Capítulo 13

Tras la última nevada de marzo, las ventiscas tardías azotaron Minnesota con furia, seguidas por el aguanieve de los días grises de principios de abril. En los árboles, las yemas estaban hinchadas y sólo esperaban la aparición del sol para crecer. Poco a poco los lagos recuperaban el nivel normal de agua, perdido durante los dos últimos años de sequía, y los patos regresaban. Michael Curran estaba junto a la ventana de su oficina, en el sexto piso del edificio St. Paul, y observaba el vuelo de una bandada en perfecto triángulo que preparaba sus alas para posarse sobre el Misisipi. Una ráfaga de viento apartó un poco de la formación al líder y a algunos de sus seguidores, antes de que corrigieran el curso y desaparecieran detrás de uno de los edificios más bajos.

Por supuesto, había llamado a Bess dos veces en el último mes para invitarla a salir, pero ella había dicho que no lo consideraba sensato. En sus momentos más cuerdos, aprobaba esa actitud. Sin embargo, pensaba mucho en ella.

Su secretaria, Nina, asomó la cabeza en la oficina.

– Ha telefoneado el señor Stringer para anunciar que no regresará antes de la reunión de esta noche, pero que lo verá allí.

Stringer era el arquitecto de la firma.

Michael dio media vuelta.

– Gracias, Nina.

Su secretaria pesaba setenta y cinco kilos, tenía cuarenta y ocho años, una nariz muy grande y usaba unas gafas con unos cristales tan gruesos que él le decía en broma que incendiaría el lugar si alguna vez se le ocurría dejarlos al sol encima de algunos papeles. Llevaba el cabello teñido de negro azabache y las uñas pintadas de rojo. La artritis había empezado a deformarle los dedos. Entró en la oficina, hurgó en la tierra del helecho que estaba junto al escritorio y comprobó que estaba bastante húmeda.

– Bueno, entonces me voy. Buena suerte en la reunión.

– Gracias, buenas noches.

– Buenas noches.

Cuando se fue, se hizo el silencio. Michael se sentó a la mesa de dibujo, examinó los planos de Jim Stringer y se preguntó si alguna vez se llevaría a cabo su proyecto. Cuatro años atrás había comprado una parcela en la esquina de Victoria y Grand, una zona donde residían ejecutivos acomodados y se alzaban mansiones victorianas que se habían puesto de moda durante la última década. Victoria y Grand, conocidas como Victoria Crossing, tenían, hacia finales de los setenta, tres edificios vacíos que habían pertenecido a una concesionaria de automóviles. La Compañía de la Opera de Minnesota había alquilado cerca de allí una vieja casa para su gabinete de ensayos.

Con el tiempo, Grand había sido redescubierta, remodelada, revitalizada. Había recuperado su sabor de principios de siglo con las farolas victorianas de la calle, las fachadas de ladrillo rojo, los tiestos de flores. Había además tres centros comerciales en el cruce principal, así como una amplia variedad de tiendas que se extendían a lo largo de Grand Avenue.

Y un aparcamiento desocupado, propiedad de Michael Curran.

Victoria Crossing lo tenía todo: ambiente y una bien ganada reputación como una de las principales zonas comerciales de St. Paul. Hasta allí llegaban autocares que vomitaban docenas de turistas. Las mujeres compraban en los comercios y se reunían en restaurantes para comer. Los estudiantes de la vecina Escuela de Derecho William Mitchell habían descubierto sus selectas librerías. Los hombres de negocios del centro de la ciudad y los parlamentarios celebraban almuerzos allí. Los lugareños caminaban hasta Victoria Crossing empujando cochecitos de bebé. ¡Cochecitos de bebé, nada menos! Michael había visitado el lugar el último verano y había visto a dos madres jóvenes que paseaban dos cochecitos tipo calesa antigua. En Navidad, en las tiendas se oían villancicos, se servían bebidas y había siempre un Santa Claus. En junio se organizaba un desfile, las bandas de música tocaban en las calles y se colocaban puestos de comida exótica. Con estas actividades conseguían atraer a trescientas mil personas por año.

Y toda esa gente necesitaba espacio para aparcar sus vehículos.

Michael se acodó sobre el tablero de dibujo, miró los planos de ejecución corregidos, incluida la ampliación de una rampa, y recordó las protestas que había oído el mes anterior durante la reunión de la Asociación de Ciudadanos.

«¡Las calles no nos pertenecen!», habían exclamado los propietarios de las casas aledañas, cuyas avenidas estaban siempre llenas de coches.

«¡La gente no puede comprar si no tiene dónde estacionar!», se habían quejado los comerciantes.

Y así hasta que la sesión terminó en tablas.

Entonces se aplazó la reunión del comité, y Michael había contratado a una empresa de relaciones públicas para que se encargara de difundir que pretendían integrar el edificio a los alrededores; que los resultados del análisis de mercado y demográfico indicaban con toda claridad que la zona podía soportar más negocios; que los estudios habían demostrado que el aparcamiento alojaría más automóviles que el descampado existente, y que Michael, como promotor del proyecto, quedaría como copropietario del edificio, con lo cual impondría su interés por la estética, no sólo ahora sino también en el futuro. Se habían distribuido casi doscientas cartas con esta declaración de intenciones a los propietarios de negocios y las casas particulares de las inmediaciones.

Esa noche analizarían de nuevo la situación y comprobarían si algunos habían cambiado de opinión.

La reunión se celebraba en el salón comedor de una escuela primaria que olía a sobras de goulash húngaro. Jim Stringer estaba allí, junto con Peter Olson, el gerente de proyectos de la empresa de construcciones Welty-Norton, que había sido designada para erigir el edificio.

El director de urbanismo de la ciudad de St. Paul abrió la sesión y cedió la palabra a Michael, que se puso en pie y fijó la mirada en una mujer madura sentada en la segunda fila.

– La carta con el plano del edificio propuesto que ustedes recibieron el mes pasado la envié yo. Este es mi arquitecto, Jim Stringer, que será copropietario del edificio y éste es Pete Olson, el gerente de proyectos de Welty-Norton. Queremos informarles de que ya hemos realizado perforaciones en la parcela para asegurarnos de que el terreno es adecuado, por lo que, tarde o temprano, les guste o no, se acabará construyendo sobre él. Ahora bien, ustedes pueden esperar que aparezca algún tramposo que edifique hoy y desaparezca mañana, o pueden seguir con Jim y conmigo. Él ideó el proyecto, yo lo dirigiré, y los dos seremos sus propietarios. ¿Creen ustedes que seríamos capaces de levantar un centro comercial construido con materiales de mala calidad o que chocara con la estética de Victoria Crossing? Queremos mantener el ambiente que se ha preservado con tanto cuidado en la zona porque, después de todo, es eso lo que hace prosperar a Victoria Crossing. Jim contestará todas las preguntas relativas al diseño del edificio, y Pete Olson las referentes a la construcción. Tras la última reunión, hemos decidido disminuir la cantidad de metros cuadrados del edificio comercial y aumentar la superficie para aparcamiento. Jim les mostrará los nuevos planos. Ésta es nuestra propuesta, y estamos dispuestos a llegar a un acuerdo, pero ustedes también tienen que ceder un poco.

Alguien se levantó para hablar.

– Yo vivo en el bloque de apartamentos contiguo. Con el nuevo edificio, perderé las vistas de que disfruto ahora.

– ¿Qué clase de comercios habrá allí? -preguntó otro-. Si aprobamos la construcción, aumentará la competencia.

– El ruido y el desorden de la construcción perjudicarán las ventas -protestó un tercero.

– Habrá más aparcamientos -intervino otro-, pero las nuevas tiendas atraerán más clientes, lo que significa más coches en las calles laterales.

La discusión prosiguió. La mayoría de los lugareños estaban exaltados, hasta que, al cabo de unos cuarenta y cinco minutos, se levantó una mujer de la fila del fondo.

– Me llamo Sylvia Radway y soy propietaria de Cooks of Crocus Hill, la escuela de cocina y la tienda de menaje que está justo enfrente de esa parcela. Asistí a la primera reunión y no intervine. Recibí la carta del señor Curran y he reflexionado sobre lo que en ella se exponía. Esta noche he escuchado con atención todas las opiniones que se han expresado y considero que algunos de ustedes están equivocados. El señor Curran tiene razón. Ese terreno es demasiado valioso, y su ubicación demasiado codiciada. A mí me gusta el aspecto del edificio que se ha propuesto, y creo que una media docena de tiendas elegantes beneficiará a todos los comercios de los alrededores. Por otro lado, no he oído a nadie admitir que, cuando nos mudamos a Grand Avenue, todos sabíamos que era una calle comercial. Propongo que aceptemos la construcción del edificio, porque revalorizará nuestras propiedades.

Cuando Sylvia Radway se sentó, hubo unos minutos de silencio, seguido de murmullos.

Una vez terminada la reunión, los congregados todavía no habían votado, pero las objeciones se habían moderado de manera evidente.

Michael se encontró con la señorita Radway en el vestíbulo de la escuela.

– Señorita Radway -llamó.

Ella se dio la vuelta, se detuvo y esperó a que se acercara. Tenía unos cincuenta y cinco años, hermosos cabellos ondulados de un blanco plateado, rostro redondo y atractivo, con pocas arrugas. Su expresión era risueña.

Michael le tendió la mano.

– Señorita Radway, quiero darle las gracias por sus palabras.

Se estrecharon la mano.

– Sólo he expresado mi parecer -repuso ella con una sonrisa.

– Creo que su discurso ha hecho reconsiderar su postura a los demás.

– Hay personas que se niegan a aceptar los cambios, sin importarles en qué consisten.

– A mí me lo va a decir. Debo tratar con ellos en mis negocios. Bueno, gracias otra vez y, si hay algo que pueda hacer por usted…

– Si se le ocurre tomar lecciones de cocina -declaró ella-, asegúrese de que sea en Cooks of Crocus Hill.

De camino a casa, Michael pensó en ella, en la sorpresa que le había producido verla ponerse en pie y hablar a favor de él. Hay mucha gente buena en el mundo, reflexionó. Sonrió al recordar el comentario sobre las lecciones de cocina. Dudaba de que algún día decidiera tomarlas, pero la próxima vez que pasara por Victoria Crossing entraría en su negocio y compraría algo para demostrarle su aprecio.

La ocasión se presentó una semana después. Había quedado para comer con un socio de una oficina de agrimensores en el Café Latte, que estaba frente a Cooks of Crocus Hill. Después del almuerzo se dirigió al local. Era agradable, con dos niveles conectados por una escalera, ventana orientada al sur y suelo de madera. En el interior se exponían muebles de formica de líneas puras, modernas, en azul y blanco, y había un olor exquisito a café, té y especias exóticas. En los anaqueles se exhibía todo lo que necesitaba un buen cocinero: espátulas, fuentes para soufflé, sartenes, delantales, molinillos de nuez moscada, libros de cocina y muchas cosas más. Se acercó al mostrador, detrás del cual Sylvia Radway leía un papel con unas gafas muy pequeñas.

– Hola -saludó.

Ella levantó la mirada y sonrió.

– ¡Vaya, mira quién está aquí! ¿Ha venido para matricularse en el curso de cocina, señor Curran?

Michael se rascó la cabeza.

– No exactamente.

Ella levantó un frasco del mostrador y leyó la etiqueta.

– ¿Hojas de helecho a la vinagreta?

Michael soltó una carcajada.

– Bromea… -dijo.

Ella le tendió el frasco.

– Hojas de helecho a la vinagreta -confirmó Michael-. ¿Cree usted que hay gente que come esto?

– Por supuesto que sí.

Michael miró el surtido de frascos y leyó las etiquetas.

– Salsa chutney… ¿Qué diablos es chutney? ¿Y praliné de pacana glaseado a la mostaza?

– Delicioso sobre jamón al horno. Úntelo sobre él y hornéelo. Nada más.

– ¿Ah sí? -preguntó él con incredulidad.

– Acompáñelo con algunos tallos frescos de espárragos cocidos al vapor, un par de patatas nuevas con piel, y tendrá una comida exquisita.

¡Ella lo hacía parecer tan fácil!

– El problema es que no tengo nada para cocinar al vapor.

Sylvia Radway tendió el brazo y señaló todo el establecimiento.

– Elija lo que quiera. Metal o bambú.

Michael recorrió todo el local, repleto de ollas, cacerolas y sartenes, pinceles, cepillos y exprimidores.

– La verdad es que nunca cocino -admitió al fin y por primera vez en su vida se avergonzó al reconocerlo.

– Probablemente porque nadie le ha animado a hacerlo. Asisten muchos hombres a las clases elementales. Cuando empiezan, no saben ni coger una sartén, pero con el tiempo aprenden a preparar tortillas y guisos de pollo y fanfarronean ante sus madres.

Michael la escuchaba con verdadero interés.

– ¿De modo que cualquiera puede aprender a cocinar, hasta un vejestorio que nunca ha freído un huevo?

– El nombre del curso para principiantes es «Cómo hervir agua». Quizá eso conteste su pregunta.

Los dos se echaron a reír.

– Cocinar se ha convertido en una actividad que realizan tanto hombres como mujeres -prosiguió Sylvia-. Los hombres se van de la casa de sus padres para vivir solos y se hartan de comer siempre fuera. Otros se divorcian. Otros tienen esposas que trabajan todo el día y no quieren ocuparse de la cocina. ¿Entonces…? -Levantó las manos y chasqueó los dedos-. ¡Vienen a Cooks of Crocus Hill!

Era una vendedora tan excelente que Michael no se percató de que lo estaba enredando con sus argumentos hasta que Sylvia Radway le preguntó:

– ¿Le gustaría ver nuestra cocina? Está arriba.

Caminaron junto a una estantería repleta de recipientes de plástico transparente que contenían fragantes granos de café y llegaron a una escalera de roble claro, pulido y barnizado. En el segundo piso, había más mercancías almacenadas. La mujer lo condujo a una cocina de acero inoxidable y azulejos blancos, con un largo mostrador y taburetes tapizados en azul. Encima de los fogones colgaba un espejo inclinado de tal manera que cualquier demostración en proceso se viera desde la planta baja. Michael titubeó, y Sylvia le indicó que entrara.

– Venga… échele un vistazo.

Michael avanzó y se encaramó a un taburete.

– Aquí enseñamos todo, desde el material básico hasta cómo surtir de productos la despensa y la manera correcta de medir ingredientes líquidos y sólidos. Los profesores efectúan una demostración y luego es el alumno quien prepara las comidas. Sospecho que está usted soltero, señor Curran…

– Pues… sí.

– Hay muchos solteros inscritos en nuestras clases, además de viudos y divorciados. La mayoría se siente fuera de lugar cuando entra aquí por primera vez. Algunos se muestran muy tristes, sobre todo los viudos, y actúan como si necesitaran… bueno… educación culinaria, supongo. Sin embargo, no he conocido a nadie que se arrepintiera de haberse matriculado en el curso.

Michael miró en derredor y trató de imaginarse lidiando con batidoras y espátulas mientras un montón de gente lo observaba.

– ¿Tiene usted una cocina bien equipada? -preguntó Sylvia Radway.

– No; no tengo nada. Hace pocos meses me mudé a mi apartamento y ni siquiera tengo platos.

– Ya que en cierto modo vamos a ser vecinos, le propongo un trato. Yo le daré su primera clase de cocina gratis, si usted compra en mi negocio la batería de cocina y todos los utensilios que necesite. Si lo desea, y tengo el presentimiento de que así será, podrá matricularse. ¿Qué le parece?

– ¿Cuánto tiempo dura el curso?

– Tres semanas. Una noche por semana, o una tarde, si lo prefiere. Las clases son de tres horas.

Era tentador. No le gustaba ver su cocina vacía, y hacía mucho tiempo que comer en restaurantes había perdido su atractivo.

– Debo decirle, señor Curran, que a las mujeres de hoy día les encanta que los hombres cocinen para ellas. El viejo estereotipo de que es la mujer quien debe cocinar ha quedado desterrado. Es frecuente que sean los varones quienes conquisten a las mujeres con su destreza gastronómica.

Michael pensó en Bess e imaginó su sorpresa si la hacía sentar a una mesa y le presentaba una cena preparada por él. ¡Sin duda se levantaría y registraría el armario de las escobas para encontrar al cocinero!

– ¿Sólo tengo que comprar un par de ollas?

– Le seré franca. Necesitará más que un par de ollas. Le harán falta una cuchara de madera, o dos, y algunos artículos de la tienda de comestibles. ¿Qué dice?

Ambos sonrieron, y el trato quedó cerrado.


La noche de su primera clase, Michael no sabía qué ponerse para ir a la escuela de cocina. Ni siquiera tenía un delantal de carnicero.

Optó por unos tejanos gastados y una camiseta en azul y blanco con cuello de rayas.

Cuando llegó a Cooks of Crocus Hill, observó que eran ocho alumnos en la clase, cinco de ellos, hombres. Se sintió menos estúpido al ver a los otros cuatro y se tranquilizó cuando uno se acercó y le susurró al oído:

– Yo ni siquiera sé preparar un caldo de sobre.

La maestra no era Sylvia Radway, sino una mujer de unos cuarenta y cinco años, de rasgos escandinavos, llamada Betty McGrath. Era alegre y tenía un don especial para hacer bromas en el momento oportuno, de tal modo que conseguía que los alumnos se rieran de su propia torpeza y gozaran de cada pequeño logro. Después de una breve disertación, recibieron una lista de los materiales de cocina recomendados y a continuación prepararon bollos de manzana y tortillas. Aprendieron a medir la harina y la leche, cascar y batir los huevos; cortar tacos de jamón, rebanar champiñones, desmenuzar el queso, dar la vuelta a la tortilla. Les enseñaron cómo servir los bollos en una cesta forrada con una servilleta de tela.

Cuando se sentó para probar el fruto de su trabajo, Michael Curran se sintió tan orgulloso como el día en que había recibido su título universitario.

Equipó su cocina con una batería de primera calidad y un juego de cucharas y espátulas de madera. Adquirió algunos platos en azul y blanco y una cubertería. Enseguida descubrió que disfrutaba curioseando en la tienda de Sylvia Radway, y compró un exprimidor de limón, un cuchillo francés para picar la cebolla, un pelador de patatas, un batidor de alambre para montar las salsas.

¡Caramba, había aprendido a preparar salsas, incluso la de queso con brécol!

Se la enseñaron en la segunda clase, así como a cocinar pollo asado, puré de patatas y ensalada. Esa noche, cuando la comida estuvo lista, el hombre que le había susurrado que no sabía ni preparar un caldo de sobre, que se llamaba Brad Wilchefski, se sentó sonriente a la mesa y exclamó:

– ¡No puedo creerlo!

Wilchefski tenía pinta de conducir una Harley Davidson y se vestía como tal. Era pelirrojo, tenía el cabello y la barba rizados y usaba gafas estilo John Lennon. Su aspecto era el de un hombre que se habría sentido más cómodo en el campo, comiendo una pata de pavo y limpiándose las manos en las perneras del pantalón.

– Mi mujer se quedaría patidifusa si viera lo que he hecho -manifestó.

– La mía también.

– ¿Divorciado?

– Sí. ¿Y tú?

– No. Se largó y me dejó con los chicos. ¡Qué importa! Era tonta del bote. Si ella podía cocinar, yo también puedo.

– Mi esposa era la que siempre se ocupaba de la cocina durante los primeros años de matrimonio. Después volvió a la universidad y me pidió que la ayudara con las tareas domésticas, pero yo me negué. Pensaba que era un trabajo femenino, pero lo cierto es que ahora lo encuentro divertido.

Michael no se percató de que no había hecho la menor referencia a su segunda esposa. Sólo a la primera.

Wilchefski mordisqueó un trozo de pollo y probó el puré de patatas con salsa.

– ¡Si alguno de mis colegas me toma el pelo, les serviré sus propias pelotas en salsa de queso! -exclamó.


Michael estaba asombrado de cómo el hecho de cocinar había cambiado sus hábitos. Por las tardes, al salir de la oficina, compraba carne fresca y verduras y se apresuraba a llegar a casa para prepararlas en su nueva batería de cocina. Una noche, mientras salteaba carne de ternera y champiñones, echó en la sartén un poco de vino y se deleitó con el resultado. Otra noche añadió gajos de naranja a una pechuga de pollo. Descubrió las bondades del ajo, la rapidez de las frituras, el placer de saborear los pasteles de carne y, más importante aún, la creciente satisfacción que le procuraba su forma de vida. La soltería le proporcionaba de pronto más paz que soledad, y empezó a realizar otras actividades, como leer, navegar, incluso hacer la colada en lugar de llevar la ropa sucia a la lavandería.

La primera vez que sacó una carga de ropa de la secadora y la dobló, pensó: ¡Diablos, qué sencillo es!, y se rió de sí mismo por haberse obstinado durante meses en no usar la lavadora con la excusa de que no sabía utilizarla.


No veía a Bess desde la boda de Lisa. A mediados de mayo ella lo llamó para anunciarle que ya habían llegado algunos muebles.

– ¿Exactamente cuáles?

– El sofá y las sillas del salón.

– ¿Los de cuero?

– No, ésos son para la sala de estar. Estos están tapizados en tela.

– Ah…

– También me han telefoneado del taller para informarme de que la carpintería de las ventanas ya está lista para instalar. Si te parece, podemos fijar un día para que vayan a tu apartamento.

– Claro. ¿Cuándo?

– Tendré que confirmarlo con ellos, pero sugiéreme un par de fechas y volveré a llamarte.

– ¿Es preciso que esté yo allí?

– No.

– Entonces cuando ellos decidan. Dejaré las llaves al portero.

– Perfecto…

Se produjo un breve silencio hasta que Bess volvió a hablar, esta vez con un tono más familiar.

– ¿Cómo estás, Michael?

– Muy bien. Bastante ocupado.

– Yo también.

Michael deseaba explicarle que estaba aprendiendo a cocinar, pero ¿de qué serviría? Bess había dejado bien claro que los besos que se habían prodigado tras la boda de Lisa habían sido imprudentes. No quería mantener una relación más personal con él.

Conversaron durante unos minutos sobre sus hijos, comentaron la última vez que habían visitado a Lisa y cómo le iba a Randy. Quedaba muy poco más que añadir.

– Bien, volveré a llamarte para indicarte cuándo debes dejar las llaves -dijo Bess antes de despedirse.

Cuando colgó el auricular del teléfono Michael estaba decepcionado. ¿Qué esperaba de ella? ¿Volver a verla? ¿Su aprobación por los cambios que había introducido en su vida? Comprendió que de manera inconsciente había trazado planes para verla en repetidas ocasiones, coincidir en su apartamento mientras ella supervisaba los trabajos de decoración, pero nunca había sido posible.


El día en que llevaron los primeros muebles, Michael vio al llegar a casa por la noche el sofá y las sillas del salón asentados como rocas en medio de un ancho río y un poco desamparados delante de la chimenea. Además se habían instalado persianas y galerías forradas en el salón, el comedor, la sala de estar y los dormitorios, y unos pequeños detalles sencillos en el baño y en el lavadero que le gustaron de inmediato.

Sobre el mostrador de la cocina había una nota manuscrita de Bess.

Michael:

Espero que te gusten los muebles del salón y las ventanas. He guardado los edredones en el armario de la entrada hasta que lleguen las camas. Creo que quedarán muy elegantes. El tapicero me ha informado que las sillas del dormitorio estarán listas la semana próxima. Una de las tablillas de las persianas del salón (ventana sur) tenía una mancha de hollín, de modo que me la he llevado y traeré otra nueva. Tengo las facturas de los muebles de la habitación de invitados y la salita, lo que significa que llegarán la semana próxima si todo va bien. Así pues, probablemente pronto tendré que molestarte para que me dejes entrar de nuevo. Será emocionante ver llegar todo el mobiliario. Te llamaré pronto.

BESS.

Michael se quedó con el pulgar apoyado sobre la firma, confundido por el vacío que le había provocado ver esa letra tan conocida.

Fue hasta el armario del vestíbulo y vio los edredones doblados sobre dos barras y experimentó una sensación extraña al pensar que Bess había estado allí, que se había tomado la molestia de ordenar sus cosas. Qué agradable era imaginarla en su hogar, como si lo compartieran, y qué desagradable resultaba no ser más que un cliente para ella.

De pronto la echó de menos y decidió telefonearla. Se esforzó por adoptar un tono natural.

– Hola, Bess. Soy Michael.

– ¡Michael! ¿Te gustan las ventanas?

– Me encantan.

– ¿Y los muebles?

– Son magníficos.

– ¿En serio?

– Me gustan.

– A mí también. Escucha, el resto empezará a llegar muy pronto. Hoy he recibido algunas facturas más. Ya están de camino las mesas del salón. ¿Quieres que las retenga y te entregue todo junto, o que te envíe las cosas a medida que las reciba?

A medida que las recibas, porque así tendré más oportunidades de toparme contigo, pensó Michael.

– Lo que sea más conveniente para ti.

– No, como tú prefieras; al fin y al cabo eres el cliente.

– A mí me es indiferente. Puedo indicar al portero que te deje entrar cuantas veces quieras.

– De hecho dispongo de un espacio de almacenamiento muy pequeño, y en esta época del año, después de la Navidad todos parecen llegar al mismo tiempo.

– Tráelos aquí, entonces. Estoy deseando ver mi apartamento amueblado. ¿Sabes algo del sofá de piel?

– Lo siento, no. Calculo que tardaremos un mes en recibirlo, quizá más.

– Bueno… mantenme informado.

– Por supuesto. Por cierto, Michael, si quieres puedo empezar a comprar los accesorios pequeños. Sólo necesito saber si prefieres que los elija yo o deseas echarme una mano. A algunos clientes les gusta participar en esas elecciones; otros, en cambio, prefieren que no les moleste.

– Bueno… no lo sé.

– ¿Por qué no los escojo yo? Si descubro alguna cosa que creo que puede encajar, la llevaré a tu apartamento. Si luego no te gusta, me lo dices y probaré con otra. ¿Qué te parece?

– Magnífico.

Después de esta conversación, Michael solía encontrar un par de objetos decorativos nuevos al llegar a casa: la consola del vestíbulo, las mesas del salón, un pez enorme de cerámica junto a la chimenea, un par de grabados enmarcados encima de ella (le encantó el modo en que los gansos blancos del cuadro de la derecha se convertían en una continuación de la bandada de la izquierda); una lámpara de pie, tres plantas de interior en tiestos en forma de concha marina.

A finales de mayo su divorcio de Darla se hizo efectivo, y recibió los papeles con una sensación muy parecida a la que experimentaba cuando concluía un trato comercial. Los guardó en un cajón del archivo, pensó:

¡Dios mío, por fin!, y extendió el último cheque para su abogado.

Se inscribió en un tercer curso de cocina y aprendió a elaborar menús y preparar pasteles de chocolate con crema de miel. En las clases conoció a una mujer llamada Jennifer Ayles, una cuarentona divorciada bastante atractiva, que buscaba aliviar su soledad y se había incorporado a las clases para entretener sus noches. La invitó a un concierto de Barry Manilow y ella lo convenció de que usara los palos de golf de su hijo y Michael practicó este deporte por primera vez en su vida. Después, en la casa de Jennifer, trató de besarla. La mujer se echó a llorar y dijo que todavía amaba a su esposo, que la había dejado por otra. Terminaron hablando de sus respectivos ex, y él admitió que todavía quería a Bess, pero que ella no le correspondía y que le había advertido que no intentara volver a su lado.

Compró una mesa de jardín y comenzó a cenar en la terraza con vistas al lago.

Un día, al regresar de la oficina, encontró en el centro de la galería un falso pedestal con una nota: «¿Estás seguro de que quieres que elija una escultura para colocarla aquí? Creo que deberías ser tú quien la escogiera. Dime algo.»

Tras leerla, dejó un mensaje a Heather en Lirio Azul.

– Di a Bess que me encargaré de buscar la escultura.

En otra oportunidad, Bess le dejó un recado en el contestador: «Compra sábanas nuevas, Michael. ¡La cama ya ha llegado! Te la entregaremos mañana.» Adquirió unas sábanas de primera calidad. Y por primera vez desde que se había separado de Darla durmió en un dormitorio completamente decorado.

Por fin, hacia finales de junio, recibió el mensaje que había estado esperando.

«Michael, soy Bess. Es lunes, son las nueve menos cuarto de la mañana. Sólo quería anunciarte que la mesa de comedor ya está aquí y el sofá de piel ya está en camino.»

Al día siguiente regresó a casa a las cuatro de la tarde y encontró a Bess en el comedor, ocupada en quitar de las sillas tapizadas la envoltura de plástico. Una mesa nueva con superficie de vidrio ahumado descansaba debajo de la araña, que estaba encendida a pesar de la brillante luz que entraba por las ventanas.

Se detuvo en el umbral con cierta turbación.

– Hola…

Era la primera vez que la veía desde la boda de Lisa. Bess, que estaba de rodillas junto a una silla quitando unos ganchos de las cuatro patas con un destornillador, levantó la cabeza y se echó hacia atrás el pelo que le tapaba los ojos.

– ¡Michael! -exclamó con sorpresa-. No sabía que vendrías tan temprano.

Él entró con paso lento y arrojó las llaves sobre la mesa lateral del sofá, en la que reposaba un arreglo de flores de seda color crema metidas en un jarrón lleno de bolitas de mármol que no estaban allí por la mañana.

– Por lo general llego más tarde, pero estaba cerca, en Marine, y decidí no volver a la oficina. ¿Qué tal quedan las sillas? -preguntó.

– Bastante bien. -Bess ya había retirado la envoltura de dos de ellas.

Michael se quitó la chaqueta, la dejó sobre el sofá y se dirigió a una de las puertas correderas de vidrio.

– Hace mucho calor aquí. ¿Por qué no has abierto las puertas?

– No se me ha ocurrido.

Michael subió las persianas y abrió las dos puertas que daban al salón. Entró una ráfaga de aire estival que hizo oscilar las hojas de las plantas.

Michael se acercó a Bess.

– Oh, no. Es mi trabajo. Además, llevas puesta la ropa de calle.

– Tú también.

Bess lucía un elegante vestido amarillo de verano. La chaqueta del conjunto estaba doblada sobre el respaldo del sofá, junto a la americana de Michael.

– Dame -indicó Michael al tiempo que le quitaba las herramientas. Se arrodilló y empezó a retirar los ganchos restantes.

Bess se miró las manos y las frotó.

– Gracias.

Michael señaló con la cabeza hacia el ramo de flores de seda.

– Hay algo nuevo ahí.

Bess se puso en pie, y Michael reparó en sus zapatos de piel negra y aspiró la familiar fragancia de rosas.

– Quería un arreglo sencillo -explicó ella-, de flores muy pequeñas, pues resulta un poco más masculino.

– Es muy bonito. Si alguna vez estoy aburrido, me entretendré lanzando bolitas de mármol.

Bess rió mientras examinaba una de las sillas desenvueltas, que tenía un sólido respaldo tapizado con un estampado en tonos malva y gris.

– ¡Son muy elegantes! ¡Michael, el apartamento está quedando precioso! ¿Estás satisfecho o hay algo que no te gusta?

– Me gusta todo. No hay duda de que conoces bien tu oficio.

Michael arrancó todos los ganchos de la silla y la puso derecha. Bess colocó patas arriba otra que había de desenvolver mientras él se aflojaba el nudo de la corbata y se desabotonaba el cuello de la camisa.

– Estás bronceada -comentó al tiempo que se disponía a reanudar su tarea.

Ella extendió un brazo y se lo miró.

– Hum… un poco.

– ¿Cómo lo has conseguido?

Michael le lanzó una mirada fugaz; en todos sus años de casados, ella nunca había tomado el sol.

– Heather me regañó por trabajar demasiado, de modo que un par de veces a la semana me tiendo durante unas dos horas en el patio posterior. Tengo que admitir que es un verdadero placer. Ahora me arrepiento de no haber aprovechado ese espacio durante los años que estuvimos…, que he vivido en esa casa. La vista desde allí es magnífica.

– Últimamente yo también utilizo más mi terraza -explicó Michael mientras señalaba con la cabeza las puertas correderas-. He comprado una mesa de jardín y por las noches me siento fuera y disfruto de la vista de los veleros, cuando no estoy en uno.

– ¿Sales a navegar?

– Un poco, y en ocasiones también voy a pescar.

– Nos hemos vuelto más tranquilos, ¿eh, Michael?

Él la miró y advirtió que lo observaba con una expresión dulce en los ojos.

– A nuestra edad nos lo merecemos.

Se miraron fijamente durante unos segundos. Se oyó el zumbido de un cortacésped procedente del exterior y entró la fragancia de la hierba recién cortada, junto con una brisa suave que agitó las páginas de un diario sobre el sofá. En el parque de la casa vecina unos niños jugaban.

Mientras observaba a Michael, Bess notó el despertar de sensaciones que había experimentado años atrás. Imaginó que eran Lisa y Randy los chiquillos que gritaban fuera, y que ella y Michael pensaban: Vamos, aprovechemos que los chicos están entretenidos con sus juegos. Algunas veces había sucedido así. El intenso calor estival, la urgente pasión, la precipitación para quitarse la ropa, los faldones de la camisa que les molestaban en medio del acto sexual y les provocaban la risa, la prisa por temor a que sus hijos aparecieran en la cocina antes de que hubieran terminado…

Mientras daba rienda suelta a sus fantasías, seguía observando a Michael, tan atractivo con el cuello de la camisa abierto, sus ojos color avellana, que la miraban de hito en hito, y supuso que probablemente albergaba los mismos pensamientos que ella.

Bess fue la primera en bajar la vista.

– Hoy he hablado con Lisa.

Así rompió el hechizo. Continuó hablando mientras los dos se esforzaban por serenarse.

Michael terminó de desembalar las sillas, y Bess se ocupó de doblar los plásticos. Cuando todas las piezas estuvieron en su lugar, cada uno se colocó en un extremo de la mesa y admiraron el comedor. Bess reparó en las marcas de dedos que había en el borde del vidrio.

– ¿Tienes un limpiacristales? -inquirió.

– No.

– Supongo que es inútil preguntar si tienes vinagre.

– De eso sí tengo.

Bess lo miró con sorpresa, y Michael se sintió complacido mientras se dirigía a la cocina para buscarlo. Junto con el vinagre llevó también un paño azul y blanco y un rollo de papel de cocina.

– Tienes que mezclarlo con agua, Michael -indicó Bess cuando regresó.

Salió del comedor una vez más y volvió un minuto más tarde con un tazón azul lleno de vinagre diluido en agua. Ella tendió la mano, y Michael la detuvo.

– Déjame a mí.

Bess observó cómo limpiaba el vidrio de la mesa nueva, cómo se agachaba para frotar una mancha rebelde; los músculos se le tensaban bajo la camisa y la luz de la araña jugueteaba con sus cabellos.

Cuando terminó, volvió a la cocina para dejar el tazón, y Bess depositó en el centro de la mesa larga el jarrón con las flores de seda que había estado junto al sofá. Los dos examinaron el comedor una vez más e intercambiaron miradas de aprobación.

– Sólo falta una estera de rafia -comentó Bess. Al advertir que él la miraba con asombro preguntó-: ¿Te gustan?

– ¿Qué es la rafia?

– Fibra seca de palmeras… Dará un toque oriental.

– Sí, claro.

– Escogeré una y la traeré la próxima vez que venga.

– ¡Fantástico!

No había nada más que hacer y Bess no tenía ninguna excusa para permanecer allí.

– Bueno… -Alzó los hombros y se dirigió hacia donde estaba su chaqueta-. Ya hemos acabado. Debo regresar a casa.

Michael cogió la chaqueta del sofá y la sostuvo. Bess se la puso, se ahuecó la melena, recogió el bolso de piel negro y se lo colgó del hombro. Cuando se dio la vuelta, él estaba muy cerca, con las manos en los bolsillos del pantalón.

– ¿Quieres cenar conmigo el sábado por la noche?

– ¿Yo? -preguntó Bess con los ojos como platos y una mano en el pecho.

– Sí, tú.

– ¿Por qué?

– ¿Por qué no?

– Creo que no deberíamos, Michael. Dudo de que sea sensato.

– ¿En qué pensabas hace un rato?

– ¿Cuándo?

– Tú sabes cuándo.

– No sé a qué te refieres.

– Eres una mentirosa.

– Tengo que irme -repitió Bess.

– ¿O huir?

– No seas ridículo.

– ¿Qué hay del sábado por la noche?

– Te he dicho que no creo que debamos…

Michael sonrió con satisfacción.

– Te perderás la gran oportunidad de tu vida. Cocino yo.

– ¿Tú?

A Michael le complació su expresión de asombro. Se encogió de hombros y levantó las manos.

– He aprendido.

Bess se había quedado sin habla.

– Así estrenaremos la mesa -añadió él-. ¿Qué te parece?

Bess se percató de que tenía la boca abierta y la cerró.

– Debo reconocer que no dejas de sorprenderme, Michael.

– ¿A las seis y media? -preguntó él.

– De acuerdo -contestó con un mohín-. Deseo comprobar si es cierto.

– ¿Vendrás en tu coche?

– Claro. Si tú sabes cocinar yo sé conducir.

– Bien. Nos veremos el sábado.

La acompañó hasta la puerta, la abrió, apoyó un hombro contra el marco y la observó mientras pulsaba el botón del ascensor. Cuando llegó, Bess se dispuso a entrar en él, cambió de idea, mantuvo la puerta abierta con una mano y se volvió hacia Michael.

– No me habrás mentido, ¿verdad? ¿Es cierto que sabes cocinar?

Michael soltó una carcajada.

– Espera hasta el sábado y lo verás -respondió.

Sin añadir nada más, entró en el apartamento y cerró la puerta.

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