El sofá de piel llegó el viernes, y Bess movió cielo y tierra para encontrar una empresa de transportes que lo llevara al apartamento de Michael el sábado por la mañana. Deseaba verlo allí cuando fuera por la noche, sentarse en él con Michael. Estaba tan entusiasmada como si le perteneciera.
Decidió que para esa cita no necesitaba acicalarse demasiado, de modo que se puso unos pantalones blancos y un jersey de manga corta de algodón azul tornasolado con una sencilla cadena al cuello y unos pequeños pendientes de oro. Se había cortado el pelo, pero eso había ocurrido antes de que Michael la invitara. Se arregló las uñas, pero eso lo hacía dos veces por semana. Se echó perfume, como de costumbre, y se depiló las piernas, pero sólo porque lo necesitaban.
Sin embargo no pudo resistir la tentación de ponerse un nuevo conjunto de lencería que se había comprado el día anterior cuando, «por pura casualidad», pasó por la boutique Victoria’s Secret. Era de encaje azul, con un escote muy pronunciado en el sujetador y unas braguitas minúsculas.
Se lo puso, se miró en el espejo y pensó: ¡Qué ridículo! Se lo quitó. Lo reemplazó por uno más sencillo de color blanco. Profirió una maldición y volvió a enfundarse el de encaje. Hizo una mueca al ver la imagen reflejada en el espejo. ¿Quieres liarte con un hombre con quien ya has fracasado una vez?, se preguntó. Poner, quitar, poner, quitar… Tres veces, antes de decidirse por el conjunto azul.
Michael había confiado en el buen criterio de Sylvia Radway.
«Quiero impresionar a una mujer -le había explicado-. Voy a cocinar para ella por primera vez y quiero dejarla pasmada. ¿Qué debo hacer?»
La mujer le aconsejó que vistiera la mesa con un par de candelabros con velas azules, un centro de rosas blancas y lirios azules, manteles individuales y servilletas de lino, copas de pie alto y champán Pouilly-Fuissé helado.
A las seis menos diez de la tarde del sábado Michael examinaba con nerviosismo todos los detalles de la mesa.
Tus intenciones son demasiado evidentes, Curran, se dijo. Sin embargo, deseaba dejarla anonadada. ¿Qué había de malo en ello? Los dos eran libres, no mantenían ninguna relación. Había dispuesto las rosas en el centro y atado las servilletas alrededor del pie de las copas tal como le había enseñado Sylvia, quien aseguraba que las mujeres apreciaban detalles como ése. No obstante, mientras contemplaba la mesa, Michael se planteó la posibilidad de que la cena terminara en fracaso y supuso que Bess regresaría a su coche sin brindarle la oportunidad de actuar como un galán.
Consultó el reloj y entró en el cuarto de baño a toda prisa para ducharse y cambiarse de ropa.
Como consideraba que se había excedido en la decoración de la mesa, decidió vestirse con ropa informal; se puso unos tejanos blancos, una camiseta de cuadros grandes y un par de mocasines blancos sin calcetines; una pulsera de oro, un poco de brillantina en el pelo, y un toque de colonia; nada fuera de lo habitual.
Esto se decía mientras se pasaba un peine por las cejas, secaba hasta la última gota de agua del lavabo, guardaba las prendas que se había quitado, alisaba el edredón, limpiaba el polvo de los muebles con las manos, bajaba las persianas y dejaba encendida la lámpara de la mesita de noche antes de abandonar la habitación.
El timbre del interfono sonó a las seis y media.
– ¿Eres tú, Bess?
– Sí.
– Enseguida bajo.
Dejó abierta la puerta del apartamento y bajó en el ascensor. Ella lo esperaba ante la puerta de éste, vestida con la misma informalidad bien estudiada que él.
– No era necesario que bajaras. Conozco el camino.
– Cuestión de buena educación -repuso él sonriente.
Bess entró en la cabina y él la miró por el rabillo del ojo.
– Bonita noche, ¿eh? -comentó.
Ella lo miró con recelo.
– Sí, lo es.
En el apartamento, la corriente de aire que penetraba por todas las puertas abiertas convertía el vestíbulo en un túnel de viento, que llevó hasta Michael el olor del perfume de rosas de Bess. Cerró la puerta y el viento cesó de inmediato. Ella lo precedió a través del vestíbulo hasta la galería, donde se detuvo.
– ¿Todavia no has encontrado nada para el pedestal? -preguntó.
– No he tenido tiempo de buscar.
– En Minneapolis, cerca de France Avenue, hay una tienda llamada Estelle’s, donde venden piezas de cristal y bronce repujado. Tal vez haya algo que te guste.
– Lo tendré presente. Ven.
Se adelantó y la guió hacia la cocina y la salita de estar contigua y se detuvo en el vano de la puerta para bloquearle la vista. Volvió la cabeza y la miró por encima del hombro.
– ¿Estas preparada para ver el sofá? -preguntó.
– Sí, por favor -exclamó ella con impaciencia.
Bess le propinó ligeros codazos en la espalda mientras él, con ambas manos en el marco de la puerta, le cerraba el paso.
– ¡Vamos! En realidad te da lo mismo verlo, ¿verdad?
– ¡Michael! -vociferó ella después de asestarle un par de puñetazos-. ¡Me muero de ganas por ver cómo queda! ¡Percibo su olor desde aquí!
– Creía que te desagradaba el olor de la piel.
– Y es así, pero esto es diferente.
Lo empujó otra vez y él se apartó por fin. Ella fue directamente al sofá, cinco secciones de finísima piel que se extendían a lo largo de una pared, con curvas en los rincones, y estaban de cara a la nueva sala de televisión. Se dejó caer en el centro, y los blandos almohadones se alzaron para envolverla como una caricia.
– ¡Qué delicia! ¿Te gusta?
Michael tomó asiento en un extremo.
– ¿Le gusta un Porsche a un hombre? ¿Una entrada en primera fila para un partido importante? ¿Una cerveza helada en un día de calor?
– Humm… -Bess cerró los ojos por un instante-. Te confesaré algo. Nunca había vendido un sofá como éste.
– ¡Eres una farsante! Pensaba que sabías de qué estabas hablando.
– Lo sabía, pero no lo había «experimentado».
Se puso en pie de un salto y observó el sofá.
– No tuve oportunidad de echarle una mirada antes de que lo enviaran. ¿Está todo bien? ¿Ningún rasguño? ¿Ninguna marca? ¿Nada?
– No he visto nada; claro que no he tenido mucho tiempo para fijarme.
Bess examinó cada costura, cada ribete. Cuando terminó la inspección, se detuvo con las manos en las caderas.
– Lo cierto es que apesta.
Arrellanado y con los brazos extendidos sobre el respaldo, Michael soltó una carcajada.
– ¿Cómo puedes decir eso de un sofá que vale ocho mil dólares?
– Soy realista, nada más. Bien, ¿te han gustado los muebles del comedor?
Se dirigió hacia la puerta que conducía al comedor, mientras él permanecía sentado esperando su reacción.
Al ver la mesa Bess se quedó petrificada. La miró con expresión absorta mientras Michael admiraba su trasero:
– ¡Vaya, Michael! ¡Dios mío…!
Él se levantó por fin y se situó detrás de ella.
– Te invité a cenar, ¿lo recuerdas?
– Sí, pero… una mesa tan elegante… -dijo con incredulidad-. ¿Todo esto lo has preparado tú?
– Sí, con un poco de asesoramiento.
– ¿De quién? -preguntó Bess al tiempo que avanzaba un par de pasos hacia la mesa.
– De una dama que dirige una escuela de cocina.
Bess lo miró con la boca abierta.
– ¿Vas a una escuela de cocina?
– Sí, así es.
– Caramba, Michael, me dejas perpleja… Todo esto… Las rosas, los lirios azules…
Michael recordó que Bess asociaba los lirios azules con su abuela. Con los labios cerrados y expresión pensativa, Bess admiró las flores, los manteles individuales, las copas de cristal.
– ¿Te sirvo un poco de vino, Bess?
– Sí, por favor… -balbuceó.
– Enseguida vuelvo.
En la cocina Michael echó un vistazo al jamón que se asaba en el horno, puso a cocer la olla con las patatas coloradas, levantó la tapa del recipiente que contenía los espárragos frescos, introdujo la crema de queso en el microondas y consultó durante cuánto tiempo debía mantenerla en él. Por último descorchó la botella de vino.
Al volver al comedor, encontró a Bess de pie ante la puerta corredera, embelesada con el panorama que se extendía enfrente, mientras la brisa hacía ondear su cabello. Al reparar en su presencia volvió la cabeza y él le entregó una copa.
– Gracias.
– ¿Vamos fuera? -sugirió Michael.
– Humm…
Bess tomó un trago mientras él abría la puerta y esperaba a que saliera a la terraza.
Se sentaron a la pequeña mesa blanca, en unas sillas acolchadas dispuestas de cara al lago. El escenario era encantador, el atardecer claro, pero de pronto ambos habían enmudecido. Todo había cambiado después de que Bess hubiera visto la mesa del comedor. No había duda de que ésa era una tentativa de comenzar de nuevo su relación. Se sentían incapaces de entablar conversación después del diálogo fluido que habían mantenido al llegar ella. Contemplaron los veleros que surcaban con lentitud el lago, los árboles de la isla Manitou. Escucharon el sonido de las olas al chocar contra la orilla, el susurro de las hojas de los álamos. Percibieron el calor del verano sobre la piel y aspiraron el olor de una parrillada que alguien preparaba cerca y el de su propia cena.
Eran conscientes de que todo había cambiado, y por ello no sabían cómo actuar.
Por fin Bess rompió el silencio.
– ¿Cuándo te matriculaste en el curso de cocina?
– Empecé en abril y ya he asistido a nueve clases.
– ¿Dónde?
– En Victoria Crossing, en un lugar llamado Cooks of Crocus Hill. Tengo un proyecto en marcha allí y por pura casualidad conocí a la mujer que dirige la escuela.
– Es extraño que Lisa no lo haya mencionado.
– No se lo comenté.
Michael había planeado todos los detalles de esa velada con el fin de impresionar a Bess. Sin embargo, ahora que por fin había llegado, no se sentía tan satisfecho como había supuesto.
– Esa mujer… -murmuró Bess con la vista clavada en su copa-, ¿hay algo entre tú y ella?
– En absoluto.
Su respuesta operó un cambio muy sutil en Bess, que él notó en el débil relajamiento de sus hombros y de sus labios al tomar un trago de vino. Michael apoyó los pies cruzados sobre la barandilla de la terraza.
– Últimamente trato de aprovechar el tiempo y entretenerme -reconoció.
– ¿Cocinando? -preguntó ella.
– Sí, y también leyendo, navegando, yendo al cine. Supongo que he llegado a la conclusión de que no siempre puedes contar con alguien que te ayude a paliar la soledad. Es uno mismo quien tiene que hacer algo al respecto.
– ¿Y te da resultado?
– Sí. Soy más feliz de lo que he sido en años.
Bess lo observó mientras él esbozaba una leve son risa.
– Es probable que no lo creas, Bess, pero… -añadió al tiempo que la miraba a los ojos-, hasta me ocupo de lavar la ropa.
Contra lo que esperaba, ella no se burló.
– Eso es maravilloso, Michael. Has madurado, no cabe duda.
– Sí, bueno… Los tiempos cambian, y es preciso adaptarse a ellos.
– A los hombres les cuesta, sobre todo a aquellos cuyas madres, como la tuya, asumían el papel de ama de casa tradicional. Tú eres de la generación que quedó atrapada en medio del fuego cruzado. A los jóvenes como Mark les resulta más fácil, pues han crecido en hogares de clase media, con madres que trabajan y una línea divisoria más borrosa entre las obligaciones de los sexos.
– Nunca supuse que pudieran gustarme las tareas domésticas, pero he descubierto que no son tan desagradables. Debo admitir que cocinar me entusiasma. -Consultó el reloj y bajó las piernas de la baranda-. Por cierto, tengo que hacer algunas cosas. ¿Por qué no te quedas aquí un rato? ¿Más vino?
– No, gracias. Me he propuesto beber con moderación esta noche. Además, la vista desde aquí basta para levantar el espíritu.
Michael sonrió y se fue.
Bess permaneció inmóvil, atenta a los ruidos que le llegaban desde la cocina (el chasquido de tapas de ollas, el timbre del horno microondas, el agua que corría) preguntándose qué estaría haciendo Michael. El sol descendió sobre el horizonte y el lago pareció más azul. El cielo se tiñó de púrpura en el este. Más allá, en las playas públicas, la gente enrollaba las toallas para encaminarse hacia sus casas. Los veleros empezaron a desaparecer de la superficie del agua. La bucólica llegada de la noche, unida al vino y a la sensación de que disminuía la fricción entre ella y Michael, le provocó una agradable serenidad. Apoyó la cabeza contra la pared como si tomara sol.
Al cabo de cinco minutos cogió la copa de vino vacía, se dirigió a la cocina y se recostó contra el marco de la puerta. Michael había puesto un disco de música New age y en esos momentos vertía queso parmesano en un tazón, con un paño azul y blanco sobre el hombro izquierdo. La imagen que ofrecía era tan inesperada que Bess se estremeció, como si acabara de descubrir un atractivo desconocido en él.
– ¿Puedo ayudarte en algo?
Michael miró en derredor y sonrió.
– No, nada. Todo está bajo control… -respondió con una risa nerviosa-. Al menos eso creo…
Batió un huevo y a continuación abrió la nevera, de la que sacó una ensaladera llena de lechuga.
– ¿Ensalada César?
– Aprendí a prepararla en la segunda lección -explicó él con una sonrisa de satisfacción. Bess arqueó una ceja.
– ¿Os pasáis recetas? -preguntó Bess en son de broma.
– Oye, me pone nervioso que estés ahí, mirándome. Si quieres hacer algo, enciende las velas.
– ¿Dónde tienes los fósforos? -inquirió ella apartándose de la puerta.
– ¡Demonios!
Buscó en cuatro cajones de la cocina sin encontrarlos, escarbó en otro y destapó una olla antes de dirigirse a grandes zancadas a su estudio. Como tampoco los halló allí, regresó a la cocina.
– ¿Te importaría mirar en los bolsillos de mis trajes? -pidió-. A veces me guardo las cerillas que dan en los restaurantes. Debo sacar la verdura de la olla.
– ¿Dónde los guardas?
– En el armario del dormitorio principal.
Bess entró en la habitación y la encontró limpia y ordenada. La lámpara de la mesita arrojaba una luz tenue, la cama estaba bien hecha. Los elementos decorativos que ella había elegido combinaban de manera armoniosa: el papel pintado, las persianas, el edredón, el juego de sillas, los grabados, el jarrón. Los muebles eran de un negro brillante, lustroso. A ella le gustaba en particular el galán de noche, que tenía la forma de una marquesina de teatro de los años treinta. Junto a la cama, la portada de la revista Hunting mostraba un venado con las astas envueltas en terciopelo. Encima de la cómoda vio la billetera de Michael, monedas, una tarjeta de visita, un bolígrafo. Aunque había decorado la estancia y la había visitado innumerables veces, ahora al ver los objetos personales de Michael se sintió como una intrusa.
Abrió el ropero y encendió la luz interior. Olía a colonia inglesa y a él, una mezcla que le hizo sentir nostalgia. Las camisas colgaban de una barra, los vaqueros de otra, y los trajes de una tercera. En la parte inferior descansaba una hilera de zapatos, junto con unas zapatillas Reebok con unos calcetines blancos de algodón, ya usados, dentro. De la puerta colgaba una percha para las corbatas; una se había deslizado y estaba en el suelo. Bess la cogió y la colgó con las otras; una reacción propia de una esposa que se reprochó de inmediato. Se volvió para asegurarse de que Michael no la miraba. No estaba, por supuesto, y se sintió tonta.
Buscar en los bolsillos de sus chaquetas parecía una indiscreción. En uno encontró la mitad de una entrada de cine; en otro, un mondadientes usado; en un tercero, un anuncio recortado de un diario en el que se ofrecía en venta un terreno.
Por fin halló una caja de fósforos y se alejó del armario como si acabara de ver una película pornográfica dentro de él.
Cuando volvió al comedor, las copas de vino ya estaban llenas, y las ensaladeras individuales sobre la mesa. Encendió las velas azules cuando él entraba con dos platos.
– Siéntate… Ahí -indicó.
Una vez que estuvo sentada, Michael puso delante de ella un plato de jamón asado, patatas con perejil y espárragos en salsa de queso. Bess se quedó sin habla al verlo, y él tomó asiento en el extremo opuesto de la mesa.
– ¡Parece mentira! -exclamó ella sin apartar la vista de la obra de arte que él había preparado.
Michael se echó a reír.
Bess alzó la mirada y ladeó la cabeza para ver a Michael, cuya cara le tapaban las velas y un lirio.
– ¿Quién ha cocinado todo esto?
– Sabía que lo preguntarías.
– Es lógico, Michael. Cuando vivíamos juntos, tu idea sobre una comida de tres platos consistía en patatas fritas, alguna salsa y una coca-cola. ¡Esto es increíble!
– Adelante, pruébalo.
Bess desató su servilleta del pie de la copa de vino, la extendió sobre su regazo y cató los espárragos, en tanto que él la observaba con el tenedor y el cuchillo en la mano, a la espera de su reacción.
– Mmmm… ¡Fantástico!
Michael se sintió como si acabara de conseguir un empleo de cocinero jefe en un gran hotel.
– No sé cómo has preparado el jamón, pero está delicioso -comentó ella.
Michael la miraba por encima del centro de mesa. De pronto dejó los cubiertos sobre el plato.
– ¡Caramba, Bess! Me siento como si estuviera en una cena de la serie Dallas. Voy a sentarme a tu lado.
Tomó la copa de vino con una mano y con la otra arrastró el mantel individual con el plato hasta el extremo opuesto de la mesa, donde tomó asiento en ángulo recto con ella.
– Así está mejor. Ahora empecemos la cena como corresponde.
Levantó la copa, y ella lo imitó.
– Por… -Pensó un instante-. Por el pasado… y para olvidar lo pasado.
– Por el pasado -repitió ella.
Brindaron mientras se miraban fijamente. Después, con los labios todavía húmedos, siguieron absortos el uno en el otro hasta que, en una actitud sensata, Michael rompió el hechizo.
– Bueno, prueba la ensalada -sugirió. Ella prodigaba los elogios, y él rebosaba de orgullo.
Hablaron de diversos temas. Él le contó lo ocurrido en la reunión con la Asociación de Ciudadanos y sus proyectos para la esquina de Victoria y Grand. Ella le habló de la Sociedad Americana de Diseñadores de Interiores y de su esperanza de que aprobaran la legislación que exigía licencia para ejercer y prohibía a los intrusos sin titulación trabajar en ese ámbito.
– ¡Espera! -interrumpió Michael-. Me has convertido en un firme defensor de los diseñadores de interiores.
– Entonces ¿estás satisfecho?
– Por completo.
– Yo también -afirmó Bess, que acto seguido propuso un brindis-. Por nuestra amistosa asociación comercial y por sus más que exitosos resultados.
– Y por el apartamento… que has transformado en un verdadero hogar -agregó Michael.
Bebieron y siguieron charlando después de haber acabado de cenar. Había anochecido, y sólo les alumbraba la llama de las velas. La fragancia de las rosas parecía intensificarse en el aire húmedo de la noche. Fuera, los chillidos de las gaviotas se apagaban a medida que se imponía el canto de los grillos. Bess se quitó los zapatos mientras ambos jugueteaban con sus copas de vino.
– Desde que nos divorciamos he ansiado volver a vivir en nuestra casa de Stillwater -reconoció Michael-. Ahora, por primera vez, ya no es así y me parece magnífico. Este lugar me satisface plenamente. No siento ningún deseo de salir. Te diré algo más.
Bess se enderezó y apoyó el mentón en un puño.
– ¿Qué?
– Cuando compré este piso, logré alejar de mí la sensación de que me habían arrebatado algo al quedarte tú con la casa.
– ¿De verdad pensabas eso?
– Sí… algo parecido. ¿Tú no hubieras sentido lo mismo?
– Supongo que sí -respondió Bess después de pensarlo un instante.
– Con Darla fue diferente. Me mudé a su apartamento, de manera que nunca lo sentí como «nuestro». Todo lo que había en él era suyo y, cuando me fui, consideré que le dejaba lo que le pertenecía por legítimo derecho. Yo sólo… -titubeó y se encogió de hombros-. Me marché y en cierto modo me sentí aliviado.
– ¿En serio fue tan sencillo?
– Sí.
– ¿A ella le ocurrió lo mismo?
– Creo que sí.
– Hummm…
Reflexionaron sobre esa situación y la compararon con su divorcio, con toda la amargura y el resentimiento que había provocado.
– Muy diferente de lo que nos sucedió a nosotros -comentó Bess.
Michael hizo girar su copa y alzó la mirada hacia Bess.
– Es mejor no pensar en ello.
– ¿Por qué crees que los dos fuimos tan rencorosos? -preguntó ella al recordar las palabras de su madre.
– No lo sé.
– Sería interesante oír la opinión de un psicólogo al respecto.
– Sólo sé que, cuando esta vez recibí los papeles del divorcio, los guardé en el fondo de un cajón y pensé: Ya está, asunto concluido.
Bess sintió un placentero estremecimiento y abrió los ojos como platos.
– ¿Ya los has recibido? Quiero decir… ¿Es definitivo?
– Sí.
– Ha sido muy rápido.
– Así es cuando se trata de un divorcio de mutuo acuerdo.
Por un minuto se miraron de hito en hito al tiempo que se esforzaban por impedir que la libertad de ambos les nublara el entendimiento.
Michael reaccionó y se levantó de la mesa.
– ¡Bien! Me gustaría decir que he preparado un postre magnífico, pero no lo he hecho. Pensé que sería abusar de mi suerte, de modo que compré una tarta de crema de menta y chocolate. -Quitó los platos de la mesa y agregó-: Vuelvo en un minuto. ¿Café?
– Sí, por favor, pero no creo que mi estómago admita el postre.
– ¡Oh, vamos, Bess! -Entró en la cocina y exclamó-: Compláceme. No son más que… ¡diablos!, unas ochocientas calorías en un trozo.
Volvió con dos platos con sendas porciones de la combinación gastronómica más pecaminosa. A Bess se le hacía agua la boca de sólo mirarla mientras Michael iba en busca de la cafetera.
Todavía titubeaba cuando él volvió a sentarse y comió un pedazo de tarta.
– ¡Maldito seas, Michael! -exclamó.
– Oh, vamos, date el gusto.
– ¿Puedo decirte algo? -Bess lo miraba ceñuda.
– ¿Qué?
– ¿Algo que me ha irritado durante seis, casi siete años ahora? ¿Algo que me dijiste poco antes de nuestro divorcio y que me ha quemado desde entonces?
Michael dejó el tenedor sobre el plato, inquieto por su repentino cambio de humor.
– ¿Qué dije?
– Dijiste que había dejado de cuidarme. Sugeriste que estaba gorda y nunca me arreglaba, que sólo usaba vaqueros y cazadoras. Peso cinco kilos de más, pero es como si fuesen diez. Si como un dulce, me reprocho por mi glotonería. Por muy bien que me vista o me peine, sigo siendo muy crítica conmigo misma, y en todos estos años jamás me he atrevido a volver a ponerme un par de vaqueros, por mucho que lo haya deseado. ¡Ya está, ya me he desahogado! ¡A ver si me siento mejor!
Él la miró con los ojos desorbitados de asombro.
– ¿Yo dije eso?
– ¿No te acuerdas?
– No.
– ¡Dios mío! -Se cubrió la cara con las manos y echó hacia atrás la cabeza- ¿Me he pasado seis años obsesionada por mejorar mi apariencia y tú ni siquiera recuerdas el comentario?
– No, Bess; no lo recuerdo, pero si lo hice, te pido perdón.
– ¡Mierda!
Bess miraba el postre con tristeza mientras se golpeaba la barbilla con el puño.
– ¿Y ahora qué hago con esto?
– Comerlo -respondió él-, y mañana te compras un par de vaqueros.
Ella lo miró e hizo un puchero.
– ¡Curran, si supieras todas las calamidades que me has hecho pasar!
– Te repito que lo siento. Además, tienes una bonita figura, Bess, créeme. ¡Come esa maldita tarta!
Ella lo miró con expresión divertida y vio que Michael sonreía. Se echaron a reír y luego dieron cuenta del postre. Bess se sentía tan bien que en cierto momento se estiró para limpiarle la comisura de la boca con la servilleta.
Cuando hubieron terminado, se arrellanaron en la silla, se frotaron el estómago con satisfacción y probaron el café.
Al primer sorbo, Bess observó con asombro el contenido de su taza.
– ¿Qué es esto? Sabe a frambuesa.
– Frambuesa al chocolate. Lo vende Sylvia en su negocio. Asegura que queda muy bien con el postre e impresiona a cualquier mujer.
– Entonces ¿has organizado todo esto para impresionarme, Michael?
– ¿No es evidente?
Recogió los platos del postre y los llevó a la cocina. Bess vació la taza de un trago y lo siguió. Michael enjuagaba los platos y los introducía en el lavavajillas. Bess dejó las tazas junto a él.
– Esta noche hemos ganado mucho terreno.
Michael continuó con su tarea, sin mirarla.
– Como dijiste antes, he madurado.
Bess enjuagó las tazas y se las pasó a Michael. Luego limpió el mostrador mientras él colocaba una fuente en el lavavajillas.
– Creo que nos convendría caminar un rato. ¿Qué te parece si damos un paseo por la orilla del lago? -propuso Michael.
Se secó las manos con un paño que luego entregó a Bess.
– De acuerdo -respondió ella.
Sin embargo ninguno se movió. Permanecieron apoyados contra el mostrador, mirándose, conscientes de que estaban representando la danza del apareamiento. Conocían el desenlace pero, cuando llegó el momento de acercarse y llevar la danza a su conclusión lógica, los dos se echaron atrás. Ya se habían amado una vez y habían fracasado, por lo que les aterrorizaba repetir su error.
Caminaron hasta la playa pública sin apenas hablar. Michael arrojó una piedra sobre el reflejo de la luna en el agua, lo distorsionó y esperó a que recuperara su forma original. Oyeron las suaves lengüetadas de las olas en la playa, olieron el sabor a madera mojada del muelle cercano y notaron cómo la arena se cerraba alrededor de sus zapatos y los hacía arraigar.
Se detuvieron y quedaron parados a considerable distancia uno del otro. Se miraron con indecisión, anhelo y temor. Una vez más contemplaron el lago y, al cabo de un rato, emprendieron el regreso. Entraron en el edificio y subieron al segundo piso en el ascensor sin cruzar palabra. Ya en el apartamento, Michael fue al baño en tanto que Bess se dirigía a la salita de estar y se tendía de espaldas en el sofá, con la vista clavada en el techo.
Puedo quedarme o irme, arriesgarme o ser cauta, pensó.
Michael entró en la sala, la atravesó y se detuvo a unos pasos de ella, con las manos en los bolsillos traseros del pantalón. Permaneció inmóvil unos instantes, mirándola con actitud reflexiva.
Bess se incorporó. Michael sacó las manos de los bolsillos y caminó hacia ella con expresión muy seria.
– Me gustabas más acostada.
La cogió de los hombros y la empujó contra la suave piel. A continuación se tendió a su lado y la besó con dulzura.
– No estoy seguro de que esto sea lo correcto -dijo él con voz ronca.
– Yo tampoco.
– Lo he deseado durante toda la noche.
– ¿Sólo esta noche? Yo lo he deseado durante semanas.
Michael volvió a besarla como si quisiera convencer a ambos de que era lo correcto. Cuando sus labios se separaron, se abrazaron como dos viejos amigos que necesitan tiempo antes de dar un paso más.
– ¿En qué piensas? -preguntó él.
– Me siento muy bien contigo.
– Oh, yo también.
Se besaron de nuevo, esta vez con pasión y premura. Entregados a las caricias, el beso se llenó de lujuria y por fin dieron rienda suelta a su deseo y rechazaron toda moderación. Suspiraban de placer mientras el pasado y el presente se fundían, y pronto quedaron atrapados en un torbellino de concupiscencia, esperanza, recuerdo de los errores pasados y miedo a repetirlos.
Esta claudicación mutua marcó el final de una larga abstinencia para los dos. Él le acarició los senos por encima del jersey antes de quitárselo para deslizar los labios por el escote del sujetador. Bess se arqueó al tiempo que dejaba escapar un gemido de deleite.
Michael la incorporó y la despojó de su ropa con rapidez antes de desnudarse. Volvió a acostarla, posó la boca en sus pechos, en su vientre, y continuó descendiendo hacia la carne tibia que tan bien conocía.
– ¿Recuerdas?
Bess recordaba… ¡Ah, sí recordaba! La timidez de la primera vez que se había atrevido. Cerró los ojos cuando los labios de Michael rozaron sus partes íntimas y evocó otras noches, otros tiempos, cuando sus corazones palpitaban como ahora mientras exploraban esos instintos primitivos. En tres años de relaciones íntimas con otro hombre, nunca había permitido semejante licencia. Sin embargo ahora estaba con Michael, ella había sido su novia, su esposa, había parido a sus hijos, y con él había aprendido a gozar del sexo.
Al cabo de un rato él se tendió de espaldas en el sofá y ella se arrodilló en el suelo para devolver sus favores.
– ¡Oh, Michael, es tan fácil contigo! -murmuró.
– ¿Recuerdas la primera vez que lo hicimos?
– Llevábamos dos años casados cuando por fin nos atrevimos.
– Incluso entonces temí que me dieras una bofetada y te fueras a dormir a la habitación de los invitados.
– Pero no lo hice.
Él sonrió cuando ella reanudó sus ardientes atenciones. Instantes después Michael tendió una mano para tocarle la cabeza.
– Espera.
Buscó a tientas sus pantalones blancos, que yacían en el suelo, y sacó del bolsillo un pequeño sobre de papel de estaño.
– ¿Necesitamos esto? -preguntó.
Bess esbozó una sonrisa de complicidad y lo acarició.
– Conque lo habías planeado -comentó ella.
– Digamos que esperaba que sucediera.
– Sí, lo necesitamos, a menos que queramos correr el riesgo de tener un hijo que sea más joven que nuestro nieto.
Lo observó mientras se ponía el preservativo, como lo había hecho innumerables veces en el pasado, con la esperanza de que hubiera mil veces más en el futuro.
– ¿Qué opinarían los chicos si se enteraran?
– Lisa se volvería loca de alegría.
Michael esbozó una sonrisa al tiempo que extendía los brazos hacia ella.
– Ven aquí, abuelita. Inauguremos este sofá como corresponde.
Cuando la penetró, Bess lo miró a la cara, acarició las hebras plateadas de sus sienes y lo atrajo hacia sí con pasión.
Michael emitió un profundo gemido, y Bess sonrió de placer. Permanecieron unos minutos entrelazados sin moverse.
– Es maravilloso hacer el amor con alguien a quien se conoce tan bien -susurró ella.
Él se inclinó hacia atrás para verle la cara y sonrió con dulzura.
– Sí, es maravilloso.
– Sabía qué harías ese ruido en ese momento.
– ¿Qué ruido?
– «Ahhh», dijiste, como solías hacer.
– ¿De veras?
Michael la besó en la boca al tiempo que comenzaba a moverse.
Con los ojos cerrados, Bess puso las manos en las caderas de Michael.
A veces se besaban con una suavidad próxima a la veneración.
A veces sonreían sin ninguna razón.
A veces él hacía preguntas con voz ronca.
A veces ella susurraba algo con la mirada fija en sus ojos.
Una vez soltaron una carcajada y les complació pensar que eran capaces de reír en medio del acto sexual.
Cuando alcanzaron el clímax, Bess gritó y Michael gimió. Sus voces resonaron en la habitación. Disfrutaron de la inquietud deslumbrante de esos pocos segundos trémulos mientras perdían contacto con todo y se entregaban sólo a las sensaciones que experimentaban.
Tendidos de lado, parecían sellados uno al otro a la cálida piel. Por las ventanas se colaba la brisa, que les refrescaba la piel. Al otro lado de la arcada, las velas de la mesa bañaban las paredes con una luz ambarina.
Michael acariciaba los pechos de Bess, que exhaló un suspiro de bienestar y cerró los ojos. Él sabía que éstos eran los momentos que ella más disfrutaba. Recordó que solía susurrar: «No salgas… Todavía no.» Ahora seguía dentro de ella mientras observaba las suaves arruguitas alrededor de sus ojos, el contorno de sus labios entreabiertos, que revelaban el brillo de sus dientes.
Bess abrió los párpados y vio que la miraba sin la sonrisa que esperaba encontrar.
– ¿Qué vamos hacer? -preguntó Michael con voz serena.
– No lo sé.
– ¿Tenías alguna idea antes de venir aquí?
Bess negó con la cabeza.
– Podríamos mantener una tórrida relación amorosa -propuso él.
– ¿Relación tórrida? Michael, ¿qué has estado leyendo?
Él deslizó el pulgar por el labio inferior de Bess.
– Es que nos entendemos muy bien, Bess.
– Sí, lo sé, debemos ser serios.
– De acuerdo. ¿Cuánto crees que hemos cambiado desde nuestro divorcio?
– Esa es una pregunta cargada de intención.
– Contéstala.
– Tengo miedo -reconoció Bess con un hilo de voz. Tras una pausa inquirió-: ¿Tú no?
Él la miró a los ojos antes de responder.
– Sí.
– Entonces lo mejor será que me vaya y aparente que esto no ha sucedido.
Bess se puso en pie.
– Buena suerte -deseó él.
La observó recoger la ropa y salir de la habitación. Bess se dirigió al cuarto de baño de los invitados y, mientras se ponía el sujetador y las braguitas de encaje azul, que sin duda habían cumplido muy bien su función, sintió que volvía a la realidad. La realidad eran ellos dos, los errores que habían cometido durante su matrimonio y la posibilidad de iniciar una relación carnal sin pensar en las consecuencias. Una vez vestida, volvió a la sala de estar y vio a Michael de pie ante la puerta corredera de vidrio, descalzo, con los vaqueros y el torso desnudo.
– ¿Me prestas un cepillo? -le preguntó Bess.
Él se dio la vuelta y la observó en silencio.
– En mi cuarto de baño.
Bess se encaminó hacia el territorio privado de Michael, donde ya había espiado antes. Esta vez fue peor… Abrió los cajones del tocador y encontró una venda, hilo dental, algunos medicamentos y una caja entera de preservativos.
¡Una caja entera!
Al verlos se enfureció. De acuerdo, era muy probable que los hombres solteros compraran preservativos por docenas, pero ¡no le gustaba que él quisiera hacerle creer que lo de esa noche había sido algo excepcional!
Cerró de un golpe el cajón y abrió otro, donde por fin encontró un cepillo. Entre las cerdas había algunos pelos oscuros de Michael. Al verlos se apaciguó su enojo y experimentó una sensación de profundo vacío, un rechazo a volver a su vida solitaria, donde no había cepillos, cuartos de baño, mesas ni camas que compartir.
Después de peinarse buscó enjuague bucal y se pintó los labios y regresó a la sala de estar. Él seguía mirando hacia la oscuridad, sin duda perturbado por las mismas dudas que la asaltaban a ella.
– Bueno, Michael, me voy.
Él se dio la vuelta.
– Sí, claro.
– Gracias por la cena. Ha sido magnífica.
Se produjo un largo silencio.
– Escucha, Michael, quedan muy pocas paredes vacías y todavía puedes colocar algunos adornos sobre las repisas y las mesas, pero creo que será mejor que los elijas tú.
Michael la miró contrariado.
– Bess, ¿me echas la culpa a mí? Tú también querías, no lo niegues. ¡Tú lo planeaste tanto como yo!
– Sí, lo hice, y no te culpo de nada. Lo que ocurre es que creo que… que eso es…
– ¿Qué? ¿Un error?
Ella recordó los preservativos que había visto en el cajón.
– No lo sé. Tal vez.
Él la miró con severidad y enojo.
– ¿Puedo llamarte?
– No lo sé, Michael. Quizá no sea buena idea.
– ¡Mierda! -masculló.
Bess permaneció inmóvil en el otro extremo de la habitación, demasiado asustada para hablar. En efecto, ambos habían cambiado mucho, ¿acaso eso garantizaba que su relación saldría bien? ¿Qué idiota pondría la mano en una rueda de molino después de haberse cortado un dedo?
– Gracias otra vez, Michael.
Él no dijo nada al comprender que Bess rechazaba la idea de empezar de nuevo.