Bess y Michael se reclinaron en el asiento trasero de la limusina y apoyaron la nuca contra el respaldo. Michael reía con los ojos cerrados.
– ¿De qué te ríes? -preguntó Bess.
– Este automóvil se mueve como un trasbordador.
Ella volvió la cabeza para mirarlo.
– Michael, estás borracho.
– Sí, es cierto. Hacía meses que no bebía tanto y me siento muy bien. ¿Y tú?
– Estoy un poco achispada.
– ¿Cómo te sientes?
Bess cerró los ojos y prorrumpió en carcajadas. Gozaron del silencio, del suave ronroneo del motor, de la euforia provocada por el baile y la bebida, de la proximidad del otro. Al cabo de unos minutos Michael rompió el silencio.
– ¿Sabes qué?
– ¿Qué?
– No me siento como un abuelo.
– Desde luego no bailas como un abuelo.
– ¿Tu te sientes abuela?
– Hummm.
– No recuerdo que mis abuelos bailaran así cuando yo era joven.
– Yo tampoco. Los míos cultivaban lirios y construían jaulas.
– Bess, ven aquí.
La tomó de la cintura para atraerla hacia sí y le rodeó los hombros con un brazo.
– ¿Qué haces, Michael Curran?
– ¡Me siento tan bien! -exclamó él-. ¡Y me siento mal!
Ella rió y recostó la mejilla contra su pecho.
– Esto es ridículo. Estamos divorciados. ¿Qué hacemos aquí, abrazados en el asiento trasero de una limusina?
– ¡Portarnos mal! ¡Y es tan maravilloso que vamos a seguir haciéndolo! -Se inclinó para preguntar al chofer-: ¿Cuánto tiempo tenemos?
– Todo el que usted quiera, señor.
– Entonces continúe conduciendo hasta que le indique que se dirija a Stillwater. ¡Siga hasta Hudson! ¡Siga hasta Eau Claire! ¡Caramba, siga hasta Chicago si tiene ganas!
– Lo que usted diga, señor -repuso el conductor antes de echarse a reír.
Michael se reclinó de nuevo y volvió a estrechar a Bess.
– Bien, ¿dónde estábamos?
– Estás borracho y te comportas como un chiquillo.
– ¡Ah sí, es cierto!
Levantó los brazos y empezó a cantar el estribillo de Good lovin’ y al tiempo que movía la cadera.
…gimme that good, good lovin’…
Bess trató de apartarse, pero él se lo impidió.
– ¡Ah, no! ¡Tú te quedas donde estás! Tenemos que hablar.
– ¿De qué? -inquirió Bess con una sonrisa.
– De esto. De nuestra primogénita, casada por la iglesia, que en este momento disfruta de su noche de bodas, y de ti y de mí, que pronto nos convertiremos en abuelos y hemos bailado como locos mientras nuestro segundo hijo tocaba la batería. Creo que todo esto encierra algún significado.
– ¿De veras?
– Sí, pero todavía no lo he desentrañado.
Bess se acomodó debajo del brazo de Michael, que continuó tarareando Good lovin’. Muy pronto ella comenzó a canturrear.
Michael dio unos golpes ligeros sobre su muslo izquierdo y en el brazo derecho de Bess para imitar el ritmo del tambor, después cogió la mano de ella y entrelazaron los dedos. Permanecieron así, reclinados en el asiento, percibiendo el calor y aroma del otro.
Al cabo de unos minutos Michael se inclinó para besarla. Bess entreabrió los labios para recibir su lengua al tiempo que pensaba que no debía permitir que eso sucediese. No obstante respondió al beso y disfrutó del sabor de su boca, familiar como el del chocolate.
Se mantuvieron serenos, casi desapasionados, entregados al placer que una boca puede brindar a otra.
Cuando él se apartó, Bess mantuvo los ojos cerrados y murmuró: «Mmmm…»
Él la miró a la cara largo rato, después se reclinó en el asiento y le rodeó los hombros con el brazo. El viaje continuó en silencio mientras los dos reflexionaban sobre lo que acababa de suceder, no porque estuvieran sorprendidos, sino porque les intrigaba qué auguraba. Michael apretó un botón para bajar su ventanilla un par de centímetros, y entró una ráfaga de aire frío que transportaba la fragancia de los campos fértiles.
Bess interrumpió el momento idílico.
– El problema es que caes muy bien a todos -susurró-. Mi madre te adora, toda la familia opina que cometí una locura al separarme de ti. Lisa vendería su alma con tal de vernos juntos otra vez, y creo que hasta a Randy le gustaría. Y Barb y Don… Estar con ellos otra vez ha sido como hundirse en uno de esos cómodos sillones antiguos.
– Ha sido muy agradable.
– ¿No es extraño que los dos nos apartáramos de ellos? Pensaba que tal vez tú los siguieras viendo.
– Yo creía que los veías tú.
– Con la excepción de Heather, apenas tengo amigos. Es como si los hubiera olvidado a todos desde que nos divorciamos… No me preguntes por qué.
– Eso no es bueno.
– Lo sé.
– ¿Por qué crees que te alejaste de ellos?
– Porque cuando estás divorciado, en todas las reuniones eres el número impar. Los demás llevan a su pareja, y tú estás con ellos sola, como una hermanita menor.
– ¿No tenías novio?
– Humm… No solía presentar a Keith a mis amistades. Las pocas veces en que me ha acompañado a alguna fiesta, me miraban de manera extraña y me llevaban a un rincón para susurrarme. «¿Qué diablos estás haciendo con ése?»
– ¿Durante cuánto tiempo salisteis juntos?
– Durante tres años.
Se produjo un largo silencio antes de que Michael preguntara:
– ¿Te acostabas con él?
Bess hizo ademán de asestarle un puñetazo en el brazo y se apartó de él.
– No es asunto tuyo, Michael Curran.
– Perdona.
Bess sintió frío y volvió a acurrucarse contra él.
– Cierra la ventanilla, por favor. Estoy helada.
Michael obedeció al instante.
– Sí -dijo Bess al cabo de un rato-, me acosté con Keith, pero nunca en casa y jamás pasé toda la noche con él. No quería que los chicos se enteraran.
Michael permaneció unos minutos callado.
– ¿Quieres oír algo gracioso? Estoy celoso.
– ¡Oh, qué extraño! ¿Celoso, tú?
– Sabía que dirías eso.
– Cuando descubrí lo de Darla, me entraron ganas de arrancarle los ojos. Y a ti también.
– Tendrías que haberlo hecho. Tal vez las cosas hubieran tenido un final diferente.
Permanecieron un buen rato absortos en sus pensamientos antes de que Bess volviera a hablar.
– Mi madre me ha preguntado si nos cogimos de la mano en la iglesia, yo le mentí.
– ¿Le mentiste? Tú nunca faltas a la verdad.
– Lo sé, pero esta vez lo he hecho.
– ¿Por qué?
– No lo sé… Sí, lo sé… -Tras una pausa admitió -: No, no lo sé. ¿Por qué nos tomamos de la mano? -Levantó la cabeza para mirarlo.
– Parecía lo correcto. Era un momento muy emotivo.
– Sin embargo nosotros no pretendíamos renovar los votos matrimoniales.
– No.
Bess sintió alivio y decepción al mismo tiempo. A continuación Bess bostezó y se apretó contra el brazo de Michael.
– ¿Cansada? -preguntó él.
– Hummm… estoy rendida.
– Ya puede regresar a Stillwater -indicó Michael al chofer.
– Muy bien, señor.
A los pocos minutos Bess se quedó dormida. Michael contempló por la ventanilla los campos sin nieve, iluminados por las luces de la carretera. Las ruedas de la limusina se hundieron en un pequeño bache, y Michael se ladeó en su asiento, al igual que Bess, que dejó caer todo el peso de su cuerpo contra él.
Cuando el vehículo se detuvo ante la casa de la Tercera Avenida, Michael le dio unas palmaditas en la cara.
– Vamos, Bess, ya hemos llegado.
A ella le costaba levantar la cabeza y abrir los ojos.
– Oh… hummm… ¿Michael…?
– Ya estás en casa.
Se obligó a sentarse derecha mientras el chofer abría la portezuela del lado de Michael, quien se apeó y tendió la mano a Bess para ayudarla a bajar. El chofer abrió el maletero.
– ¿Llevo los regalos dentro, señor?
– Se lo agradecería.
Bess echó a andar, abrió la puerta, encendió la luz del vestíbulo y una lámpara de mesa de la salita de estar. Los dos hombres depositaron los obsequios en el suelo y el sofá. Michael acompañó al chofer hasta la puerta, que habían dejado abierta de par en par.
– Gracias por su ayuda. Espéreme, por favor; saldré en un minuto.
Cerró la puerta y atravesó con lentitud el vestíbulo en dirección a la sala de estar. Bess estaba de pie, rodeada de regalos.
Michael recorrió la estancia con la mirada.
– Me gusta cómo has decorado esta habitación.
– Gracias.
– Los colores son preciosos… -Posó la mirada en Bess y agregó-: Yo nunca he sabido combinarlos.
Bess retiró del sofá dos cajas que estaban en un precario equilibrio y las dejó en el suelo.
– ¿Vendrás mañana? -preguntó.
– ¿Estoy invitado?
– Por supuesto. Eres el padre de Lisa, y ella querrá que estés presente cuando abra los regalos.
– Entonces aquí estaré. ¿A qué hora?
– A las dos. Ha sobrado bastante comida, de manera que no almuerces.
– ¿Necesitas ayuda? ¿Quieres que venga más temprano?
– No, sólo tengo que preparar el café; gracias de todos modos.
– Muy bien.
Se hizo el silencio. No estaban seguros de si Randy estaba en la casa. En todo caso, estaría dormido en su habitación. El débil zumbido del motor de la limusina penetraba en la salita, cuyas persianas estaban subidas. Michael llevaba la corbata en el bolsillo, tenía desabotonado el cuello de la camisa y la faja del esmoquin parecía una mancha de color. Permanecía frente a Bess, con las manos en los bolsillos.
– Acompáñame a la puerta -pidió por fin.
Bess rodeó el sofá con una lentitud que evidenciaba sus pocas ganas de ver terminada la velada. Se encaminaron hacia el vestíbulo cogidos de la cintura.
– Lo he pasado muy bien -comentó Michael.
– Yo también.
Ella se volvió para mirarlo. Michael enlazó las manos tras la espalda de Bess y apoyó levemente las caderas contra las suyas.
– Enhorabuena, mamá -dijo con una sonrisa seductora.
Bess dejó escapar una risita.
– Enhorabuena, papá. Ya tenemos un yerno.
– Un buen muchacho, creo.
¿Debían o no debían? Por unos instantes se debatieron entre el deseo y la prudencia. El beso en la limusina había sido ya bastante peligroso. Michael desoyó la voz interior que le aconsejaba cautela, inclinó la cabeza y la besó con los labios abiertos para saborear su boca. Sus lenguas se enlazaron y recorrieron el contorno de los labios del otro, los dientes, tan familiares. Por la respiración agitada de Bess, Michael dedujo que estaba tan excitada como él.
– Michael, no deberíamos -susurró ella.
– Sí, lo sé -repuso él, y se apartó de ella, aun en contra de su instinto-. Nos veremos mañana.
Cuando él se marchó, Bess apagó las luces de la planta baja y subió a oscuras por las escaleras. A medio camino se detuvo al recordar que Michael se había ofrecido a ayudarla en la cocina. Sonreía todavía mientras se dirigía a su dormitorio.
A la una y media del día siguiente Randy bajó a la cocina vestido con unos vaqueros y una cazadora de cuero estilo aviador. Allí encontró a su madre, que lucía unos pantalones de lana verde y un jersey a juego. Bess disponía lonchas de pavo frío y hortalizas crudas sobre una fuente. Olía a café recién hecho.
– No creo que pueda quedarme, mamá.
Ella lo miró con severidad.
– ¿Por qué?
– Tengo que encontrarme con unos colegas.
– ¿Qué «colegas» pueden ser más importantes que tu hermana en su fin de semana nupcial?
– Mamá, me quedaría si pudiera, pero…
– ¡Tú te quedas, señorito! ¡Llama a tus colegas para decirles que ya os veréis otro día!
Randy descargó el puño sobre el mostrador.
– ¡Maldita sea! ¿Por qué tienes que elegir este día para actuar como un dictador?
– En primer lugar, deja de maldecir; segundo, deja de dar puñetazos al mostrador, y tercero, ¡crece de una vez! Eres el padrino de Lisa y Mark y como tal tienes una serie de obligaciones sociales que debes cumplir. Abrir los regalos es tan importante como el banquete de anoche, Lisa esperará que estés aquí.
– A ella no le importará -exclamó con tono burlón-. Ni siquiera me echará de menos.
– ¡No te echará de menos porque estarás aquí!
– ¿A qué viene todo esto, mamá? ¿Acaso te dijo el viejo que debías ser más dura conmigo?
Bess arrojó un trozo de coliflor cruda en una fuente honda de agua, que le salpicó la manga.
– Ya estoy harta de oír tus inteligentes observaciones sobre tu padre, jovencito. Se está esforzando por hacer las paces contigo y, si me aconsejara que me mostrara más dura contigo, haría bien. Ahora quiero que vayas a tu habitación, te quites esa cazadora de cuero y te pongas una camisa más o menos. Cuando lleguen los invitados, me gustaría que los atendieras, si no es mucha molestia… -concluyó con sorna antes de reanudar su tarea.
Randy se dirigió a su dormitorio y Bess se quedó delante del fregadero, con la cara encendida de furia y el pulso acelerado.
¡Quien dijera que educar a los hijos resultaba más fácil a medida que crecían era un maldito mentiroso! ¿Debía reprenderle? ¿Debía darle órdenes? Randy era un adulto, de modo que merecía ser tratado como tal. Sin embargo vivía con ella, sin compartir los gastos de la casa. Tenía diecinueve años, edad en que la mayoría de los muchachos asistía a la universidad, pagaba un alquiler o hacía ambas cosas. Por tanto, ella tenía derecho a exigirle ciertas cosas, pero ¿por qué precisamente ese día, treinta minutos antes que recibieran invitados?
Se secó las manos y se encaminó hacia la habitación de Randy, donde el estéreo sonaba a bajo volumen. Él estaba de espaldas a la puerta, ante la barra de metal que sostenía su ropa. Mientras se quitaba la camisa, Bess se acercó y le tocó el hombro. Randy se quedó quieto, con las muñecas todavía dentro de las mangas vueltas del revés.
– Perdóname por haberte gritado. Por favor, quédate en casa esta tarde. Fue maravilloso verte tocar anoche la batería. ¡Papá y yo nos sentimos muy orgullosos de ti!
Lo abrazó, le dio un beso en la espalda y se marchó. Randy permaneció inmóvil, con el mentón pegado al pecho y la camisa colgada de una muñeca.
Cuando sonó el timbre por primera vez, Randy, vestido con una camisa de algodón y unos pantalones bien planchados, abrió la puerta. Eran la tía Joan, el tío Clark y la abuela Dorner, a quien el muchacho abrazó con sincero cariño.
– Anoche tocaste muy bien la batería -comentó Stella mientras le entregaba su abrigo. Luego se dirigió a la cocina y preguntó si podía ayudar.
Lisa y Mark fueron los siguientes en llegar, seguidos de Michael. Pronto acudieron los Padgett, que descendieron en masa de los coches. A Randy le dio un vuelco el corazón cuando tomó el abrigo de Maryann; ella le trató como si fuera un portero contratado para realizar tal labor. Se desprendió de la prenda con rapidez para evitar que él intentara ayudarla a quitársela y la tocara. A continuación dio media vuelta y continuó charlando con su madre mientras se dirigían a la sala de estar, donde la chimenea estaba encendida y la comida dispuesta sobre la mesa del comedor contiguo.
Durante toda la tarde Randy permaneció ajeno a la celebración. Se sentía como un intruso en su propia casa. A cierta distancia de los demás, observaba y oía los «¡Ohhh!» de admiración de los invitados cuando se abrían los regalos, contemplaba a Maryann, que en ningún momento le dirigió siquiera un vistazo, y a sus padres, que se cuidaron de permanecer lejos uno del otro, pero cuyas miradas se encontraban de vez en cuando.
¡Malditas bodas!, pensó. Si consisten en esto, nunca me casaré. Todos se vuelven locos, hacen cosas que no harían ni por mil dólares en un día normal. ¡Mierda!
Cuando los envoltorios amontonados de los obsequios tomaron la forma de una montaña, todos empezaron a acusar el cansancio acumulado durante tres días de actividad. Michael pidió a Lisa que tocara The homecoming en el piano, y ella lo complació. La mitad de los invitados se fue, la otra mitad se retiró al salón, mientras algunas mujeres guardaban los presentes en sus cajas y las apilaban.
La música terminó y el grupo de invitados se redujo más. Randy abordó a Maryann cuando se disponía a marcharse.
– ¿Puedo hablar un minuto contigo?
La joven fijó la vista en la correa de su bolso, que comenzó a retorcer antes de echársela sobre el hombro al tiempo que negaba con la cabeza.
– No; no me apetece.
– Maryann, por favor. Ven conmigo al salón. Será sólo un minuto.
Le tiró de la manga con suavidad y ella lo siguió a regañadientes, con la vista baja. Caía la tarde. La habitación estaba a oscuras en el extremo oeste, donde no había ninguna luz encendida. Al otro lado, la lámpara sobre el piano formaba un pequeño charco de luz. Randy condujo a Maryann a un rincón, lejos de las miradas de curiosidad de los invitados que se iban, y se detuvo junto a un sillón tapizado a juego con el diván.
– Maryann, lamento mucho lo que ocurrió anoche -manifestó Randy.
Ella pasó el pulgar por el ribete del respaldo del sillón.
– Lo que pasó anoche fue un error, ¿de acuerdo? En primer lugar, nunca debí haber salido al mirador contigo.
– Pero lo hiciste.
Maryann alzó por fin la vista hacia él con expresión acusadora.
– Tienes talento, Randy, y es evidente que te has criado en un hogar lleno de amor, a pesar de que tus padres estén divorciados. ¡Mira todo esto! -extendió un brazo y señaló todo el salón-. Míralos a ellos, que han ofrecido una imagen de apoyo a lo largo de esta boda. Sé de ti mucho más de lo que imaginas… Por Lisa. ¿Contra qué te rebelas?
Esperó un instante y, como él no respondió, agregó:
– No quiero verte, Randy, de manera que, por favor, no me llames ni me busques.
Tras estas palabras se alejó para unirse a sus padres, que se dirigían a la puerta. Randy se sentó en el diván y clavó la mirada en las estanterías del rincón opuesto, donde la oscuridad era tal que no podía distinguir el lomo de los libros.
Todos ayudaban a cargar los regalos en la furgoneta de Mark, que cuando hubieron terminado se dispuso a marcharse con Lisa. Randy oyó la voz de su hermana.
– ¿Dónde está Randy? No me he despedido de él.
Permaneció oculto en el salón y aguardó unos minutos, hasta que ella desistió y se fue sin decirle adiós.
Oyó la voz de la abuela Dorner.
– Joan y yo te ayudaremos a limpiar todo esto, Bess.
Y la de su padre.
– Yo la ayudaré, Stella.
– De acuerdo, Michael -repuso Stella-. La verdad es que te lo agradezco, porque pronto empezará en la tele mi programa favorito y no me gustaría perdérmelo.
Randy oyó las frases de despedida y el aire frío entró en el salón. Unos minutos después la puerta se cerró por última vez y aguzó el oído.
– No tenías necesidad de quedarte -decía su madre.
– Me apetecía.
– ¿Debo ofrecerte un galardón por brindarme tu ayuda? -preguntó Bess en son de broma.
– Como tú misma dijiste, también es hija mía. ¿Qué quieres que haga?
– Lleva los platos a la cocina y luego quema los papeles de envolver en la chimenea.
Randy percibió el ruido de los platos al entrechocar y pasos que iban de la cocina al comedor. El agua corría, se abrió la puerta del lavavajillas, luego la de la nevera.
– ¿Qué hago con el mantel? -exclamó Michael.
– Sacúdelo y mételo en el cesto de la ropa sucia.
La puerta corredera de vidrio se deslizó al abrirse y, pocos segundos después, al cerrarse. Siguieron otros sonidos… Michael silbaba, pisadas, el grifo, el sonido de la mampara de la chimenea al abrirse, crujido de papeles y el crepitar de las llamas. De la cocina llegaba el tintineo de la cristalería.
– ¡Bess la alfombra está muy sucia! Hay trozos de papel por todas partes. ¿Paso el aspirador?
– Si quieres…
– ¿Lo guardas donde siempre?
– Sí.
Randy oyó los pasos de su padre mientras se dirigía al armario del fondo y abría la puerta. Pocos segundos después percibió el gemido del aspirador. Aprovechó que sus padres estaban ocupados y había mucho ruido en el lugar para escabullirse a su dormitorio. Se puso los auriculares y se tendió en la cama de agua con la intención de reflexionar sobre qué debía hacer con su vida.
Michael terminó de pasar el aspirador, lo guardó en el armario, entró en el salón para apagar la lámpara del piano y regresó al comedor.
– ¿Qué hacemos con la mesa? ¿Quieres que la pliegue?
Bess salió de la cocina secándose las manos con un trapo.
– Sí, por favor.
Ella se acercó para ayudarle.
– Es la misma mesa de siempre -observó Michael.
– Es demasiado buena para que me deshaga de ella.
– Me alegro de que la conserves. Siempre me ha gustado.
Michael levantó una hoja de la mesa, que casi rozó la araña del techo.
– ¡Oh, oh… qué suerte! -murmuró mientras esperaba que él apoyara la hoja contra la pared.
– La suerte no tiene nada que ver. He sido cuidadoso.
Michael sonreía satisfecho mientras juntaban las tablas de la mesa.
– ¡Ah, sí, seguro! -exclamó Bess- ¿Quién era el que rompía las bombillas de la araña por lo menos una vez al año?
– Creo recordar que tú misma rompiste un par.
Bess se dirigió otra vez hacia la cocina con una sonrisa en los labios.
Michael apagó la luz del comedor y se reunió con Bess, que estaba junto al fregadero. Observó que se había quitado los zapatos. A él siempre le había gustado la apariencia de libertad que ofrecían los pies de una mujer enfundados sólo en unas medias. Cogió un paño y empezó a secar una ensaladera.
– Es agradable estar otra vez aquí -murmuró-, como si nunca me hubiese ido.
– No te hagas ilusiones.
– Es sólo un comentario inocente, Bess. ¿No puedo hacer un comentario inocente?
– Depende…
Escurrió una bayeta y restregó con fuerza el mostrador mientras él le miraba la coleta, que se bamboleaba con cada movimiento que hacía.
– ¿De qué? -preguntó Michael.
– De lo que pasara la noche anterior.
– Ah, eso…
Bess se dio la vuelta y él clavó la mirada en la ensaladera que estaba secando.
– La gente hace cosas estúpidas en las bodas -comentó mientras se disponía a limpiar la cocina.
– Sí, lo sé.
De pronto Michael observó con atención el recipiente que tenía en la mano.
– Oye, Bess, ¿esta ensaladera no era un regalo de nuestra boda?
Bess enjuagaba la bayeta en el fregadero.
– Sí, de Jerry y Holly Shipman.
– Jerry y HolIy… -repitió él con la vista fija en la pieza-. Hace años que no los veo. ¿Todavía quedas con ellos de vez en cuando?
– Creo que ahora viven en Sacramento. La última vez que supe de ellos habían abierto una guardería.
– ¿Siguen casados?
– Creo que sí. Dame eso, yo lo guardo.
Mientras ella llevaba la ensaladera al comedor a oscuras, él abrió el aparador y colocó las copas. Bess regresó, limpió los grifos y, después de colgar el paño, se vertió un poco de crema para las manos en las palmas. Los dos se volvieron al mismo tiempo y se apoyaron contra los armarios.
– Todavía te gusta todo lo que huele a rosas -observó él.
Bess se frotó las manos en silencio hasta que desapareció todo vestigio de crema. Separados por un breve espacio, ambos se miraron mientras el lavavajillas interpretaba su música.
– Gracias por ayudarme -dijo Bess.
– Te lo mereces.
– Si hubieras hecho esto hace seis años, tal vez todo habría sido diferente.
– Las personas cambian, Bess.
– No, Michael. Me asusta demasiado pensar en ello.
– De acuerdo.
Él se retiró del armario y tendió las manos.
– Ni una palabra más -declaró-. Ha sido muy divertido y he disfrutado mucho. ¿Cuándo llegarán mis muebles?
Se dirigió hacia la puerta, y ella lo siguió.
– Pronto. Te llamaré en cuanto sepa algo.
– Bien.
Michael sacó del armario del vestíbulo su chaqueta, una prenda acolchada de cuero marrón con mangas raglán que olía a penicilina.
– ¿Es nueva? -preguntó Bess.
Mientras se cerraba la cremallera, Michael respondió:
– Sí.
– ¿Has apestado el armario con esa cosa?
Michael soltó una carcajada.
– Nada de lo que hago te parece bien. La observación fue hecha con el mejor humor, y ambos echaron a reír.
Michael tendió la mano hacia el pomo de la puerta, se detuvo y dio media vuelta.
– No creo que debamos darnos un beso de despedida, ¿verdad?
Bess se cruzó de brazos con expresión divertida y se apoyó contra la baranda de la escalera.
– No; no creo que debamos.
– Sí… supongo que tienes razón.
La miró con semblante reflexivo antes de abrir la puerta.
– Buenas noches, Bess. Si cambias de opinión, avísame. Esta vida de soltero hace que un hombre se sienta inquieto de vez en cuando.
Si ella hubiera tenido en las manos la ensaladera de cristal que les habían regalado para su boda, se la habría arrojado a la cabeza.
– ¡Gracias, Curran! -exclamó en el momento en que se cerraba la puerta.