ¿Quieres saber la verdad? Tu madre estaba hablando de preservativos.
– ¡Michael! -exclamó Bess.
– Es cierto -repuso él-. Le he dicho que Natalie es demasiado joven para oír semejantes cosas.
Lisa se incorporó.
– ¡Está bien! Me despierto y oigo cuchichear y reír entre dientes… -Extendió los brazos y ordenó-: Dadme a mi hija, por favor.
Lisa pulsó un botón para levantar la cabecera de la cama y sus padres se acercaron para entregarle a Natalie. Cada uno se sentó a un lado del lecho y se inclinaron al mismo tiempo para besar a su hija en la mejilla.
– Estaba despierta, de modo que pensamos que podíamos cogerla.
– Se ha portado muy bien… ¿No es cierto, Natalie? -dijo Lisa mientras le acariciaba el pelo-. Durmió cinco horas después de que le diera de mamar.
Lisa les contó cómo se sentía, las visitas que había recibido, quién le había enviado flores -por supuesto, les agradeció el ramo que ellos le habían mandado- y cuándo regresaría Mark. Comentaron que Randy no la había llamado y que probablemente la visitaría esa tarde. Admiraron a Natalie, y Bess evocó detalles del nacimiento de Lisa, lo bien que dormía y cómo berreaba cuando no tenía sueño.
Después permanecieron unos minutos en silencio y Bess miró a Michael. El estiró el brazo por encima de la manta que cubría el vientre de Lisa para coger la mano de Bess.
– Tu madre y yo tenemos algo que decirte, Lisa. -Se interrumpió para que fuera Bess quien le comunicara la noticia.
– Vamos a casarnos, hija.
En el rostro de Lisa apareció una sonrisa radiante cuando se inclinó, con el bebé sobre su brazo derecho, para abrazar a Michael. Bess se unió a ellos, y Natalie empezó a quejarse al sentirse apretada entre los cuerpos.
Bess hundió la cara en los cabellos de su hija y susurró:
– Gracias, mi amor, por conseguir que volvieran a juntarse estos dos viejos testarudos.
Lisa besó a sus padres.
– ¡Me habéis hecho muy feliz!
– Tú nos has hecho muy felices a nosotros.
Los tres sonrieron con los ojos un poco brillantes y enrojecidos. A continuación prorrumpieron en carcajadas de dicha. Lisa sorbió por la nariz y Bess se enjugó las lágrimas con la mano.
– ¿Cuándo os casaréis?
– Lo antes posible.
– ¡Oh, soy tan feliz! -exclamó Lisa-. ¡Lo hemos logrado Natalie!
– ¿Puedo unirme a esta celebración? -preguntó Stella desde la puerta.
– ¡Abuela! ¡Entra! ¡Pronto! ¡Mamá y papá tienen noticias sensacionales! ¡Díselo, mamá!
Stella se acercó a la cama.
– No me lo digas. Vais a volver a casaros.
Bess asintió con una amplia sonrisa y Stella levantó un puño en actitud triunfal.
– ¡Lo sabía! ¡Lo sabía! -Besó a Bess y luego se acercó a Michael con los brazos abiertos-. ¡Ven aquí, buen mozo!
Michael rodeó la cama y alzó a la anciana en el aire.
– Siempre pensé que esta hija mía estaba loca al divorciarse de ti. -Cuando Michael la soltó, se abanicó la cara con las manos-. ¡Ufff! ¿Cuántas emociones puede soportar una mujer en un solo día? Ahora dejadme ver a mi bisnieta. Y tú, Lisa, casamentera, ¿cómo te sientes?
Fue una tarde de festejos. Llegó Mark, seguido por el resto de los Padgett, además de dos compañeras de trabajo de Lisa y una amiga. La noticia de la reconciliación de Bess y Michael se recibió con tanta alegría y entusiasmo como el nacimiento de Natalie.
– ¿Dónde vais a vivir? -preguntó Lisa.
Sus padres se miraron y se encogieron de hombros.
– No lo sabemos -respondió Bess-. Todavía no hemos hablado de eso.
Después de las cuatro de la tarde salieron del hospital.
– ¿Dónde vamos a vivir? -preguntó Bess.
– No lo sé.
– Supongo que deberíamos hablar del tema. ¿Quieres venir a casa?
Michael le dedicó una sonrisa lasciva.
– Por supuesto.
Cada uno fue en su coche y llegaron al mismo tiempo. Bess aparcó en el garaje, Michael fuera. Él se apeó y esperó a que Bess apagara la radio y cogiera su bolso. Cuando le abrió la portezuela, se sintió exultante de felicidad por la simple razón de estar con ella. Todo parecía perfecto… La recién nacida, los planes de matrimonio, los dos hijos crecidos, el bienestar, la salud.
Bess se bajó del automóvil.
– He descubierto algo que no deja de sorprenderme -declaró.
– ¿De qué se trata? -inquirió Michael.
– Esta casa ya no me gusta tanto como antes. Lo cierto es que me encanta tu apartamento.
Michael se quedó asombrado.
– Entonces ¿deseas vivir allí?
– ¿Dónde te gustaría vivir a ti?
– En mi apartamento, pero creí que te enfadarías si lo proponía.
Bess se echó a reír, le rodeó el cuello con los brazos y lo empujó contra su coche antes de mirarlo con una sonrisa de felicidad.
– ¡Oh, Michael! ¿No es maravilloso envejecer? ¿Aprender a discernir lo importante de lo insignificante y superficial? -Le dio un beso y agregó-: Me encantará mudarme a tu apartamento, pero si hubieras sugerido que viviéramos aquí no me habría negado, porque no importa el lugar, sino el hecho de estar juntos.
– ¿No lo dirás sólo para complacerme?
– No. En cierto modo somos viejos para esta casa. Era perfecta cuando los chicos eran pequeños, pero ha llegado el momento de cambiar. Aquí hay muchos recuerdos tristes, y también felices. El apartamento representa el inicio de una nueva etapa. Además, lo hemos decorado juntos. ¡Es lógico que vivamos en él! Es más nuevo, tiene una vista maravillosa, está bastante cerca de mi negocio y de tu oficina. Hay una playa, parques…
– No necesitas convencerme, Bess, pues estoy de acuerdo contigo. Sólo hay un problema…
– ¿Cuál?
– ¿Qué pasa con Randy?
Bess le alisó la camisa y le puso las manos sobre el pecho al tiempo que lo miraba a los ojos.
– Es hora de soltar a Randy, ¿no te parece?
Michael no hizo ningún comentario. De hecho él le había dicho lo mismo la noche en que Lisa se valió de una treta para reunirlos en su casa.
– Tiene un trabajo -agregó Bess- y amigos. Es hora de que se independice.
– ¿Estás segura?
– Sí.
– Ya sé que los padres debemos tratar igual a todos los hijos, pero no siempre es posible. Algunos nos necesitan más que otros, y creo que Randy precisa de nuestra ayuda más que Lisa.
– Tal vez tengas razón. De todos modos ha llegado el momento de que viva solo.
Sellaron su decisión con un beso y permanecieron apoyados contra el coche bajo la luz del atardecer, que se colaba en el garaje.
Al cabo de unos minutos Michael anunció:
– Esta vez me quedaré contigo hasta que Randy llegue y le comunicaremos la noticia juntos.
– De acuerdo.
Bess sonrió, le rodeó la cintura con un brazo y se encaminaron hacia la casa. Al entrar oyeron que sonaba el teléfono. Bess descogó el auricular.
– ¿Señora Curran?
– Sí.
– Le habla Danny Scarfelli, un compañero de Randy. Escuche, no quiero asustarla, pero ha ocurrido algo, y creo que es grave. Ahora lo están llevando al hospital en una ambulancia.
– ¿Ha sufrido un accidente de coche?
Bess miró a Michael con una expresión de pánico en el rostro.
– No. Estábamos tocando y de repente se desplomó. Randy dice que es algo del corazón. Es todo cuanto sé. Me pidió que la llamara.
– ¿A qué hospital lo llevan?
– Al de Stillwater.
Bess le dio las gracias y colgó.
– Se trata de Randy. Está en una ambulancia.
– ¡Vamos! -exclamó Michael con resolución al tiempo que la cogía de la mano.
Salieron corriendo y se dirigieron al automóvil de Michael.
– Yo conduzco.
Durante el trayecto hasta el hospital Lakeview estaban espantados y se preguntaban: ¿Por qué ahora? Nos ha costado tanto encarrilar nuestras vidas y nos merecemos un poco de felicidad. Michael se saltó todas las señales de stop y sobrepasó el límite de velocidad. Aferrado al volante, pensaba: Debería decirle algo a Bess, tocarle el hombro, acariciarle la mano. No obstante siguió conduciendo en silencio, invadido por la angustia.
¿Cómo podía sufrir del corazón un muchacho de diecinueve años?
Llegaron a la sala de emergencias del Lakeview al mismo tiempo que la ambulancia y vieron a Randy cuando los enfermeros empujaban la camilla por un pasillo corto hasta una sección separada por cortinas. Aparecieron varios médicos que hablaban de forma atropellada, preocupados por el paciente, que se debatía entre la vida y la muerte. No prestaron atención a Michael y Bess, que se paseaban con nerviosismo cogidos de la mano.
– ¿Presión sanguínea?
– Dieciocho sobre diez.
– ¿Respiración?
– Superficial.
– ¿Arritmias?
– El corazón late muy deprisa, de forma irregular.
Ya habían adherido tres parches al pecho de Randy y la banda de un esfigmómetro le rodeaba el brazo. Alguien dio instrucciones y conectaron los monitores. Empezaron a sonar bips intermitentes. Randy tenía los ojos muy abiertos cuando un doctor se inclinó hacia él.
– Randy, ¿me oyes? ¿Has tomado algo?
El médico levantó los párpados de Randy y le examinó los ojos.
– Sus padres están aquí -anunció una mujer con un uniforme azul.
El doctor salió al pasillo y se acercó a Bess y Michael.
– ¿Ustedes son sus padres?
– Sí -respondió Michael.
– ¿Tiene algún problema cardíaco congénito?
– No.
– ¿Diabetes?
– No.
– ¿Toma alguna medicación?
– No, que nosotros sepamos.
– ¿Cocaína?
– No lo creo. Fuma marihuana a veces.
– La presión sanguínea está bajando -indicó una enfermera.
Un aparato emitió una especie de pitido.
– ¡Emergencia! ¡Parada respiratoria! -exclamó el médico.
Bess se llevó una mano a la boca con horror mientras su hijo yacía en la camilla rodeado de doctores.
Llegó más personal: dos enfermeras, un técnico de laboratorio, un radiólogo, un anestesista, que insertó un par de sondas en la nariz de Randy.
– ¡Tenemos que defibrilar!
El médico presionó el pecho del paciente con las manos. Una enfermera activó una máquina y untó dos parches con gel.
– ¡Atrás! -ordenó el médico.
Todos se apartaron de la camilla cuando la enfermera aplicó los parches al costado izquierdo del pecho de Randy.
– ¡Ahora!
La enfermera pulsó dos botones a vez.
Randy gruñó, su cuerpo se arqueo, los brazos y las piernas se le pusieron rígidos.
– Bien. Ha reaccionado -observó alguien.
Con lágrimas en los ojos, Bess se preguntaba por qué utilizaban esos métodos, por qué aplicaban corriente eléctrica a su hijo. ¡Por favor, no!
En la sala reinaba un silencio absoluto. Todos miraban fijamente la pantalla verde del monitor y la línea plana.
¡Lo han matado! ¡Está muerto! ¡No hay latidos!
– Vamos, vamos… -urgió alguien-. Late, maldita sea…
La línea verde seguía plana.
Bess y Michael estaban conmocionados.
– ¿Qué pasa? ¿Qué pasa? -susurró Bess mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas. Nadie respondió.
La línea verde vibró una vez…, luego otra y formó una pequeñísima loma en ese mortal horizonte. De pronto brincó y comenzó a marcar trazos uniformes. Todos los presentes suspiraron.
– Muy bien, Randy.
– Las pulsaciones vuelven a ser normales; ochenta por minuto…
Bess miró a Michael, que la abrazó mientras Randy recobraba el conocimiento.
– Randy, ¿me oyes? -preguntó un médico inclinado hacia él.
El muchacho balbuceó algo.
– ¿Sabes dónde estamos, Randy?
El paciente abrió por fin los ojos, miró las caras que lo rodeaban y trató de incorporarse con evidente inquietud.
– ¡Déjenme salir…!
El personal médico consiguió inmovilizarlo.
– Vamos, tranquilo… Todavía no llega bastante oxígeno al cerebro y continúa aturdido. Randy, ¿tomaste algo? ¿Cocaína, tal vez?
Una enfermera informó que el cardiólogo estaba en camino.
– ¿Tomaste cocaína, Randy? -repitió el doctor.
Randy negó con la cabeza y trató de levantar un brazo, pero tuvo que bajarlo porque el manguito del esfigmómetro y la sonda del suero intravenoso le impedían moverlo.
– Randy, no somos policías. No pasará nada si nos cuentas qué ocurrió. Tenemos que saberlo para ayudarte. ¿Tomaste cocaína, Randy?
– Fue la primera vez, doctor. Lo juro -murmuró con la vista baja.
– ¿Cómo la tomaste?
El muchacho no respondió.
– ¿Te la inyectaste? -Como Randy no contestaba añadió-: ¿La esnifaste?
El joven asintió con la cabeza, y el médico le dio una palmada en el hombro.
– Bien, no tengas miedo y procura relajarte. -Volvió a levantarle los párpados, le examinó los ojos y alzó e índice-. Sigue mi dedo con la mirada -indicó-. No hay nistagmo vertical ni dilatación. ¿Alguna contracción muscular, Randy?
– No.
– Bien. Voy a explicarte qué te ha sucedido. La cocaína aceleró el ritmo de tu corazón hasta el punto de que no había tiempo suficiente entre un latido y otro para llenarlo con sangre debidamente oxigenada. En consecuencia, no te llegó suficiente oxígeno al cerebro y por eso te sentiste mareado y te desplomaste. Cuando llegaste al hospital, el corazón se te paró, pero logramos que volviera a funcionar. Dentro de unos minutos te examinará un cardiólogo y es muy probable que te prescriba una medicación para mantener un ritmo cardíaco regular.
En ese momento entró el cardiólogo, que se dirigió con pasos rápidos a la camilla.
– Randy, éste es el doctor Mortenson -presentó el médico, que a continuación se acercó a Bess y Michael.
– Soy el doctor Fenton. -Tras estrecharles la mano añadió-: Supongo que están muy preocupados. Salgamos al vestíbulo, donde podremos hablar en privado.
Una vez fuera de la sala de urgencias, el doctor Fenton observó a Bess.
– ¿Se encuentra bien, señora Curran?
– Sí… sí, estoy bien, gracias.
– No hay necesidad de adoptar una actitud heroica, señora Curran. Acaba de pasar por una prueba muy dura. Vengan, nos sentaremos aquí.
Les indicó una hilera de sillas situadas frente a un escritorio. Michael condujo a Bess hasta allí cogida de la cintura, y ella tomó asiento. Una vez que los tres se hubieron acomodado, el doctor Fenton les explicó lo sucedido.
– Sé que ustedes tienen muchas preguntas, pero permítanme hablar primero y tal vez aclarar sus dudas. Creo que han oído la conversación que he mantenido con Randy. El muchacho esnifó un poco de cocaína, una sustancia que puede ocasionar efectos. En su caso desagradables. Esta vez provocó una aceleración anormal del ritmo cardíaco, lo que en términos médicos denominamos taquicardia ventricular. Cuando llegó la ambulancia, Randy yacía inconsciente porque su cerebro no recibía suficiente oxígeno. Cuando eso sucede, es preciso provocar una parada total para que el corazón recupere su ritmo normal. Por eso le golpeé el pecho y fue necesario realizar una defibrilación.
»Sin duda han notado que Randy se puso un poco agresivo cuando recobró el conocimiento; es normal, y ahora ya está más tranquilo. Tengo que advertirles, sin embargo, que el episodio puede repetirse en las próximas horas, ya sea por el efecto de la droga o por la debilidad del corazón. Presumo que el doctor Mortenson le prescribirá alguna medicación para evitar que recaiga. El problema con la cocaína es que no podemos eliminarla del organismo; sólo podemos brindar un tratamiento de apoyo y esperar a que desaparezcan los efectos de la droga.
– Entiendo, pues -intervino Michael-, que su vida todavía corre peligro.
– Me temo que sí. Las próximas seis horas serán cruciales. No obstante, su juventud constituye una ventaja. Si se acelera de nuevo el ritmo cardíaco, probablemente podremos controlarlo mediante fármacos.
En ese momento apareció el cardiólogo.
– ¿Los señores Curran?
– Sí, señor.
Michael y Bess se pusieron en pie.
– Soy el doctor Mortenson. -Tenía el cabello cano y llevaba gafas sin montura. Les estrechó la mano con cordialidad y firmeza-. Deseo informarles de que el corazón de Randy late de manera uniforme, aunque un poco deprisa. Le hemos administrado un medicamento para regularizar el ritmo cardíaco. Si lograrnos mantenerlo estable durante unas veinticuatro horas, estará fuera de peligro. Le hemos realizado análisis de sangre para cercioramos de que no hay ningún órgano afectado. De momento permanecerá aquí, en la sala de emergencias, sometido a vigilancia. Dentro de una media hora lo trasladaremos a la unidad de cuidados intensivos. Ahora está bastante lúcido y ha preguntado si estaba su madre aquí.
– ¿Puedo verlo? -inquirió Bess.
– Por supuesto.
– Gracias, doctor -repuso con una sonrisa tré mula.
– ¿Tendrá mi hijo problemas legales, doctor? -preguntó Michael.
– No. Nunca informamos de estos casos a la policía pero, dado que Randy admitió haber tomado cocaína, se le someterá a un tratamiento preventivo y es más que probable que intervenga un asistente social.
– Oí a Randy afirmar que nunca antes había probado cocaína -explicó Michael-. ¿Es posible?
– Sí. ¿Recuerdan la muerte de Len Bias, el jugador de baloncesto? Muy triste. También en su caso era la primera vez. Él ignoraba que tenía una deficiencia cardíaca, que su corazón era demasiado débil para soportar los efectos de la cocaína. Ése es el problema con esta maldita droga; puede matar aunque sea la primera vez que entra en el cuerpo. Por eso tenemos que educar a estos chicos antes de que la prueben.
– Sí… Gracias, doctor.
El personal médico de la sala de emergencias observaba los monitores cuando Bess se acercó a la camilla, seguida de Michael. Una enfermera extraía sangre del brazo de Randy con una jeringa.
– Tienes buenas venas -dijo con buen humor mientras soltaba la goma que le apretaba el brazo.
Randy esbozó una sonrisa y cerró los ojos.
Bess lo observaba al tiempo que se esforzaba por reprimir el llanto. Cuando la enfermera terminó, se marchó empujando un carrito que contenía hileras de tubos de ensayo de vidrio que tintineaban como campanitas, Bess se aproximó a la camilla y se inclinó hacia su hijo, que estaba blanco como el papel, con los ojos hundidos, las fosas nasales tapadas por los tubos de oxígeno. Del pecho le colgaban unas sondas de plástico conectadas con los monitores. Bess recordó el miedo que los médicos inspiraban a Randy cuando tenía dos años y cómo lloraba y se pegaba a ella cada vez que debían examinarlo. Una vez más trató de contener el llanto.
– ¿Randy?
Él abrió los ojos y al instante se le llenaron de lá grimas.
– Mamá… -balbuceó entre sollozos.
Bess se inclinó, puso una mejilla contra la de él y le acarició la mano.
– ¡Randy, mi amor! ¡Gracias a Dios que la ambulancia llegó a tiempo!
Bess notó que el pecho de Randy se elevaba en un intento por reprimir los sollozos. Sus cabellos olían a tabaco, y sus mejillas, a loción de afeitar.
– Lo siento… -susurró Randy.
– Yo también lo siento. Debí haber estado más cerca de ti, hablado contigo, averiguado qué te preocupaba.
– No; no es culpa tuya, sino mía. Soy un estúpido.
Bess lo miró a los ojos, tan parecidos a los de su padre.
– No digas eso. Tu padre y yo te queremos mucho.
Bess le enjugó las sienes, pero las lágrimas seguían rodando.
– ¿Cómo puedes quererme? No hago más que crear problemas.
– Oh no…, no…
Le acarició el pelo al tiempo que esbozaba una sonrisa vacilante.
– Bueno, sí; algunas veces sí, pero los padres siempre quieren a sus hijos, incluso cuando se portan mal. Hay que aceptarlos como son y, cuando te dan un disgusto, comprendes lo mucho que los amas, porque después de cada conflicto todos salen más fuertes. Y así será de ahora en adelante. Ya lo verás.
Bess le secó los ojos con una punta de la sábana, lo besó en la frente y retrocedió un paso para que Michael se aproximara.
– Hola, Randy.
El muchachó clavó la vista en su padre con los ojos empañados por las lágrimas y respiró hondo para sofocar un sollozo.
– Papá…
Michael se inclinó para besarlo en la mejilla y Randy le rodeó con los brazos, sin importarle los tubos y sondas, para atraerlo hacia sí.
Permanecieron abrazados largo rato mientras se esforzaban por reprimir el llanto.
– Papá, lo siento tanto…
– Lo sé… lo sé… Yo también.
¡Ah, por fin llegaba la reconciliación! Al cabo de unos minutos Michael se apartó, se sentó en el borde de la camilla y comenzó a acariciarle el cabello.
– Ya ha acabado todo, Randy. Ahora tenemos que recuperar el tiempo perdido. Yo también te quiero, Randy, y me duele mucho haberte lastimado.
No te mueras, añadió para sí. ¡Por favor, no te mueras ahora que por fin te he recuperado!
– No puedo creer que estés aquí después de lo mal que te he tratado.
– El problema es que no supimos cómo olvidar nuestras heridas, de modo que nos distanciamos, pero a partir de ahora hablaremos siempre que lo necesitemos, ¿de acuerdo?
– Sí -balbuceó Randy, que sorbió por la nariz y trató de pasarse la mano por los ojos.
– Déjame ayudarte. Bess, ¿hay pañuelos de papel?
Ella encontró una caja, tendió un puñado a Michael y observó cómo atendía a su hijo, igual que cuando Randy era pequeño y le limpiaba la cara o le sonaba la nariz. Al verlos juntos las lágrimas asomaron a sus ojos.
Michael volvió a sentarse.
– Ahora escucha, Randy. Tu madre tiene algo que decirte.
Se puso en pie, se situó detrás de Bess y le puso las manos en los hombros.
– Tu padre y yo vamos a casarnos -anunció ella con voz serena.
Randy permaneció en silencio mientras observaba a sus padres.
– ¿Qué opinas? -preguntó Michael al cabo de unos segundos.
– ¡Menudo sinvergüenza eres! -murmuró Randy.
– Sabía que dirías eso. Tu madre y yo hemos madurado en los últimos seis años.
– Es más, nos hemos enamorado otra vez -reconoció Bess.
Una enfermera los interrumpió.
– Dentro de unos minutos trasladaremos a Randy a la unidad de cuidados intensivos. Sería conveniente dejarlo descansar un rato.
– Sí, por supuesto.
Bess se inclinó para besar a su hijo.
– Estaremos fuera, cariño. Seguiremos hablando cuando salgas de aquí. Te adoro.
– Ahora descansa. Te quiero -dijo Michael tras dar un beso a Randy.
Se dirigieron a la sala de espera, dispuestos a afrontar la larga vigilia que les quitaría o les devolvería a su hijo.