Capítulo 1

El edificio de apartamentos se parecía a muchos otros de las afueras de St. Paul y Minneapolis; un bloque de ladrillo de tres pisos, con escaleras a cada extremo e hileras de destartaladas puertas alineadas en pasillos mal ventilados, sin ventanas. Los inquilinos eran gente joven que decoraba sus casas con muebles de segunda mano y cortinas de ocasión. Los niños jugaban en los corredores con sus triciclos y se los oía en todas las viviendas cuando lloraban. A las seis en punto de un atardecer frío de enero, el olor a comida se colaba por debajo de las puertas, junto con el murmullo de los televisores que sintonizaban las noticias.

Una mujer alta caminaba por el pasillo. Parecía fuera de lugar debido a su elegante atuendo; un clásico abrigo blanco de invierno que tenía el corte inconfundible de un buen modisto y complementos -guantes de piel, bolso, zapatos y pañuelo- de un rojo intenso. Toda su ropa era cara, desde el echarpe de seda de cincuenta dólares que llevaba sobre sus cabellos hasta los zapatos de piel y tacones de cinco centímetros. Su andar rápido tenía un aire sofisticado.

Bess Curran se quitó el chal de la cabeza y llamó a la puerta señalada con el número 206.

Lisa la abrió.

– ¡Hola, mamá! -exclamó-. Ven, entra. ¡Sabía que llegarías a tiempo! Está todo listo, pero me falta la crema de leche para el lomo Strogonoff, de modo que tengo que ir al colmado. ¿No te importa echar un vistazo a la carne?

Sacó de un armario una cazadora tejana y se la puso.

– ¿Para nosotras dos? ¿Qué celebramos?

Mientras extraía las llaves del bolso, Lisa se dirigió hacia la puerta. La entornó y se detuvo para dar una última indicación.

– Remuévela de vez en cuando, ¿de acuerdo? ¡Ah! Enciende las velas y pon una casete, por favor. Ahí está la de los Eagles, esa que tanto te gusta.

Cuando Lisa se hubo marchado, Bess quedó perpleja. ¿Lomo Strogonoff? ¿Velas? ¿Música? ¿Lisa con vestido y zapatos elegantes? Se desabrochó el abrigo y se dirigió al comedor, donde vio la mesa preparada para cuatro. La examinó con curiosidad: manteles individuales y servilletas azules en servilleteros blancos; los platos de la primera vajilla de Michael y ella, que había dado a Lisa cuando se fue de casa; cuatro de las copas que también le había regalado, y dos velas azules en candeleros que nunca había visto, al parecer comprados para la ocasión con el limitado presupuesto de Lisa.

Fue a la cocina y abrió el horno para revolver el lomo, que olía tan bien que no pudo evitar probarlo. ¡Delicioso! Bess estaba hambrienta, pues ese día había tenido que realizar tres visitas a domicilio y pasar dos horas en el negocio, de modo que sólo le había quedado tiempo para comer a toda prisa una hamburguesa. Se prometió, como hacía siempre en enero, que limitaría las visitas a sus clientes a dos por día.

Se acercó al armario de la entrada para colgar su abrigo y ordenó una pila de zapatos para poder cerrar la puerta de dos hojas. Encontró fósforos y encendió las velas de la mesa de comedor y otras dos que había sobre la auxiliar en unos candeleros esféricos de cristal. Al lado, una fuente de su vieja vajilla contenía una bola de queso.

La cerilla le quemaba los dedos.

Titubeó y la apagó mientras miraba la bola de queso. ¿Qué diablos significaba todo eso? Echó una mirada en derredor y observó que, para variar, el lugar estaba limpio. Las viejas mesas de bronce y vidrio no tenían ni una mota de polvo, y los almohadones del sofá familiar que Lisa había heredado estaban bien sacudidos. Las casetes estaban apiladas en orden, y los libros, bien ordenados en los estantes. El piano negro azabache que el padre de Lisa le había regalado cuando terminó los estudios secundarios, aparecía bien lustrado. Encima había una foto del novio actual de Lisa junto con una planta y cinco novelas de Stephen King entre un par de sujetalibros de bronce, que la abuela Stella había regalado a Lisa en Navidad.

El piano era el único objeto valioso en la habitación. Cuando Michael se lo compró a Lisa, Bess lo acusó de indulgencia. Carecía de sentido que una chica sin una carrera universitaria, un automóvil decente o muebles poseyera un piano de cinco mil dólares. Además, ¿cuántas veces sería preciso trasladarlo hasta que ella se estableciera de manera permanente?

– Siempre lo conservaré, mamá -había afirmado Lisa-, y creo que me lo merezco por haber aprobado todos los exámenes.

– ¿Quién pagará a los transportistas cada vez que te mudes? -inquirió Bess.

– Yo.

– ¿Con un sueldo de mecanógrafa?

– También trabajo de camarera.

– Deberías ir a la universidad, Lisa.

– Papá dice que siempre hay tiempo para eso.

– Tal vez tu padre esté equivocado. Si no continúas tus estudios ahora, lo más probable es que no lo hagas nunca.

– Tú lo hiciste.

– Sí, lo hice, pero fue muy duro y me costó muchísimo. Tu padre debería ser más sensato.

– Mamá, me gustaría que dejarais de pelearos y aparentarais llevaros bien, por el bien de vuestros hijos.

– Bueno, es un regalo estúpido -había replicado Bess-. Cinco mil dólares por un piano, que podrían financiar todo un año de universidad.

Cada vez que Bess se presentaba en el apartamento de Lisa sin avisar, el piano tenía una capa de polvo y parecía que su hija lo usaba como simple depósito de libros, bufandas y cintas para el pelo. Esta noche, sin embargo, estaba muy limpio, y sobre el atril descansaba la partitura de la canción favorita de Michael, The homecoming. Años atrás, cada vez que Lisa se sentaba para tocar, Michael decía: «Interpreta esa que me gusta», y ella lo complacía con el hermoso tema de la vieja película de televisión.

Bess apartó el recuerdo de esos tiempos felices y puso la casete de Eagles Greatest Hits. Mientras sonaba la música, fue al baño y notó que también estaba muy pulcro. Al lavarse las manos observó que todo relucía.

Tras colgar la toalla se miró en el espejo. Se atusó la melena rubia, que se veía desgreñada. Observó que ofrecía un aspecto desaliñado, pues en todo el día no había tenido tiempo de retocarse el maquillaje. Tenía la frente brillante, el lápiz de labios había desaparecido, al igual que la sombra y el rímel, por lo que sus ojos castaños aparecían apagados. Había arrugas en la falda de lana blanca y una pequeña mancha de grasa resaltaba en la blusa color frambuesa. Frunció el entrecejo, mojó la punta de la toalla, frotó la mancha y sólo consiguió extenderla. Maldijo entre dientes. Sacó un peine del cajón del tocador y, cuando se disponía a pasárselo por el cabello, alguien llamó a la puerta del apartamento.

Asomó la cabeza al pasillo y exclamó:

– Lisa, ¿eres tú?

Volvieron a golpear con los nudillos, esta vez más fuerte. Sin apagar la luz, salió del baño.

– Lisa, ¿has olvidado las…?

Al abrir la puerta enmudeció de pronto. En el pasillo aguardaba un hombre alto, acicalado, de cabellos negros y ojos castaños. Llevaba un abrigo de lana gris y una bolsa de papel marrón con dos botellas de vino.

– Michael… eres tú. -Bess apretó los labios y se puso rígida.

Él la miró de hito en hito y arqueó las cejas con de sagrado.

– Bess, ¿qué haces aquí?

– Me han invitado a cenar. ¿Qué haces tú aquí?

– También me han invitado.

Siguieron frente a frente mientras ella reprimía el deseo de cerrarle la puerta en las narices.

– Lisa me llamó anoche para decirme: «Papá, mañana ven a cenar a las seis y media.»

A Bess también le había telefoneado la noche anterior. «Te invito a cenar, mamá. Ven a las seis.» Bess soltó el picaporte y dio media vuelta.

– Muy lista, Lisa -masculló con irritación.

Michael entró y cerró la puerta. Dejó las botellas en la alacena de la cocina y se quitó el abrigo mientras Bess se dirigía de nuevo al baño para alejarse de él. Bajo la luz del tocador, se peinó para echar hacia atrás cuatro mechones rebeldes y utilizó un pintalabios de un llamativo rojo escarlata, el único que encontró, ya que había dejado el suyo en el otro extremo del apartamento. Miró con disgusto los resultados y la mancha oscura en la blusa. ¡Qué mala pata que Michael la sorprendiera cuando tenía ese aspecto! Observó en el espejo que sus ojos destilaban furia y se maldijo por preocuparse de lo que él pensara. Después de lo que ese imbécil me hizo, no tengo por qué complacerle.

Cerró de un golpe el cajón del tocador y con los dedos se desordenó el flequillo para que se viera natural.

– ¿Qué haces ahí? ¿Escondiéndote? -preguntó él con irritación.

¡Llevaban seis años divorciados y Bess todavía tenía ganas de abofetearlo!

– Pongamos las cosas claras -exclamó ella desde el pasillo-. ¡Yo no sabía nada de esto!

– ¡Ni yo! ¿Dónde está Lisa? -preguntó Michael. Bess apagó la luz del baño y caminó hacia el comedor con la cabeza erguida.

– Ha ido al colmado para comprar crema de leche. ¡Me encantará echársela por la cabeza en cuanto vuelva!

Michael observaba la mesa, con las manos en los bolsillos del pantalón. Vestía un traje gris, camisa blanca y corbata azul.

– ¿Qué significa todo esto? -inquirió.

– Sé lo mismo que tú.

– ¿Viene Randy?

Randy era el hijo de ambos, de diecinueve años.

– Creo que no.

– ¿No sabes para quién es el cuarto cubierto?

– No.

– ¿Por qué nos ha invitado?

– Es evidente que quería que mamá y papá se encontraran. Nuestra hija tiene un sentido del humor un tanto extraño.

Bess abrió la nevera en busca de vino y vio que dentro había cuatro ensaladas diferentes, dispuestas con buen gusto en las fuentes, una botella de agua de Perrier y un envase de cartón rojo y blanco ¡con medio litro de crema de leche!

Lo levantó y lo sostuvo en la mano.

– ¡Bueno, bueno, si esto no es crema de leche…! Y cuatro ensaladas muy apetitosas.

Él se acercó para echar un vistazo.

– ¿Qué buscas? ¿Algo para beber?

La fragancia de su loción de afeitar, antaño tan familiar, le revolvió el estómago. Cerró de un golpe la puerta del frigorífico.

– Necesito tomar algo.

– He traído un par de botellas de vino.

– Bien, ábrelas, Michael. Al parecer nos aguarda una larga velada.

Cogió dos copas de la mesa mientras él descorchaba una botella.

– ¿Dónde está Darla?

Bess sostuvo las copas en alto mientras Michael escanciaba el vino rosado.

– Darla y yo ya no estamos juntos. Ha presentado la demanda de divorcio.

Bess quedó aturdida. La cabeza le daba vueltas mientras él servía la segunda copa.

Después de dieciséis años de convivencia con ese hombre, no pudo evitar sentir un insensato chispazo de júbilo ante la noticia de que estaba libre otra vez. O de que había vuelto a fracasar.

Michael dejó la botella en la mesa, cogió una copa y miró a Bess a los ojos. Fue un momento extraño, en el que los dos evocaron el pasado que habían compartido, lo espléndido y lo sórdido, los buenos momentos y los disgustos que los habían llevado hasta el punto en que se encontraban ahora.

– Bueno, dilo de una vez -añadió Michael.

– Bien, os está bien empleado.

Michael esbozó una sonrisa amarga y meneó la cabeza.

– Sabía que estabas pensando eso. Eres una mujer implacable, Bess.

– Y tú eres un ser despreciable. ¿Qué has hecho esta vez? ¿También la has engañado con otra?

– No pienso entrar en este juego, Bess, porque no estoy dispuesto a repetir las recriminaciones de siempre.

– A mí tampoco me apetece -repuso ella-, de modo que hasta que regrese nuestra hija fingiremos ser dos desconocidos bien educados que se han encontrado aquí por casualidad.

Se dirigieron al comedor y cada uno se sentó en un extremo del sofá cama. Los Eagles cantaban Take it easy, que habían escuchado mil veces juntos. Las velas ardían sobre la mesa, la que habían elegido para su propio comedor. El sofá era el mismo sobre el que en ocasiones habían hecho el amor e intercambiado caricias cuando los dos eran jóvenes y lo bastante estúpidos para creer que el matrimonio dura para siempre. Ahora estaban sentados en él como un par de ancianos en la iglesia, cada uno en un rincón, resentidos el uno con el otro y por la intrusión de los recuerdos.

– Al parecer diste todo el mobiliario del comedor a Lisa después de que me marchara -comentó Michael.

– Así es. Hasta los cuadros y las lámparas. No quise conservar ningún mal recuerdo.

– ¡Por supuesto! Tenías tu nuevo negocio, de modo que no hubo ningún problema para comprar piezas nuevas.

– En efecto -convino ella con presunción-. Por supuesto consigo todo a precio de fábrica.

– ¿Cómo va la tienda?

– ¡No tengo descanso! Ya sabes qué ocurre después de Navidad. Al quitar los adornos navideños todo el mundo quiere cambiar el papel pintado y la decoración para ahuyentar la melancolía del invierno. Si pudiera multiplicarme por tres, lograría hacer una media docena de consultas a domicilio por día.

Él la miró de reojo. Era evidente que Bess se sentía feliz por la manera en que había encarrilado su vida. Era una diseñadora de interiores acreditada, tenía su propio negocio y una casa redecorada.

Los Eagles empezaron a cantar Witchy woman.

– ¿Cómo te va a ti? -inquirió Bess.

– Me estoy haciendo rico.

– No esperes que te felicite. Siempre dije que lo serías.

– De ti, Bess, ya no espero nada.

Ella se llevó una mano al pecho con afectación.

– ¡Oh, esto sí es gracioso! ¡Tú no esperas nada de mí! -A continuación adoptó un tono acusador para preguntar-: ¿Cuándo fue la última vez que viste a Randy?

– A Randy le da igual verme.

– No te he preguntado eso. ¿Cuándo fue la última vez que hiciste un esfuerzo por verlo? Es tu hijo, Michael.

– Si Randy quiere verme, me llamará.

– Randy no te llamaría ni aunque regalaras entradas para un concierto de los Rolling Stones, lo sabes muy bien, pero eso no es excusa para que no le hagas caso. Te necesita, aunque no sea consciente de ello, de modo que deberías intentar hablar con él.

– ¿Todavía trabaja en el almacén?

– Cuando tiene ganas.

– ¿Sigue fumando marihuana?

– Creo que sí, pero se cuida de no hacerlo en casa. Le he advertido que si alguna vez vuelvo a olerla, lo echo a la calle.

– Tal vez deberías hacerlo. Así quizá se enderezaría.

– O tal vez no. Es mi hijo, lo quiero e intento hacerle entrar en razón; si lo abandono, ¿qué esperanzas tendrá? Lo cierto es que nunca ha tenido a su padre a su lado.

Michael extendió los brazos sin soltar la copa.

– ¿Qué quieres que haga, Bess? Le he ofrecido dinero para que se matricule en la universidad o, si lo prefiere, en la escuela de comercio, pero no quiere estudiar. ¿Qué esperas que haga? ¿Qué le pida que venga a vivir conmigo? ¿Un cabeza hueca que va a trabajar cuando le viene en gana?

– Espero que lo llames, lo invites a cenar, lo lleves de caza, tengas una buena relación con él, le hagas ver que todavía tiene un padre que lo ama y se preocupa por él. Sin embargo te es más cómodo desentenderte y dejar que me ocupe yo de él, ¿verdad, Michael? Como cuando eran chicos y tú te escapabas con las escopetas, las cañas de pescar y tu…, ¡tu amante! Bien, ya no sé cómo ayudarle. Nuestro hijo es un desastre, Michael, y temo por su futuro, pero no puedo encarrilarlo sola.

Se miraron fijamente a los ojos, conscientes de que su divorcio había sido un golpe del que Randy aún no se había recuperado. Hasta los trece años había sido un chico feliz, un buen estudiante, siempre dispuesto a ayudar en la casa, un adolescente alegre que invitaba a sus amigos a comer y a ver partidos de fútbol. Cuando le anunciaron que iban a divorciarse, cambió de pronto; se volvió huraño, poco comunicativo y cada vez más irresponsable, tanto en la escuela como en el hogar. Dejó de llevar a sus compañeros a casa y con el tiempo hizo nuevos amigos que llevaban peinados extraños, cazadoras del ejército y un pendiente. Se quedaba en la cama escuchando música rap con los auriculares y regresaba a casa a las dos de la madrugada con las pupilas dilatadas. Le ofendían los consejos que le daban los profesores, se fugaba cuando Bess le reprendía y finalizó los estudios en la escuela secundaria con la media más baja permitida.

No, sin duda el matrimonio no había sido el único fracaso de sus vidas.

– Para tu información, te diré que le he telefoneado -explicó Michael-. Me llamó hijo de puta y colgó. -Se inclinó y, con los codos apoyados sobre las rodillas, trazó círculos en el aire con la copa que sostenía en la mano-. Ya sé que se ha echado a perder, Bess, y que nosotros somos los culpables.

Miró a Bess por encima del hombro. En el estéreo sonaba Lyin’ eyes.

– Nosotros no, Michael; tú. Randy no ha superado que abandonaras a tu familia por una mujer.

– ¡Eso es! Echame a mí la culpa de todo, como solías hacer. ¿Qué hay de ti, que descuidaste a tu familia para estudiar en la universidad?

– Todavía me envidias por eso, ¿verdad, Michael? Te cuesta asimilar que me he convertido en una diseñadora de interiores y he triunfado en mi profesión.

Michael dejó la copa de pronto, se puso en pie y la señaló con el índice desde el otro extremo de la mesa auxiliar.

– Obtuviste la custodia de los chicos porque así lo deseabas, pero ¿qué pasó después? Estabas tan ocupada que nunca te quedabas en casa para atenderlos.

– ¿Cómo lo sabes? ¡Nunca te has acercado a ellos!

– ¡Porque no me habrías permitido entrar en esa maldita casa! -exclamó Michael-. ¡Mi casa! ¡La casa que pagué, amueblé, pinté y quise tanto como tú! No me reproches que no los visitara, cuando eras tú la que se negaba a hablar conmigo y con ello diste a nuestro hijo un ejemplo que se apresuró a imitar. Yo estaba dispuesto a llegar a un entendimiento por el bien de los chicos, pero no; tú querías darme una lección. Deseabas hacerte cargo de los niños, lavarles el cerebro y convencerles de que yo era el único responsable del fracaso de nuestro matrimonio. No se te ocurra negarlo, porque hablé con Lisa y me contó algunas de las barbaridades que le dijiste.

– ¿Cómo cuáles?

– Por ejemplo, que nos divorciamos porque yo tenía una aventura con Darla.

– ¿No fue así?

Michael levantó las manos y alzó la vista al techo.

– ¡Dios, Bess, quítate la venda de los ojos! Nuestra relación no funcionaba antes de que yo conociera a Darla, y tú lo sabes.

– Si nuestro matrimonio comenzó a ir mal fue porque…

Se abrió la puerta del apartamento. Bess se interrumpió y lanzó a Michael una mirada fugaz. Ella tenía las mejillas encendidas de cólera; él, los labios apretados en una mueca severa. Bess se levantó y adoptó una actitud cordial mientras su ex esposo se abrochaba el botón de la americana y volvía a tomar la copa de la mesa. Segundos después Lisa entró en el salón seguida del joven que aparecía en la foto que había sobre el piano.

Si Picasso hubiera pintado la escena, podría haberla titulado Naturaleza muerta con cuatro adultos y cólera. Las palabras de la disputa aún resonaban en el aire.

– Hola, mamá; hola, papá -saludó Lisa.

Abrazó primero a su padre, quien la besó en la mejilla. Era casi tan alta como él, tenía el cabello oscuro, un rostro bonito y unos hermosos ojos castaños. Después estrechó a Bess.

– No te abracé cuando llegaste, mamá. Me alegro de que hayas podido venir. -Se separó de su madre y agregó-: ¿Os acordáis de Mark Padgett?

– Señor y señora Curran -los saludó Mark antes de estrecharles la mano.

Tenía el rostro lustroso, y los cabellos castaños y ondulados. Poseía la fuerza de un culturista, y ambos lo notaron cuando les apretó la mano.

– Mark cenará con nosotros. Espero que hayas dado la vuelta al lomo, mamá.

Lisa se encaminó deprisa hacia la cocina, se acercó al fregadero, abrió el grifo del agua caliente y empezó a llenar una cacerola. Bess entró tras de ella y la obligó a dar media vuelta.

– ¿Qué crees que estás haciendo? -masculló. El sonido del agua corriente y de la canción Desperado casi tapó su voz.

– Voy a hervir fideos para acompañar la carne.

Lisa colocó la olla en el fogón y lo encendió.

– No te hagas la tonta conmigo, Lisa. Estoy tan furiosa que sería capaz de arrojar el lomo al cubo de la basura y a ti detrás de él. ¡En la nevera… -añadió mientras señalaba el electrodoméstico con el dedo- hay un bote entero de crema de leche! ¡Has organizado todo esto para reunirnos!

Lisa empujó el brazo de su madre como si pasara por un torniquete y abrió la puerta del frigorífico. Sacó el envase de crema y dobló la pestaña para abrirlo.

– Así es. ¿Cómo ha ido? -preguntó con buen humor.

– ¡Lisa Curran, me entran ganas de echarte el bote entero sobre la cabeza!

– No me importa, mamá. Alguien tiene que hacerte entrar en razón.

– Tu padre y yo no tenemos veinte años, de modo que no necesitamos que nos conciertes una cita.

Lisa dejó el cartón de crema y se volvió hacia su madre.

– ¡No es verdad! -murmuró furiosa-. Tú tienes cuarenta años, pero actúas como una criatura. Durante seis años te has negado a estar en la misma habitación que papá, a tratarlo de manera civilizada, aunque fuera por el bien de tus hijos. He decidido poner fin a eso, aunque tenga que humillarte. Esta es una noche importante para mí, y sólo te pido que te comportes como una adulta.

Bess se ruborizó y miró fijamente a Lisa, que sacó de la alacena un paquete de fideos y se lo tendió.

– ¿Te importaría agregarlos al agua mientras yo acabo de preparar el lomo? Después regresaremos al comedor para reunirnos con los hombres y nos comportaremos como personas educadas.

Cuando entraron en el comedor, advirtieron que los dos hombres, sentados en el sofá, habían hecho lo posible para aligerar la tensión. Lisa cogió de la mesita auxiliar la fuente con el queso.

– Papá, Mark, ¿os apetece un poco?

Bess colocó una silla al fondo de la habitación, donde la alfombra se juntaba con el suelo de vinilo de la cocina, y se sentó. Estaba indignada y avergonzada por la reprimenda que le había echado su hija. Mark y Michael untaron de queso una galletita y la comieron. Lisa acercó la fuente a su madre.

– ¿Mamá? -ofreció con voz dulce.

– No, gracias -contestó Bess con acritud.

– Veo que vosotros ya os habéis preparado una copa -comentó Lisa a sus padres con tono afable-. ¿Quieres tomar algo, Mark?

– No, esperaré.

– Mamá, ¿te sirvo otra copa?

Bess se limitó a negar con la cabeza.

Lisa se sentó en el único lugar libre, entre los dos hombres. Cruzó las piernas, se dio una palmada en las rodillas y balanceó los pies mientras desplazaba la mirada de Michael a Bess.

– Bueno, no os veía desde Navidad. ¿Hay alguna novedad? -preguntó con desenfado.

De alguna manera se las ingeniaron para capear los siguientes quince minutos. Bess, que trataba de perder los cinco kilos que le sobraban, rechazó el aperitivo, pero se condujo con corrección, como le había pedido su hija, mientras intentaba esquivar la mirada de Michael. Una vez él la obligó a sostenérsela mientras hundía los dientes, parejos y blancos, en una galletita. «Al menos deberías tratar de hacer un esfuerzo por Lisa», parecía exhortarla. Ella desvió la vista al tiempo que pensaba que ojalá mordiera una roca y se rompiera sus perfectos incisivos.

Se sentaron para cenar a las siete y cuarto, tal como Lisa indicó; su madre y su padre el uno frente al otro, de manera que no podían evitar mirarse por encima de la mesa iluminada por las velas y su antigua vajilla de porcelana azul y blanca.

Al retirar los cuatro platos de ensalada, Lisa se dirigió a Mark.

– Por favor, abre la botella de Perrier mientras yo traigo la comida caliente. Mamá, papá, ¿preferís Perrier o vino?

– Vino -contestaron los dos al mismo tiempo.

La pareja mayor permaneció sentada, mientras la más joven disponía las botellas de agua y vino, rodajas de limón, la panera, los fideos, el lomo y las verduras cocidas. Cuando todo estuvo en su lugar, Lisa tomó asiento y Mark sirvió las bebidas.

Cuando éste se hubo sentado, Lisa exclamó:

– ¡Feliz Año Nuevo a todos! Brindemos porque la próxima década sea más feliz.

Las copas entrechocaron en todas las combinaciones, con excepción de una. Después de una llamativa pausa, Michael y Bess hicieron sonar un último chin con el borde de sus antiguas copas de cristal, regalo de boda de algún amigo o familiar. Él inclinó la cabeza en silencio mientras ella se maldecía por haberse alborotado el pelo en un arranque de ira una hora antes y haberse manchado la blusa al mediodía, así como por no haberse detenido unos minutos en su casa para retocarse el maquillaje. Bess todavía lo odiaba, pero ese odio nacía del orgullo, que estaba herido en ese momento.

Michael la había abandonado por una mujer diez años más joven y con cinco kilos menos de peso, que sin duda nunca se presentaría en sociedad con el cabello revuelto y rastros de comida en su atuendo.

Lisa empezó a pasar las fuentes para que se sirvieran, y el salón se llenó con el sonido de las cucharas al golpear el cristal.

– Hum… Lomo Strogonoff… -comentó Michael complacido mientras se llenaba el plato.

– Receta de mamá… -recordó Lisa-. También he preparado tu budín favorito de maíz. Mamá me enseñó a cocinarlo. Ten cuidado, está muy caliente.

Michael puso la fuente al lado de su plato y se sirvió una ración generosa.

– Supuse que, como vives solo otra vez, apreciarías una buena comida casera. Mamá, pásame la pimienta, por favor.

Mientras lo hacía, Bess se encontró con la mirada de Michael. Ambos se sentían muy incómodos con las maquinaciones tan evidentes de Lisa. Era la primera vez que estaban de acuerdo en algo desde que había empezado esa desafortunada reunión.

Michael probó la comida.

– Te has convertido en una cocinera excelente, Lisa -comentó.

– Desde luego que sí -intervino Mark-. Les sorprendería saber cuántas chicas no saben ni siquiera freír un huevo. Cuando descubrí lo bien que se le da cocinar, le dije a mi madre: «Creo que he encontrado a la mujer de mis sueños.»

Todos rieron, excepto Bess, que quedó desconcertada y tomó un trago de vino rosado. Recordó que, cuando volvió a la universidad, Michael le había criticado que descuidara las tareas domésticas, entre ellas la cocina. Bess había argumentado: «¿Y tú? ¿Por qué no puedes colaborar en las labores de la casa?» Sin embargo Michael se había obstinado en no querer aprender. Fue una de las numerosas pequeñas cuñas que, de manera insidiosa, abrieron un abismo entre ellos.

– ¿Y tú, Mark? -preguntó Bess-. ¿Sabes cocinar?

– Por supuesto -contestó Lisa-. Su especialidad es la sopa de carne. Toma un trozo de lomo, lo corta en cuadraditos, los dora en aceite y les agrega rodajas de patatas, zanahoria y… ¿qué más añades, cariño?

Bess lanzó una mirada a su hija. ¿Cariño?

– Ajo y cebada perlada para espesarlo.

Bess se volvió hacia Mark.

– ¿Sopa de carne? -repitió.

– Sí -respondió Mark-. Es la favorita de mi familia.

Bess observó al joven. Tenía el cuello tan grueso que seguro que no le cerraba el botón de la camisa. Vaya, de modo que espesaba la sopa de carne con cebada perlada.

Lisa sonrió con orgullo mientras miraba a Mark.

– También sabe planchar.

– ¿Planchar? -repitió Bess.

– Mi madre me enseñó cuando terminé la escuela secundaria. Ella trabaja y me dijo que no tenía ninguna intención de ocuparse de mi ropa hasta que tuviera veintiún años. Me gustan las rayas en las mangas y los tejanos, de manera que… -Mark levantó las manos, con el tenedor en una y un panecillo en la otra, y las dejó caer-. En fin, voy a convertir a cierta mujer en un ama de casa bastante buena.

Él y Lisa intercambiaron una sonrisa de felicidad. Bess advirtió que Michael también sonreía antes de mirarla con expresión interrogante.

– Más vale que lo digamos de una vez, Mark -propuso Lisa.

Ambos se dedicaron otra sonrisa antes de que Lisa se secara la boca, dejara la servilleta sobre su regazo y levantara su copa de Perrier.

Entonces clavó la vista en el hombre sentado frente a ella.

– Mamá, papá, os hemos invitado esta noche para anunciaros que Mark y yo vamos a casarnos.

Con un movimiento simultáneo casi cómico, Bess y Michael dejaron el tenedor sobre la mesa. Observaron boquiabiertos a su hija y luego se miraron el uno al otro.

Mark había dejado de comer.

La música había dejado de sonar.

A través de la pared se oía el murmullo del televisor del apartamento vecino.

– Bueno, decid algo… -los instó Lisa.

Michael y Bess habían perdido el habla. Michael se aclaró la garganta y se secó la boca con la servilleta.

– Bueno… vaya… -consiguió articular.

– Papá, ¿eso es todo? -preguntó Lisa con enojo.

Michael forzó una sonrisa.

– Me ha pillado por sorpresa, Lisa.

– ¿Ni siquiera vas a felicitarnos?

– Bien… claro… Por supuesto, enhorabuena a los dos.

– ¿Mamá? -Lisa miró a Bess de hito en hito.

Bess salió de su estupor.

– ¿Casarte? -repitió con incredulidad-. Pero Lisa…

Apenas conocemos a este muchacho, pensó. Tú no hace ni un año que lo conoces. No sospechábamos que te lo hubieras tornado tan en serio.

– Sonríe, mamá, y repite conmigo: ¡Felicidades, Lisa y Mark!

– Oh, querida…

La mirada atónita de Bess se desplazaba de su ex esposo a su hija.

– Bess, por favor… -susurró Michael.

– Oh, lo siento… Por supuesto, felicidades, Lisa… y Mark… ¿Cuándo lo habéis decidido?

– Este fin de semana. Lo cierto es que nos llevamos muy bien y estamos cansados de vivir separados, de modo que optamos por asumir el compromiso.

– ¿Cuándo será el gran acontecimiento? -inquirió Michael.

– Pronto -respondió Lisa-. Muy pronto. Dentro de seis semanas.

– ¡Seis semanas! -exclamó Bess.

– Sé que es muy precipitado, pero ya lo hemos planeado todo.

– ¿Qué clase de boda puedes planear en seis semanas? Ni siquiera conseguirás encontrar una iglesia.

– Sí, si nos casamos un viernes por la noche.

– Un viernes por la noche… ¡Oh, Lisa!

– Escuchadme, por favor. Mark y yo nos amamos y deseamos casarnos, pero queremos hacerlo de la manera correcta. Estamos de acuerdo en contraer matrimonio por la iglesia. Podemos casarnos en St. Mary el 2 de marzo y celebrar el convite en el club Riverwood, que está disponible en esa fecha. La tía de Mark tiene una empresa de servicio de comida, de modo que se encargará del banquete. Un compañero de trabajo toca en una banda que nos hará un precio especial. Randy ha aceptado ser el padrino y ha prometido incluso cortarse el pelo. Las flores no son ningún problema. Compraremos la tarta de bodas en Wuollet’s, de Grand Avenue, y estoy casi segura de que no nos costará mucho contratar un fotógrafo… Nos hemos dado cuenta de que todo resulta más fácil si la boda se celebra un viernes por la noche. ¿Y bien?

Bess notaba que tenía la boca abierta, pero era incapaz de cerrarla.

– ¿Qué hay de tu vestido?

Lisa y Mark cruzaron una mirada, esta vez sin sonreír.

– Ahí es donde necesitaré tu cooperación. Quiero usar el tuyo, mamá.

Bess la miró pasmada.

– El mío… pero…

– Estoy casi segura de que me quedará bien.

– ¡Oh, Lisa!

La cara de Bess reflejaba consternación.

– Oh, Lisa… ¿qué? -exclamó la joven.

– Lo que tu madre trata de decir -intervino Michael- es que no está segura de que sea apropiado dadas las circunstancias. ¿No es así, Bess?

– ¿Porque estáis divorciados? -Lisa miró a sus padres-. Yo no lo considero impropio -añadió Lisa-. En otro tiempo estuvisteis casados, os amasteis y me tuvisteis a mí. Además, seguís siendo mis padres. ¿Por qué no debería ponerme su vestido?

– Dejo la decisión a tu madre.

Michael miró a Bess, que continuaba conmocionada por la noticia; tenía la mano izquierda -sin alianza- sobre los labios y una expresión afligida en el rostro.

– Mamá, por favor. Podemos salir adelante sin tu ayuda, pero preferiríamos contar con ella; con la de los dos. -Lisa desvió la vista hacia Michael-. Ahora que he empezado a detallar nuestros planes, será mejor que prosiga. Quiero entrar en la iglesia acompañada por vosotros dos. Deseo tener a mi lado a mis padres, sin esa animosidad que se han profesado en los seis últimos años. Me encantaría que me ayudaras a vestirme ese día, mamá, y después, en la recepción, quiero que bailes conmigo, papá. Anhelo que estemos todos juntos, sin tensiones, sin…, bueno, ya sabéis a qué me refiero. Es el único regalo de bodas que os pido.

Se produjo un incómodo silencio. Bess y Michael se sintieron incapaces de mirarse a los ojos.

– ¿Dónde vais a vivir? -preguntó Bess.

– El apartamento de Mark es más bonito que el mío, de manera que será nuestro hogar.

Habrá que trasladar el piano otra vez, pensó Bess, que reprimió las ganas de decirlo.

– Yo ni siquiera sé dónde vive -repuso.

– En Maplewood, cerca del hospital -explicó Mark.

Bess observó al muchacho. Parecía bastante agradable, pero era demasiado joven.

– Debo disculparme, Mark, me habéis pillado desprevenida. Lo cierto es que apenas te conozco. Creo que trabajas en una fábrica.

– Sí, llevo tres años en la misma compañía y gano bastante, de modo que Lisa y yo no tendremos problemas económicos.

– ¿Dónde conociste a Lisa?

– En una sala de billar. Nos presentaron unos amigos comunes.

En una sala de billar… un mecánico… un culturista con un cuello que parece el contrafuerte de un puente…

– ¿No es demasiado apresurado? -preguntó Bess-. Tú y Lisa os conocéis desde hace… ¿cuánto? Menos de un año. ¿No podríais esperar unos seis meses más y daros tiempo para conoceros mejor y planear la boda como es debido? Además, así tendrías la oportunidad de presentarnos a tu familia.

Mark miró a Lisa con las mejillas encendidas.

– Me temo que no, señora Curran -dijo con calma, sin ninguna muestra de irritación-. Verá, Lisa y yo vamos a tener un hijo.

Una nube invisible en forma de hongo pareció cernerse sobre la mesa.

Michael se tapó la boca con una mano y frunció el entrecejo. Bess tomó aliento, mantuvo la boca abierta y la cerró despacio mientras miraba primero a Mark, después a Lisa. Esta se mostraba serena.

– Lo cierto es que nos sentimos bastante felices por ello -agregó Mark-, y esperamos que ustedes también.

Bess hundió la frente en una mano y se llevó la otra al estómago. Su única hija estaba embarazada y planeaba un matrimonio precipitado, ¿y ella debía sentirse dichosa?

– ¿Estás segura? -preguntó Michael.

– Ya me ha examinado el médico. Estoy de seis semanas. La verdad, pensaba que lo notaríais, ya que estoy bebiendo Perrier en lugar de vino.

Bess levantó la cabeza y observó que Michael estaba muy serio y había dejado de comer. Él advirtió su expresión de congoja, enderezó los hombros y se aclaró la garganta.

– Bueno…

Fue lo único que dijo. Era evidente que se sentía tan desconcertado como ella.

Mark se levantó, se situó detrás de la silla de Lisa y le puso las manos en los hombros.

– Deseo que sepan, señor y señora Curran, que quiero mucho a su hija, y ella me ama a mí. Hemos decidido casarnos. Los dos tenemos trabajo y un lugar decente donde vivir. Esta criatura podía haber tenido un comienzo mucho peor que éste.

Bess salió de su estupor.

– En estos tiempos, Lisa…

– ¡Basta Bess, ahora no! -interrumpió Michael.

– ¿Qué quiere decir ahora no? Vivimos en una época en que hay mucha información…

– ¡Basta, Bess! Los chicos actúan como es debido. Nos han contado sus planes, nos han pedido ayuda. Creo que deberíamos brindársela.

Bess reprimió la ira y las ganas de soltar un discurso sobre el control de la natalidad mientras Michael, con notable serenidad, preguntaba:

– ¿Estás segura, Lisa, de que así lo deseas?

– Sí. Mark y yo nos habíamos planteado casarnos antes de que yo quedara embarazada y estuvimos de acuerdo en que nos gustaría tener familia mientras seamos jóvenes, no hacer lo que otras parejas, que trabajan de firme para disfrutar de cierto bienestar económico y valoran más poseer cosas materiales que tener hijos. Así pues, la noticia no nos conmocionó tanto como a vosotros. Somos felices, papá, quiero mucho a Mark.

Lisa parecía muy convincente.

Michael miró a Mark, que permanecía detrás de Lisa, con las manos sobre sus hombros.

– ¿Se lo has comunicado ya a tus padres?

– Sí, anoche.

Michael sintió cierta frustración por ser el último en enterarse. Sin embargo, ¿qué podía esperar; si la familia de Mark, al parecer, seguía siendo una unidad intacta y feliz?

– ¿Qué opinan ellos?

– Al principio quedaron sorprendidos, por supuesto, pero conocen a Lisa bastante mejor que ustedes a mí, de modo que se recuperaron pronto y lo celebramos.

Lisa se inclinó para apretar la mano de su madre.

– Los padres de Mark son maravillosos, mamá. Están ansiosos por conoceros a ti y a papá, y les he prometido que os presentaría pronto. La madre de Mark sugirió ofrecer una cena en su casa. Si estáis de acuerdo, podríamos fijar la fecha.

Esto no debería ser así, pensó Bess, que se esforzaba por contener las lágrimas. Michael y yo somos casi unos desconocidos para nuestro futuro hijo político y no hemos visto siquiera a su familia. ¿Qué había sido de las chicas que se casaban con el vecino? ¿O con el mocoso travieso que les tiraba de la cola de caballo en el colegio? ¿O con el compañero de instituto? Esos tiempos felices y simples se habían esfumado con la era de los ejecutivos y la ambición por ascender, la creciente tasa de divorcios y hogares con un solo progenitor. Todos esperaban que Bess reaccionara, pero no acababa de asimilar la noticia. Temía desmoronarse y romper a llorar a moco tendido. Tuvo que tragar saliva antes de decir:

– Tu padre y yo tenemos que hablar de ciertos asuntos. ¿Nos concedéis un par de días?

– Claro.

Lisa retiró la mano y se reclinó en su asiento.

– ¿No te importa, Michael? -preguntó Bess.

– Por supuesto que no.

Bess dejó la servilleta sobre la mesa y empujó su silla hacia atrás.

– Entonces ya te llamaré. O lo hará papá.

– Perfecto, pero todavía no te vas, ¿verdad? Falta el postre…

– Es tarde. Mañana tengo que madrugar.

– Ni siquiera son las ocho…

– Lo sé, pero…

Bess se levantó y se sacudió unas migas de la falda. Ansiaba escapar de allí, analizar sus sentimientos, dar rienda suelta a su ira.

– Papá, probarás el postre, ¿verdad? He comprado una deliciosa tarta francesa en Baker’s Square.

– Me temo que también debo marcharme, querida. Tal vez me pase por aquí mañana por la noche para que me sirvas una ración.

Michael se puso en pie, seguido por Lisa, y todos permanecieron parados un instante, incómodos, simulando con buenos modales que no se trataba de una escena en la que los padres escapaban aturdidos por el anuncio de que su hija estaba embarazada y planeaba una boda precipitada, fingiendo que era una simple y cortés despedida.

– Bien, os traeré los abrigos -dijo Lisa con una sonrisa trémula.

– Ya lo hago yo, cariño -se ofreció Mark.

En la puerta de entrada, Mark puso el abrigo a Bess y después entregó el suyo a Michael. Los dos hombres se miraron sin saber qué decir o hacer. Por fin Michael tendió la mano y Mark se la estrechó.

– Hablaremos pronto -dijo Michael.

– Gracias, señor.

Más incómodo aún, Mark se volvió hacia Bess.

– Buenas noches, señora Curran.

– Buenas noches, Mark.

El joven vaciló, y Bess acercó su mejilla a la suya. En el reducido recibidor, Michael abrazó a Lisa y dejó solas a madre e hija para que se desearan las buenas noches. Bess no se sintió capaz, y fue Lisa quien tomó la iniciativa. Sin embargo, tan pronto como Bess sintió los brazos de su hija alrededor de su cuello, la estrechó emocionada al tiempo que contenía las lágrimas. Su adorada primogénita, su Lisa, la que había aprendido a beber de una pajita antes de cumplir un año, la que había arrastrado su muñeca Gertrude por todo el vecindario hasta los cinco años, la que, enfundada en su pijama, había trepado a la cama de sus padres para tenderse entre ellos las mañanas de los sábados cuando tuvo la edad suficiente para bajar de su cuna sin ayuda.

Lisa, a quien ella y Michael habían deseado tanto.

Lisa, el fruto de unos tiempos rebosantes de optimismo.

Lisa, que ahora llevaba en su vientre a su nieto.

Bess le susurró con voz trémula el apodo que Michael le había puesto mucho tiempo atrás, en una época dorada en que todos ellos creían que vivirían por siempre felices.

– Lee-lee, te quiero.

– Yo también a ti, mamá.

– Sólo necesito un poco de tiempo. Por favor, querida.

– Lo sé.

A Michael, que esperaba con la puerta abierta, le conmovió que Bess hubiera usado el diminutivo cariñoso con que él llamaba a su hija.

Bess se apartó y apretó el brazo de Lisa.

– Descansa mucho. Te llamaré.

Pasó delante de Michael y se encaminó hacia el pasillo con el bolso bajo el brazo mientras se ponía los guantes y los tacones de sus zapatos color frambuesa resonaban sobre las baldosas del suelo. Michael cerró la puerta y la siguió. Se abotonó el abrigo y se levantó el cuello al tiempo que la miraba andar deprisa, como si llegara tarde a una cita de negocios.

Al final del pasillo, Bess consiguió bajar dos escalones antes de desmoronarse. Se detuvo de pronto, se agarró a la baranda y se inclinó sobre ella mientras con la otra mano se tapaba la boca.

Michael quedó inmóvil un peldaño más arriba, con las manos en los bolsillos del abrigo, y la observó llorar. La escena no hizo más que ahondar su tristeza. Aunque ella trataba de controlarlos, los sollozos brotaban de su garganta. Aun a su pesar, Michael le puso una mano en la espalda.

– Oh, Bess…

– Lo siento, Michael. Sé que debería tomármelo mejor… pero es una desilusión tan grande…

– Por supuesto que lo es. Para mí también.

Bess rebuscó en el bolsillo del abrigo, sorbió por la nariz, abrió el bolso, sacó un pañuelo de papel y se enjugó las lágrimas de espaldas a él.

– Lamento perder el control delante de ti.

– ¡Vamos, Bess! Te he visto llorar otras veces.

– Cuando estábamos casados, pero esto es diferente.

Se sonó la nariz, guardó el pañuelo y, con el bolso otra vez bajo el brazo, se volvió hacia él mientras se frotaba los ojos con sus elegantes guantes de piel.

– ¡Oh, Dios! -exclamó.

Apoyó las caderas contra la baranda de metal negro y clavó la vista en el pasamanos de la pared de enfrente.

Por unos minutos ninguno habló. Permanecían quietos en la oscuridad, impotentes para modificar el futuro que aguardaba a su hija.

– No puedo fingir que no es terrible. Nuestra única hija, y se casa de penalti… -dijo Bess por fin.

– Lo sé.

– ¿Opinas que hemos vuelto a fracasar? -Bess lo observó con los ojos enrojecidos y húmedos. Michael respiró hondo y con gesto cansado miró en derredor.

– No considero conveniente hablar del tema aquí. ¿Quieres que vayamos a un restaurante para tomar un café o alguna otra cosa?

– ¿Ahora?

– Sí. A menos que de verdad debas llegar pronto a casa.

– No, fue sólo una excusa para escapar. Mañana tengo mi primera cita a las diez.

– Bien. Entonces ¿qué te parece el Ground Round, en la avenida White Bear?

– Perfecto.

Descendieron por las escaleras con paso lento y cansino. Él se adelantó para abrirle la puerta y experimentó una pasajera sensación de déjà vu. ¿Cuántas veces, en el curso del noviazgo y del matrimonio, había repetido ese gesto? También había habido veces, durante la crisis, en las que él salía furioso delante de ella y le cerraba la puerta en la cara. Esa noche, después de la conmoción que habían sufrido, parecía más adecuado mostrarse cortés.

Fuera, su aliento flotaba en el aire frío, y la nieve crujía bajo sus pies. Bess se detuvo al inicio de la vereda que conducía al aparcamiento.

– Nos veremos allí -dijo.

– Yo te sigo.

Tomaron direcciones opuestas para llegar a sus automóviles y enfilaron el largo y pedregoso camino de la reconciliación.

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