Esa misma mañana de domingo, a las diez, Michael Curran se despertó, se estiró y puso las manos bajo la cabeza. No le apetecía levantarse y, aunque le gruñía el estómago, permaneció acostado, con la mirada fija en el techo, donde se reflejaba la luz del sol. El dormitorio era muy amplio, cuadrado, con una puerta corredera de vidrio con tres hojas y vistas al lago. En la habitación sólo había una chimenea de mármol, un aparato de televisión y un par de colchones pegados contra la pared norte para evitar que se cayeran las almohadas.
La reflexión del sol sobre el lago helado proyectaba dibujos luminosos sobre el techo, interrumpidos por franjas de sombra de las ramas desnudas de los olmos. El edificio estaba en absoluto silencio, y era lógico, ya que no se permitían niños y los moradores pudientes se habían marchado para pasar el invierno en el sur, de modo que raras veces se cruzaba con alguien, ni siquiera en el ascensor.
Era solitario.
Había pensado en ello la noche anterior, así como en su encuentro con Randy. Cerró los ojos y recordó a su hijo, de diecinueve años, tan parecido físicamente a él y con tanta animosidad. Evocó la conmoción que le provocó verlo de nuevo, y se reprodujeron los sentimientos encontrados de la velada: amor, esperanza, decepción y una sensación de fracaso que le oprimía el pecho.
Abrió los ojos y observó los reflejos del techo.
Qué doloroso resultaba verse repudiado por su propio hijo. Quizá, como Bess había afirmado, él era culpable por haberse apartado de Randy, pero ¿acaso no era también responsable el muchacho al negarse a verlo? Por otra parte, si Bess hubiera percibido el sufrimiento que experimentó al verlo entrar en la casa de los Padgett, habría reconsiderado sus palabras.
Ese muchacho -ese hombre- era su hijo, cuyos últimos seis años de crecimiento Michael se había perdido contra su voluntad. Si Bess lo hubiera alentado, o si no le hubiese contagiado su animadversión hacia él a Randy, Michael lo habría visto durante ese período. Había infinidad de cosas que podían hacer juntos, en especial salir de caza y disfrutar de la vida al aire libre. En lugar de eso, Michael había sido excluido de todo, hasta de la ceremonia de graduación de Randy en la escuela secundaria. Por supuesto, se había enterado de que el chico acababa sus estudios. Al no llegarle ningún aviso oficial, había llamado a Bess para preguntarle al respecto pero… «No quiere que vayas», había respondido ella.
Entonces le envió dinero, quinientos dólares. Nunca hubo un acuse de recibo, ni escrito ni verbal, salvo por parte de Lisa, quien cuando Michael la telefoneó unas semanas después le informó: «Los ha dado como señal para un equipo de instrumentos de percusión que valen trescientos dólares.»
Instrumentos de percusión.
¿Por qué Bess no había tratado de convencerle de que fuera a la universidad? ¿O a la escuela de artes y oficios? Cualquier cosa era mejor que ese mediocre empleo en un almacén. Después del empeño de Bess por terminar su carrera universitaria, cabía esperar que adoptara una posición fuerte al respecto con sus hijos. Tal vez lo había hecho y no había dado resultado.
Bess…
¡Dios, cómo había cambiado! ¡La noche anterior, cuando la vio entrar en el hogar de los Padgett, le había sucedido la cosa más loca! Había sentido una pequeña descarga. Sí, era una locura, de acuerdo, porque Bess tenía ahora una agudeza, una severidad que él encontraba abrasiva. No obstante, era la madre de sus hijos y, a pesar de sus esfuerzos por mantener las distancias respecto a él, compartían el pasado, que pesaría por siempre sobre su prolongada separación. Habría apostado cualquier cosa a que Bess también era consciente de ello. Sentados juntos a la mesa, con Lisa y Randy frente a ellos, ¿cómo podían negar el peso de la memoria?
Desfilaron por su mente los recuerdos de sus comienzos. Bess estaba en la escuela secundaria cuando él, ya en su segundo año de la universidad, regresó a casa para disfrutar de unas breves vacaciones y descubrió que ella había crecido de golpe. La primera vez que la besó se encaminaban hacia su coche después de ver un partido de fútbol del equipo de la Universidad de Minnesota, en el otoño de 1966. La primera vez que hicieron el amor fue una tarde de domingo, hacia el final de su último curso de la carrera, cuando con un grupo de amigos fueron a Taylors Falls con comida, discos para practicar lanzamiento y gran cantidad de mantas. Se casaron un año después, él recién salido de la universidad, ella con tres cursos más por delante. Habían pasado la noche de boda en la suite nupcial del hotel Radisson, en el centro de Minneapolis.
La habitación había sido un regalo sorpresa de los padres de Bess, mientras que un grupo de amigas le habían comprado un camisón de encaje blanco y una bata transparente a juego. Recordó el momento en que ella salió del cuarto de baño con el conjunto. Él esperaba con un pijama azul, y ambos se sintieron tan turbados como si nunca hubieran hecho el amor. Entonces pensó que nunca olvidaría los detalles de aquella noche, pero con el correr del tiempo se volvieron borrosos. Lo que sí recordaba con toda claridad era el despertar a la mañana siguiente. Era un día soleado de junio y sobre el tocador había una cesta de frutas enviada por la gerencia del hotel y dos copas de la noche anterior, medio llenas de champán, ya sin burbujas. Al abrir los ojos había encontrado a Bess tendida a su lado, otra vez con el camisón puesto, y se había preguntado cuándo se habría levantado para enfundárselo y si esperaba que él también usara el pijama toda la noche. De ser así, resultaría que era una mojigata, a pesar de haber accedido a mantener relaciones sexuales prematrimoniales. Unos minutos más tarde Bess había despertado con una sonrisa en los labios y se había estirado tendida de costado de cara a él, con las manos juntas cerca de las rodillas. Él había tenido una erección de sólo mirarla.
– Hola.
– Hola -repuso él.
Permanecieron acostados largo rato, observándose, cautivados por la novedad y la maravilla que suponía despertar juntos. Michael recordó que a Bess se le habían encendido las mejillas y supuso que a él le había sucedido lo mismo.
– ¿Te das cuenta? -había dicho ella-. A partir de ahora nos despertaremos juntos durante el resto de nuestra vida.
– Excitante, ¿eh?
– Sí, bastante excitante -había susurrado ella.
– Te has puesto otra vez el camisón.
– No puedo dormir sin nada encima. ¿Y tú?
La sábana lo cubría hasta las costillas.
– Yo no tengo ese problema -había respondido-, pero tengo otro…
Ella le había puesto una mano sobre la cadera. Recordaba con gran nitidez lo que siguió, ya que nunca en su vida había experimentado nada tan increíble como lo de esa mañana. Habían mantenido relaciones sexuales con frecuencia antes del matrimonio, pero habían comportado ciertas limitaciones. Esa soleada mañana de junio, cuando ella le tendió los brazos, esas limitaciones se desvanecieron. Estaban casados, se pertenecían uno al otro, y eso suponía un cambio. Los votos pronunciados les otorgaban licencia y gozaron de ella.
Él la había visto medio desnuda, casi desnuda, la había desnudado de la cintura para abajo muchas veces. Habían hecho el amor a la luz del sol, arropados con una manta; a la claridad de la luna envueltos en las sombras y en el coche, debajo de los faroles de la calle y con las medias puestas. Incluso en su noche de bodas habían dejado encendida sólo la luz del baño para que arrojara un reflejo mortecino desde un rincón. En cambio esa mañana el sol había derramado todo su resplandor por una amplia ventana, él había apartado la sábana, ella se había quitado el camisón y los dos se habían regalado los ojos por primera vez. En ese sentido eran vírgenes, y nada de lo que él había experimentado antes había sido tan dulce.
Les sirvieron el desayuno en una mesa con ruedas, adornada con un mantel de lino y una rosa roja. Mientras comían, se observaron y comprendieron que su dicha era tan intensa que eclipsaba cualquier felicidad pasada.
Lo que recordaba con mayor claridad de ese día era la entrega de ambos. Se habían conocido en una época en la que numerosas parejas jóvenes renunciaban al matrimonio y optaban por vivir juntas sin casarse. Ellos habían discutido esa posibilidad, pero decidieron que se amaban y querían comprometerse de por vida.
Después del desayuno volvieron a hacer el amor y, después de ducharse, caminaron hasta St. Olaf para oír misa.
El 8 de junio de 1968, el día de su boda.
Ahora era enero de 1990, y él daba vueltas en su colchón, en un apartamento vacío, vestido con un pantalón gris de gimnasia, excitado una vez más por los recuerdos.
Olvídalo, Curran. Bess no te quiere y tú tampoco a ella. Además, tu hijo te trata como a un leproso.
Se dirigió al baño, encendió la luz, se miró al espejo y se quitó las legañas de los ojos. Se enjuagó la boca con un colutorio con sabor a canela durante los treinta segundos recomendados y se cepilló los dientes con abundante dentífrico rojo. Bess siempre le daba una perorata por usar demasiada pasta dental. «No necesitas tanta -le decía-; la mitad de eso es suficiente.» Ahora, ¡maldita sea!, empleaba tanta como le daba la gana y nadie lo sermoneaba. Una vez que hubo acabado, mostró los dientes al espejo y pensó: Míralos, Bess, son bastante perfectos para un hombre de cuarenta y tres años, ¿eh? Su dentadura le proporcionaba un curioso consuelo esa mañana en su amplio, vacío y silencioso apartamento.
Se secó la boca, arrojó la toalla al suelo y fue a la cocina. Las baldosas eran blancas, tenía alacenas de formica del mismo color con los bordes de roble amarillo y se comunicaba por medio de puertas correderas de vidrio con un comedor que daba a un pequeño parque con un torreón. Todas sus existencias, apiladas como una enorme isla en el centro de la cocina, parecían la manzana de una ciudad vista desde nueve mil metros de altura; café instantáneo, una caja de copos de cereal, una hogaza de pan, una terrina de manteca de cacao, otra de jalea de uvas, media barra de margarina envuelta en papel de aluminio dorado y un puñado de sobres de azúcar, además de una cuchara y un cuchillo de plástico que había cogido de un restaurante.
Se quedó un rato mirando la colección.
Dos veces he permitido que las mujeres me saquen hasta el último centavo. ¿Cuándo voy a aprender?, se dijo.
El destello fugaz de otro recuerdo acompañó a ese pensamiento: los cuatro -él, Bess, Randy y Lisa- durante esos años felices, cuando los chicos tenían edad suficiente para sentarse a la mesa y balancear las piernas sin que las puntas de los pies tocaran el suelo. Lisa, recién llegada de la iglesia, con el pelo recogido en una cola de caballo y acodada sobre la mesa, había cogido una tostada y la mordisqueaba sin dejar de mover los pies.
– Esta mañana he visto a Randy hurgándose la nariz en la iglesia y limpiándose los dedos bajo el banco. ¡Huaajjj!
– ¡Miente! ¡Ni siquiera lo he tocado!
– ¡Lo has hecho! ¡Te he visto, Randy! ¡Eres un maleducado!
– Mamá, Lisa siempre miente -había replicado Randy con un tono que evidenciaba que era culpable de lo que se le acusaba.
– ¡Nunca más me sentaré en ese banco!
Bess y Michael se habían mirado con los labios apretados para reprimir la risa.
– Randy se hurga la nariz en la iglesia -había intervenido Bess-, y su papá lo hace cuando se para ante un semáforo en rojo.
– No es verdad -había exclamado Michael.
– ¡Si lo es! -había replicado Bess.
Entonces toda la familia había prorrumpido en carcajadas, antes de que Bess pronunciara un sermón sobre la higiene y la necesidad de usar los pañuelos.
Los desayunos de los domingos eran muy alegres entonces.
Michael vertió una pequeña cantidad de cereales en un bol de plástico blanco, los cubrió con leche que sacó de la nevera, por lo general vacía, abrió un sobre de azúcar, cogió la cuchara de plástico y volvió a los colchones. Acomodó las almohadas contra la pared, encendió el televisor y se sentó para desayunar.
Sin embargo, no se había levantado para ver a los predicadores evangelistas o los dibujos animados, y pronto su mente se concentró de nuevo en la perturbadora maraña de las relaciones familiares que trataba de desenredar. Por enésima vez en su vida deseó haber tenido hermanos. Sería grato descolgar el auricular del teléfono y decir: «Hola, ¿me invitas a un café?», o charlar con alguien que había compartido el pasado, los padres, algunos recuerdos cálidos, tal vez unas pocas peleas; la varicela, la maestra de primer grado, la ropa de adolescente, una novia, los pastelitos de mamá. Alguien que supiera todo cuanto había luchado en la vida y a quien le importaran su felicidad y su estado de ánimo.
¿Cuál era su estado de ánimo? Se sentía solo y un tanto abatido mientras le asaltaban las preguntas: qué hacer para recuperar a Randy, cómo aprovechar la boda para reconciliarse con él, qué táctica adoptar con Bess, cómo alejar de sí la nostalgia. Además, pronto sería abuelo. Necesitaba hablar de todo eso.
Sin embargo no tenía con quien charlar, ningún hermano, y se sentía tan frustrado y solo como siempre.
Se levantó, se duchó, se afeitó y se vistió. A continuación trató de trabajar un rato en su escritorio, que se hallaba en una de las otras dos habitaciones, pero el silencio y el vacío eran tan deprimentes que tuvo que salir.
Decidió ir a comprar muebles. Los necesitaba con urgencia y al menos por la calle vería gente. Se dirigió a Dayton’s, en la carretera 36, con la intención de adquirir todo el mobiliario del salón y pedir que se lo enviaran de inmediato, pero para su desaliento descubrió que por lo general tardaban más de seis semanas en mandar los pedidos. Además, no había llevado ninguna muestra de la moqueta ni del papel pintado y no tenía ni idea de lo que quería.
A continuación fue a Levitz, donde recorrió los pasillos entre las habitaciones amuebladas y trató de imaginar esas piezas en su apartamento, pero enseguida se percató de que ignoraba qué colores quedarían bien. Entonces cayó en la cuenta de que las casas en que había vivido las habían decorado siempre mujeres, y que él carecía de gusto para esas cosas.
Después entró en la tienda de comestibles Byerly’s. Miró largo rato los pollos frescos mientras se preguntaba cómo preparaba Darla ese plato llamado fricassée. Al ver costillitas de cerdo recordó que Stella las servía con cebolla y rodajas de limón, pero ignoraba cómo las asaba para que quedaran crujientes. ¿Jamón? Eso sería más sencillo, si bien lo que le apetecía en realidad era un puré de patatas con salsa de jamón, según la receta de Bess.
¡Caramba! Se alejó de allí y se encaminó hacia el mostrador de las comidas preparadas, pidió una ensalada mixta y compró una sopa de arroz para la cena.
Caía la tarde cuando se dirigió a su casa, una hora melancólica. El sol del ocaso se reflejaba en el espejo retrovisor mientras conducía hacia su apartamento vacío. Dejó el coche en el aparcamiento subterráneo, en el garaje del subsuelo, subió en el ascensor y fue directamente a la cocina, donde calentó la sopa en el horno microondas y se sentó al alto mostrador.
La idea se le ocurrió entonces, cuando comía la sopa de un recipiente de cartón con una cuchara de plástico. Necesitas un decorador, Curran.
Conocía a uno, y muy bueno, además.
Por supuesto, eso podía ser sólo una excusa para llamarla, por más que de verdad necesitaba un profesional, pues ni siquiera tenía una mesa de cocina donde sentarse a comer. Sin embargo, era poco probable que Bess creyera que quería amueblar el apartamento; pensaría que buscaba otra cosa.
Podía llamar a algún otro. Sí, claro que podía, pero era domingo y a nadie se le ocurriría ponerse en contacto con un decorador de interiores en un día festivo.
Contempló el crepúsculo a través de la ventana. Si la telefoneaba, lo tomaría por un imbécil. Así pues, se quedó sentado, golpeándose la rodilla con la cuchara de plástico.
A las ocho de la noche se armó por fin de valor y marcó su antiguo número de teléfono. Lo recordaba de memoria.
Bess contestó al tercer timbrazo.
– Hola, Bess; soy Michael. Se hizo un largo silencio.
– Hola, Michael.
– ¿Sorprendida?
– Sí.
– Yo también.
Michael estaba sentado en el borde del colchón, con las mantas desordenadas. No sabía qué decir a continuación.
– Fue agradable la cena de anoche.
– Sí.
– Los Padgett son muy amables.
– Sí, a mí también me lo pareció.
– Lisa podía haber tenido peor suerte.
– Es muy feliz, y después de conocer a la familia de Mark no tengo ninguna objeción a su matrimonio.
Cada silencio que se producía resultaba más embarazoso.
– ¿Cómo está Randy? -preguntó Michael.
– Apenas lo he visto. Fuimos a misa y, cuando volvimos, se marchó enseguida para ver un partido con su amigo.
– ¿Te comentó algo anoche?
– ¿Sobre qué?
– Sobre nosotros.
– Sí. Dijo que esperaba que no me engañaras otra vez. Escucha, Michael, ¿querías algo en particular? Tengo trabajo y me gustaría acabarlo esta noche.
– Habíamos acordado ser corteses por el bien de los chicos.
– En efecto, pero…
– Mira, Bess, me ha costado un gran esfuerzo llamarte y tú empiezas por mostrarte insultante.
– ¡Me has preguntado qué dijo Randy y te he contestado!
– Está bien… -repuso, más calmado-. Está bien, olvidémoslo. Lamento haberte preguntado por él. Además, te telefoneaba por otra cosa.
– ¿Qué cosa?
– Quiero contratarte.
– ¿Para qué?
– Para que decores mi apartamento.
Bess permaneció un instante en silencio, después soltó una carcajada.
– ¡Oh, Michael, esto sí es divertido!
– ¿Qué tiene de divertido?
– ¿Quieres contratarme para que decore tu apartamento?
– Así es -respondió.
– ¿Has olvidado cómo te opusiste a que fuera a la universidad para obtener un título?
– Eso no tiene nada que ver. Necesito un decorador. ¿Aceptas el trabajo o no?
– En primer lugar, pongamos las cosas claras. No soy decoradora, sino diseñadora de interiores. Al parecer aún no has entendido la diferencia.
– ¿Qué diferencia hay?
– Cualquiera con un negocio de pinturas puede proclamarse decorador. Yo me licencié por la Universidad de Minnesota hace cuatro años y soy miembro de la Federación de Diseñadores de Interiores.
– De acuerdo, pido disculpas. No volveré a cometer ese error, señora diseñadora de interiores. ¿Te interesaría diseñar el interior de mi apartamento? -preguntó con sarcasmo.
– No soy estúpida, Michael. Soy una mujer de negocios. No me importa concertar una visita a domicilio. Hay un recargo de cuarenta dólares por gastos de desplazamiento, que aplicaré al coste del mobiliario que desees encargar.
– Muy bien.
– De acuerdo. Dejé mi agenda en el negocio, pero sé que tengo libre la mañana del viernes próximo. ¿Te va bien?
– Perfecto.
– Sólo para que sepas a qué atenerte, te diré que la visita domiciliaria consiste en una serie de preguntas que me ayudarán a conocer tus gustos, tu presupuesto, tu estilo de vida y cosas como ésas. En esta ocasión no llevaré muestras ni catálogos; todo eso vendrá después. Durante esta visita inicial, sólo hablaremos y yo tomaré notas. ¿Vive alguien más en el apartamento?
– ¡Por el amor de Dios, Bess…!
– Lo pregunto como profesional. Es importante que todas las personas que viven en una casa estén presentes en esta primera consulta y participen en los proyectos de forma activa desde el principio. Así se eliminan problemas ulteriores, cuando el que no estuvo en la reunión sale con un: «Un momento, sabes que detesto el azul!» O el amarillo, o las máscaras africanas, o las mesas con superficie de vidrio. A veces oímos comentarios como: «¿Qué ha pasado con la lámpara de la tía abuela Myrtle?» Te sorprenderían los gustos tan extraños que tiene la gente.
– No; no vive nadie conmigo.
– Bien, eso simplifica las cosas. Quedamos el viernes a las nueve, si te viene bien.
– Muy bien. Te diré cómo llegar hasta aquí.
– Ya lo sé.
– ¿Ya lo sabes?
– Randy me lo indicó.
– Oh… -Por un instante Michael se había hecho la ilusión de que Bess se había tomado la molestia de ver el lugar donde residía después de que él le hubiera entregado su tarjeta-. Hay un sistema de seguridad, de modo que llama desde el vestíbulo -añadió.
– De acuerdo.
– Bueno, entonces nos vemos el viernes.
– Sí. Adiós, Michael.
– Adiós.
Cuando colgó el auricular, Michael frunció el entrecejo mientras clavaba la vista en el teléfono.
– ¡Vaya! ¡Madame diseñadora de interiores!
Se hizo el silencio después de ese arranque. Se oyó el clic de la caldera al encenderse, seguido del zumbido de la calefacción. La noche apretaba su negrura contra las ventanas sin cortinas. La lámpara del techo arrojaba una luz desagradable sobre la habitación. Se tendió en el colchón con las manos bajo la nuca. Un revoltijo de sábanas y mantas creaba un bulto incómodo debajo de él. Se apartó hacia un lado, todavía con expresión ceñuda.
Es probable que esto sea un error, pensó.
Recordó la decoración infame que Doris Day había perpetrado en el apartamento de Rock Hudson en Confidencias a medianoche. Ah, las borlas de terciopelo rojo, las cortinas verde pálido, la cabeza de alce, la pianola anaranjada, las cortinas de abalorios, las diosas de la fertilidad, la estufa panzuda y la silla fabricada con astas de venado…
Era tentador.
Decididamente tentador.
A la noche siguiente, Lisa fue a la casa de su madre para probarse el traje de novia. Estaba guardado en el sótano, en un cubículo sin ventanas junto al lavadero, dentro de una bolsa de plástico que colgaba de las vigas del techo. Bajaron juntas. Bess tiró de una cadena para encender la luz y una bombilla de 40 vatios extendió una lúgubre mancha amarilla sobre el compartimiento atestado, un sarcófago de dos metros por cuatro que olía a moho.
Bess miró en derredor y tiritó. Después alzó la vista hacia la hilera de ropa colgada.
– No creo que ninguna de las dos pueda llegar. En el lavadero hay una escalerita. ¿Te importaría traerla, Lisa?
Cuando Lisa salió, Bess empezó a apartar cajas y muebles pequeños, una red de bádminton, una funda con una guitarra de veinticinco dólares que habían comprado a Randy cuando tenía doce años, antes de que descubriera su pasión por los instrumentos de percusión. Algunas cajas de cartón tenían etiquetas: ropa de bebé, muñecas de Lisa, juegos, cuadernos escolares. Representaban muchos años de recuerdos acumulados.
Lisa volvió y, mientras Bess colocaba la escalerita en el estrecho espacio, aquélla abrió una caja.
– Oh, mamá, mira…
De una caja de puros sacó una foto escolar en la que aparecía ella; le faltaban los dos incisivos y llevaba el pelo peinado con la raya al lado y sujeto con un pasador.
– Segundo curso, con la señorita Peal. Donny Carry decía que estaba enamorado de mí y todas las mañanas dejaba sobre mi pupitre unos caramelos en forma de corazón, con un mensaje diferente cada vez. «Quiero que seas mía, preciosa.» Era una verdadera conquistadora, ¿eh, mamá?
Bess miró la foto.
– Oh, recuerdo ese vestido. La abuela Dorner te lo regaló por Navidad y te lo ponías siempre con calcetines colorados y zapatos de charol.
– Papá solía llamarme su pequeño duende cuando lo llevaba.
– Hace mucho frío aquí -observó Bess-. Busquemos el vestido y subamos.
Bess cogió el traje de novia, y Lisa, la caja de cigarros. Mientras ascendían por la escalera, Lisa ojeaba los boletines, las viejas fotos dobladas y las notas de sus amigos de la infancia. Bess retiró del vestido la polvorienta bolsa de plástico y lo sacudió. Lo llevó arriba y encontró a Lisa en su antigua habitación, sentada sobre la cama con las piernas cruzadas.
– Mira esto…
Bess tomó asiento a su lado, con el traje doblado sobre su regazo.
– Es una nota de Patty Larson -continuó Lisa-. «Querida Lisa, te espero en el descampado después del almuerzo; trae tu muñeca Melody y todas tus Barbies y organizaremos un concierto.» ¿Te acuerdas de que Patty y yo acostumbrábamos hacer eso? Teníamos unas linternitas de bolsillo y simulábamos que eran micrófonos, colocábamos a las muñecas como si fueran nuestro público y cantábamos.
Abrió los brazos, chasqueó los dedos y entonó un par de estrofas de Don’t go breaking my heart. Cuando hubo terminado, se echó a reír y añadió:
– Recuerdo que una vez organizamos un espectáculo para ti y papá. Nos vestimos con algunos trajes de baile de su hermana, fabricamos unos pequeños boletos y les cobramos la entrada.
Bess también se acordaba. Sentada junto a Bess, desabrochó los botones de la espalda de su vestido de novia al tiempo que evocaba esos días felices, antes de que empezaran los problemas entre ella y Michael. Aunque en ocasiones le embargaba la nostalgia, era una persona realista que sabía que no eran más que relámpagos pasajeros. Ella y Michael nunca volverían a ser marido y mujer, por mucho que Lisa lo deseara.
– ¿Por qué no te pruebas el vestido? -sugirió con dulzura.
Lisa dejó a un lado la caja de cigarros y se puso en pie. Minutos después Bess pasó veinte presillas de raso alrededor de veinte botones de perla mientras Lisa se miraba en el espejo del tocador.
– Me queda bien -comentó Lisa.
– Yo usaba entonces la talla treinta y ocho, tú gastas la treinta y seis. Aunque en estas pocas semanas que faltan te aumente un poco la tripita, no habrá ningún problema.
Las dos estudiaron la imagen de Lisa en el espejo. El vestido tenía un cuello levantado recamado con mostacilla, sobre un corpiño de encaje en forma de V que terminaba con una punta sobre el estómago. Las mangas eran abombadas, largas hasta el codo, y de la amplia falda de raso partía una cola ribeteada con bordados de cuentas y lentejuelas. A pesar de llevar tanto tiempo guardado, no estaba descolorido.
– Es precioso, ¿verdad, mamá?
– Sí, lo es. Recuerdo lo contenta que me puse cuando mi madre dijo que podía comprarlo. Por supuesto, era uno de los más caros en la tienda, y pensé que diría que no, pero ya conoces a tu abuela. Le caía tan bien tu padre que habría accedido a cualquier cosa cuando se enteró de que iba a casarme con él.
Sin previo aviso, Lisa se apartó del espejo y se dirigió a la puerta.
– ¡Espera un minuto! -exclamó mientras salía.
– ¿Adónde vas?
– Enseguida vuelvo. ¡Quédate ahí!
Bajó por la escalera a toda prisa y regresó un minuto después. Entonces se dejó caer sobre la cama con un álbum de fotos sobre la falda.
– Estaba donde siempre, en la estantería del salón -explicó casi sin aliento.
– ¡Lisa, no revuelvas esas cosas del pasado!
Lisa había traído el álbum de la boda de Bess y Michael.
– ¿Por qué no? Quiero verlas.
– A mí no me apetece.
– Quiero ver cómo te quedaba el vestido.
– Tú deseas ver las cosas tal como solían ser, pero esa parte de nuestra vida terminó. Papá y yo estamos divorciados y así vamos a seguir.
– ¡Oh, mira…!
Lisa había abierto el álbum. Allí estaban Michael y Bess en un primer plano, mejilla contra mejilla; el velo de ella formaba una aureola alrededor de los dos.
– Estabas maravillosa, mamá, y papá… ¡guau, míralo!
Bess se conmovió. Se había mostrado intransigente durante años y empezaba a comprender el daño que su actitud había causado a sus hijos. En este punto decisivo de su vida, Lisa necesitaba evocar el pasado. Prohibirle explorar en él era negarle una parte de su herencia. Por otro lado, hacerle creer que existía una posibilidad de reconciliación entre sus padres era un verdadero desatino.
– Lisa, querida… -Bess le tomó la mano. Lisa la miró a los ojos-. Tu padre y yo tuvimos algunos años maravillosos.
– Lo sé. Los recuerdo.
– Me gustaría que las cosas hubieran ido mejor entre nosotros, pero no fue posible. Quiero que sepas, sin embargo, que me alegra que nos hayas obligado a relacionarnos. Aun cuando tu padre y yo no volvamos a estar juntos, es mejor que no exista animosidad entre nosotros.
– Papá dijo que estabas espléndida la noche de la cena.
– Lisa, querida, estás prendiendo los alfileres de tus esperanzas en el vacío.
– Bueno, ¿qué piensas hacer? ¿Casarte con Keith?
– ¿Quien piensa en casarse? Soy feliz así, como estoy. Tengo buena salud, el negocio marcha bien. Me mantengo ocupada, os tengo a ti y a Randy…
– ¿Y qué ocurrirá cuando Randy decida crecer? ¿Cuando se independice? -Señaló las paredes y agregó-: ¿Te vas a quedar sola en esta enorme casa vacía?
– Lo decidiré cuando llegue el momento.
– Mamá, prométeme una sola cosa… Si papá trata de acercarse a ti, te invita a salir o algo parecido, no te pongas furiosa ni lo humilles, por favor. Creo que intentará algo. Vi cómo te miraba mientras cenábamos.
– Lisa…
– Eres aún una mujer atractiva, mamá.
– ¡Lisa!
– Y en cuanto a papá, es uno de los hombres más apuestos de los alrededores.
– No quiero seguir hablando del asunto -zanjó Bess.
Después de esta conversación, Lisa se marchó pronto y se llevó el vestido para llevarlo a la tintorería. Bess subió al primer piso para apagar las luces de la antigua habitación de Lisa. Allí, sobre la cama, estaba el álbum de su boda, encuadernado en cuero blanco y con unas letras doradas que rezaban: bess y michael curran, 8 de junio de 1968.
El dormitorio parecía retener el olor añejo del vestido de novia y de la caja de cigarros, que Lisa había dejado olvidada. Un olor apropiado, pensó Bess. Se tendió sobre el colchón, tomó el álbum con una mano y con la otra pasó las páginas lentamente, pensativa, nostálgica.
Alternaba un sabor dulce con uno amargo a medida que los deseos opuestos de sus hijos la arrastraban en direcciones contrarias… Randy, el amargo; Lisa, la romántica.
Cerró el libro y permaneció tumbada sobre el lecho. Fuera, el perro de un vecino ladraba para que lo dejaran entrar en la casa. Abajo, en la cocina, se encendió el congelador automático y envió el silbido del agua en movimiento por las cañerías de la pared. En el mundo que la rodeaba, hombres y mujeres caminaban juntos por la vida, mientras ella yacía en la cama de su hija. Sola.
«Esto es ridículo, -pensó-. Tengo lágrimas en los ojos y un dolor en el corazón que no sentía antes de entrar en esta habitación. He permitido que Lisa me contagie su sentimentalismo. Sea lo que sea lo que creyó captar entre Michael y yo la otra noche, fue producto de su imaginación».
Volvió la cabeza y estiró la mano para tocar el álbum de su boda.
¿O hubo algo?, se preguntó.